Los años pasaban y seguía llegando gente, algunos, si no importantes, al menos famosos, como Moreno Torroba, compositor, académico de Bellas Artes de San Fernando, y que había logrado grandes éxitos con su música, muy en especial con la de las zarzuelas La chulapona y Luisa Fernanda; Paco Martínez Soria, que durante años llevó por toda la península El abuelo Curro y La tía de Carlos, y Ramón J. Sender, autor de la trilogía Los términos del presagio, Viaje a la aldea del crimen y La noche de las cien cabezas, junto a libros tan importantes como Réquiem por un campesino español considerada como su mejor obra. Sender se exilió en 1938, en plena guerra civil, primero residió en París, luego en México y finalmente se estableció en Estados Unidos, hasta que falleció en San Diego. Como era habitual, el señor Mariano los destinó a la zona que les correspondía por su profesión y su ideología. Con ellos llegaron gentes anónimas que iban a morir a una gran zona especial, los simples comparsas de la humanidad. Tal vez alguno de ellos mereciera descansar en alguna zona distinguida, pero al no ser populares, sus méritos pasaban desapercibidos.
Antonio Mairena, Luis Buñuel, Valentín González, El Campesino, y el pintor y escultor Joan Miró llegaron en 1983. Buñuel fue a instalarse a la zona de la gente de cine, junto a directores como Eisenstein —director de El acorazado Potemkin, Octubre y Que viva México—, John Ford y Alfred Hitchcock. Buñuel, lo mismo que le había pasado a Goya, se olvidaba de que ya podía oír perfectamente y seguía hablando a gritos, hasta que alguien le recordaba que ya no era sordo.
Valentín González, que fue anarquista de joven, después militó en el PCE, y más tarde lo abandonó, se pasaba los días hablando con Durruti, Antonio Pellicer, Francisco Tomás y los anarquistas históricos: Bakunin, Kropotkin, Malatesta y Salvador Seguí, apodado «El Noi del Sucre».
A Joan Miró, instalado en la zona de los grandes, le presentaron a Goya, Miguel Ángel, Zurbarán, Velázquez, Murillo y a otros artistas.
A Antonio Mairena, el señor Mariano lo mandó a la zona de los cantaores más famosos de toda Andalucía: Antonio Chacón, Tomás Pavón, Alonso el Cepillo y Juan Breva.
Más tarde llegaron el actor Alfredo Mayo y el intelectual falangista Antonio Tovar Llorente, que durante la guerra civil prestó apoyo a la causa nacional, intervino en numerosos actos de propaganda y dirigió Radio Nacional de España. Al finalizar la guerra fue consejero nacional de FET y de las JONS y rector de la Universidad de Salamanca, por la que, en el año 1954, invistió a Franco doctor honoris causa.
Alfredo Mayo fue a morir a la zona de los grandes actores de cine, donde fue recibido con un gran aplauso, por su gran valía como actor.
* * *
Tovar averiguó en qué zona del Más Allá se encontraba el Caudillo y de inmediato se puso en contacto con él para ponerle al corriente de lo que había pasado en España después de 1975. Pemán estaba dando un paseo. Carrero Blanco había salido, no se sabe a dónde ni a qué. Cuando Tovar iba a comenzar su relato, Franco le interrumpió:
—Antes de que me cuentes nada, quiero saber cómo están mi mujer, mi hija y mis nietos.
—Te lo puedes imaginar, no siendo los domingos para ir a misa, Carmen apenas sale a la calle. Hace mucho que no la veo, sé que está viviendo con tu hija, tu yerno y tus nietos. Pero supongo que muy triste, porque han sido muchos años los que habéis estado juntos.
A Franco le brotaron dos lágrimas, pero como militar duro, se rehízo y dijo:
—Bueno, ahora cuéntame qué está pasando en nuestra España.
Y Tovar empezó su relato:
—Morirte tú y cambiar el sistema de gobierno hacia una democracia fue, para los que odiaban tu régimen y a ti, coser y cantar.
Franco creyó haber oído mal.
—¿Democracia? ¿De qué democracia me hablas?
—Déjame que te explique, porque esto es largo de contar y difícil de entender. En España se daban circunstancias que habrían podido detener el proceso de transición a la democracia: el terrorismo, el nacionalismo periférico y el recuerdo de la guerra civil.
—No me digas que aún estaba la guerra en el recuerdo de los españoles. Desde que terminó hasta que yo morí pasaron treinta y nueve años. Durante todo ese tiempo dediqué mi vida a mejorar España.
—Lo sé, Paco, lo sé, pero más que el recuerdo de la guerra civil pesaba la posguerra, que no podemos negar que fue muy dura, particularmente para la gente humilde.
—Sí —afirmó Franco—, pero no olvides que durante los primeros años de posguerra no teníamos el apoyo de nadie, salvo el de Argentina, que nos suministró trigo, cebada y carne.
—De acuerdo, pero a pesar de las dificultades existentes, como te decía, hubo una transición.
—¿Que hubo qué?
—Una transición, un cambio. La transición en España fue motivada por el grado de desarrollo económico y social que se había conseguido con anterioridad.
—¿Y quién había conseguido ese desarrollo económico y social? Pregunto: ¿quién había conseguido ese desarrollo económico y social? ¡Yo y mi gobierno! ¿O no?
—Sí, pero la monarquía, heredera de tu régimen, también representaba el camino hacia la democracia. Después de tu muerte, en Europa había expectación por ver lo que ocurriría en España. Me da mucha pena tener que contártelo, pero no hubo políticos europeos importantes ni en tu funeral ni en tu entierro; en cambio, sí aparecieron en la coronación del rey Juan Carlos I, para apoyar el propósito democratizador con que iniciaba su reinado. Dos días después de morir tú, don Juan Carlos fue proclamado rey de España en el palacio de las Cortes. Tras el juramento, el Rey pronunció un discurso considerado programático de la nueva etapa que se iniciaba en España. Sin duda, la actuación de distintas personalidades de primera fila en la vida pública española, como el cardenal Tarancón, fue decisiva en la transición a la democracia. Por su parte, el rey Juan Carlos I se identificó con la figura de su padre, don Juan de Borbón, de talante liberal, y prometió un régimen de monarquía en el que no hubiera privilegios para nadie.
—Yo estoy convencido, y tú lo sabes —dijo Franco—, que una monarquía liberal no es posible en nuestro país. Ya se intentó durante el reinado de Isabel II cuando se implantó en España el liberalismo con todos sus rasgos ideológicos, sociales, económicos, políticos e institucionales. Y no fue sin alteraciones, sino todo lo contrario: hubo varias guerras civiles y dos regímenes políticos, reinaron dos dinastías y los gobiernos fueron innumerables en poco más de cuarenta años.
—Tal vez tengas razón, pero el rasgo más original de la transición española fue precisamente el papel desempeñado por la monarquía. El rey Juan Carlos era tu sucesor legítimo y, al mismo tiempo, el heredero de una tradición histórica identificada con el liberalismo. Pero, además, fue el motor del cambio. Su papel consistió no tanto en gobernar como en hacer posible que la sociedad española tuviera las instituciones que exigían los tiempos. De entre todos los personajes políticos de la España de entonces, era el rey Juan Carlos el que tenía una idea más clara y completa de cómo había de desarrollarse el proceso de transición a la democracia.
Y Tovar le contó a Franco la dimisión de Arias Navarro.
