En el que se habla del Rubí Rey, del palangre del Snork y la muerte del Mameluco y de cómo la Casa Mumin se convirtió en una selva
Era finales de julio y hacía mucho calor en Valle Mumin. Tanto calor que nadie tenía ganas de hacer nada, hasta las moscas habían perdido la energía para zumbar. Los árboles tenían un aspecto cansado y polvoriento, el río se había agotado y no era más que un hilo fino de agua marrón que atravesaba las praderas marchitas. Su agua ya no servía para hacer refresco de bayas rojas en el sombrero del Mago (que había sido perdonado y había encontrado su sitio sobre la cómoda, debajo del espejo).
Día tras día un sol de justicia caía directamente encima del valle que intentaba en vano esconderse entre las colinas. Todos los bichitos buscaban el frescor en los corredores de sus cuevas y los pájaros no decían ni pío. Pero a los amigos del Mumintroll el calor les alteraba el humor y pasaban el día peleándose entre ellos.
Mamá, dijo el Mumintroll, ¿qué podemos hacer? ¡Piensa en algo, no hacemos más que pelearnos y hace tanto calor!
Sí, hijo mío, ya lo he notado, dijo Mamá Mumin. No me importaría perderos de vista un par de días. ¿Por qué no vais a acampar en la cueva? Hace más fresco allí y si queréis podéis pasar todo el día calmándoos en el mar.
¿Y nos dejarás dormir en la cueva también?, preguntó el Mumintroll excitadísimo.
¡Claro que sí! ¡Y no os quiero volver a ver hasta que hayáis cambiado de cara! ¡Quiero ver niños felices!
Era muy emocionante ir a la cueva para vivir en ella de verdad. En el centro del suelo de arena pusieron la lámpara de petróleo y cada cual cavó un hoyo con la forma de su cuerpo en posición de dormir y preparó su cama allí. Luego dividieron las provisiones en seis montones de igual tamaño. Había pudín de pasas, puré de calabaza, plátanos, figuritas de mazapán en forma de cerdito, mazorcas de maíz y también un panqueque para el desayuno del día siguiente.
Hacia el atardecer se levantó una leve brisa, que iba volando sola a lo largo de la playa. El sol se fundía en rojo sobre el horizonte llenando la cueva con su cálida luz. El Snusmumrik tocaba canciones por la noche y la señorita Snork yacía con su cabeza de pelo rizado apoyada en las rodillas del Mumintroll.
Todos se sentían a gusto después de comer el pudín de pasas y miraban con un dulce estremecimiento cómo el crepúsculo se iba acercando lentamente.
¡Fui yo quien encontró la cueva!, dijo Snif.
Y a nadie le apetecía decir que eso ya lo habían oído más de cien veces.
¿Queréis oír algo espantoso?, preguntó el Snusmumrik encendiendo la lámpara.
¿Cómo de espantoso?, quiso saber el Hemul.
Más o menos como de aquí hasta la puerta o un poco más, si sabes lo que te quiero decir, contestó el Snusmumrik.
No, al contrario, dijo el Hemul. Ve contando y ya te diré cuándo me asusto.
Muy bien, dijo el Snusmumrik. Os contaré una historia que me contó una urraca cuando yo era pequeño:
Al final del mundo hay una montaña muy, muy alta. Es negra como el carbón y suave como la seda. Cae abrupta hacia un abismo sin fondo y las nubes se agarran a ella. En lo más alto de la cima está la casa del Mago. Es más o menos así.
Y el Snusmumrik dibujó una casa en la arena.
¿No tiene ventanas?, preguntó Snif.
No, dijo el Snusmumrik. Y tampoco puertas, ya que el Mago siempre vuelve volando por el aire montado en una pantera negra. Por las noches sale a recoger rubíes que pone en su capa.
¡Qué dices!, gritó Snif aguzando el oído. ¡Rubíes! ¿Y dónde los encuentra?
El Mago se puede transformar en cualquier cosa y así penetrar en la tierra o caminar sobre el fondo del mar donde se encuentran los tesoros escondidos.
