En el que se cuenta cómo el Mumintroll, el Snusmumrik y Snif encontraron el sombrero del Mago, cómo inesperadamente aparecieron cinco pequeñas nubes y cómo el Hemul encontró una nueva afición
A las cuatro en punto de una mañana de primavera el primer cuco sobrevoló el Valle Mumin. Se posó en el tejado azul de la Casa Mumin y cantó cucú siete veces, claro que con la voz un poco ronca, porque la primavera sólo acababa de empezar.
Luego siguió volando, rumbo al este.
El Mumintroll se despertó y permaneció largo rato mirando al techo sin entender dónde se encontraba. Había estado durmiendo cien días con sus cien noches y todavía tenía la cabeza llena de sueños que tiraban de él para que se volviera a dormir.
Pero en el momento en que se dio la vuelta en la cama para encontrar una postura más cómoda para seguir durmiendo algo le despertó de golpe: ¡la cama del Snusmumrik estaba vacía!
El Mumintroll se incorporó.
Sí, y el sombrero del Snusmumrik había desaparecido también. Más grave aún, se dijo el Mumintroll.
Se acercó remolonamente a la ventana abierta. ¡Claro, el Snusmumrik había bajado por la escalerilla de cuerda! El Mumintroll pasó por encima del alféizar y bajó con cuidado sobre sus patitas cortas. Reconoció sin dificultad las huellas del Snusmumrik en la tierra mojada. Iban por aquí y por allá sin rumbo fijo y era difícil seguirlas. A veces hacían un salto largo y luego se cruzaban. ¡Qué contento!, pensó el Mumintroll. Aquí ha hecho una voltereta, se ve claramente.
De repente el Mumintroll alzó la nariz y se puso a escuchar. A lo lejos, el Snusmumrik estaba tocando con su armónica la más alegre de sus canciones: «A todos los animalitos se les enrosca la cola». El Mumintroll se puso a correr en dirección de la música.
Encontró al Snusmumrik al lado del río, sentado en el pretil del puente con las piernas colgando sobre el agua y su viejo sombrero calado hasta las orejas.
¡Hola!, dijo el Mumintroll sentándose a su lado.
¡Hola tú!, le contestó el Snusmumrik, y siguió tocando.
El sol acababa de asomarse sobre las copas de los árboles y les daba directamente en la cara. Con los ojos entrecerrados miraban hacia la luz, mientras sus piernas se balanceaban sobre el agua cristalina del río. Estaban despreocupados y se sentían a gusto, amigos como siempre.
Por aquel río se habían embarcado hacia muchas y azarosas aventuras, y en cada viaje habían conocido a nuevos amigos que luego habían vuelto con ellos a su casa en Valle Mumin. El papá y la mamá del Mumintroll siempre acogían a sus nuevas amistades con el mismo cariño, simplemente ponían más camas y agrandaban la mesa del comedor. De esta manera, la Casa Mumin se encontraba en un estado de permanente mudanza y casi siempre patas arriba; un hormiguero donde cada uno hacía lo que le venía en gana sin mucha preocupación por el día siguiente. Es cierto que, a veces, pasaban cosas sorprendentes y aterradoras, pero nadie tenía tiempo para aburrirse (y eso era una gran ventaja, claro).
Cuando el Snusmumrik acabó el estribillo de su canción de primavera, guardó la armónica en el bolsillo y preguntó:
¿Se ha despertado ya Snif?
Lo dudo mucho, contestó el Mumintroll. Siempre duerme una semana más que los demás.
¡Despertémosle pues!, dijo el Snusmumrik con aire resoluto, bajando de un salto del pretil del puente. Hará un día espléndido y tenemos que hacer algo especial.
Dicho y hecho. Poniéndose debajo de la ventana de la buhardilla este, el Mumintroll emitió la señal secreta: primero tres silbidos iguales y al final uno más largo. Eso quiere decir que algo se está cociendo. Oyeron que Snif dejó de roncar, pero arriba nada se movía.