—El semestre presidido por él se caracterizó por la desorientación y la falta de rumbo político, incapaz de elegir entre su nostalgia por el régimen pasado y la evidente necesidad de llevar a cabo un cambio en las instituciones. Recelaba de sus colaboradores y titubeaba al actuar. Su gestión se sintetizó en una frase famosa de José María de Areilza: «Aquí no hay orden ni concierto, ni propósito, ni coherencia, ni unidad». En efecto, las reformas fueron mínimas, reducidas tan sólo a la derogación de un decreto antiterrorista y a la promulgación de una nueva ley de reunión y manifestación. El Gobierno de Arias Navarro sufría fuertes divisiones internas y la sensación de incertidumbre era creciente. Eso explica que don Juan Carlos se decidiera a actuar, y aunque en teoría Arias Navarro presentó su dimisión, en realidad fue el propio Rey quien se la pidió. La etapa de Arias Navarro al frente del Gobierno sirvió para hacer desaparecer del horizonte la última posibilidad de que nuestro régimen perdurara de alguna manera.
Franco dijo:
—Ahí me equivoqué, pensaba que Arias Navarro era el hombre ideal para que no se viniera abajo nuestra Cruzada.
Tovar siguió contándole la actuación de Adolfo Suárez, la legalización del PCE, las elecciones ganadas por la UCD por una abrumadora mayoría y cómo gracias a la influencia de don Juan Carlos formaron parte del Gobierno de la monarquía políticos de procedencia más liberal.
—El Rey consiguió que Torcuato Fernández Miranda ocupara la Presidencia de las Cortes: Fernández Miranda desempeñó un papel decisivo en la transición a la democracia. Pero en el momento de tramitar la regulación del asociacionismo político, quien desempeñó el papel más destacado fue Adolfo Suárez.
—Perdón, Tovar, corrígeme si me equivoco, pero ese Adolfo Suárez ¿es el que ocupaba el cargo de jefe del gabinete técnico de la Vicesecretaría General del Movimiento, que fue gobernador civil de Segovia y luego director general de Radiodifusión y Televisión Española hasta el setenta y tres?
—Sí, el mismo.
—Tengo una empanada en la cabeza que no me aclaro. ¿Qué tenía que ver en la… cómo me has dicho que se llamaba eso?
—La transición.
—Eso, la transición. ¿Qué tenía que ver Adolfo Suárez con la transición?
—Te explico, el doce de diciembre del setenta y cinco, Juan Carlos I formó un gabinete de tendencia reformista, partidario de un cambio moderado del sistema político con Adolfo Suárez en la Secretaría General del Movimiento, cargo que desempeñó hasta el setenta y seis.
Pero todavía hubo mayores problemas en la reforma del Código Penal por temor a una posible legalización del Partido Comunista. Se trataba de una reforma insuficiente que, además, chocó con el rechazo de los que más se oponían al cambio.
A Franco, a medida que escuchaba a Tovar, se le iba cambiando el color de la cara. El color rosado, sano, que había adquirido al llegar al Más Allá, se iba volviendo pálido. Y Tovar siguió:
—En el mes de enero del setenta y seis hubo una importante oleada de conflictos sociales, y graves. Los sucesos de Vitoria en el mes de marzo, un anárquico estallido de protesta social, y los de Montejurra en mayo, un enfrentamiento entre dos tendencias carlistas. Sin ninguna duda, los motivos que contribuyeron a que se produjeran hechos como éstos fueron la crisis económica, la falta de preparación de las fuerzas de orden público para hacer frente a los conflictos en la calle y la brusca politización de los españoles. La oposición se benefició del ambiente de cambio y del incremento de la permisividad. En ningún momento se dio la posibilidad de contar con el ejército, porque la Unión Militar Democrática afianzó la voluntad de los militares de mantenerse al margen de la política. A partir del año setenta y seis se celebraron los primeros actos públicos de la oposición, y con el paso del tiempo fueron tolerados incluso los de los socialistas.
Franco no hizo ningún comentario, pero aumentó su palidez.
—Aunque tenía una influencia creciente, la oposición no estaba en condiciones de derribar al régimen. El término «ruptura» sólo indicaba el deseo de un cambio profundo, no violento. En el mes de marzo de ese año la oposición se unió. A comienzos del verano, la reforma parecía irrealizable y la ruptura, pactada o no, resultaba imposible. Suárez, que fue nombrado presidente del Gobierno en julio del setenta y seis en sustitución de Arias, consiguió un importante cambio en el ambiente político al mostrarse dispuesto a dialogar con la oposición. En el mes de septiembre fue redactada la Ley de Reforma Política, en la que quedaba diseñado todo el proceso de cambio institucional. El Rey se reservó la posibilidad de convocar un referéndum. Una figura esencial del nuevo gabinete fue Alfonso Ossorio. El cambio de Gobierno no fue tan sólo una cuestión de imagen, sino también una operación de realismo al aceptar Suárez recoger en las instituciones políticas la realidad española cotidiana y mostrarse dispuesto a dialogar con los diversos sectores de la oposición.
Tovar reparó en la creciente palidez de Franco.
—¿Te encuentras mal?
—No, más que nada sorprendido, pero sigue, sigue contando.
—Y aunque existió resistencia por parte de quienes queríamos defender lo ganado durante tantos años de lucha, finalmente, la presión del propio Gobierno logró que las Cortes aprobaran la Ley de Reforma Política por cuatrocientos treinta y cinco votos a favor, cincuenta y nueve en contra y trece abstenciones. En el referéndum celebrado el quince de diciembre de ese año participó el setenta y cinco por ciento del electorado. Los votos en contra fueron algo menos del tres por ciento y hubo un tres por ciento de votos en blanco. Lo sorprendente de esta unanimidad acerca de la reforma política fue que se producía en un momento en el que las circunstancias eran muy poco propicias. La crisis económica era muy grave, con un progresivo aumento del paro, que alcanzó unas cotas muy superiores a las que había tenido España desde los años cincuenta. Voluntariamente, el Gobierno de Adolfo Suárez eludió enfrentarse con la crisis porque era consciente de que no podía abordar al mismo tiempo el problema político y el ajuste económico. Pero más importante que el paro fue el impacto del terrorismo y la posibilidad de que se produjera un golpe militar. En este sentido, los peores momentos se vivieron en los meses de diciembre del setenta y seis y enero del setenta y siete, en los que la organización terrorista GRAPO secuestró al presidente del Consejo de Estado y al teniente general Villaescusa. Además, un grupo de abogados laboralistas de significación comunista fueron asesinados en su propio despacho de la calle de Atocha por miembros de la extrema derecha. Pocos días después fueron asesinados tres miembros de las fuerzas de orden público. El Gobierno supo reaccionar con frialdad y, finalmente, consiguió rescatar a las dos personas antes mencionadas, aunque no logró que disminuyera el terrorismo etarra.
—No quiero ponerme medallas, pero de haber seguido yo como Caudillo, esto no hubiera sucedido, ya conocías mi sistema, pena de muerte y aquí paz y después gloria.
—Pero lamentablemente tú no estabas. Otro momento decisivo en la transición a la democracia fue la legalización del Partido Comunista, en abril de mil novecientos setenta y siete.
Franco se puso lívido, de no estar en el Más Allá hubiera sufrido un infarto.
—¿Que legalizaron el Partido Comunista? ¡No!