¿Qué hace con tantas joyas?, preguntó Snif lleno de envidia.
Nada. Sólo las colecciona, dijo el Snusmumrik. Igual que el Hemul, que colecciona plantas.
¿Has dicho algo?, exclamó desde su hoyo el Hemul que se había despertado.
Estaba contando que el Mago tiene toda la casa llena de rubíes, dijo el Snusmumrik. Hay montones en todas las habitaciones y están incrustados en las paredes como si fueran los ojos de una bestia. La casa del Mago no tiene tejado y las nubes que pasan por encima de ella son rojas como la sangre por el reflejo de los rubíes. Sus ojos también son rojos y brillan en la oscuridad.
Muy pronto me voy a asustar, dijo el Hemul. ¡Sigue contando, pero con mucho cuidado, por favor!
¡Debe de ser muy feliz ese Mago!, suspiró Snif.
En absoluto, dijo el Snusmumrik. Y no lo será hasta que encuentre el Rubí Rey. Casi es tan grande como la cabeza de la pantera y mirarlo es como si vieras fuego líquido. El Mago lo ha buscado en todos los planetas, incluso en Neptuno, pero no lo ha encontrado. Ha ido a la Luna para buscarlo en los cráteres pero no se hace muchas ilusiones, porque en el fondo cree que está en el Sol y allí no puede llegar. Ha intentado ir varias veces, pero hace demasiado calor. Eso es lo que me contó la Urraca.
Ha sido un buen cuento, dijo el Snork. Pásame otro cerdo de mazapán.
El Snusmumrik se quedó un momento en silencio. Luego dijo:
No es ningún cuento. ¡Todo lo que he contado es verdad!
¡Yo no lo he dudado en ningún momento!, exclamó Snif. ¡Lo de las joyas suena tan real!
Y ¿cómo podemos estar seguros de que existe el Mago?, preguntó escéptico el Snork.
Lo vi con mis propios ojos, dijo el Snusmumrik encendiendo su pipa. Vi al Mago y a su pantera en la isla de los hatifnat. Cabalgaban a través del aire en medio de la tormenta.
¡Pero no nos dijiste nada!, exclamó el Mumintroll.
El Snusmumrik se encogió de hombros.
Me gusta tener secretos, dijo. Por cierto, la Urraca me dijo que el Mago lleva un sombrero de copa negro.
¿De veras?, gritó el Mumintroll.
¡Ha de ser él!, chilló la señorita Snork.
Desde luego, dijo el Snork
¿Qué?, preguntó el Hemul. ¿De qué estáis hablando?
Del sombrero, ¿de qué vamos a hablar?, dijo Snif. Del sombrero de copa negro que encontré la primavera pasada. ¡El sombrero mágico! ¡El viento se lo habrá arrancado cuando voló a la Luna!
El Snusmumrik asintió con la cabeza.
¡Figúrate si el Mago vuelve para buscar su sombrero!, dijo temerosa la señorita Snork. ¡Yo no me atrevería nunca a mirarle a sus ojos rojos!
Probablemente seguirá en la Luna, dijo el Mumintroll. ¿Está muy lejos la Luna?
Bastante lejos, dijo el Snusmumrik. Por cierto, me imagino que le llevará mucho tiempo mirar en todos los cráteres.
Hubo un momento de silencio intranquilo. Todos pensaban en el sombrero negro que estaba en casa sobre la cómoda, debajo del espejo.
Sube un poco la luz de la lámpara, dijo Snif.
Creo que he oído un ruido, dijo la señorita Snork. Ahí, afuera…
Miraron hacia la negra boca de la cueva, aguzando el oído. Unas ligeras y delicadas pisadas… ¿tal vez las de una pantera?
Llueve, dijo el Mumintroll. Ha empezado a llover. Vamos a dormir.
Cada cual se colocó en su respectivo hoyo, tapándose con las mantas. El Mumintroll apagó la lámpara y se quedó dormido con el suave susurro de la lluvia.
El Hemul se despertó con la sensación de que su hoyo estaba lleno de agua.