¡Otra vez!, dijo el Snusmumrik. Y repitieron la contraseña, esta vez a coro y con fuerza redoblada.
De pronto la ventana se abrió con gran estrépito.
¡Estoy durmiendo!, gritó Snif indignado.
Anda, baja y no te enfades, dijo el Snusmumrik. Estamos organizando algo excepcional.
Snif sacudió sus orejas que habían quedado dobladas y arrugadas durante el sueño y bajó por su escalerilla (tal vez convenga aclarar que había una escalerilla de cuerda debajo de cada ventana, ya que es muy lento bajar por las escaleras).
Desde luego, prometía ser un día espléndido. La tierra era un hervidero de bichitos que acababan de despertar de su sueño invernal y que ahora estaban husmeando en todas las direcciones a la búsqueda de sus lugares preferidos. Algunos sacaban la ropa a airear, otros se cepillaban el bigote, y en general limpiaban y ordenaban las casas para tener todo listo para la primavera.
De vez en cuando los amigos se paraban para contemplar la construcción de una casa nueva o para escuchar un rifirrafe familiar (éstos son frecuentes durante los primeros días de primavera, ya que fácilmente se puede estar de mal humor cuando se acaba de despertar de un sueño tan largo).
Sentadas en las ramas, las hadas de los árboles peinaban sus largas cabelleras, y debajo de la nieve que todavía quedaba en el lado norte de los troncos, bebés ratones y otros bichos horadaban largos túneles.
¡Feliz primavera!, les saludó un señor culebra ya entrado en años. ¿Qué tal han pasado el invierno?
Muy bien, gracias, le contestó el Mumintroll. ¿Y usted, señor, ha dormido bien?
Estupendamente, dijo el señor culebra. Saluda a tus padres de mi parte.
Mantuvieron conversaciones por el estilo con varias personas en su camino, pero a medida que iban subiendo la montaña había cada vez menos gente. Al final sólo vieron una o dos mamás ratón entreteniéndose con la limpieza de primavera.
Todo estaba mojado.
¡Uf, qué asco!, exclamó el Mumintroll levantando las patas lo más alto que podía en la nieve medio derretida. Tanta nieve no puede ser buena para un Mumintroll, lo ha dicho mamá.
Inmediatamente después estornudó.
Escucha Mumintroll, dijo el Snusmumrik. Tengo una idea. ¿Y si subimos a la cima de la montaña y hacemos un pilón de piedras para demostrar que nadie estuvo allí antes que nosotros?
¡Sí, vamos!, gritó Snif, echando a correr para llegar el primero.
En la cima el viento de marzo bailaba a su aire y alrededor se veían los horizontes azules. Al oeste estaba el mar; al este el río desaparecía serpenteando entre las Montañas de la Soledad; al norte los grandes bosques extendían su verde manto primaveral y al sur el humo subía de la chimenea de la Casa Mumin, pues Mamá Mumin estaba preparando el desayuno. Pero Snif no vio nada de todo aquello. Porque en la cima de la montaña había un sombrero, un sombrero de copa negro.
¡Alguien ha estado aquí antes que nosotros!, gritó Snif.
El Mumintroll cogió el sombrero y lo examinó.
Es muy elegante, dijo. Tal vez sea de tu tamaño, Mumrik.
¡No, no! ¡Ni hablar!, protestó el Snusmumrik que adoraba su viejo sombrero verde. Es demasiado nuevo para mí.
A lo mejor le gustaría a papá, dijo el Mumintroll pensativo.
Pues llevémoslo, decidió Snif. Pero ahora quiero volver a casa. ¡Mis tripas piden a gritos un café! Y vosotros ¿no queréis desayunar?
¡Sí!, exclamaron sus dos amigos al unísono.
Así fue como encontraron el sombrero del Mago y se lo llevaron a casa, sin sospechar remotamente que iba a hechizar el Valle Mumin entero, convirtiéndolo en el escenario de toda clase de sucesos extraños.