—Sí. En el mes de diciembre del año anterior había sido detenido en Madrid su principal dirigente, Santiago Carrillo, pero después de permanecer algunos días detenido, fue liberado.
—¿Cómo que fue liberado?
—Sí, y no sólo eso, recién entrado el nuevo año se produjo la primera conversación entre el presidente del Gobierno y el dirigente comunista. La cuestión había quedado en manos del Tribunal Supremo, pero cuando éste se negó a decidir, el Gobierno tomó la decisión, en plena Semana Santa, de legalizar un partido que seguía siendo considerado como el peor enemigo de nuestro Movimiento. El ejército protestó de manera rotunda pero disciplinada, y la decisión supuso la dimisión del ministro de Marina, el almirante Pita da Veiga, el último de los que pertenecían a nuestro régimen.
Ya antes, el ministro del Ejército había dimitido al autorizarse la actividad de las organizaciones sindicales prohibidas durante nuestro régimen.
Franco se secaba el sudor con el dorso de la mano, algo que no hubiera podido hacer antes a causa del Parkinson.
—El momento final de la reforma política fue la celebración de elecciones generales el quince de junio del setenta y siete, que, en realidad, tuvieron la condición de constituyentes. A estas alturas, las encuestas descubrían que la mayor parte de los españoles optaban por una oposición moderada y deseaban que los partidos políticos les hablaran de la forma de construir el futuro dejando de lado el pasado. Suárez ganó por amplia mayoría. El Partido Comunista tuvo que enfrentarse con el inconveniente de que su legalización era muy reciente, además del daño que le causaba la propaganda vertida en su contra durante la etapa anterior.
—Nada de propaganda, era una realidad.
—Durante la transición existió el temor al intervencionismo militar, que fue evitado merced a la habilidad de Suárez y al hecho de que el Rey, en definitiva, era el sucesor que tú habías designado, y aunque los militares más propicios a la conspiración no fueron perseguidos, sí fueron apartados de los puestos clave.
—Porque no estaba yo —apostilló Franco.
—En la tarde del veintitrés de febrero del ochenta y uno, un grupo de guardias civiles tomó el Congreso y secuestró a los diputados. A este hecho le siguió una situación muy confusa en la mayoría de las guarniciones, en especial en Madrid, pero, realmente, sólo se sublevó el general Milans del Bosch en Valencia. Los golpistas pretendían hacer creer que contaba con la cooperación del Rey. Lo que parecía dar credibilidad a este hecho era la presencia en ella del general Armada, durante muchos años uno de los principales consejeros militares del monarca. Sin embargo, la decidida actitud de Juan Carlos I fue factor clave en la derrota de la conspiración. Pero el caso es que si la conspiración hubiera triunfado no se hubiera podido consolidar, porque tenía enfrente la clara mayoría del pueblo español.
—Está visto —dijo Franco— que la gente es del último que llega.
—En la campaña electoral del ochenta y dos el Partido Socialista Obrero Español mostró un dinamismo y una capacidad que le hicieron captar el voto del electorado más joven. El PSOE con Felipe. González como líder, obtuvo diez millones de votos. Consiguió triunfar entre los profesionales, y su victoria fue abrumadora en el medio urbano y el juvenil. Con el cuarenta y ocho por ciento del voto y doscientos dos diputados, frente a los ciento cinco de la coalición que quedó en siguiente lugar, estaba en condiciones de llevar a cabo una labor gubernamental muy estable durante los años siguientes.
A esta altura de la narración, el Caudillo había perdido por completo el color. Carrero Blanco llegó en ese momento. Franco sudaba y tenía la palidez de un difunto. El almirante se encaró con Tovar.
—¿Puedo saber qué puñetas haces tú aquí?
—Le estaba contando a nuestro Caudillo el cambio que se ha producido en España desde que él murió. Carrero Blanco, de carácter impulsivo, le gritó a Tovar:
—¡Escúchame bien, imbécil! El Caudillo está disfrutando de una paz que no pudo disfrutar durante todos sus años como Generalísimo. Aunque hayas sido director de Radio Nacional de España, director general de Enseñanza Profesional, subsecretario de Prensa y Propaganda, y demás zarandajas, no tienes por qué venir a joder la marrana con tu relato. ¿Por qué mierda tienes que amargar la muerte del que fue nuestro Caudillo durante muchos años? Así que haz el favor de irte ya, ¡pero ya! Tovar se alejó mascullando insultos.
Carrero Blanco se acercó a Franco y le echó el brazo por los hombros:
—¿Por qué no le has mandado a la mierda? ¿Por qué tiene que venir a amargarte la muerte con la historia de la transición y con lo que haya ocurrido en España desde nuestra salida? Nosotros estamos en el Más Allá, orgullosos de todo lo que hicimos, y lo que haya pasado desde entonces hasta hoy nos tiene sin cuidado.
—No olvides —dijo Franco— que allí yo tengo aún a mi mujer, a mi hija y a mis nietos, y un gobierno de izquierdas puede ser peligroso para ellos.
—Quédate tranquilo, yo tengo mucha fe en Juan Carlos y sé que no les va a pasar nada. ¿Te traigo un vaso de agua?
—Sí, si no te es molestia.
Y Carrero Blanco le trajo un vaso de agua fresca que a Franco le devolvió el color que tenía antes de la llegada de Tovar.
Cuando Pemán regresó de su paseo con García Sanchís, se dio cuenta de que algo había pasado y preguntó.
—Pues ha pasado que ha venido el imbécil ese de Antonio Tovar, el que fue director de Radio Nacional de España, y como una alcahueta le ha contado a nuestro Caudillo lo que ya me habías contado tú de la transición —dijo Carrero Blanco indignado.
—Ése siempre ha sido un imbécil con títulos inmerecidos. Escribió un libro, Universidad y educación de masas, y se ha creído que es Balzac, pero no es más que un pelotillero, que se ganaba los puestos haciendo la pelota a los miembros del Gobierno.
La noticia del encuentro de Tovar con Franco —nunca se supo por qué, ni por quién— llegó hasta la zona de los políticos de izquierdas.
Negrín comentó.
—¿Qué pensaba?, ¿que la dictadura iba a durar toda la eternidad? El pueblo no es tonto, y si el cambio no llegó antes fue por varias razones, y de ellas, dos muy importantes: la primera, que los políticos de izquierdas estábamos en el exilio, en prisión o habíamos muerto, y no sólo los políticos de izquierdas, también los intelectuales; y la segunda, que los trabajadores no estaban capacitados para organizarse, aparte del temor a ser detenidos y condenados por el solo hecho de ser de izquierdas.
El coronel Segismundo Casado, jefe del Ejército del centro, se dirigió a Negrín:
—Si tú no te hubieras empecinado en fortalecer el ejército, en controlar la industria y poner orden en la retaguardia, otro gallo nos hubiera cantado. Creo que la batalla del Ebro fue un error muy grande por tu parte.
—¿Y qué podía hacer? Ya había intentado una propuesta de paz que fue rechazada.
—No seas ridículo, tú sabes que el gallego no pactaba con nadie. Lo único que pretendías era aparecer como soldado de la paz, pero tu ambición no se cumplió, como ninguno de los intentos de una paz negociada, porque Franco sólo aceptaba una rendición incondicional.