La cálida lluvia de verano repiqueteaba sobre la lona de la tienda y formaba pequeños arroyos y cascadas sobre las paredes, y toda el agua, la de fuera y la de dentro, había ido a parar precisamente a su hoyo.
¡Miseria!, se quejaba para sí. ¡Nada más que miseria! Estrujó sus faldones y salió a ver qué tiempo hacía. Estaba igual por todas partes: gris, mojado y triste. El Hemul se preguntó si no tenía ganas de bañarse y recibió una respuesta negativa: no tenía ninguna.
¡Este mundo no tiene arreglo!, pensó sombrío. ¡Ayer hacía demasiado calor y hoy está todo mojado! Me voy a volver a acostar.
El hoyo que parecía más seco era el del Snork.
Muévete un poco, dijo el Hemul. Ha llovido en mi cama.
¡Mala suerte!, murmuró el Snork, y se volvió del otro lado.
Por eso pensaba dormir un poco en tu hoyo, le explicó el Hemul. ¡Anda! ¡No seas tan Snork!
El Snork emitió un pequeño gruñido y volvió a dormir. Disgustado, y con el corazón lleno de deseos de venganza, el Hemul se puso a cavar un canal en la arena entre su hoyo y el del Snork.
¡Esto ha sido un acto impropio de un hemul!, dijo el Snork sentándose sobre su manta mojada. ¡No te creía capaz de inventar algo así de ingenioso!
Se me ocurrió así, sin querer, dijo el Hemul contento. Y ahora dime ¿qué vamos a hacer hoy?
El Snork asomó la nariz por la boca de la cueva y observó el cielo y el mar. Y con la autoridad de un entendido en tales asuntos dijo: ¡Pescar! ¡Despierta a todo el mundo mientras yo preparo el barco!
Dicho esto, el Snork se fue a través de la arena mojada hasta el embarcadero que había construido Papá Mumin. Se quedó un rato olisqueando el mar. Estaba como un espejo, sólo unas gotas esparcidas rompían la superficie creando pequeños círculos donde caían. Convencido de su decisión, el Snork asintió con la cabeza y fue al cobertizo para sacar el palangre más grande. Sacó la red de debajo del embarcadero y empezó a poner el cebo en los anzuelos mientras silbaba la canción de caza del Snusmumrik.
Todo estaba listo cuando los demás salieron de la cueva.
¡Bueno, ahí estáis por fin!, dijo el Snork. Hemul, baja el mástil y fija los toletes.
¿Realmente es necesario pescar?, preguntó su hermana. Nunca pasa nada cuando vamos a pescar y me dan tanta pena los pequeños lucios.
Puede ser, pero hoy sí va a pasar algo, dijo el Snork. Ponte en la proa, allí molestarás menos.
¡Dejadme ayudar!, chilló Snif, y agarró el palangre. Saltó sobre la borda, el barco se ladeó y la mitad del palangre cayó al suelo enredándose en los toletes y el ancla.
¡Estupendo!, dijo el Snork. ¡Realmente estupendo! Perfectamente acostumbrado al mar, la paz en el barco y todo eso. Sobre todo respeto por el trabajo de los demás. ¡Ja, ja!
¿No le vas a reñir?, preguntó sorprendido el Hemul.
¿Reñirle? ¿Yo?, se rió el Snork sarcásticamente. ¿Desde cuándo importa la opinión del capitán? Nunca. Sacad el palangre como está, y puede que pesquemos una bota vieja. Y diciendo esto se retiró hacia popa y se tapó la cabeza con un toldo.
¡Rayos y centellas!, dijo el Mumintroll. Coge los remos, Mumrik, tenemos que desenredar este lío. ¡Snif, eres un burro!
Ya lo sé, dijo Snif agradecido. ¿Por qué cabo quieres que empiece?
Por el del medio, dijo el Mumintroll. ¡Pero ten cuidado, no te vayas a enredar también el rabo!
Y remando despacito el Snusmumrik, el Aventura se hizo a la mar.
