En el que el Mumintroll es convertido en un monstruo, promete venganza contra la Hormiga-León, y emprende una expedición secreta nocturna junto al Snusmumrik
Un día tranquilo de verano en que llovía y hacía mucho calor en el Valle Mumin, todos decidieron quedarse en casa para jugar al escondite.
Snif estaba en un rincón tapándose la cara con las manos mientras contaba en alto. Cuando llegó a diez se dio la vuelta y empezó a buscar, primero en los sitios de siempre y luego en los más raros.
El Mumintroll se había escondido debajo de la mesa de la veranda pero no estaba contento. No era un buen sitio, estaba seguro de ello. A Snif sólo le hacía falta levantar el mantel y le habría descubierto. El Mumintroll miraba a su alrededor y de pronto sus ojos se fijaron en el alto sombrero negro que alguien había puesto en un rincón.
¡Una idea estupenda! Seguramente a Snif nunca se le ocurriría levantar el sombrero. Rápidamente y sin hacer ruido, el Mumintroll se arrastró hasta el rincón y se puso el sombrero encima. Sólo le llegaba hasta la barriga, pero si se encogía mucho y recogía el rabo, sin duda quedaba totalmente invisible.
Al Mumintroll le divertía escuchar cómo los demás eran descubiertos uno tras otro. Obviamente, el Hemul había vuelto a esconderse debajo del sofá, era incapaz de imaginar otro lugar. Ahora todos corrían por todas partes buscando al Mumintroll.
Después de un largo rato empezaba a temer que al final se cansaran de buscarle. Se deslizó de debajo del sombrero y se asomó a la puerta gritando:
¡Estoy aquí! ¡Mira!
Snif le miró un buen rato y luego dijo de forma bastante brusca:
¡Mírate tú!
¿Quién es ése?, susurró la señorita Snork.
Los demás movieron la cabeza, incapaces de reconocer al Mumintroll.
¡Pobre pequeño Mumintroll! ¡Se había convertido en un bicho de lo más raro dentro del sombrero del Mago! Todas sus partes redondas se habían vuelto flacas y lo que tenía de pequeño se había vuelto grande. Y lo más extraño de todo era que él mismo no se daba cuenta de lo que había ocurrido.
¡Quería daros una sorpresa!, dijo y dio un paso adelante, no muy seguro, sobre sus largas y delgadísimas patas. ¡No os podéis imaginar dónde he estado!
No nos interesa, dijo el Snork. Pero desde luego eres tan feo que puedes darle una sorpresa a cualquiera.
¡Qué poco amable estás!, dijo el Mumintroll con voz abatida.
Supongo que estáis molestos por no haberme encontrado. Jugamos a otra cosa?
Antes de nada deberías tal vez presentarte, dijo la señorita Snork con frialdad. Al fin y al cabo, no tenemos ni idea de quién eres.
El Mumintroll la miró estupefacto. Luego, dándose cuenta de que probablemente se trataría de otro juego, estalló en risas y gritó: ¡Soy el rey de California!
Y yo soy la hermana del Snork, dijo la señorita Snork señalando a su hermano.
Yo me llamo Snif, dijo Snif.
Soy el Snusmumrik, dijo el Snusmumrik.
¡Vaya juego más aburrido!, dijo el Mumintroll. ¿No podíais haber inventado algo más original? Anda, vamos afuera, creo que la lluvia ha pasado.
Y empezó a bajar la escalera delante de los demás, que le seguían con mucho recelo y sin salir de su asombro.
¿Y ése quién es?, preguntó el Hemul que estaba sentado en el jardín contando los estambres de un girasol.
Es el rey de California, dijo la señorita Snork sin mucha convicción.
¿Va a quedarse a vivir aquí?, preguntó el Hemul.
Eso lo tiene que decidir el Mumintroll, dijo Snif. Estaba justo preguntándome dónde se habrá escondido.
El Mumintroll soltó una carcajada y dijo:
Desde luego, a veces tienes mucha gracia. ¡Imaginaos si por fin logramos dar con el Mumintroll!
¿Le conoces?, preguntó el Snusmumrik.
¡Pues, de alguna manera sí que le conozco! En realidad le conozco bastante bien.
Estaba que no cabía en la piel del gusto que le producía este nuevo juego y lo bien que creía representar su papel.
¿Le conoces desde hace mucho tiempo?, preguntó la señorita Snork.