—¿Os dais cuenta de que es imposible que la izquierda se sostenga? —se lamentó Largo Caballero—. En nuestro país, la historia ha sido siempre la misma, nosotros a atomizamos y la derecha a unirse. ¿Cómo es posible que luego de luchar día a día y kilómetro a kilómetro se os ocurriera con la guerra casi perdida provocar una lucha entre leales a Casado y leales a Negrín?
—Porque aquí, mi amigo Negrín siempre ha sido un cabezota.
—Escucha, Casado, no voy a permitir que me insultes.
—Las elecciones las ganamos gracias al Pacto del Frente Popular en el que estábamos integrados Izquierda Republicana, Unión Republicana, PSOE, UGT, Juventudes Socialistas, PCE, POUM y el Partido Sindicalista —recordó Largo Caballero.
Y así, entre que la culpa fue tuya, que no, que la culpa la tuviste tú, que los comunistas lo estropearon todo, que no, que fueron los anarquistas, pasaron horas discutiendo.
Finalmente, Azaña dijo:
—Lo importante es que ahora ya hay un Gobierno socialista en el poder —y añadió—: esperemos a ver cuánto tiempo dura. Recuerdo lo que dijo Michael Perceval: «Los españoles, como Hamlet, piensan durante largos periodos sin actuar, para acabar actuando sin pensar».
* * *
Ya habían transcurrido once años desde la llegada del Caudillo al Más Allá. En ese tiempo, llegaron Vicente Trueba, conocido como «La Pulga de Torrelavega», y Tierno Galván, al que cariñosamente llamaban «viejo profesor». Vicente Trueba fue a instalarse en la zona de los grandes deportistas y Tierno Galván a la zona que le había indicado el señor Mariano, el portero del Más Allá.
Tierno Galván fue presentado a los políticos revolucionarios de otras épocas: Bakunin, Lenin, Marx… y Pablo Iglesias, por el que Tierno Galván sentía una gran admiración.
—Cuando usted murió, yo tenía siete años. Durante mi etapa de estudiante me interesó profundamente su trayectoria política, que ha sido, para todos los defensores del socialismo, un ejemplo.
Andrés Saborit se dirigió a Pablo Iglesias:
—Pablo, el profesor Tierno es uno de los valores máximos del socialismo. Ocupó la cátedra de Derecho Político en las universidades de Murcia y Salamanca, y en agosto de mil novecientos sesenta y cinco, junto a José Luis López Aranguren y Agustín García Calvo, fue separado de la universidad española acusado de incitar a los estudiantes a emprender acciones subversivas. En julio de mil novecientos setenta y cuatro creó la Junta Democrática de España, de la que formaron parte el Partido Socialista Popular, creado y presidido por él mismo, el Partido Comunista de España, el Partido Carlista y numerosas personalidades independientes, y en abril de mil novecientos setenta y ocho, el Partido Socialista Popular y el PSOE firmaron su unificación. Él pasó a ocupar la presidencia de honor del PSOE y Felipe González conservó su cargo de secretario general del partido. En mil novecientos setenta y nueve se presentó como candidato a la alcaldía de Madrid, por el PSOE, y fue elegido por mayoría. Los bandos municipales que como alcalde escribió durante los cuatro años que ocupó el cargo son apreciados por su peculiar estilo y como ejemplo de su visión particular de la vida cotidiana.
Pablo Iglesias escuchó con atención a Saborit y luego dio un fuerte apretón de manos a Tierno Galván, que después comentó cómo estaba la situación en España.
* * *
Franco, Carrero Blanco y Pemán paseaban cada mañana por los lugares más atractivos del Más Allá. A Franco, le había vuelto el color sano que tenía antes de que Tovar llegara y le contara el cambio que se había producido en España.
Una mañana que José María Pemán tenía cita con Calderón de la Barca, se disculpó con Franco y Carrero Blanco:
—No os importa si hoy no os acompaño, ¿verdad? Tengo una cita con Calderón de la Barca.
—No hay problema, Luis y yo daremos un paseo, siempre tenemos algo que contarnos. Vete tranquilo.
Y cuando José María Pemán se alejó, el Caudillo y Carrero Blanco iniciaron un paseo lento y relajado. De pronto, apareció un militar a caballo.
—Luis, ¿ese que viene a caballo no es el general que tiene una estatua en la calle de Alcalá? ¿Cómo se llama, puñeta? Lo tengo en la punta de la lengua.
Carrero Blanco miró fijamente al militar.
—Pues sí, ya sé quién es. El Espartero, el que vimos galopar junto al Cid.
—¡No me lo digas!
—Te lo digo, es el Espartero.
—¿Cómo se llamaba de nombre?
—Baldomero.
Franco se atrevió a saludarle.
—¿Cómo va esa muerte, don Baldomero?
El Espartero miró a Franco y dijo:
—Bien, no me quejo.
—¿Usted no es El Espartero? —preguntó Carrero Blanco.
—Pues sí, soy el Espartero.
—Le hemos reconocido por el caballo, porque los madrileños suelen decir cuando alguien es valiente: «Tienes más pelotas que el caballo del Espartero». Parece ser que al escultor se le fue la mano a la hora de trabajar los genitales del caballo.
El Espartero quedó algo desconcertado con lo de los genitales y preguntó:
—¿De qué genitales me habláis?
—De los huevos del caballo.
Franco miró a Carrero Blanco y dijo:
—Luis, por favor, esa lengua.
—Perdona, Paco, se me ha ido.
El Espartero bajó del caballo y dio unos pasos, como para estirar las piernas. Luego se acercó a Franco.
—¿Tú eres español?
—Sí, claro —dijo Franco—. Y aquí mi amigo Luis, también. Yo soy Francisco Franco, Caudillo de España por la Gracia de Dios, y siempre he sentido una gran admiración por usted. Tengo entendido que era muy duro, tanto en las represalias contra los enemigos como en los castigos a sus propias tropas.
—Pues sí, lo confieso, ése era mi sistema para mantener la disciplina en el ejército, porque de haber sido un blandengue no hubiera podido levantar el sitio de Bilbao en la batalla de Luchana.
—Yo también tuve que ser muy duro cuando era teniente coronel en Marruecos —dijo Franco—. Si no actuaba con dureza, los legionarios se me subían a las barbas.
Carrero Blanco dijo:
—¿A qué barbas? Tú nunca has tenido barbas, sería al bigote.
—Da lo mismo, es un decir —y siguió—: tengo entendido que usted era de familia humilde, hijo de un artesano constructor de carruajes, y que sus padres le hicieron ingresar en el seminario de los dominicos de Almagro.
—Sí, pero me aburría mucho. Todo el día rezando el rosario, y paseo para arriba y paseo para abajo. Por eso al estallar la guerra de la Independencia, huí del convento y me alisté como voluntario en el ejército. Cuando cumplí los veintidós años, en mil ochocientos quince, ya era teniente, embarqué en la expedición del general Morillo para defender el dominio español en las colonias americanas y regresé a España veinte años más tarde. Después del motín de La Granja…
—Del mitin, ¿de qué mitin? —preguntó Franco.
—No, no he dicho el mitin, he dicho el motín.
—¡Ah!, perdón, siga.
—Decía que después del motín de La Granja… De nuevo le interrumpió Franco:
—Si viera usted, don Baldomero, cómo está La Granja ahora, no la conocería. Yo todos los años hacía una fiesta el dieciocho de julio para los diplomáticos, y que le diga aquí mi amigo Luis cómo eran aquellas fiestas.