Mientras todo esto sucedía, la mamá del Mumintroll trajinaba en casa sintiéndose muy feliz. La lluvia caía mansamente sobre el jardín. Se respiraba paz, orden y tranquilidad.
¡Ahora todo crecerá!, se dijo Mamá Mumin. Y ¡oh, qué alivio saber que están todos en la cueva! Decidió dedicarse a ordenar un poco y empezó a recoger calcetines, pieles de naranja, piedras raras, pedazos de corteza y más cosas así. En la cajita de música encontró unas criptógamas que el Hemul había olvidado poner en su prensa de plantas. Hizo una bola con ellas mientras, pensativa, escuchaba el susurro de la lluvia.
¡Ahora todo crecerá!, se dijo otra vez y, sin darse cuenta de lo que hacía, dejó caer la bola en el sombrero del Mago. Luego se fue a su habitación para dormir porque no había nada que más le gustase que dormir mientras la lluvia repiqueteaba sobre el tejado.
Pero en las profundidades del mar el palangre del Snork estaba al acecho. Llevaba esperando allí un par de horas y la señorita Snork se estaba muriendo de aburrimiento.
En el arte de pescar todo depende de la paciencia, le explicó el Mumintroll. ¡Cuanto más esperas, más gusto te da! En teoría puede haber algo en cada anzuelo, ¿sabes?
La señorita Snork suspiró un poquito.
De todas maneras, dijo, cuando echas el anzuelo lleva media sardina y cuando lo sacas lleva una perca entera. Sabes que hay una perca entera.
¡O nada de nada!, dijo el Snusmumrik.
O un pez escorpión, un myoxocephalus scorpius, dijo el Hemul.
¡Eso jamás lo entenderá una mujer!, zanjó el Snork. Ahora podemos empezar a sacarlo. ¡Pero que nadie grite! ¡Despacito! ¡Despacito!
Salió el primer anzuelo.
Estaba vacío.
Salió el segundo anzuelo.
También estaba vacío.
Esto prueba que están en aguas más profundas, dijo el Snork.
Y que son grandísimos. ¡Y ahora todo el mundo en silencio, por favor!
Sacó otros cuatro anzuelos vacíos y dijo:
Es listísimo. Se ha comido todos los cebos. ¡Madre mía! ¡Debe de ser enorme!
Todos se asomaron por la borda y miraron la oscura profundidad donde desaparecía el palangre.
¿Qué tipo de pez crees que será?, preguntó Snif.
Un mameluco, por lo menos, dijo el Snork. ¡Mira! ¡Otros diez anzuelos vacíos!
¡Vaya! ¡Vaya!, dijo la señorita Snork con desaire.
¡Que te vayas tú!, dijo su hermano enfadado, y continuó tirando del sedal. ¡Callaos, que lo vais a espantar!
A medida que sacaban los anzuelos los iban colocando en su caja. Sacaron muchas algas pero ningún pez. Peces, ni uno.
De pronto gritó el Snork:
¡Cuidado! ¡Algo tira! ¡Ha picado! ¡Estoy seguro que ha picado!
¡El Mameluco!, chilló Snif.
¡No perdáis la calma!, les pidió el Snork, al que le estaba costando mantener la suya. ¡Silencio absoluto! ¡Ahí viene!
El sedal se había aflojado pero en la oscura profundidad verde algo blanco brillaba. ¿Sería la pálida tripa del mameluco? Como la espalda de una montaña salida del misterioso paisaje del fondo del mar algo subía hacia la superficie. Algo enorme, amenazador e inmóvil. Verde y musgoso, como el tronco de un árbol colosal, se deslizaba debajo del barco.
¡El salabardo!, gritó el Snork. ¿Dónde está el salabardo?
En aquel preciso instante el aire se llenó de estruendo y espuma blanca. Una enorme ola alzó al Aventura sobre su cresta e hizo que la caja de los anzuelos cayera rebotando sobre la cubierta. Luego todo volvió a la calma.
Tan sólo el palangre roto colgaba tristemente de la borda y gigantescos remolinos en el agua indicaban el camino por donde se había ido la maravilla marina.
