—Qué crueldad…
La plaza estaba rebosante de curiosos que habían acudido a ver los cadáveres calcinados. El sacerdote de cabellos canosos levantó la mirada y se santiguó. Sus ojos, del color de un largo invernal, estaban anegados de tristeza.
Era la plaza que había ante la puerta del castillo de Brno.
La masa diabólica que se recortaba contra el cielo nocturno era el castillo de Spilberk, que hasta hace pocos días antes había sido la residencia del gobernador. Después de que éste fuera asesinado por los sublevados, se había convertido en resistencia provisional de Alfonso d’Este, papa del Nuevo Vaticano. Tres días antes, en aquella misma plaza habían sido ejecutados en la hoguera docenas de religiosos considerados sacrílegos por el Nuevo Vaticano.
Los ejecutados eran todos famosos apóstatas. Del obispo de Brno, cuyo cadáver se encontraba en un extremo de la fila, se decía que en la santa misa ponía el Cuerpo de Cristo ante los creyentes y les pedía dinero para darles de comulgar.
—Está claro que no merecían el cargo que ostentaban, pero quemarlos…
—Después de la sublevación, lo primero que hizo el Nuevo Vaticano fue organizar esta ejecución pública —respondió con frialdad el joven de baja estatura que se encontraba al lado del sacerdote.
Igual que Abel, el padre Tres Iqus iba vestido con la sotana y la capa típicas de los sacerdotes itinerantes, pero la gélida mirada que dirigía a la muchedumbre congregada en la plaza contrastaba con la del padre Abel.
—La hoguera pública no es más que un acto de propaganda para legitimar la posición del Nuevo Vaticano, pero parece que han obtenido el efecto que esperaban.
—Me pregunto si su santidad se encontrará bien…
Mirando con aprensión a su alrededor, Abel bajó la voz de repente. Un grupo de soldados enemigos había pasado a su lado. Por las insignias que llevaban en las solapas, se veían que eran antiguos miembros del ejército oriental de la Santa Sede que se habían pasado a las filas del Nuevo Vaticano. Desde la sublevación iban llegando a Brno soldados y religiosos que, como ellos, habían abandonado el servicio del Vaticano, así como numerosos nobles seculares. Que la ciudad estuviera llena de visitantes foráneos les había permitido infiltrarse sin demasiados problemas, pero eso no quería decir que fuera menos peligroso encontrarse en el centro del baluarte enemigo. El agente alto prosiguió con voz aún más queda:
—Hoy hace exactamente una semana que las tropas de la Iglesia empezaron el sitio de Brno. Los del Nuevo Vaticano tienen que estar sintiendo la presión. Tres, ¿creéis que habrán asesinado a su santidad?
—Negativo. Eso es imposible —negó el agente Tres Iqus, ante la pregunta temerosa de su compañero—. Si quisieran asesinar al papa, lo habrían hecho en Praga. Mientras les sirva como rehén, la probabilidad de que lo maten es muy baja; al menos, según calculo, hasta mañana por la noche, cuando Alfonso d’Este haya terminado su ceremonia de coronación.
—Esperemos que así sea… —intentó asentir Abel, aunque con gesto aún más desmayado que antes.
Lo más seguro es que Tres tuviera razón. El Nuevo Vaticano tenía que tratar bien a Alessandro. Sin embargo, según les había informado el Profesor desde Roma, el cardenal Medici y la Inquisición emprendían acciones inquietantes. Por mucho que tuvieran preso a su propio hermano, Francesco no iba a quedarse con los brazos cruzados viendo cómo se coronaba a un falso papa. Aunque fuera a la fuerza, estaba claro que intentaría detener la ceremonia. Entonces, nada les aseguraba que su santidad saliera ileso de una operación semejante.
—Tenemos que lograr el rescate esta noche —dijo Abel, mirando con rostro tenso los gruesos muros del castillo y la multitud de soldados que los guardaba.
Si la información que habían recogido durante la semana era correcta, el papa Alessandro, secuestrado el mes anterior en Praga, se encontraba recluido en el interior. Además, también guardaban en ese lugar el único as que tenía escondido en la manga el Nuevo Vaticano: el misil robado en Asís.
—Sería estupendo si también pudiéramos desarmar el misil. Si les dejamos sin su mejor arma no tendrán otro remedio que la rendición pacífica.
—¡Eh, canijo pistolero! ¿Me estáis esperando a mí? —gritó una voz, ronca pero alegre, a sus espaldas.
Al girarse, se encontraron de repente con un enorme hombre vestido de gris con pinta de obrero de la construcción.
—Hoy he tenido muy mala suerte. Los curas de mierda no paran de meternos prisa por todos lados con los plazos de construcción. Además, les faltan artistas… ¡He estado ocupadísimo!
El hombre, moreno y de aspecto felino, el agente de Ax padre León García de Asturias, se sentó ruidosamente al lado de los dos sacerdotes. Girándose hacia unas chicas que llevaban un tiempo mirándole, les guiñó el ojo, pero las chicas se ruborizaron y se retiraron atemorizadas. Quizá tendrían miedo de que se las comiera.
—¡Hmmm!, qué tímidas son estas chicas de pueblo. Tanta inocencia es insoportable. ¿O es que soy demasiado atractivo? ¿Soy un hombre condenado por eso?
—Positivo. Remanente de condena: setecientos treinta y un años.
—¡No me refiero a esa condena, diantre!
—Haya paz, haya paz… —intercedió rápidamente con una sonrisa Abel ante el gigante, que parecía dispuesto a comerse a su compañero—. Entonces, padre León, ¿cómo los preparativos?