El Espartero ni sabía de qué le estaba hablando Franco. Carrero Blanco intervino:
—Por favor, Paco, no interrumpas, déjale que siga contando.
—En fin —dijo el Espartero—, no hay mucho que contar. En mil ochocientos treinta y nueve, como resultado de las negociaciones con los sectores carlistas dirigidos por el general Maroto, suscribimos el convenio de Vergara que supuso la pacificación del país.
—¡Ah, sí! —exclamó Franco—. Lo he visto en un cuadro que hay en el museo creo que del Prado, que se llama El abrazo de Vergara.
—Puede ser, porque aquel abrazo fue muy importante para la historia, y… bueno, eso es todo, y ahora si me disculpan me tengo que ir porque tengo un encuentro con el general Prim.
Y el Espartero subió a su caballo. Apenas se había alejado unos metros, Franco le gritó:
—No conozco personalmente a Prim, pero dele un abrazo de nuestra parte.
—Está bien —repuso el Espartero—, se lo daré —y se alejó.
Cuando regresaron de su paseo le preguntaron a Pemán cómo le había ido su encuentro con Calderón de la Barca.
—Bien, muy bien.
—Nosotros nos hemos encontrado con el Espartero, que nos ha contado lo de la batalla de Luchana.
—Ahí tenéis. Otro militar que se equivocó.
—¿Cómo que se equivocó?
—Sí, porque con los títulos de conde de Luchana, duque de la Victoria y duque de Morella, convertido en un ídolo nacional, dio rienda suelta a sus ambiciones políticas, y como todos los militares que se quieren pasar a la política, se equivocó. Los sucesos revolucionarios de julio de mil ochocientos cuarenta en Barcelona le llevaron, tras la renuncia de María Cristina, a la regencia del país. Su actuación como regente fue un desastre y tuvo que refugiarse en Inglaterra hasta que Narváez le devolvió títulos y honores y le permitió regresar a España, pero después de la crisis de julio de mil ochocientos cincuenta y seis el Espartero abandonó el protagonismo político y se retiró a Logroño.
—Y allí, en Logroño —dijo Franco—, se dedicaría a la fabricación y venta de pastillas de café con leche, que son riquísimas, aunque hace anos que yo no las pruebo, porque en uno de los análisis tenía alto el azúcar.
Pemán no hizo caso y siguió:
—Destronada Isabel II por la revolución de septiembre de mil ochocientos sesenta y ocho, un sector de progresistas y el propio Prim le pidieron que aceptase la Corona de España, pero la rehusó alegando motivos de salud.
—Yo creo —dijo Franco— que sería una disculpa, porque si le iba bien el negocio de los caramelos de café con leche, ¿cómo se iba a ir de Logroño?
—Elegido Amadeo I de Saboya rey de España, le concedió el título de príncipe de Vergara con tratamiento de alteza real. Ésta es la historia del Espartero —concluyó Pemán.
* * *
Y llegó el ciclista Gallardo. Aunque también le habían desaparecido todas las dolencias físicas, sus piernas —después de más de sesenta años de haber abandonado el ciclismo, con ochenta y un años cumplidos— se le habían quedado delgaditas y flojas. No obstante, el señor Mariano le indicó dónde estaba la zona en la que morían los grandes deportistas. Allí, Gallardo se encontró con Vicente Trueba, Escuriet, Berrendero, Carretero, Cardona, los hermanos Montero y toda una saga de grandes hombres del pedal, con los que entabló apenas llegar una larga y emotiva conversación sobre la época en que eran figuras en el ciclismo. Todos criticaron el ciclismo actual, que funciona por equipos, el de la ONCE, el Festina, el Banesto…
—En nuestra época recuerdo que cuando se daba la salida en la Vuelta a España, se decía: «Maricón el último», y nada de ahora tira tú y ahora haces tú el relevo.
El mismo año que llegó Cañardo también apareció el militar Manuel Díez-Alegría. Había tomado parte activa en la guerra civil y, aparte de diplomático y profesor en varias academias militares, había llegado a jefe del Alto Estado Mayor.
Y con él, Andrés Segovia, el guitarrista. Segovia dio su primer concierto, en Granada, cuando tan sólo tenía quince años. Después de conseguir un gran éxito en Madrid y Barcelona, inició una gira triunfal por Hispanoamérica. Su carrera internacional continuó en París y en Estados Unidos de América. Durante la guerra civil española se adhirió a la causa nacional. Desde Ginebra envió un telegrama al general Franco para expresarle su apoyo. Y escribió una carta en la prensa manifestando sus sentimientos políticos y su «cordial adhesión» al Generalísimo. En 1981 el rey Juan Carlos I le concedió el título de marqués de Salobreña. Maestro indiscutible de la guitarra clásica, transcribió obras para este instrumento. Turina, Castelnuovo-Tedesco, Villa-Lobos, Ponce y Rodrigo, entre otros, compusieron música para él.
Pero sin lugar a dudas, 1988 fue el año más feliz de Francisco Franco en el Más Allá. Fue el año en que junto al actor Guillermo Marín llegó la ex primera dama española, María del Carmen Polo. Aunque Guillermo Marín había llegado antes, tal como era su costumbre de hombre galante, cedió el paso a doña Carmen:
—Por favor, señora, usted primero.
El Caudillo, a la entrada del Más Allá, abrazado a la que durante., muchos años había sido su compañera, sollozaba sin poder contener su emoción.
A pesar de haber transcurrido trece largos años desde el día en que se despidieron, su amor era el mismo que el que se habían profesado siempre desde que se conocieron. Carrero Blanco tampoco pudo contener la emoción y, a pesar de ser un hombre y un militar duro, lloró como un chico. Pemán no fue menos, y sus ojos también se llenaron de lágrimas.
Lloraban como niños.
Cuando pasaron unos instantes, doña Carmen le habló de su hija, de su yerno y de los nietos, aunque evitó comentar la separación de Carmen y Alfonso de Borbón Dampierre, que la niña se había ido a vivir con un anticuario francés llamado Rossi, y que luego se separó de Rossi y se fue a vivir con un arquitecto italiano. Y mucho menos le hizo comentario alguno sobre Francis, su nieto preferido, que se había casado con María Suelves, de quien tuvo dos hijos, para separarse después, y ahora estaba viviendo con otra chica, con la que ha tenido un hijo. Franco pasó de la emoción a la sonrisa. Y recordaron los años vividos juntos, los veranos en el Pazo de Meirás, la Plaza de Oriente, con aquellas multitudes gritando unánimemente «¡Franco! ¡Franco! ¡Franco!», a las que el Caudillo correspondía con un saludo agitando su brazo, y que concluían con un «¡Viva Franco! ¡Arriba España!».
Y unos meses más tarde, como si lo hubieran hecho a propósito, llegaban al Más Allá dos políticos de alto nivel, aunque de muy distinta y distante ideología, Arias Navarro y Dolores Ibárruri, la Pasionaria. Y con ellos Salvador Dalí. El señor Mariano, que se supone que tenía que ser neutral con los que iban llegando, de manera inconsciente o, tal vez porque estaba más del lado de la izquierda, se dirigió primero a la Pasionaria, dejando segundo a Dalí. A Arias Navarro le mandó al final de la cola, donde estaban muchos de los no famosos, de los de «No sabe, no contesta».
