I

Eran las seis en punto de la tarde.

Cuando la aguja larga señalaba al cielo y la aguja corta al infierno, el dios de la muerte que anidaba en el reloj del ayuntamiento empezó a hacer sonar las campanas. Al mismo tiempo, se abrió una puertecilla al lado de la estatua del arcángel Miguel y las imágenes de los doce apóstoles de Cristo empezaron a desfilar con animación.

En Praga, la capital de Bohemia, llamada la Ciudad de las Cien Torres, el día avanzaba hacia su fin.

—O sea que hay alguien que pasa información interna de la Secretaría de Estado al Nuevo Vaticano…

El atardecer teñía de rojo la plaza del ayuntamiento, donde un anciano cojo entretenía a los pasantes con sus marionetas. Los muñecos representaban la batalla entre las tropas de la Iglesia y los herejes que se había producido dos años atrás en la región. Observando desde la ventana del café como caían horriblemente heridos los caballeros de uno y otro bando, Caterina cruzó las piernas con expresión preocupada.

—Así es. Diversas pruebas lo indican —respondió con tono respetuoso el doctor William W. Wordsworth, el Profesor, posando la taza de té humeante en la mesa. El rostro alargado de noble de Albión permanecía conscientemente inexpresivo—. La visita de su santidad a Bohemia estaba planeada hacía más de un año. Sin embargo, venir hoy a Praga fue una petición súbita que su santidad hizo ayer mismo. Aparte de los agentes de la escolta, sólo un número limitado de personas implicadas conocían los planes. Si hay un topo en los círculos internos de la Secretaría de Estado…

—Ya sabemos por qué todos los esfuerzos contra el Nuevo Vaticano en los últimos tres meses han resultado en vano…

—Precisamente…

—Creo que vuestro análisis es acertado. No se puede negar que es una desgracia… —dijo con dolor la hermosa mujer, levantando las perfectas cejas.

Tres meses atrás había descubierto la existencia de la organización herética Nuevo Vaticano, liderada por su tío, el arzobispo de Colonia, Alfonso d’Este. Desde entonces, Alfonso y el resto de dirigentes del Nuevo Vaticano se habían esfumado. Hacía dos meses que habían conseguido una lista con los nombres de sus miembros, mas, pese a haber registrado todos sus escondrijos, no habían obtenido ningún resultado satisfactorio. Claro que, si era cierto que alguien estaba filtrando información desde el interior, tampoco era raro.

La situación era apremiante, puesto que al día siguiente iba a celebrarse en el palacio ducal la ceremonia por los caídos en la batalla de Bohemia. ¿Habrían planeado algún atentado los miembros del Nuevo Vaticano? Ya era demasiado tarde para anular la asistencia de su santidad. No tenían otra opción que aceptar el riesgo y hacerle frente…

—En…, entonces, ¿e…, eso qu…, quiere decir que los he…, herejes saben qu…, que estamos aqu…, aquí? —preguntó una voz temblorosa, rompiendo el silencio.

Alessandro, que no había abierto la boca desde que habían entrado en el café, levantó su cara, llena de granos. Mirando sin parar a un lado y otro del local, parecía un herbívoro aterrorizado.

—¿No s…, sería mejor v…, volver en seguida a nuestro alojamiento? S…, si nos v…, vuelven a atacar…

—Tranquilízate, hermano. No es digno de un papa ponerse así —respondió Caterina con una mirada severa. La interrupción la había distraído de sus pensamientos y en los ojos le apareció un destello de irritación—. Ha habido un par de atentados contra tu vida. Pero lo que importa ahora es que estamos aquí. Aprovecha para ver de primera mano cómo vive la gente normal. ¿Qué sentido tiene, si no, esta visita de incógnito?

—Pe…, pero y…, yo…

—No quiero oír ni un pero más.

Ante la dureza inusitada con la que le estaban riñendo, al papa adolescente se le llenaron los ojos de lágrimas. Por mucho que fuera su hermana mayor, no era normal que le mirara con aquella expresión tan fría.

—Disculpad, Caterina…

—¿Qué ocurre, padre Nightroad? —respondió la cardenal, echando una mirada a su subordinado, que ponía cara de enfrentarse a un peligro mortal.

Abel se estremeció ante la gélida mirada, pero consiguió reunir los pocos restos de valor que le quedaban e intentó interceder en la conversación con una sonrisa.

—Eeeeh… Hoy…, hoy hace buen tiempo, ¿no os parece?

—Basta de bromas estúpidas, Abel.

—Perdón…

Cortado en seco, Abel contempló con ojos llorosos su taza de té. A su lado el Profesor se sujetaba la frente con la mano.

