I

Su sangre llena mi corazón. Mi mano tomará la espada y la espada los aniquilará.

Diario de la Huida a Egipto 15,9

I

Un relámpago. El trueno retumbante apagó el eco de los gritos.

Al mismo tiempo que el sable que blandía se le escapaba de entre los dedos y caía en un charco, el enorme policía se desplomó en el suelo con la mano doblada de manera monstruosa. Le habían pulverizado por completo los huesos. Intentó retroceder ante la sombra que se le acercaba lentamente, pero el arma mortífera le alcanzó de lleno en la barbilla.

—¡…!

Al caer, el gigante salpicó una enorme cantidad de agua. La lluvia que caía desde el anochecer redobló su fuerza.

Los ojos verdes recorrieron la oscuridad buscando su siguiente víctima con un brillo tenebroso. Su objetivo era el otro policía, quien, aprovechando el poco tiempo que le había dado su compañero, había deslizado la mano hasta el bolsillo para sacar la pistola. Cuando se disponía a apretar el gatillo, se quedó paralizado por la sorpresa. La barra de hierro que blandía la sombra volaba cortando la lluvia.

—¡Imposible! ¿¡Cómo puede ser tan rápid…!?

Un relámpago. Cuando resonó el estruendo del cielo partiéndose, la callejuela oscura se iluminó de blanco azulado.

El arma brilló a la luz del rayo en medio de las sombras de la noche. Cuando el eco del trueno se apagó, la pistola ya había caído rodando por el suelo.

—¡Aaah…!

Perdida su única arma, el policía había caído de culo. Los dientes le castañeteaban mientras la barra de hierro se alzaba ante sus ojos. Si el golpe le alcanzaba en la cabeza le destrozaría el cráneo sin ninguna duda. El terror que sentía era tal que se quedó paralizado viendo cómo la muerte se cernía sobre él…

Al darse cuenta de que seguía vivo, el policía levanto, con temor, la mirada. Entre lágrimas, vio la barra detenida en el aire, como si se hubiera quedado petrificado.

—Desparece. Y no vuelvas a seguirme nunca más…

La voz débil, como de ultratumba, se arrastró por la noche. En la figura recortada por la luz de los relámpagos brillaban los ojos verdes como dos puntos fosforescentes.

—Si te vuelto a ver, te mataré.

—¡Aaaaah!

Comparada con la lluvia torrencial, la voz era incluso serena, pero el policía se levantó de un salto y salió corriendo del callejón a trompicones.

Observando cómo escapaba su adversario, la sombra lanzó un suspiro. Se sacudió con un ademán la rubia cabellera empapada y repasó con la mirada los cuerpos caídos en el callejón. Una decena de policías yacían con piernas y brazos destrozados. Cuando recuperaban la conciencia, no podían hacer mucho más que gritar de dolor.

Observando la tragedia, un brillo de compasión apareció en los ojos verdes. Sin embargo pronto volvió a quedarse inexpresivo y salió del callejón jugueteando con la barra de hierro. Mejor dicho, al disponerse a salir se detuvo como si se hubiera cuenta de algo.

La figura echó una mirada a la pared que tenía al lado, aguzando los ojos. Había colgada la orden de busca y captura de un joven.

—«Buscado por el ataque a la Central de Policía de Amberes. Hugue de Watteau. Se ofrece recompensa a quien capture a este terrorista, vivo o muerto…».

La figura lanzó un gruñido y torció los labios, rodeados de una descuidada barba de tres días.

—«Terrorista»… Así es —susurró para sí mientras arrancaba limpiamente el anuncio y lo rompía en pedazos.

Después de tirarlo al suelo y pisotearlo sin piedad, echó a andar bajo la lluvia. Su paso era incierto, como el de quien no tiene adónde ir y simplemente vaga por las calles.

—¿Qué hacéis aquí, padre De Watteau?

La voz que le detuvo era de una monotonía extraña. Ante él había aparecido una pequeña sombra que le cortaba el paso. Unos ojos de cristal miraban fijamente el rostro exhausto del hombre.

La sombra llevaba una sotana de pulcritud impecable y se quedó mirándole unos instantes antes de hablar.