A la Pasionaria, con todo tipo de detalles, le señaló la zona donde estaban los comunistas importantes, pero antes de marcharse, Dolores le preguntó al señor Mariano dónde estaban los más de mil mineros de Alianza Obrera muertos en la huelga del 34. El señor Mariano no estaba al corriente de ese acontecimiento:
—Yo te recuerdo, porque en una ocasión un juzgado envió no sé si a la policía o a la guardia civil para desalojar a una familia por un embargo y, cuando estaban sacando los muebles y todas las demás cosas, te presentaste tú y dijiste: «Esta gente no sale de aquí», y les ayudaste a meter todas sus cosas dentro de la casa de nuevo.
—Sí, de acuerdo, pero eso es un hecho aislado, yo te hablo de la huelga.
—¿De qué huelga me hablas?
—De la huelga minera de mil novecientos treinta y cuatro.
El señor Mariano, que tenía mucho trabajo con las llegadas y las entradas, no fue capaz de recordar el acontecimiento del que le hablaba Dolores Ibárruri, aunque tenía una vaga idea de algo ocurrido en Asturias mientras él estaba de acomodador en el teatro Fuencarral. La Pasionaria dijo:
—Seguro que si haces un poco de memoria lo recuerdas. Asturias era la región más conflictiva de España debido al número y a la intensidad de las huelgas que se convocaban. De un total de cien mil mineros asturianos, el setenta por ciento estaban afiliados al SOMA y al Sindicato Minero SOM de influencia comunista. Cuando en el año treinta y tres triunfó el partido de Acción Popular, los dos sindicatos se unieron, creando, en el treinta y cuatro, la Alianza Obrera. Las medidas reaccionarias de Lerroux y la entrada en el Gobierno de la CEDA provocaron un movimiento revolucionario el cinco de octubre, cuyas primeras manifestaciones se produjeron en las cuencas mineras. El levantamiento tenía como objetivo extender la revolución frente a la república burguesa.
—Sí —dijo el señor Mariano—, ahora recuerdo que el Gobierno declaró el estado de guerra, movilizó al ejército y encomendó al general Franco el restablecimiento del orden en la zona.
—Así es. El saldo fue de más de mil muertos y graves destrucciones de materiales, pero lo peor vino después, con la represión posterior: despidos masivos, y ejecuciones sumarias, como la de Carbayín.
El señor Mariano, aunque poseía una memoria prodigiosa para lo relacionado con su trabajo, echó mano del libro de entradas y le dijo a la Pasionaria en qué zona del Más Allá estaban esos mineros. Y hacia ese lugar se encaminó la Pasionaria antes de ir a la zona de los comunistas famosos. Alguien había puesto al corriente a los mineros de la llegada de Dolores Ibárruri. Encabezados por el ejecutado Carbayín, más de mil mineros asturianos, al grito de «¡Pasionaria! ¡Pasionaria!», fueron a su encuentro. Juntos conmemoraron aquella huelga que les había costado la vida y de la que estaban orgullosos.
La Pasionaria, tras despedirse de los mineros, fue en busca de su hijo, aquel hijo que había perdido en la guerra mundial. Y con su hijo del brazo fue a la zona en la que estaban los grandes hombres de la Unión Soviética, donde fue recibida por Lenin.
Salvador Dalí quería que le enviaran a la zona donde estaban sus amigos: Buñuel, con el que había filmado aquella película surrealista titulada El perro andaluz, y Federico García Lorca, pero al señor Mariano, siguiendo las normas establecidas en el Más Allá de no mezclar una cosa con otra, no le quedó más remedio, aunque pidiendo disculpas, que enviar a Dalí a la zona de los grandes pintores.
Cuando le llegó el turno a Arias Navarro, el señor Mariano le envió a la zona de derechas. La reacción de Franco ante la llegada de Carlos Arias Navarro fue de una total indiferencia. Tovar ya le había puesto al corriente de los cambios habidos, y entre ellos el fracaso político de Arias Navarro, lo que le había llevado a retirarse totalmente de la vida pública. Aunque Arias Navarro intentaba aproximarse al Caudillo, Mohamed Mohala, que había sido miembro de la escolta mora de Franco —y era el que cuidaba la zona donde el Generalísimo descansaba de sus paseos por el Más Allá, y el encargado de sacar brillo a las botas y a las condecoraciones, y del planchado de los uniformes—, siempre encontraba alguna disculpa para que el encuentro no se llevara a cabo.
Y un año o unos meses más tarde fue el año de los artistas: llegaron el cantante mexicano Pedro Vargas, Mario Cabré, Marcial Lalanda, Xavier Cugat y Concha Piquer —esta última, ya sin sus famosos baúles—. Para Franco, la música o las canciones de esa gente no tenían ningún valor. El único que se interesó por la llegada de Concha Piquer fue Carrero Blanco, por el recuerdo de Tatuaje, pero de ahí no pasó la cosa. A Franco, ahora con doña Carmen a su lado, pocas cosas le emocionaban. Dedicaba su tiempo a pasear junto a su esposa recordando los momentos felices que habían vivido.
Como si la llegada de doña Carmen hubiese sido la señal para que se abrieran las compuertas de una gran presa, al Más Allá llegaron el actor José María Rodero, el poeta Gabriel Celaya y María del Pilar Primo de Rivera, ya con setenta y nueve años cumplidos.
Rodero fue a instalarse en la zona de los actores, donde fue muy aplaudido por su trayectoria como actor, tanto en el cine como en el teatro, pero sobre todo por su gran trabajo en Calígula.
Celaya fue a morir a la zona de los grandes poetas. Celaya era amigo íntimo de Blas de Otero, de Lorca y de Moreno Villa desde los tiempos de la Residencia de Estudiantes. Ellos fueron quienes le iniciaron en la poesía de vanguardia. En el año 46 fundó junto con su mujer, Amparo Gastón, la revista Norte, en la que dio cabida a las nuevas formas poéticas españolas y europeas. La traducción de la poesía de otros idiomas ocupó gran parte de la publicación, y así, por primera vez, en España se dieron a conocer autores como Rainer Maria Rilke, Rimbaud, Blake y muchos más. También publicaron autores españoles tan significativos como Miguel Labordeta, Camilo José Cela y otros muchos. A partir del 47 su poesía dio un giro hacia la problemática existencialista y se acercó cada vez más hacia posturas sociales y comprometidas. Escribió Cantos íberos, Las resistencias del diamante, Para vosotros dos, Poesía urgente, Rapsodia euskera y otras obras que le hicieron, junto con Blas de Otero, la figura más representativa de la poesía social.
Por supuesto, como celebración de su llegada, los poetas le pidieron, y no se pudo negar, uno de sus últimos poemas. Se hizo un silencio y Celaya recitó «La poesía es un arma cargada de futuro»:
Quisiera daros vida, provocar nuevos actos,
y calculo por eso, con técnica que puedo.
Me siento un ingeniero del verso y un obrero
que trabaja con otros a España en sus aceros.
Tal es mi poesía, poesía —herramienta
a la vez que latido de lo unánime y ciego.
Tal es, arma cargada de futuro expansivo
con que te apunto al pecho.
No es una poesía gota a gota pensada.
No es un bello producto. No es un fruto perfecto.
Es algo como el aire que todos respiramos
y es el canto que espacia cuanto llevamos dentro.
Su recitado fue calurosamente aplaudido por todos.