Cuando el Mumintroll, el Snusmumrik y Snif llegaron a la veranda los demás ya habían terminado su desayuno y se habían dispersado en distintas direcciones. Tan sólo el papá del Mumintroll se había quedado allí, absorto en su periódico.
Vaya, vaya, así que vosotros también os habéis despertado, dijo. Curioso lo poco que hay en el periódico hoy. Un arroyo ha roto su presa y destruido un hormiguero. Rescataron a todos. El primer cuco llegó al Valle a las cuatro y siguió con rumbo al este (lo que augura que los problemas serán pasajeros, que no está mal, claro, aunque hubiera sido mejor todavía si el cuco hubiese volado hacia el oeste que es señal de buena fortuna; un cuco que vuela rumbo al norte o al sur, al contrario, trae mala suerte).
¡Mira lo que hemos encontrado!, dijo el Mumintroll orgulloso. ¡Un bonito sombrero negro de copa para ti!
Papá Mumin examinó el sombrero detenidamente. Luego fue al espejo del salón para ponérselo y ver qué tal le sentaba. Resultaba un poco grande y casi le tapaba los ojos, pero el aspecto general era impresionante.
¡Mamá!, gritó el Mumintroll. ¡Ven a ver a papá!
Mamá Mumin abrió la puerta de la cocina y se quedó estupefacta en el umbral.
¿Me sienta bien?, preguntó Papá Mumin.
Desde luego, dijo la madre del Mumintroll. Te da un aire muy masculino. No obstante, me parece un poquitín grande.
¿Mejor así?, preguntó el papá echándose el sombrero hacia atrás.
No sé qué decir, contestó Mamá Mumin. Tal vez sí, aunque en realidad casi tienes más estilo sin sombrero.
Papá Mumin se miró al espejo de frente, de espalda, de un lado y del otro. Al final puso el sombrero encima del tocador con un suspiro.
Tienes razón, dijo. Hay cosas que no necesitan embellecer.
El bienestar es bello en sí, dijo la mamá del Mumintroll amablemente. Terminad los huevos niños, habéis pasado todo el invierno nada más que con hojas de abeto en el estómago.
Y desapareció otra vez en la cocina.
Entonces ¿qué vamos a hacer con el sombrero?, preguntó Snif. ¡Es tan bonito!
Usarlo como papelera, dijo el papá del Mumintroll. Y dicho esto subió a su habitación para seguir escribiendo sus memorias (un libro muy gordo que cuenta la juventud tempestuosa de Papá Mumin).
El Snusmumrik puso el sombrero boca arriba entre el escritorio y la puerta de la cocina.
Tomad, otro mueble más, dijo riéndose porque siempre le había costado comprender la manía que tienen algunos para acumular trastos. Él era feliz con el viejo traje que había llevado desde el mismo día en que nació (nadie sabe muy bien dónde ni cuándo) y la única cosa de la que no estaba dispuesto a separarse era de su armónica.
Si habéis terminado el desayuno podemos ir a ver lo que están haciendo los Snork, dijo el Mumintroll. Pero antes de salir al jardín echó las cáscaras del huevo que acababa de comer en la papelera porque, de vez en cuando, era un Mumintroll ordenadito.
Ya no quedaba nadie en el salón. En el rincón entre el escritorio y la puerta estaba el sombrero del Mago con las cáscaras de huevo al fondo. De pronto ocurrió algo realmente extraño: las cáscaras empezaron a transformarse.
Pasa lo siguiente: si algo permanece mucho tiempo en el sombrero de un mago se acaba transformando en otra cosa muy distinta. En qué, nunca se sabe de antemano. Suerte que el sómbrero resultó demasiado grande para Papá Mumin, porque sólo el Protector de Todos los Animalitos sabe en qué se hubiera convertido si se lo hubiera dejado puesto un rato más. Al final tan sólo le entró un pequeño dolor de cabeza, que a la hora de cenar ya se le había pasado.