¿Y ahora sigues pensando que era una perca?, preguntó con retintín el Snork a su hermana. Nunca volveré a ver un pez como este. Y nunca volveré a ser completamente feliz.
Aquí es donde se rompió, dijo el Hemul enseñando el palangre. Algo me dice que el sedal era demasiado fino.
¡Vete a nadar!, dijo el Snork, y escondió los ojos con sus manos.
El Hemul quería decir algo, pero el Snusmumrik le dio una patada en la espinilla. Todos quedaron en silencio. Luego dijo la señorita Snork tímidamente:
¿Y si hiciéramos otro intento? La boza sin duda es suficientemente fuerte ¿no creéis?
El Snork bufó. Pasado un momento dijo:
¿Y como anzuelo?
Tu navaja, dijo la señorita Snork. Si abres la hoja, el sacacorchos, el destornillador y el punzón a la vez seguramente en algo se enganchará.
El Snork quitó las manos de sus ojos y dijo:
De acuerdo. ¿Y el cebo?
El panqueque, dijo su hermana.
El Snork se quedó un rato pensativo mientras todos, expectantes, contenían la respiración. Al final dijo:
Si es que al Mameluco le gustan los panqueques, entonces…, y todos supieron que la caza continuaría.
Ataron la navaja a la boza con un poco de alambre que el Hemul tenía en un bolsillo de su faldón, después clavaron la navaja en el panqueque y echaron todo al mar. Empezó la espera…
De repente el Aventura zozobró.
¡Chsss!, chistó el Snork. ¡Ha picado! Otra sacudida. Más fuerte. Y entonces hubo un tirón tan violento que echó a todos por el suelo.
¡Socorro!, gritó Snif. ¡Nos va a engullir!
El Aventura hundió la proa en el mar, pero se volvió a enderezar y salió navegando a toda velocidad. La boza tiraba fuerte en la proa y donde desaparecía en el mar se levantaban dos bigotes blancos de espuma.
Era obvio que al Mameluco le gustaban los panqueques.
¡Calma!, gritó el Snork. ¡Paz en el barco! ¡Cada uno a su puesto!
¡Ojalá que el Mameluco no se sumerja!, gritó el Snusmumrik que se había arrastrado hasta la proa.
Pero el Mameluco puso rumbo mar adentro alejándose cada vez más de la playa que pronto no era más que una línea fina detrás de ellos.
¿Hasta cuándo creéis que podrá continuar?, preguntó el Hemul.
En el peor de los casos tendremos que cortar la cuerda, dijo Snif. ¡Si no será vuestra responsabilidad!
¡Nunca!, exclamó la señorita Snork agitando su flequillo.
De pronto el Mameluco dio una brusca sacudida en el aire con su enorme cola, giró y puso rumbo a la costa.
¡Ahora va un poco más despacio!, gritó el Mumintroll que estaba de rodillas en la popa observando la estela del barco. ¡Creo que se está cansando!
En efecto, el Mameluco estaba cansado, pero también estaba más furioso. Tiraba de la cuerda en una y otra dirección haciendo que el Aventura se balanceara del modo más peligroso.
A veces, como para engañarles, se quedaba completamente quieto y, de repente, se ponía a nadar con tanta fuerza que las olas inundaban el barco.
Para animar a todos y desviar la atención del peligro, el Snusmumrik sacó su armónica y empezó a tocar la canción de la caza. Los demás cantaban el estribillo mientras marcaban el compás, y lo hacían con tanta energía que la cubierta del barco temblaba.
¡Y hete aquí que de pronto el Mameluco se puso a flotar sobre el lomo, volviendo su enorme tripa a la luz!
¡Nunca existió una cosa tan grande!
Se quedaron mirándolo un rato en silencio.
Luego dijo el Snork:
¡Bueno, por fin lo conseguí!
¡Sí!, dijo orgullosa su hermana.
Mientras remolcaban al Mameluco a tierra, la lluvia arreciaba. La ropa del Hemul estaba empapada y el sombrero del Snusmumrik había perdido su forma elegante.
Seguramente la cueva también está mojada, dijo el Snusmumrik que remaba destemplado.