Nacimos los dos al mismo tiempo, contestó el Mumintroll muerto de risa. ¡Es un tipo tremendamente creído, sabes! ¡No hay quien lo aguante!
¡Te prohíbo que hables así del Mumintroll!, gritó la señorita Snork con vehemencia. ¡Es el mejor troll del mundo y le queremos muchísimo!
El Mumintroll estaba extasiado:
¿De verdad?, dijo. Pues yo opino que es peor que la peste.
Entonces la señorita Snork se puso a llorar.
¡Lárgate!, le dijo el Snork, amenazador. ¡Lárgate o te vamos a moler!
¡Tranquilos!, dijo el Mumintroll atónito. Si no era más que un juego. Estoy muy contento de que me tengáis tanto aprecio.
¡No te apreciamos para nada!, gritó Snif furioso. ¡Al ataque! ¡A expulsar de aquí a ese asqueroso rey que se atreve a insultar a nuestro Mumintroll!
Y todos a una se echaron sobre el pobre Mumintroll. Estaba demasiado sorprendido para defenderse, y cuando por fin empezó a enfadarse y a devolver los golpes, era ya demasiado tarde: se hallaba debajo de un tumulto de brazos, manos y rabos.
Mamá Mumin se asomó por la escalera.
¡Pero hijos! ¿Qué os pasa, os habéis vuelto locos?, gritó. ¡Dejad de pelearos! ¡Ahora mismo!
Están dando una buena lección al rey de California, sollozó la señorita Snork.
¡Y la tiene bien merecida!
El Mumintroll se arrastró desde debajo del montón, enfadado y con golpes por todo el cuerpo.
¡Mamá!, gritó. ¡Han sido ellos los que empezaron! ¡Tres contra uno, no es justo!
Tienes razón, dijo Mamá Mumin muy seria. Aunque me imagino que algo les habrás dicho. Por cierto ¿tú quién eres, animalito mío?
¡Por favor! ¡Dejemos ya este estúpido juego!, chilló el Mumintroll. No tiene ninguna gracia. Yo soy el Mumintroll y la que está en la escalera es mi mamá.
¡Cómo vas a ser tú el Mumintroll!, dijo la señorita Snork con sorna. Él tiene unas orejitas monísimas, y las tuyas son como soplillos.
Confuso, el Mumintroll se llevó las manos a la cabeza y palpó un par de enormes orejas, llenas de pliegues.
Pero soy el Mumintroll, exclamó desesperado. ¿No me creéis?
El rabo del Mumintroll es fino y bien proporcionado, dijo el Snork. El tuyo parece una escoba de limpiar chimeneas.
¡Y era cierto! El Mumintroll se tocó su parte trasera con manos temblorosas.
¡Tienes unos ojos como dos platos soperos!, dijo Snif. Los del Mumintroll son dulces y pequeñitos.
Sí, así es, afirmó el Snusmumrik.
¡Eres un impostor!, zanjó el Hemul.
¿No me va a creer nadie?, sollozó el Mumintroll. ¡Mírame bien, mamá, tú seguramente reconocerás a tu hijo Mumintroll!
Mamá Mumin le miró fijamente. Contempló durante largo rato sus aterrorizados ojos como platos y al final dijo con voz muy bajita:
Sí, tú eres el Mumintroll.
Enseguida empezó a transformarse. Los ojos, las orejas y el rabo encogieron, y la nariz y el trasero crecieron. Poco a poco iba apareciendo delante de todo el mundo el Mumintroll en todo si esplendor.
Ven a mis brazos, hijo, dijo Mamá Mumin. Ya ves, yo siempre reconoceré a mi niño Mumintroll.
Un poco más tarde aquel día, el Mumintroll y el Snork estaban charlando en uno de sus escondites, el de debajo del jazmín, donde uno se encuentra como dentro de una gruta de hojas verdes.
Bueno, pero seguramente hubo alguien que te transformó. No veo otra explicación, dijo el Snork.
El Mumintroll movió la cabeza negativamente.
No vi nada extraño, dijo, y tampoco comí ninguna planta rara ni pronuncié ninguna fórmula peligrosa.
Quizá pisaste un círculo mágico, sugirió el Snork.
No que yo sepa, dijo el Mumintroll. Estuve todo el rato escondido debajo de aquel sombrero negro que usamos como papelera.
¿Quieres decir que estuviste dentro del sombrero?, preguntó el
Snork receloso.
Eso es, dijo el Mumintroll.