Pilar Primo de Rivera fue a morir a la zona donde estaban los falangistas más destacados. Sus hermanos la abrazaron y la besaron emocionados, más efusivos aún cuando vieron cómo los años habían marcado surcos de sufrimiento en el rostro de su hermana. Concertaron una reunión con Calvo Sotelo, Onésimo Redondo y Ledesma Ramos. Pilar les contó cómo estaban las cosas en España. El triunfo del PSOE, la presidencia de Felipe González y demás cambios habidos desde que ellos habían muerto.
Por esas fechas también llegó Raimundo Fernández Cuesta, quien había participado en la fundación de Falange Española, de la que llegó a ser secretario general. Al igual que Pilar Primo de Rivera, fue a morir junto a sus compañeros de partido.
Y como si se tratara de una riada, en 1992 llegaron Camarón de la Isla, Antonio Molina, Celia Gámez, Mary Santpere, Atahualpa Yupanqui y Luis Escobar. Camarón de la Isla, dispuesto a seguir imponiendo su estilo personal, fue a la zona en que estaban Carmen Amaya, la Niña de los Peines, Pepe Pinto, Angelillo, y Manolo Caracol. Luis Escobar fue destinado a la zona de los grandes directores y actores. Mary Santpere, ya en la zona de los artistas, se encontró con su padre, gran actor cómico de los años veinte, y con su marido, víctima de un accidente. También se encontró con Alady y otros muchos compañeros con los que había compartido escenarios.
A los anteriores siguieron Miguel de Molina, Joaquín Calvo Sotelo y Mario Moreno Cantinflas.
Y como siempre, nada nuevo, el señor Mariano, el que había sido acomodador del teatro Fuencarral, les indicó a cada uno en qué zona les correspondía morir, pero antes de que se marcharan, le pidió a Miguel de Molina que le cantara Ojos verdes. Miguel cantó, por complacer al señor Mariano o tal vez por complacerse él mismo, y quedó asombrado de la excelente acústica del Más Allá. Joaquín Calvo Sotelo fue a parar a la zona de los autores famosos, aunque sus méritos como dramaturgo no estaban a la altura de Valle-Inclán o de Calderón de la Barca. La muralla, una de sus obras más conocidas, era un drama mediocre de tesis católica en el que se planteaba el dilema moral de un hombre rico que a las puertas de la muerte decide reparar un robo cometido en su juventud. Para ello tiene que enfrentarse con su propia familia, que teme el escándalo y el desprestigio. En fin, una cagada de obra, pero el señor Mariano, a pesar de estar acostumbrado a situaciones como ésta, sintió cierta compasión con este hombre, que rondaba los noventa años.
El señor Mariano no conocía a Cantinflas, pero leyendo su historial se dio cuenta de lo importante que había sido como cómico, especialmente en el cine, de ahí que se inclinara por enviarlo a la zona de los artistas de cine famosos, aunque a Mario le hacía más ilusión encontrarse con Pancho Villa, Emiliano Zapata y don Lázaro Cárdenas. El señor Mariano, en un plano del Más Allá, le indicó dónde estaban los mexicanos famosos, a los que podría visitar cuando quisiera, pero le advirtió que, por razones de organización, de entrada tenía que enviarle a la zona de los artistas de cine, junto a Harold Lloyd, Buster Keaton y Charles Chaplin. Cantinflas se encaró con el señor Mariano:
—¿Qué?, ¿por qué?, qué me va a mandar con el Harol Lloyd, ni con el Chaplin, ni con qué pinche, madre, porque yo tengo la bonificación mutilante del entorno y no más que me ataco que ya me dio la solforera. Así que mejor mándeme donde yo le digo que me diga, dónde están mis compadres.
El señor Mariano accedió, pero dijo:
—Sólo de visita y a saludarles.
Algunos meses más tarde, Jacqueline Kennedy, Alberto Glosas, Conchita Montes, el joven y talentoso autor argentino de teatro, Oscar Viale, José María Alfaro y Federica Montseny se incorporaron al Más Allá.
Alberto Glosas y Conchita Montes fueron destinados a la zona de los artistas. A Oscar Viale, el señor Mariano le indicó la zona donde estaban los grandes autores teatrales, para que conociera personalmente a Valle-Inclán, a Calderón y a los autores argentinos Lavardén y Juan Baltasar Maciel.
El señor Mariano no reconoció a Federica Montseny, pero al mostrarle ésta su certificado de defunción, imprescindible para entrar en el Más Allá, recordó a la que había sido una de las anarquistas más importantes de España. Tras desearle una feliz estancia, la envió a la zona donde estaban Durruti, Bakunin y los otros anarquistas famosos.
Cuando le llegó el turno a José María Alfaro, al señor Mariano se le pelaron los cables leyendo el dossier que traía junto con el certificado de defunción: Alfaro figuraba como abogado, diplomático, escritor, periodista y falangista convencido. El señor Mariano leyó de cabo a rabo el currículum: amigo personal de José Antonio Primo de Rivera y de otros destacados líderes del movimiento falangista, coautor de la letra del Cara al Sol director de las revistas Vértice, Escorial y Fe, así como del diario Arriba, y miembro de la Junta Política de Falange Española y de las JONS. El señor Mariano se aclaró finalmente y, sin más preámbulos, le envió a la zona de los falangistas, donde fue recibido con inmensa alegría por sus camaradas.
El año siguiente fue pródigo en llegadas: Rafael Farina, Lola Flores, su hijo Antonio, el genial dibujante Jaume Perich, el locutor de radio Angel de Echenique, el general Gutiérrez Mellado, José Antonio Girón de Velasco, José Prat y Enrique Líster. Salvo en el caso de los artistas, la mezcla era de lo más explosivo.
José Prat, diputado a Cortes por Albacete por el PSOE de 1933 a 1936, había sido subsecretario de la Presidencia en uno de los gobiernos de Negrín. En 1987 fue elegido presidente del Ateneo de Madrid. Junto con Líster, fue destinado a la zona de los políticos de izquierdas. Al llegar, José Prat se abrazó con Tierno Galván y le dio un apretón de manos a Pablo Iglesias.
Líster se fue directo hasta la zona en que morían Marx y Lenin. Se presentó a los dos, les contó que había seguido los cursos militares en la Unión Soviética, y que al estallar la guerra civil española formó parte del ejército popular, participando en la defensa de Madrid como comandante del 50 Regimiento, y que terminada la guerra se exilió a Moscú, ingresó en la Academia Militar Frunke y obtuvo el grado de general del ejército soviético, grado con el que luchó contra los alemanes en la Segunda Guerra Mundial.
—Me nacionalicé ruso, con el nombre de Vissiaranovich Lisevsky y fui enviado a Francia, donde viví desde el año cuarenta y cinco hasta el cincuenta y uno. Durante este tiempo traté de reagrupar a los ex combatientes de la guerra civil española que residían en Francia, primero bajo la denominación de guerrilleros y después, con carácter ya militar, con el nombre de Fuerzas Armadas Republicanas Españolas. También participé en la organización del maquis contra la España de Franco.
Y les contó cómo durante su estancia en Francia fue detenido dos veces, en 1948 y 1949.
—De Francia pasé a Checoslovaquia donde viví varios años. El cuatro de agosto de mil novecientos setenta y siete, después de publicarse en España el decreto-ley sobre amnistía, me presenté en el consulado español en París, y regresé a Madrid en septiembre de mil novecientos setenta y siete.
Marx y Lenin no conocían la trayectoria de Líster y quedaron asombrados con su narración.