Tal vez mamá está preocupada, añadió al rato.
Lo que quieres decir es que podíamos pensar en volver a casa, dijo Snif.
Sí, y enseñarle el pez, dijo el Snork
¡Vayamos a casa!, zanjó el Hemul. Está muy bien experimentar cosas nuevas de vez en cuando, contar historias de miedo, mojarse y desenvolverse solos. Pero a la larga acaba siendo un poco pesado.
Habían puesto tablas debajo del Mameluco y, juntando sus fuerzas, lo llevaban a través del bosque. La enorme boca del pez se había quedado abierta y las ramas de los árboles se enganchaban entre sus dientes. Pesaba varios cientos de kilos y no tenían más remedio que descansar en cada curva del camino. Cada vez llovía más. Cuando llegaron a Valle Mumin la lluvia era tan intensa que no se podía ver la casa.
Dejemos al pez aquí por el momento, propuso Snif.
¡Jamás en la vida!, dijo el Mumintroll indignado.
De modo que siguieron a través del jardín. De repente se paró el Snork y dijo:
Nos hemos equivocado de camino.
¡Bah!, dijo el Mumintroll. ¡Imposible! Ahí está el cobertizo y allá el puente.
Sí, pero ¿dónde está la casa?, preguntó el Snork.
Extraño. Muy extraño. La Casa Mumin había desaparecido. Sencillamente no existía. Pusieron al Mameluco sobre la arena dorada, delante de la escalera. Es decir, delante de la escalera que tampoco existía. En su lugar…
Pero primero tenemos que explicar lo que pasó en Valle Mumin mientras ellos estaban cazando al Mameluco.
Cuando hablamos la última vez de Mamá Mumin, ésta se había ido a dormir. Pero antes había hecho una bola con las criptógamas del Hemul y, sin darse cuenta, la había tirado en el sombrero del Mago. ¡Nunca hubiera debido ponerse a ordenar!
Porque mientras la casa estaba sumida en su siesta, las criptógamas empezaron a crecer como embrujadas.
Poco a poco salían serpenteando del sombrero, extendiéndose por el suelo, trepando por las paredes, las cortinas y la cadena de la chimenea. Zarcillos y retoños atravesaban rejillas, grietas y cerraduras. Con la humedad, las flores se abrían y las frutas maduraban con una velocidad fantasmagórica. Un follaje exuberante subía por la escalera y las trepadoras se enredaban entre las patas de las mesas y colgaban como serpientes de las arañas de cristal.
Las plantas llenaban la casa con un suave susurrar. De vez en cuando se oía el chasquido de una flor gigante al abrirse o de una fruta madura al caer sobre la alfombra. Pero Mamá Mumin pensaba que era la lluvia, se dio la vuelta y siguió durmiendo.
En la habitación de al lado, el papá del Mumintroll estaba escribiendo sus memorias. No había ocurrido nada excepcional desde que construyera el embarcadero, así que se puso a escribir sobre su infancia. Eso le emocionó tanto que casi se puso a llorar. Siempre había sido un niño inteligente y un poco raro al que nadie entendía. Cuando se hizo mayor seguía siendo igual de incomprendido y pasó muchas penas. Papá Mumin escribía y escribía y pensaba en cómo se arrepentirían cuando leyeran sus memorias. Esto le devolvió la alegría y se dijo: ¡Eso les enseñará!
En aquel momento una ciruela cayó sobre el papel dejando una gran mancha azul.
¡Por la gracia de mi rabo!, exclamó Papá Mumin. ¡Ya han vuelto!
Pero al girarse se encontró con un frondoso matorral lleno de bayas amarillas. Se levantó precipitadamente y enseguida una lluvia de ciruelas azules cayó sobre el escritorio. En el techo un denso entramado de ramas extendía sus brotes hacia la ventana.
¡Mamá!, gritó el papá del Mumintroll. ¡Despiértate! ¡Ven a ver!
Mamá Mumin se incorporó sobresaltada. Vio con asombro cómo su habitación estaba llena de pequeñas flores blancas. Colgaban del techo en guirnaldas con delicadas rosetas de hojas entre las flores.