Permanecieron un rato pensando. Luego, repentinamente, exclamaron al unísono: ¡Debe de ser…!, y se quedaron mirándose el uno al otro.
¡Vamos!, dijo el Snork.
Subieron a la veranda y con mucha precaución se aproximaron al sombrero.
Parece normal y corriente, dijo el Snork. Normal y corriente, claro, para un sombrero de copa que siempre es algo extraordinario. Pero cómo vamos a saber si fue él?, preguntó el Mumintroll. ¡Yo, desde luego, no volveré a meterme dentro!
A lo mejor podríamos preparar una trampa para que otro entre, dijo el Snork.
Pero sería jugarle una muy mala pasada, protestó el Mumintroll. No podemos estar seguros de que vuelva a ser como antes.
Eso no importa si se trata de un enemigo, replicó el Snork.
¡Hum!, el Mumintroll se lo pensaba. ¿Se te ocurre alguien?
La rata gorda que suele merodear en el compost, dijo el Snork.
El Mumintroll negó con la cabeza:
Imposible. Es muy lista. No se dejará engañar.
¿La Hormiga-León, entonces?, propuso el Snork.
¡Me parece una idea estupenda!, dijo el Mumintroll entusiasta. Una vez metió a mi mamá en su hoyo y le echó arena a los ojos.
Se fueron a buscar a la Hormiga-León llevándose un gran tarro. Las hormigas-león suelen hacer sus traicioneros hoyos en la playa, por lo que los dos amigos pusieron rumbo al mar. No había pasado mucho rato cuando el Snork descubrió un agujero redondo enorme e hizo señales entusiastas al Mumintroll.
¡Aquí está!, susurró el Snork. ¿Qué vamos a hacer para que entre en el tarro?
Yo me encargaré de ello, contestó el Mumintroll en voz baja.
Cogió el tarro y fue a enterrarlo en la arena, no muy lejos de allí, con la boca hacia arriba.
Luego dijo en voz muy alta:
¡Qué débiles e insignificantes criaturas son las hormigas-león!
Hizo una seña al Snork y los dos se quedaron mirando con expectación el agujero. La arena se movía un poco al fondo del hoyo, pero no aparecía la Hormiga-León.
¡Pero que muy débiles!, repitió el Mumintroll. Tardan varias horas en cavar un agujerito donde meterse, ¿sabes?
Sí, pero…, empezó el Snork no muy convencido.
¡Pues sí!, insistió el Mumintroll haciéndole desesperadas señas con las orejas. ¡Varias horas!
En aquel preciso instante, una amenazadora cabeza con ojos asesinos asomó por el agujero.
¿Has dicho débiles?, bufó la Hormiga-León. ¡Yo desaparezco en la arena en tres segundos, ni más ni menos!
Tal vez puedas hacernos una demostración para que veamos cómo semejante hazaña es posible. Hay que verlo para creerlo, dijo retándole el Mumintroll.
¡Os voy a echar arena a los ojos!, chilló furiosa la Hormiga-León. ¡Y cuando os tenga metiditos aquí en mi agujero, os devoraré!
¡Oh, no! Por favor, no hagas eso, suplicó el Snork asustado. Prefiero que nos enseñes cómo desaparecer marcha atrás en tres segundos.
Hazlo aquí arriba para que te podamos ver mejor, dijo el Mumintroll, indicándole el lugar donde había enterrado el tarro.
¿Qué os hace creer que voy a demostrar mis artes a un par de críos?, dijo sarcástica la Hormiga-León.
Sin embargo, no pudo resistir la tentación de demostrarles lo fuerte y rápida que era. Así que, dando bufidos de desprecio, salió de su agujero y preguntó altiva:
A ver, ¿dónde queréis que me entierre?
¡Allí!, contestó el Mumintroll señalándole el lugar con el dedo.
La Hormiga-León alzó los hombros y encrespó la crin tomando un aspecto aterrador.
¡Quitaos de en medio!, gritó. Ahora voy a desaparecer bajo tierra, pero en cuanto salga os devoraré. ¡Uno, dos, tres!
Y como una hélice rotando a toda velocidad, la Hormiga-León penetró en la arena marcha atrás hasta que acabó dentro del tarro escondido debajo de ella. Y, efectivamente, sólo tardó tres segundos, o tal vez fueran dos y medio de tan furiosa que estaba.
¡La tapa! ¡Rápido, pon la tapa!, gritó el Mumintroll, y escarbando debajo de la arena enroscaron la tapa con mucha fuerza.