—Os he preguntado que qué hacéis aquí, padre De Watteau. Para cumplir vuestra misión no necesitáis venir a Bruselas. Informadme de la razón concreta que os ha hecho abandonar el terreno que se os había asignado.

—Lo que yo haga no te concierne, Gunslinger…

Hugue levantó la mirada ojerosa. Llevaba una semana acampando al raso y no sólo había dejado de comer con regularidad, sino que casi no había conseguido pegar ojo. Tenía el rostro tan pálido que parecía un fantasma. Sin embargo, su voz resonó con claridad entre la lluvia.

—Estoy investigando el caso de Amsterdam. He venido aquí siguiendo una pista relacionada con ello. ¿Me dejarás trabajar tranquilo, padre Tres?

—Negativo. Se os ha relevado del caso de los asesinatos de Oude Kerk. Vuestras órdenes son volver de inmediato. Os pido que abandonéis Bruselas y regreséis a Roma.

A Hugue se le escapó una risita ante las palabras ridículas de su compañero.

—¿Qué regrese a Roma? ¿De verdad ha dicho que regrese a Roma? —repitió, riendo, mientras miraba con atención al inexpresivo sacerdote.

Sin embargo, sus ojos traicionaban aquella risa falsa, porque en ellos no había ni una chispa de alegría. Cortando la carcajada, Hugue dijo con voz seca:

—Yo no tengo ningún sitio al que regresar…

Un brillo de dureza le había vuelto a los ojos.

—No volveré a Roma. Ya no formo parte de Ax… Regresa y díselo a la duquesa de Milán, Gunslinger.

—Bruselas se encuentra en la actualidad bajo la ley marcial —dijo el padre Tres Iqus con voz fría, como si estuviera explicando los resultados de un experimento de química—. Thierry d’Alsace, el vampiro que domina la ciudad, ha movilizado a todos los efectivos de la policía para vigilar vuestros movimientos. Las posibilidades de capturarlo y eliminarlo son sólo del 0,08% . Actuar ahora sería absurdo. Es un suicidio.

—Ya lo sé… No soy tan idiota como para no haberme dado cuenta —respondió Hugue con tono burlón, al mismo tiempo que se giraba hacia los policías a los que había batido minutos antes.

Aquellos hombres tenían instrucciones de detener a un «terrorista atroz», usando los medios que fuesen necesarios. El esfuerzo de dejarles inútiles para el combate en vez de matarlos le había dejado exhausto. La semana que llevaba en Bruselas, sin comer ni dormir de manera regular, estaba arrastrándolo a los límites de su resistencia física. Y no duraría mucho más.

El cuerpo, empapado por la lluvia, estaba empezando a perder incluso los instintos de supervivencia, y su mirada parecía la de un muerto que hubiera perdido la luz.

Su familia, su casa, su prometida… Todo lo que había perdido.

No tenía adónde regresar, ni nada por lo que vivir. Lo mirase como lo mirase, la vida no tenía sentido Seguir viviendo porque sí, no tenía sentido. La idea de permanecer vivo después de haber cumplido su venganza le resultaba incluso aterradora. Tenía pánico a la sensación de soledad y pérdida que le esperaba…

—Déjame en paz, Tres Iqus —escupió con hastío Hugue, dando la espalda a su compañero a la vez que se dirigía de nuevo al callejón—. Ni el Vaticano ni la duquesa de Milán tienen ya nada que ver conmigo. Yo…

—La orden de devolveros a Roma es de prioridad máxima —le interrumpió, inexpresivo, Tres.

Al mismo tiempo, se oyó un inconfundible ruido metálico. El gatillo de las pistolas estaba levantado.

—Si os dejamos así, la posición política de la duquesa de Milán puede verse comprometida. Si os negáis a acompañarme, tengo también la opción de eliminaros.

El leve cambio en el sonido del agua sería por la lluvia que rebotaba en las armas que le apuntaban. Ante la amenaza de muerte pronunciada con ese tono deshumanizado, Hugue torció los labios. Como dudando, hizo un poco más de fuerza con los dedos que agarraban la barra de hierro.

—¿Eliminarme? ¿Vas a matarme, Gunslinger?