¡Oh, qué bonito!, dijo Mamá Mumin. Seguro que lo ha hecho el Mumintroll para darme una sorpresa. Y con mucho cuidado corrió la fina cortina de flores que caía sobre la cama y se levantó.
¡Eh! ¡Eh!, gritó Papá Mumin al otro lado de la pared. ¡Abridme esta puerta! ¡No puedo salir!
La madre del Mumintroll intentó empujar la puerta, pero fue en vano. Los tallos fuertes de las enredaderas habían formado una barricada y estaba irremediablemente bloqueada. De modo que rompió un cristal en la puerta de la escalera y con gran dificultad logró pasar a través del boquete. En la escalera había un bosque de higueras y el salón era una auténtica selva.
¡Vaya por dios!, dijo. ¡Sin duda ha sido otra vez aquel dichoso sombrero! Y se sentó para abanicarse con una hoja de palmera.
El Desmán apareció entre las flores naranjas del bosque del cuarto de baño y dijo con voz quejumbrosa:
¡Éstas son las consecuencias de coleccionar plantas! ¡El Hemul nunca me ha inspirado mucha confianza!
Las lianas salían por la chimenea y cubrieron el tejado tapando la Casa Mumin con un espeso manto verde.
Pero afuera, bajo la lluvia, el Mumintroll estaba contemplando el gran montículo verde lleno de flores que constantemente abrían sus cálices y de frutas que maduraban de verde a amarillo, de amarillo a rojo.
En todo caso, aquí es donde estaba la casa, dijo Snif.
¡Está ahí dentro!, dijo el Mumintroll sombrío. Nadie puede entrar y nadie puede salir. ¡Nunca más!
Interesado por ello, el Snusmumrik se adelantó y empezó a investigar el montículo. No encontró ni puerta ni ventanas. Sólo un denso entramado de vegetación salvaje. Agarró con determinación un zarcillo y tiró. Era fuerte y resistente como la goma y no se dejaba cortar. Logró, en cambio, echar un lazo alrededor de su sombrero y quitárselo.
Más brujería, murmuró el Snusmumrik. ¡Empieza a cansarme un poco!
Mientras tanto Snif intentaba penetrar la jungla por el lugar donde debía estar la veranda.
¡La ventana de la cava!, gritó. ¡La veo y está abierta!
El Mumintroll vino corriendo y miró a través del agujero negro. ¡Entrad!, dijo impaciente, ¡pero deprisa antes de que se cierre también con otra planta! Entraron, arrastrándose uno tras otro, en la oscuridad de la cava.
¡Esperad!, gritó el Hemul que era el último. ¡No puedo pasar!
En ese caso tendrás que quedarte fuera y vigilar al Mameluco, dijo el Snork. ¡Siempre puedes botanizar la casa!
Y mientras el pobre Hemul lloriqueaba afuera bajo la lluvia, los otros subían a tientas la escalera de la cava.
¡Estamos de suerte!, dijo el Mumintroll. La puerta está abierta. ¡Como veis a veces no viene mal un poco de desorden!
Fui yo quien se olvidó de cerrar con llave, dijo Snif. ¡Así que me podéis dar las gracias a mí!
Una curiosa escena les esperaba. El Desmán estaba sentado en una rama comiendo peras.
¿Dónde está mamá?, le preguntó el Mumintroll.
Está por allí dando hachazos, intentando sacar a tu padre de su habitación, dijo el Desmán amargamente. ¡Espero que haya un lugar tranquilo en el cielo de los desmanes porque pronto vais a acabar conmigo!
Escucharon.
Enormes hachazos hacían temblar el follaje que los rodeaba. Un estruendo.
Un grito de felicidad.
¡El padre del Mumintroll había sido liberado!
¡Mamá! ¡Papá!, gritó el Mumintroll abriéndose camino a través de la jungla hasta la escalera. ¡Pero qué habéis hecho mientras yo estaba fuera!