Luego levantaron el tarro entre los dos y, como si fuera una rueda, lo hicieron rodar hasta casa con la Hormiga-León dentro dando tumbos y gritando maldiciones; pero la arena entraba en su boca y ahogó su voz.
¡Madre mía, qué rabia! ¡Da miedo!, dijo el Snork. No me atrevo a pensar lo que pasaría si se escapara.
Por el momento no saldrá, dijo el Mumintroll con calma. Y cuando salga espero que se convierta en algo espantoso.
Al llegar a casa, el Mumintroll convocó a sus amigos. Llevándose las manos a la boca dio tres silbidos largos (lo que significa que algo excepcional ha ocurrido).
Todo el mundo vino corriendo de todas las direcciones para congregarse alrededor del famoso tarro con su tapa de rosca.
¿Qué hay dentro?, preguntó Snif.
Una hormiga-león, dijo el Mumintroll rebosante de orgullo.
¡Una auténtica y muy colérica hormiga-león que hemos hecho prisionera!
¡Pero qué valientes sois!, exclamó la señorita Snork admirada.
Y ahora pensamos meterla dentro del sombrero negro, dijo el Snork.
Para que se convierta en un animal monstruoso como me pasó a mí, dijo el Mumintroll.
¿No podéis expresaros de una forma más clara?, les rogó el Hemul. ¡No entiendo nada!
El Snork y yo hemos llegado a la conclusión de que fue porque me metí dentro del sombrero de copa por lo que me transformé en aquel bicho raro, explicó el Mumintroll. Ahora queremos comprobar nuestra teoría metiendo a la Hormiga-León dentro y ver si a ella le ocurre lo mismo que a mí.
¡Pero puede convertirse en cualquier cosa!, chilló Snif. ¡Puede llegar a ser algo mucho más peligroso que una hormiga-león y comernos a todos!
Todos se quedaron mudos mirando el tarro y escuchando los ruidos apagados que salían de su interior.
¡Oh!, exclamó la señorita Snork temerosa perdiendo el color[2].
Propongo que nos escondamos debajo de la mesa mientras se transforma, y para evitar que salga podemos tapar la boca del sombrero con un libro grueso, dijo el Snusmumrik. Cuando se experimenta siempre hay que estar dispuesto a correr riesgos. Así que, sin más tardar, ¡volquémosla dentro del sombrero!
Snif fue corriendo a esconderse debajo de la mesa mientras el Mumintroll, el Snusmumrik y el Hemul sostenían el tarro en alto encima del sombrero del Mago y la señorita Snork, preocupadísima, desenroscaba la tapa. La Hormiga-León cayó dentro envuelta en una nube de arena, y rápido como el rayo el Snork puso un diccionario con palabras extranjeras encima. Después todos se metieron debajo de la mesa a esperar.
Al principio no ocurría nada. Asomaron sus narices por debajo del mantel, cada vez más inquietos. Nada había cambiado.
¡Pamplinas!, dijo Snif.
Nada más decir esto Snif, el diccionario con las palabras extranjeras empezó a arrugarse. De pura excitación, Snif mordió el pulgar al Hemul.
¡Mira lo que haces!, dijo el Hemul enfadado. ¡Me estás mordiendo el pulgar!
¡Oh, lo siento!, dijo Snif. Creía que era el mío.
El diccionario se iba arrugando cada vez más y entre las páginas, que estaban tomando el aspecto de hojas marchitas, empezaron a salir las palabras extranjeras. De pronto todo el suelo estaba lleno de palabras extranjeras arrastrándose en todas las direcciones.
¡Rayos!, exclamó el Mumintroll.
Pero no acababa ahí la cosa. Del ala del sombrero empezó a caer agua. Mucha agua. Chorros de agua caían en cascadas sobre la alfombra, inundando todo y obligando a las palabras extranjeras a subirse por las paredes para no perecer ahogadas.
¡La Hormiga-León se ha convertido en agua!, dijo el Snusmumrik decepcionado.
Será la arena, susurró el Mumintroll. La Hormiga-León debe de estar a punto de salir.
Se quedaron esperando con el alma en vilo. La señorita Snork escondía su rostro en el regazo del Mumintroll y Snif gemía de miedo.
Hasta que de repente apareció en el borde del sombrero el erizo más pequeño del mundo. Olisqueaba el aire y parpadeaba. Se le habían enredado las púas y estaba totalmente empapado.