Al otro lado de la pantalla de lluvia se oyó el sonido del seguro de las pistolas alzándose. La voz impasible parecía que, más que intentar advertirle de algo, estuviera siguiendo de forma mecánica los pasos de un procedimiento.

—Tenéis dos opciones: volver conmigo a Roma o ignorar las órdenes y permanecer en Bruselas. Escoged una.

—No volveré a Roma… nunca —respondió Hugue con voz igualmente fría, mientras dibujaba una sonrisa macabra—. Regresa y díselo a la duquesa de Milán. Sword Dancer los va a matar a todos… Nunca más volverá. Díselo.

El estruendo de la detonación resonó casi al mismo tiempo.

Hugue había dado un salto cuando la ráfaga levantó una oleada de agua bajo sus pies. Las balas salían disparadas con fuerza, rebotando en el suelo, persiguiendo, junto con el agua, el espadachín.

Sin embargo, Hugue no contraatacó. Esquivando las balas por milímetros, desenfundó su filo para segar una de las luces instaladas en la calle.

—¿¡…!?

La luz cayó con gran precisión e hizo retroceder a Tres mientras Hugue aterrizaba con una voltereta y huía por un callejón.

—¡No escaparás, Sword Dancer! —gritó Tres, a la vez que cambiaba los cargadores vacíos.

Hugue corría con todas sus fuerzas por la calle oscura.

«¡No puedo morir todavía!».

¿Acaso no lo había jurado diez años atrás a la luz de los relámpagos? No descansaría hasta haber matado a aquel que asesinó a toda su familia y raptó a su hermana…

Los recuerdos que le asaltaban o la extenuación hicieron que Hugue perdiera la concentración por un momento. Fue al aproximarse a una de las esquinas del laberinto de callejones cuando se dio cuenta de lo caro que le podía costar mirar sólo hacia delante.

—Blanco fijado en área de disparo. Fuego.

Si al oír la voz al otro lado de la pared hubiera tardado una décima de segundo más en saltar a un lado, Hugue habría quedado reducido a un montón informe de carne a causa de la descarga. Detrás de la tormenta de balas, apareció la figura del sacerdote atravesando la pared con su hábito impecable.

—Blanco fijado…

Envuelto en yeso, el muñeco asesino levantó de nuevo sus armas y dirigió la mira láser hacia Hugue, apuntándole el brazo izquierdo.

—Fuego.

Las Jericó M13 Dies Irae, las pistolas de combate más grandes del mundo, atravesaban el aire con sus colmillos de trece milímetros cuando… ¿¡!?

Quien salió disparado por la fuerza de una ráfaga de balas fue el propio Tres.

Las balas levantaron el cuerpo de cerca de doscientos kilos con una velocidad y precisión terribles. El hábito del pequeño sacerdote había quedado como un colador.

—¡Subid, padre De Watteau!

Hugue sólo sintió el estruendo de un motor y un resplandor. Salpicando agua por todos lados al frenar, una motocicleta se había parado al lado del sacerdote, quien por fin parecía haberse dado cuenta de lo que ocurría.

—¡Pero ¿qué hacéis?! ¡Subid! —gritó el joven que conducía el vehículo, señalando con un gesto el asiento para pasajeros.

El abrigo negro y las gafas protectoras no permitían que se le viera la cara. Enfundado en unas caras botas de piel, apretó el embrague y gritó:

—¡Soy vuestro aliado…, al menos ahora!

Hugue se montó sin decir anda, pero eso no quería decir que se fiara de su aliado. En realidad lo que le hizo tomar aquella decisión fue la luz rojiza que vio levantarse entre los cascotes más allá de la lluvia torrencial. Atravesando la oscuridad, la mira láser apuntó a Hugue y a su salvador.

—¡Vamos!

Al mismo tiempo que el sacerdote lanzaba su daga, la motocicleta arrancó con fuerza, como si fuera a salir volando. Las balas, desviadas por la daga, fueron a parar contra el silenciador del tubo de escape del vehículo.

—¡Agarraos fuerte, padre De Watteau! —gritó el joven, cogiendo el manillar, aunque el ruido de la lluvia torrencial ahogó casi por completo sus palabras.