En ese momento, una voz clara, pero profunda y serena, rompió el silencio.

—El evangelio según san Mateo cuenta cómo san Pedro, quien luego sería el primer papa, cuando vio por primera vez al Hijo de Dios tuvo tanto miedo de sus milagros que no podía dejar de temblar…

El hombre que miraba directamente a Caterina sin ninguna sombra de temor era Václav, quien hasta entonces había permanecido callado en una esquina de la mesa.

—Con todos mis respetos, creo que su eminencia se equivoca. Es correcto que su santidad sienta miedo. La cuestión es cómo superar ese terror.

—Václav, la cuestión es que mi hermano Alessandro siempre está así —respondió, sin rodeos, la cardenal, torciendo el rostro, impertérrita—. Ante el mínimo problema le falta tiempo para buscar excusas para escaparse. Si sigue así, no llegará nunca a ser un verdadero papa… Gracias por el consejo, pero no te entrometas. Tiene que hacerse más fuerte.

Si hubiera sido Abel, aquellas palabras habrían bastado para enviarle de vuelta corriendo a Roma. Sin embargo, el padre Havel no mostró ni pizca de miedo. Simplemente, dirigió un momento la mirada al lloroso papa y, volviéndola a la hermosa cardenal, respondió:

—Es el pájaro silvestre quien tiene que enseñar a volar al pollito del nido. ¿Acaso no es la obligación de su eminencia enseñarle a su santidad la manera de ser un papa digno? Decirle tan sólo que se porte como tal, sin mostrarle lo que quiere decir, es como tirar directamente al pollito desde la rama.

—Eso no hace falta que nadie me lo diga. Sin embargo, además de ser mi hermanastro, es papa. No tengo tiempo de andarme con frases delicadas. Ya tendría que estar preparado desde que asumió el cargo.

—Pe…, pe…, pero es que yo no me convertí en p…, papa por v…, voluntad propia.

La voz se entrecortaba de manera violenta, sucumbiendo al llanto. Entre la cardenal y el sacerdote, el adolescente hundía entre las manos el rostro ruborizado mientras mascullaba:

—F…, fuisteis v…, vosotros que me hicisteis p…, papa por cuenta propia. Yo no qu…, quería ser papa… Pero vosotros me forzasteis a…

—¿Qué te forzamos? Tú fuiste escogido papa en una elección justa —le interrumpió Caterina, cruzando de nuevo las piernas con la misma mirada de enojo—. El consejo de cardenales decidió que tú eras la persona más apropiada para el cargo. Nadie te forzó a nada. Me parece que hay algo que tienes mal entendido.

—T…, t…, todos lo dicen —gimió con sus pálidos labios el delgaducho joven, temblando—. Todos lo d…, dicen que no s…, no soy más que una ma…, marioneta en vuestras manos. Tú también… Tú también lo crees, ¿no, hermana? No…, no soy más que una marioneta torpe a la que utilizar. N…, no…, no te sirve de nada un hermano tan…, tan inútil como yo.

—¡Alec!

Considerando la elegancia con la que se movía siempre, la rapidez de la reacción de Caterina fue sorprendente.

Antes de que Abel tuviera tiempo de levantarse a toda velocidad, la mano blanca ya se había levantado hacia la mejilla del adolescente.

—¡Deteneos, Caterina!

La mano que extendió el sacerdote no llegó a tiempo. Un ruido sordo se extendió por la sala…

—No, eminencia…

En el silencio, que parecía solidificado, resonó una suave voz masculina.

Sin soltar la mano de Caterina, detenida frente al joven, Václav movió con lentitud la cabeza.

—No se puede someter a nadie sólo con violencia. Hay que cambiar su corazón… Por mucho que queráis que aprenda de esta visita, si su santidad tiene tanto miedo, no vale la pena que permanezca más tiempo aquí. Más vale que nos retiremos por hoy.

Por un momento, a la hermosa mujer le brilló en los ojos una luz mezcla de alivio y de ira. Con la mirada clavada en su subordinado, movió los labios dos o tres veces como para decir algo, y finalmente…

—Volvamos —dijo, levantándose, con una ligera tos, a la vez que se arreglaba los bajos del hábito—. Doctor Wordsworth, contactad con el alojamiento. Que envíen a alguien a recogernos. Padre Tres, encargaos del vehículo. Padre Abel, pagad la cuenta.

—Positivo.

—Comprendido, comprendido, ahora mismo… Profesor, éstos son gastos oficiales, ¿verdad?

—No lo sé.