Pero las cáscaras de huevo se habían quedado en el sombrero y poco a poco empezaban a tomar otra forma. No cambiaron de color, siguieron siendo blancas, pero crecían y crecían a la vez que se hacían cada vez más blandas y esponjosas. Al cabo de un rato habían llenado el sombrero por completo. Luego cinco nubecillas se desprendieron del ala del sombrero, volaron hasta la veranda, bajaron suavemente a saltitos los peldaños de la escalera y allí se quedaron, suspendidas en el aire un poco por encima de la hierba. El sombrero se había quedado vacío.
¡Truenos y centellas!, exclamó el Mumintroll.
¿Se está quemando algo?, preguntó preocupada la señorita Snork.
Las nubes permanecieron inmóviles y sin cambiar de forma delante de ellos, como si estuvieran esperando algo.
Muy cuidadosamente, la señorita Snork extendió la mano y tocó la nubecilla que tenía más cerca.
¡Parece algodón!, dijo sorprendida.
Los otros se acercaron para comprobar.
Es como una almohada. Exactamente igual, dijo Snif.
El Snusmumrik empujó suavemente una de las nubes. Ésta se deslizó un poco y luego se volvió a parar.
¿De quién son?, preguntó Snif. ¿Cómo han podido llegar a la veranda?
El Mumintroll no se lo podía creer y movía la cabeza de un lado a otro.
Es la cosa más rara que he visto en mi vida, dijo. Tal vez deberíamos ir a buscar a mamá.
No, no, dijo la señorita Snork. Mejor estudiarlas nosotros mismos. Y cogiendo una nube, la bajó cerca del suelo y la alisó con la mano.
Tan suave…, dijo la señorita Snork. Y al minuto se había subido en la nube haciéndola balacear arriba y abajo mientras reía de lo lindo.
¡Yo también quiero una!, chilló Snif saltando sobre otra nube: ¡Arre nubecilla!
Y al decir «arre», la nube despegó y dibujó una elegante curva en el aire.
¡Madre mía!, exclamó Snif. ¡Ha saltado!
Y sin más, cada uno montó sobre su nube y gritaron: ¡Arre! ¡Arre!
Las nubes iban dando largos saltos por aquí y por allá como grandes y dóciles conejos. Fue el Snork quien descubrió cómo hacer para conducirlas: al presionar un poco con un pie la nube se giraba, si se presionaba con ambos pies a la vez la nube avanzaba a toda velocidad, y para llegar a más altura sólo hacía falta menear un poco el trasero.
Lo estaban pasando en grande, subiendo hasta las copas de los árboles y el tejado de la Casa Mumin.
En algún momento el Mumintroll paró su nube delante de la ventana de Papá Mumin y gritó: ¡Quiquiriquí! (Estaba tan excitado que no se le ocurrió nada más inteligente).
Papá Mumin dejó caer la pluma con la que estaba escribiendo sus memorias y fue corriendo a la ventana.
¡Por la gracia de mi rabo!, exclamó. ¡Por la gracia de mi rabo!
Y se quedó sin habla.
¡Esto hará un excelente capítulo para tu libro!, gritó el Mumintroll mientras dirigía su nube hacia la ventana de la cocina para que le viera su mamá.
Mamá Mumin estaba ajetreada friendo trocitos de carne, cebollas y patatas.
A ver, ¿qué se te ha ocurrido esta vez, hijo mío?, dijo. ¡Cuidado, no te vayas a caer!
Mientras tanto, en el jardín, el Snork y el Snusmumrik habían inventado un juego nuevo. Se embestían el uno al otro a toda velocidad produciendo un ruido sordo cuando colisionaban. El que primero se caía de su nube había perdido.
¡Ahora verás!, gritó el Snusmumrik hincando sus patas en los flancos de la nube. ¡Arre!
Pero en un alarde de buena táctica el Snork logró esquivar el impacto y atacó con una maniobra maliciosa desde abajo.