Durante un par de segundos reinó un silencio de muerte. Luego el Snusmumrik empezó a reír, y su risa contagió a los demás. Al rato todos estaban riéndose a carcajadas y rodando por el suelo en un jolgorio generalizado. El único que no se divertía era el Hemul. Miró consternado a sus amigos y dijo: ¡Pero si ya dábamos por seguro que la Hormiga-León se iba a transformar! Realmente no entiendo por qué siempre hacéis tanto ruido por tan poca cosa.
Mientras tanto, el diminuto erizo se había acercado a la puerta con un aire un poco triste y solemne. Bajó la escalera. El agua ya había dejado de brotar del sombrero del Mago, pero el suelo se había convertido en un lago y el techo estaba lleno de palabras extranjeras.
Cuando les explicaron todo, Papá y Mamá Mumin lo tomaron muy en serio y decidieron que había que deshacerse del sombrero del Mago. Con mucho cuidado lo hicieron rodar hasta el río y lo dejaron caer al agua.
¡Adiós a las nubes y al animal monstruoso!, dijo la mamá del Mumintroll mientras contemplaban el sombrero alejarse en el río.
Las nubes eran muy divertidas, dijo el Mumintroll un poco melancólico. ¿Quién sabe? ¡A lo mejor hubieran salido otras!
¡Sí, claro! ¡Y también las inundaciones y las palabras extranjeras, supongo!, contestó su madre. ¡Dios mío, cómo ha quedado la veranda! Y no sé qué hacer con aquellos bichitos. ¡Están por todas partes y dejan la casa hecha un desastre!
¡De todas maneras, las nubes eran divertidísimas!, insistió el Mumintroll.
Aquella noche el Mumintroll no podía conciliar el sueño. Estaba contemplando la pálida luz de la noche veraniega con sus ruidos misteriosos, sus solitarias voces que llamaban desde lejos y sus bailes de los elfos. Entraba por la ventana un delicioso aroma de flores.
El Snusmumrik todavía no había vuelto. En noches como ésta le gustaba pasear en compañía sólo de su armónica. Pero esta noche no se oía ninguna canción. Probablemente se había ido a descubrir algún valle desconocido. Enseguida levantaría su tienda de campaña a la orilla de un río, reacio como era a dormir entre paredes… El Mumintroll suspiró. Se sentía triste sin saber exactamente por qué.
De repente oyó un suave silbido desde debajo de su ventana. Su corazón dio un salto de alegría, se acercó de puntillas a la ventana y se asomó. El silbido quería decir: ¡secretos!
El Snusmumrik le estaba esperando al pie de la escalerilla de cuerda.
¿Podrás guardar un secreto?, susurró cuando el Mumintroll puso el pie en el césped.
El Mumintroll asintió enérgicamente con la cabeza.
Inclinándose hacia él, el Snusmumrik susurró con la voz ya casi inaudible: el sombrero se ha quedado en un banco de arena río abajo.
Los ojos del Mumintroll brillaron.
¿Quieres?, preguntó el Snusmumrik con las cejas.
¡Claro!, contestó el Mumintroll con un leve movimiento de las orejas.
Como un par de sombras se deslizaron en dirección al río a través del jardín, en el que ya amanecía.
Se encuentra a dos meandros de aquí, dijo el Snusmumrik en voz muy baja. En realidad es nuestro deber salvarlo, pues toda el agua que entra en él se vuelve roja. Los que viven río abajo se morirán del susto si ven esa agua tan espantosa.
Podríamos haber imaginado que algo así podía ocurrir, dijo el Mumintroll. Se sentía feliz y orgulloso caminando así, en medio de la noche, en compañía del Snusmumrik, que en sus paseos nocturnos siempre había preferido la soledad.
Está por aquí, en alguna parte, dijo el Snusmumrik. Sí, ya lo veo. ¿Ves dónde empieza esa franja oscura en el agua?
No muy bien, contestó el Mumintroll que iba a trompicones en la penumbra. ¡No tengo ojos de gato como tú que distingues todo en la noche!
Me pregunto qué vamos a hacer para llegar ahí, dijo el Snusmumrik mirando a través del río. ¡Qué tontería que tu padre no tenga una barca!
El Mumintroll vacilaba.
Nado bastante bien si el agua no está muy fría, dijo.
¿Te atreves?, preguntó el Snusmumrik.
¡Claro que me atrevo!, exclamó el Mumintroll, sintiendo que ese era el momento para demostrar su valentía. ¿En qué dirección está?