—Todo a punto. En dos horas habrá un buen barullo. He puesto una de éstas en la toma de agua.
Lleno de confianza en sí mismo, León mostró a sus compañeros lo que llevaba en la mano. Era un pequeño disco plano, parecido a una polvera de señora.
—La he escondido bien en la instalación, de manera que los soldados no consigan encontrarla. Pero es sólo una chapuza. No se cuánto tiempo podremos ganar con ello.
—Está claro que no podemos quedarnos dormidos. Mientras el castillo esté alborotado tenemos que encontrar la habitación donde tienen recluido a su santidad y sacarle de allí. Además, hay que desarmar el misil y…
El castillo de Spilberk y la catedral de Pedro y Pablo, donde se iba a celebrar la ceremonia de coronación, eran las dos bases principales del Nuevo Vaticano, lo que significaba que lo tenían encerrado en una de las dos. Las cosas serían más fáciles si se encontrara en la catedral, pero…
—Vosotros os ocupáis del papa; y dejadme a mí el misil. Aunque hay una cosa que me preocupa más que la falta de tiempo. Ahí dentro está Know Faith… —susurró el gigante como si le hubiera leído el pensamiento a Abel.
Era seguro que estaba pensando en lo mismo. Mirando con melancolía a su compañero, que se había girado de repente, hizo una señal con la barbilla hacia el castillo.
—¿Y si lo está custodiando él? Aunque sea un traidor es un ex agente. ¿Le podremos abatir? ¿O intentamos convencerle de que vuelva a nuestro bando?
—Bueno, eso…
Abel empezó a responder balbuceando, pero una voz autoritaria le cortó en seco.
—Le eliminaremos —dijo Tres con un tono gélido, propio de un mundo teñido de sangre—. Yo me encargaré de Havel. Vos concentraos en el objetivo de la misión.
—¿Seguro que podrás con él, pistolero? El escudo de invisibilidad que tiene es un verdadero incordio.
—Ningún problema. Tengo preparado algo para eso —indicó Tres sin cambiar de cara, mientras mostraba dos barras que le sobresalían ligeramente de las mangas—. Es un radar de Doppler desarrollado por el Profesor. Cambiando las frecuencias de una onda eléctrica doble, puede trazar el movimiento de las partículas. Aunque el blanco sea invisible, es capaz de seguir sus movimientos.
Ante las palabras de Gunslinger, Abel preguntó, temeroso:
—Pero… Tres, antes de combatir querría hablar con él para ver si podemos solucionar amistos…
—Os aviso ahora, padre Nightroad: no obstaculicéis mi misión —respondió sin piedad la voz monótona.
Los ojos sin párpados del muñeco mecánico se quedaron fijos en la expresión preocupada del sacerdote canoso.
—En Praga, evitasteis que le disparara. Si esta vez volvéis a perpetrar algún acto contrario al reglamento, os eliminaré a vos también al instante.
Abel abrió y cerró la boca varias veces sin emitir ningún sonido. Mientras buscaba razones para defender a su ex compañero, una gruesa mano se le posó en el hombro.
—Déjalo, Abel. Ya no pienses más en Havel —dijo Dandelion, intentando animar a su compañero con la mirada—. El pistolero tiene razón. Ya no es más que un enemigo. ¿O es que no te has dado cuenta?
—Pe…, pero, si aún es posible convencerle de que…
—Ya no es posible.
La calma de la voz del gigante contrastaba con la brusquedad de sus palabras y tenía un tono parecido al que se usa para calmar a un niño que se está poniendo pesado. Sin embargo, no decía nada más que los puros hechos.
—Piensa un poco. La vida humana es una cadena de decisiones. Empezando por qué comer, dónde dormir… Hay que elegir en el trabajo, las mujeres, la manera de usar el dinero y el tiempo… Cada día vivimos escogiendo y siendo escogidos —explicó León, con voz serena.
En la mirada le había desaparecido la alegre y bulliciosa luz. Jugueteando con su collar, con la cabeza gacha, el gigante siguió susurrando como si hablara solo.
—Desde que nacemos nos espera una serie innumerable de decisiones a las que tenemos que enfrentarnos cada segundo hasta el momento de nuestra muerte… ¿Acaso no se trata ahora de eso?
Las ventanas del castillo habían empezado a iluminarse entre las atareadas idas y venidas de los soldados. Con la mirada fija en ellos, León dijo, sin sombra de indecisión:
—Él ha escogido el otro bando. Nosotros hemos escogido el de Ax. No nos queda otra opción que prepararnos para lo que va a venir.
Abel entendía a la perfección lo que iba a venir. Pero el mundo estaba lleno de cosas que, aunque se entendieran, no se podían aceptar.
—¿No dudáis nunca, León? —preguntó Abel, vuelto hacia la muralla de piedra.
La oscuridad que había caído sobre el mundo hacía que sólo se pudiera imaginar la expresión del sacerdote. Con la cabeza abatida, Abel repitió la pregunta, cuya respuesta ya conocía.
—Frente a un compañero…, frente a alguien que ayer estaba en vuestro bando y que hoy en el otro, ¿cómo podéis levantar el arma sin dudar?
—Porque ya no me queda elección. Cuando hace dos años mi hija Juana se quedó de aquella manera, se acabaron las decisiones en mi vida. Lo único que puedo hacer ahora es vivir un segundo más que mi adversario. Nada más que eso —respondió Dandelion, con brusquedad calculada, mientras escondía el rostro. Sólo de pensar en la niña que vivía en el hospital de Milán, una luz oscura había aparecido en sus ojos.
—Por eso, no dudo. Aunque sea frente a Václav. Antes de dudar…, le mataré.