La nube del Snusmumrik volcó y él cayó de cabeza sobre las flores, quedando su sombrero metido hasta la nariz.
¡Tercer asalto!, gritó Snif que era el árbitro y controlaba la contienda desde más arriba. ¡Dos a uno! ¿Preparados? ¿Listos? ¡A la una, a las dos… a las tres! ¡Ya!
¿Te gustaría volar conmigo a alguna parte?, preguntó el Mumintroll a la señorita Snork.
Me encantaría, contestó la señorita Snork acercando su nube a la de él. ¿Adónde quieres que vayamos?
Podríamos buscar al Hemul y darle un susto, propuso el Mumintroll.
Sobrevolaron el jardín, pero el Hemul no estaba en ninguno de sus lugares habituales.
No suele desplazarse mucho, dijo la señorita Snork. La última vez que le vi estaba ordenando su colección de sellos.
¡Pero si eso fue hace medio año!, le recordó el Mumintroll.
¡Ay!, tienes razón, dijo la señorita Snork. Olvidé los seis meses que hemos estado durmiendo.
¿Y dormiste bien?, preguntó el Mumintroll.
La señorita Snork sorteó con una maniobra elegante la copa de un árbol mientras pensaba su respuesta.
¡Tuve un sueño espantoso!, dijo. Había un tipo horrible con un sombrero de copa negro que estaba riéndose de mí.
¡Qué raro!, exclamó el Mumintroll. He tenido exactamente el mismo sueño. ¿Y el señor de tu sueño también llevaba guantes blancos?
¡Efectivamente!, dijo la señorita Snork, asintiendo a la vez con la cabeza.
Pensaban en esa extraña coincidencia mientras, lentamente, se dejaban deslizar a través del bosque.
De pronto vieron al Hemul que andaba pensativo con las manos detrás de la espalda y la nariz apuntando al suelo. El Mumintroll y la señorita Snork dejaron planear sus nubes y, bajando a cada lado del Hemul, gritaron al unísono:
¡Buenos días!
¡Uy!, soltó el Hemul. ¡Qué susto me habéis dado! ¡Sabéis muy bien que no se me debe tratar de forma brusca! ¡Hubiera podido atragantarme el corazón!
Cuánto lo siento, dijo la señorita Snork. Mira, ¿has visto en qué estamos montados?
De lo más extraordinario, dijo el Hemul. Lo admito, pero ya estoy acostumbrado a vuestras cosas raras. Además, estoy muy melancólico.
Pero ¿por qué?, preguntó compasivamente la señorita Snork. ¿En un día tan espléndido?
El Hemul movió la cabeza de un lado a otro y dijo:
Aunque os lo explicara no me comprenderíais.
Anda, inténtalo, le pidió el Mumintroll. ¿No será que has vuelto a perder un sello con un defecto de imprenta?
Todo lo contrario, se lamentó el Hemul. Los tengo todos. Absolutamente todos. No falta ni uno. Mi colección está completa.
Entonces, ¿por qué te quejas? Si has logrado tu meta no tienes por qué estar triste. ¡Alégrate!, dijo la señorita Snork intentando animarle.
Ya os dije que no me comprenderíais, suspiró el Hemul.
El Mumintroll y la señorita Snork se miraron preocupados y, en señal de respeto hacia alguien que llora su destino, colocaron sus nubes detrás del Hemul y siguieron sus tristes pasos con la esperanza de que en algún momento se detuviera para hablarles de lo que tanto le apenaba el corazón.
Y al rato el Hemul estalló:
¡Ay, que locura!
Un momento después añadió:
¿Todo eso para qué? ¡Podrán usar mi colección como papel de váter!
¡Hemul, pero qué dices!, dijo indignada la señorita Snork. ¡No hables de esa forma! ¡Tu colección es la mejor del mundo!
¡Eso es!, gritó desesperado el Hemul. Está completa. No hay sello ni error de imprenta que no tenga en mi colección. Ni uno solo. Ahora ¿a qué me voy a dedicar?