Por allí, en diagonal, señaló el Snusmumrik. El banco de arena no está muy lejos y enseguida harás pie. Pero ten cuidado y no pongas las manos dentro del sombrero. Cógelo por la copa.
El Mumintroll se deslizó en el agua que tenía una temperatura agradable de verano y, nadando al estilo perruno, empezó a cruzar el río. Había una corriente fuerte y empezó a sentir miedo. Pero pronto avistó el banco de arena y algo negro que podía ser el sombrero. Con el rabo como timón se acercó y enseguida sintió la arena debajo de sus pies.
¿Todo bien?, gritó el Snusmumrik desde la otra orilla.
¡Todo bien!, contestó el Mumintroll subiendo a la playa.
Vio cómo el río, a partir del lugar donde el sombrero había encallado, llevaba un caudal ondulado más oscuro. El Mumintroll metió un dedo en el agua teñida que salía del sombrero y lo chupó con precaución.
Madre mía, no me lo puedo creer, murmuró. ¡Es refresco de bayas rojas! ¡A partir de ahora podemos beber todo el refresco que queramos con sólo llenar el sombrero de agua!
¿Lo tienes?, gritó el Snusmumrik preocupado.
¡Ya voy!, contestó el Mumintroll y volvió a meterse en el río, esta vez con el sombrero del Mago bien atado a su rabo. Le costó trabajo nadar contra la corriente, y además arrastrando el peso del sombrero, y el Mumintroll estaba totalmente agotado cuando llegó a la playa del otro lado.
¡Aquí está!, resopló lleno de orgullo.
¡Estupendo!, dijo el Snusmumrik. Pero ¿dónde lo vamos a esconder?
En casa no, dijo el Mumintroll. Y tampoco en el jardín. Alguien podría encontrarlo.
¿Y en la cueva?, especuló el Snusmumrik.
En ese caso tendríamos que contarle el secreto a Snif, dijo el Mumintroll. Es su cueva.
Tienes razón, supongo que no hay más remedio, dijo el Snusmumrik resignado. Pero me parece un poco pequeño para confiarle un secreto tan grande.
Sí, dijo el Mumintroll con voz muy seria. ¿Sabes una cosa? Es la primera vez que hago algo que no puedo decir a mis padres.
El Snusmumrik cogió el sombrero en sus brazos y comenzó el camino de regreso bordeando el río. Cuando llegaron al puente se paró de repente.
¿Qué pasa?, susurró el Mumintroll inquieto.
¡Canarios!, exclamó el Snusmumrik. ¡Mira, hay tres canarios amarillos posados en el pretil del puente! ¡Qué extraño que salgan por la noche!
¡No soy ningún canario, soy una perca!, pió el pájaro que estaba más cerca.
Los tres somos peces respetables, gorjeó su amigo.
El Snusmumrik se rascó la cabeza.
Fíjate de lo que es capaz este sombrero, dijo. Probablemente esos tres pececitos entraron en él cuando estaba volcado en el río y fueron transformados en pájaros. ¡Vayamos directamente a la cueva a esconderlo!
El Mumintroll se mantenía muy cerca del Snusmumrik mientras cruzaban el bosque. Se oían crujidos y pasos a cada lado del camino y casi daba un poco de miedo. De vez en cuando pequeños ojos brillantes se posaban en ellos desde detrás de los árboles, de vez en cuando algo o alguien les llamaba entre los helechos o desde las copas de los árboles.
¡Una noche hermosa!, dijo una voz justo detrás del Mumintroll.
¡Sí, preciosa!, le contestó armándose de valor.
Una pequeña sombra se deslizó junto a él y desapareció en la oscuridad del sotobosque.
En la playa había más luz. El mar y el cielo se fundían en un solo lienzo azul pálido y con una superficie resplandeciente. Muy lejos se oía el solitario cri-cri de los pájaros marinos. Estaba amaneciendo.
El Snusmumrik y el Mumintroll metieron el sombrero del Mago en la cueva, poniéndolo al fondo del todo y boca abajo para que nada o nadie pudiera caer en su interior.
Creo que hemos encontrado una buena solución, dijo el Snusmumrik. Y ¿quién sabe? ¡A lo mejor volvemos a ver las cinco nubecillas!
¡Ojalá!, dijo el Mumintroll contemplando la noche desde la boca de la cueva. Pero este momento es maravilloso y no creo que con las nubes lo pasáramos mejor.