Mientras los tres sacerdotes se dirigían con cara de alivio a cumplir sus respectivas órdenes, la hermosa cardenal salió afuera. Observando a su superiora, el padre Abel le murmuró al único sacerdote que no había recibido órdenes:

—Buen trabajo, padre Havel.

—No ha sido nada —negó con la cabeza el sacerdote, cuya expresión era estoica pero amable—. Sólo he dicho lo que pensaba que era correcto… ¿Qué ocurre, su santidad?

Mientras respondía a Abel, Václav bajó la mirada de repente. El adolescente le tiraba con timidez de la manga.

—Qu…, quiero daros las g…, las gracias.

Alessandro miraba apocado a los sacerdotes, completamente ruborizado.

—G…, g…, gracias Václav, p…, por p…, por protegerme.

—No merezco vuestro agradecimiento… —respondió el sacerdote de la barba, negando con la cabeza hacia el apagado adolescente—. Sólo he cumplido con mi obligación.

—Eso ya…, ya es suficiente. N…, no pen…, no pensé qu…, que nadie quisiera p…, proteger a alguien tan…, tan inútil como yo —prosiguió el joven, como embrujado por los ojos del sacerdote—. Yo…, yo…, yo no sirvo para nada. Ni p…, para el estudio, ni para el ej…, ejercicio físico. Mi hermana es hermosa y es inteligente, p…, pero yo en cambio…

Probablemente, aquélla era la primera ocasión que tenía de hablar con tal franqueza a alguien. Como temeroso de perder el hilo hablaba cada vez más deprisa y se hacía difícil entenderle, pero Václav seguía escuchando con paciencia.

—¿C…, cómo puede ser qu…, que seamos hermanos? Ahora tengo mucho miedo. Qu…, quieren matarme y t…, tengo mucho miedo. El corazón me va a…

—Os defenderé —respondió con firmeza el sacerdote, santiguándose—. Haré todo lo posible para defendernos. Mientras estéis a mi lado, no os tocarán ni un pelo.

Al oír aquellas palabras serenas, pero firmes, al joven se le iluminó la cara por primera vez.

—¿De…, de verdad?

—Lo juro ante Dios… A cambio, quiero pediros una cosa, santidad.

—¿Pedirme…?

No había duda de que era la primera vez que alguien le pedía un favor en su vida. Alessandro se irguió, animado.

—¿De qu…, de qué se trata?

—A partir de ahora, no habléis más de vos mismo en términos de «marioneta torpe o inútil».

Václav era tan alto como Abel, pero se agachó para ponerse al nivel de los ojos del adolescente.

—Los que se mofan de sí mismos renuncian a crecer y desarrollarse. No les queda ningún futuro sino reírse continuamente del mundo. No os convirtáis en un cobarde así, santidad. Eso es lo que quiero pediros.

Más allá de las torres de la ciudad, el Moldava brillaba con una luz dorada. El sol se estaba poniendo. Con el rostro medio bañado en la luz rojiza, Václav agarró al joven de la mano.

—Os juro que os defenderé, santidad. Nadie podrá haceros daño… Por eso, prometedme que haréis lo que os pido. No volváis a hablar de vos mismo como antes nunca más.

—S…, s…, sí…

Era difícil decir si el adolescente entendía o no lo que le decían, pero asintió apasionadamente.

—Lo p…, lo prometo.

—Convertíos en un gran papa, santidad.

Desde fuera se oyó cómo Caterina llamaba a su hermano.

—¿Qué haces, Alec? El coche ya está aquí. Sube en seguida.

—Te…, tengo que irme —dijo Alessandro, apretándole la mano al padre Havel, como si todavía tuviera mucho que decirle—. Espero que podamos seguir la c…, conversación luego, Václav.

—Con mucho gusto.

Viendo cómo el joven salía del local con pasos atolondrados y acuciado por las voces del exterior, Abel se dirigió a su compañero.

—Veo que seguís siendo tan virtuoso como siempre, padre Havel, Hace mucho que no veía a su santidad tan feliz.

—No es virtud, Abel —negó Václav con una sonrisa discreta—. No es virtud. Eso no es nada más que la voluntad de su santidad. Si he tenido alguna influencia sólo es…

—¿Sólo es…?

Justo cuando Abel repetía con interés las últimas palabras de su interlocutor, apareció el camarero con la cuenta.

—A ver cuánto es… ¡Vaya! ¿¡Qué significa esto!? ¿Seguro que no hay dos ceros de más?

Impresionado por el importe de la cuenta, Abel se olvidó por completo de la conversación que estaba teniendo. Más tarde lamentaría con gran amargura haberlo hecho.