Creo que empiezo a comprenderte, dijo pausadamente el Mumintroll. Has dejado de ser coleccionista para convertirte en propietario y eso ya no es tan emocionante.
No, masculló el Hemul contrariado. Tienes toda la razón. Se paró y giró su compungida cara hacia ellos.
Querido Hemul, dijo la señorita Snork, dándole palmaditas suaves en la mano. Tengo una idea. ¿Y si empezaras a coleccionar algo totalmente diferente, algo completamente nuevo?
Es una idea, admitió el Hemul. Pero seguía estando compungido, porque no le parecía correcto ser feliz tan rápidamente después de tanta preocupación.
Mariposas por ejemplo, propuso el Mumintroll.
Imposible, dijo el Hemul, poniéndose triste otra vez. Mi primo paterno, al que no puedo soportar, colecciona mariposas.
O guirnaldas, dijo la señorita Snork.
El Hemul se limitó a arrugar la nariz con desprecio.
¿Joyas?, continuó la señorita Snork esperanzada. Son infinitas.
¡Bah!, dijo el Hemul.
Pues no sé, dijo la señorita Snork.
No te preocupes. Encontraremos algo, dijo el Mumintroll consolándole. Si no, mamá tendrá alguna idea. Hablando de otra cosa, ¿has visto al Desmán?
Todavía duerme, contestó el Hemul con voz apagada. Dijo que no hace falta levantarse tan temprano, y sin duda tenía razón.
Y el Hemul siguió su paseo solitario a través del bosque.
El Mumintroll y la señorita Snork dirigieron sus nubes por encima de las copas de los árboles dejándose mecer suavemente bajo el sol. Estaban pensando en algo que pudiera coleccionar el Hemul.
¿Conchas?, sugirió la señorita Snork.
O botones de pantalón, dijo el Mumintroll.
Pero con el calor les entraba sueño. Era imposible pensar. Se tumbaron panza arriba en sus nubes mirando el cielo de primavera, donde cantaban las alondras.
De repente vieron la primera mariposa. Como todo el mundo sabe, si la primera mariposa que ves volar es amarilla el verano será feliz. Si es blanca el verano será simplemente tranquilo. De las mariposas negras o marrones mejor no hablar, es demasiado triste.
Pero esta mariposa era dorada.
¿Qué significará?, se preguntó el Mumintroll. Es la primera vez que veo una mariposa de oro.
Oro es mejor que amarillo. ¡Ya verás!
Cuando el Mumintroll y la señorita Snork volvieron a casa a la hora de cenar, se encontraron al Hemul en las escaleras. Estaba radiante de felicidad.
¿Y por fin qué?, preguntó el Mumintroll. ¿Qué vas a coleccionar?
¡Plantas!, gritó el Hemul. ¡Voy a hacerme botánico! Fue idea del Snork. ¡Coleccionaré el mejor herbario del mundo!
Y el Hemul desplegó sus faldas[1] para enseñarles su primer hallazgo. Entre unas hojas y un poco de tierra había un pequeño y delgado narciso amarillo.
Gagea lútea, dijo el Hemul lleno de orgullo. El número uno de mi colección. ¡Un ejemplar perfecto!
Y al entrar en la casa vació todo lo que llevaba en la falda sobre la mesa del comedor.
Allí iba a poner la sopera, dijo la mamá del Mumintroll. Muévelo un poco. ¿Está todo el mundo? ¿Sigue durmiendo el Desmán?
Como un tronco, dijo Snif.
¿Lo habéis pasado bien hoy?, preguntó Mamá Mumin llenando los platos.
¡Estupendamente!, gritó toda la familia a coro.
Al día siguiente por la mañana, cuando el Mumintroll fue al cobertizo para soltar a las cinco nubes que había encerrado allí, no encontró ninguna, todas habían desaparecido. Y a nadie se le pasó por la cabeza que podía tener que ver con las cáscaras de huevo que de nuevo se encontraban en el fondo del sobrero del Mago.