Sí, hijo mío, dijo Mamá Mumin. Supongo que una vez más nos hemos descuidado con el sombrero del Mago. ¡Pero sube! ¡He encontrado una zarza con moras en el armario ropero!
Fue una tarde emocionante. Jugaban a la selva y el Mumintroll era Tarzán y la señorita Snork, Jane. A Snif le tocó el papel del hijo de Tarzán y al Snusmumrik el de la mona Chita. El Snork se arrastraba entre ramas y matojos con una dentadura hecha con piel de naranja[4]. Él era el Enemigo.
Tarzán hungry, dijo el Mumintroll trepando una liana. Tarzán eat now!
¿Qué dice?, preguntó Snif.
Dice que ahora va a comer, dijo la señorita Snork. Verás, es lo único que sabe hacer. Habla en inglés como todos los que viven en la selva.
Desde la cima del armario Tarzán lanzó su grito de la jungla y enseguida le contestaron Jane y sus amigos selváticos.
¡Menos mal que esto ya no puede empeorar más!, murmuró el Desmán, y volvió a desaparecer en el bosque de las flores naranjas del cuarto de baño. Se había puesto una toalla alrededor de la cabeza para evitar que las plantas entraran en sus orejas.
¡Ahora voy a raptar a Jane!, gritó el Snork arrastrando a la señorita Snork por el rabo hasta la cueva debajo de la mesa del salón. Cuando el Mumintroll volvió a su guarida en la araña del techo, se dio cuenta enseguida de lo que había sucedido. Ingeniando un fantástico sistema de poleas logró bajarse en un tiempo récord y corrió a rescatar a Jane haciendo temblar la jungla con su grito de guerra.
¡Vaya!, dijo la mamá del Mumintroll. Se lo están pasando bomba.
¡Y yo!, dijo Papá Mumin. Pásame un plátano ¿quieres?
Así siguieron divirtiéndose hasta el anochecer. A nadie le preocupó que nuevas plantas crecieran bloqueando la puerta de la cava y nadie se acordó del pobre Hemul.
Él seguía vigilando al Mameluco con el faldón mojado pegado a las piernas. De vez en cuando se comía una manzana o contaba los estambres de una flor de la jungla, pero más que nada suspiraba.
Había dejado de llover y pronto caería la noche. En el preciso momento en el que el sol se ponía algo ocurrió con el tentáculo verde que cubría la Casa Mumin.
Perdía vigor y se secó tan rápido como había crecido. Las frutas se encogieron y cayeron al suelo. Las flores se marchitaban y las hojas se abarquillaban. Una vez más la casa se llenó de crujidos y crepitaciones. El Hemul contempló un rato el espectáculo. Luego se adelantó y tiró de una rama que se quebró. Estaba seca como la estopa. Entonces el Hemul tuvo una idea. Hizo una gran pila con sarmientos y ramas secas, fue al cobertizo a buscar cerillas e hizo un fuego chisporroteante en medio del camino del jardín.
Alegre y contento el Hemul se sentó junto al fuego para secar su ropa. Al rato tuvo otra idea. Con fuerzas sobrehemules puso la cola del Mameluco en el fuego. El pescado a la brasa era su plato favorito.
Cuando la familia Mumin y sus amigos selváticos lograron hacerse camino a través de la veranda y abrieron la puerta, vieron a un Hemul felicísimo que ya se había comido una séptima parte del Mameluco.
¡Serás cretino!, exclamó el Snork. ¡Ya nunca podré pesar el pez!
Pésame y añade al peso del Mameluco lo que yo he ganado, dijo el Hemul que tenía uno de sus días más brillantes.
Vamos a quemar la jungla, dijo Papá Mumin. Y sacaron todo el tinglado de la casa e hicieron el fuego más grande que jamás se ha visto en el Valle Mumin.
Al Mameluco lo asaron entero en las brasas y se lo zamparon de cabo a rabo. Pero aún mucho después, los unos y los otros discutían cómo había sido de grande aquel Mameluco: ¿llegaba desde los escalones de la terraza hasta el cobertizo o sólo hasta las matas de las lilas?