—Yo —dijo Lenin— he oído hablar a alguien de la División Azul, que parece ser que luchó contra los rusos; también, no hace mucho tuvimos un encuentro con la Pasionaria, quien nos contó que había perdido un hijo que luchaba en las tropas rusas durante la guerra mundial.
—De mañana no pasa que la busque y la abrace, porque pocas mujeres han sido capaces de luchar por el comunismo como Dolores —dijo Líster.
—Pero —siguió Lenin—, nadie nunca me habló de… ¿cómo has dicho que te llamas?
—Enrique Líster.
—De Enrique Líster.
—Es que fui expulsado del Partido Comunista de España por Santiago Carrillo, que tenía el apoyo de la mayoría en el Comité Ejecutivo. Pero todo eso es agua pasada, lo importante es haber llegado hasta aquí y poder charlar contigo, Lenin, y contigo, Carlos Marx. El general Gutiérrez Mellado, que tuvo un destacado papel en la transición a la democracia de España, y ocupó el cargo de vicepresidente del Gobierno de Adolfo Suárez desde el 22 de septiembre de 1976 hasta 1981 —en el intento de golpe de Estado del 23-F fue zarandeado por Tejero, y murió en un accidente de tráfico, fue a instalarse junto a los militares Miaja y Vicente Rojo, a los que ya conocía y con los que le unía una gran amistad.
* * *
Y llegó el 18 de julio de 1996, día en que se cumplían sesenta años del Glorioso Alzamiento Nacional. Ya habían llegado al Más Allá casi todos los históricos del franquismo, lo que le sugirió a Franco la idea de celebrar una fiesta en homenaje a todos los que lucharon, y ganaron, la Cruzada, dedicada al mismo tiempo a Carmen Polo —como compensación por lo sufrido desde 1975 en que él había fallecido—, y a las viudas de los caídos.
Franco dudaba. Meditó la idea y habló con Carrero Blanco y con Pemán:
—He estado pensando si sería adecuado celebrar una fiesta por un alzamiento que causó tantas víctimas en uno y otro lado; al mismo tiempo, pienso si no se nos fue la mano en los primeros años de la posguerra, con las ejecuciones. Casi que estoy por no celebrar nada y dejar las cosas como están.
—Yo creo —dijo Carrero Blanco— que, como dijo Maquiavelo, el fin justifica los medios.
—¿Quién dijo eso?
Pemán aclaró:
—Maquiavelo. Un político y escritor italiano que fue secretario de la cancillería de la república florentina. Maquiavelo decía que quien quiere fundar un nuevo Estado deberá emplear su fuerza y su astucia sin dejarse entorpecer por escrúpulos morales, hasta el punto de utilizar la crueldad y el engaño, si fuese necesario, contra quien se oponga. No dudaba en afirmar que la propia religión puede ser manipulada en favor de esos intereses, dado que la aprobación religiosa favorece el cumplimiento de los pactos y compromisos adquiridos.
—Pero —dijo Franco— eso no va conmigo. Yo tan sólo traté de salvar a mi patria de las garras del comunismo. Lo que creo, como decía, es que tal vez se nos fue la mano en la posguerra.
—No pienso que haya sido así, una guerra es una guerra y una posguerra es una posguerra —y dicho esto, Carrero Blanco le dio una palmadita en la espalda a Franco—: vamos a celebrar esa fiesta por todo lo alto y no te compliques más la muerte.
Cuando Franco finalmente dio su aprobación, Carrero Blanco se dedicó a localizar a los artistas, a los escritores y a los militares que estaban con ellos y su alzamiento.
En un lugar amplio y tranquilo del Más Allá se levantó un entarimado, a modo de escenario, sobre algunas nubes planas y fuertes, que se iluminaron con el sol de un amanecer primaveral.
Sentados sobre pequeñas nubes estaban los de derechas, y los indiferentes; en un costado, los de «No sabe, no contesta». En las primeras filas se hallaban los grandes hombres de la historia. En lugares privilegiados, en calidad de invitados de honor, los reyes, los príncipes, los emperadores y los hombres importantes de la Iglesia. Detrás, los falangistas destacados. Por supuesto, no asistían comunistas, anarquistas o republicanos. Aquella fiesta era para los que estuvieron del lado del Caudillo en el Glorioso Alzamiento Nacional. También había algunas gentes que se habían desplazado desde la zona de los que no habían llegado a ser nada, y con ellos algunos legionarios y moros que participaron en la guerra civil al lado de los nacionales. El señor Mariano dejó por unas horas la entrada del Más Allá para dedicarse a acomodar a cada uno de los invitados.
Se abrió el espectáculo con las chicas que quedaban del ballet de la Sección Femenina, que aunque algunas ya habían alcanzado los setenta años, por ese milagro que se producía al llegar al Más Allá, habían recuperado su agilidad y las varices les habían desaparecido. Bailaron la jota de la Dolores; a continuación, Andrés Segovia interpretó Concierto del Sur, del gran compositor mexicano Manuel María Ponce, y fue muy aplaudido; luego salió Celia Gámez, que con cerca de ochenta años —nunca confesó su edad— ya no era la Celia del «Pichi», pero seguía conservando su gracia y buen decir. Cantó el chotis ése de los maestros Cotarelo y Fernández titulado ¡No pasarán!:
Era en aquel Madrid de aquellos años,
de Largo Caballero y de Negrín,
era en aquel Madrid de milicianos,
era en aquel Madrid de puño en afro.
¡No pasarán!, decían los marxistas
¡No pasarán!, gritaban por las calles
¡No pasarán!, se oía a todas horas
por plazas y plazuelas
con voz de miserables. ¡No pasarán!
Ya hemos pasao y estamos en la Cava.
Ya hemos pasao con alma y corazón.
Ya hemos pasao, y estamos esperando
pa ver caer la bola de la Gobernación.
Este Madrid es hoy de yugo y flechas,
es sonriente alegre y juvenil.
Este Madrid es hoy de brazo en afro.
Este Madrid es hoy de la Falange.
¡No pasarán!, gritaban los marxistas.
Ya hemos pasao decimos los fascistas.
Ya hemos pasao, gritamos los rebeldes.
Ya hemos pasao y estamos en el Prado,
mirando cara a cara a la “señá” Cibeles.
Ya hemos pasao.
No volverán las burlas en los rezos,
no volverán pasquín en las paredes.
Ja, ja, ja, ja, ya hemos pasao.
Celia fue ovacionada especialmente por los falangistas y algunos políticos de derechas, no así por los reyes ni los emperadores, que no sabían de qué iba la cosa, aunque algunos recordaban a la Cibeles.
A Franco no le gustó nada eso de: «Ya hemos pasao decimos los fascistas», y se lo comentó a Carrero Blanco:
—¿Cómo es eso de los «fascistas»? Mañana mismo te llegas a la zona donde esté Celia y le dices de mi parte que cambie la letra, que en lugar de «fascistas» diga «franquistas».
—Está bien, mañana mismo se lo digo. Después de Celia Gámez le tocó el turno a Miguel Fleta, que cantó eso de:
Por un sendero solitario
la virgen madre sube…
la roca fría del calvario
la ocultan negras nubes.
Más de seis horas duró la fiesta. Franco, Carrero Blanco, Mola, Sanjurjo y los militares que presidían el acto no cabían en sí de gozo. Con aquel espectáculo se celebraron los sesenta años del Alzamiento Nacional.
Y así pasó todo lo que pasó, y termino.