Como cada año, al Más Allá se fue incorporando gente nueva. Llegaron Regino Sainz de la Maza, José María Pemán, Rómulo Betancourt, Rafael Albaicín y Alvaro de Laiglesia, que había fallecido en Inglaterra, en Manchester. Alvaro de Laiglesia fue a reunirse con Mihura, Tono, Neville, Julio Camba, Ramón Gómez de la Serna, Enrique Herreros y otros humoristas de distintas épocas. Fue recibido con un gran aplauso.
Carrero Blanco se enteró de la llegada de Pemán y fue a su encuentro. Pemán se llevó una gran alegría al ver a Carrero Blanco, quien le advirtió que no hiciera ningún comentario sobre lo ocurrido en España desde el 75:
—El Caudillo está gozando de una paz que necesitaba hace tiempo, no le amarguemos la muerte con la historia de la transición, ya llegará el momento de decírselo.
Y Pemán y Carrero Blanco fueron a ver a Franco. El escritor dejó que Carrero Blanco se adelantara unos metros.
—Paco, no te imaginas quién ha venido al Más Allá.
—¿Quién?
A ver si lo adivinas.
—Por favor, Luis, no empecemos con las adivinanzas.
—Pemán.
—¿Pemán? ¿Me estás hablando de José María Pemán?
—Sí, Paco, José María Pemán.
—Ése sí que nos va a ser útil. Sabe de historia lo que no te puedes imaginar. Tú y yo, con Pemán, vamos a hacer un trío capaz de hablar de lo que sea con quien sea. Ya me lo estás buscando, por favor, y dile que se una a nosotros. Con Pemán vamos a ser los tres mosqueteros del Más Allá.
Pero no hizo falta que Carrero Blanco buscara a Pemán, fue él quien se aproximó al Caudillo y le dio un no muy efusivo aunque respetuoso abrazo. Respetuoso por ser el Caudillo y no demasiado efusivo por miedo a provocarle algún dolor. Franco dijo:
—No tengas miedo, abrázame con fuerza, desde que llegué al Más Allá me desaparecieron todos los males, ni enfisema, ni flebitis, ni Parkinson ni nada de nada, estoy como un roble.
Pemán estrechó al Caudillo con fuerza.
—Bueno, ¿qué me cuentas? ¿Cómo van las cosas en España? —preguntó Franco.
—Pues desde que moriste, no muy bien. Ha dado un cambio…
Carrero Blanco interrumpió a Pemán, luego apretó con fuerza el brazo de Franco. Suerte que el Caudillo ya no tenía el Parkinson, porque le hubiera hecho gritar.
—¿Qué pasa, Luis?
—Algo que no hubiera soñado en mi vida. ¿Sabes quién es ese que viene hacia nosotros?
—No, Luis, no caigo.
—Miguel de Cervantes, Paco, Miguel de Cervantes. ¿No es así, José María?
—Así es —dijo Pemán.
—¡No me lo digas!
—Te lo digo, Paco, el mismísimo Cervantes en persona.
—¿Y qué vamos a hacer?
—¿Que qué vamos a hacer? Presentarnos a él. A mí me da mucha vergüenza, Luis. Nunca se lo he dicho a nadie, pero yo no he leído El Quijote. Sólo recuerdo que empezaba diciendo: «En un lugar de La Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme…», pero no me acuerdo de nada más.
—Como la mayoría de los españoles, Paco. Dicen que han leído El Quijote para presumir de cultos, pero si lo han leído, lo han hecho a saltos. La parte de los molinos, y cuando con la espada pincha los pellejos de vino, y alguna cosa más, pero completo… ni una docena.
—Lo que sí recuerdo es que su caballo se llamaba Rocinante y que tenía un acompañante que se llamaba Sancho Panza, que iba siempre a lomos de un borrico, y una novia que se llamaba Dulcinea del Toboso.
—Escucha, Paco. Estoy convencido de que Cervantes era más feliz como militar que como escritor, porque aunque escribió El Quijote, nunca en su vida pensó que iba a ser una obra conocida en el mundo entero por eso, lo que tenemos que hacer para no cagarla es hablarle más de lo militar que de lo literario, porque me imagino el coñazo que le habrán dado con El Quijote todos los que han ido llegando después que él. Lo tengo comprobado, siempre que se habla de Cervantes se dice: «¡Ah, sí, el que escribió El Quijote»!, pero estoy seguro que a él le gustaría más que le hablasen de sus cualidades y su valor como soldado en la batalla de Lepanto. Sé que esto le va a gustar, por eso, aunque algo hay que decir de El Quijote, es mejor ir derechos a la batalla de Lepanto. Por otra parte, estoy seguro de que él mismo no la recuerda del todo. Además, tenemos con nosotros a Pemán, que él sí que habrá leído El Quijote, si no, no hubiera sido por dos veces presidente de la Real Academia Española. ¿No es así?
—Por supuesto que sí, y lo he leído no sólo una vez, sino varias veces.
Cuando Cervantes llegó a la altura de Franco, éste le saludó:
—Perdone: ¿usted no es Miguel de Cervantes? —Sí, soy yo.
—Yo soy Francisco Franco, Caudillo de España por la Gracia de Dios, mejor dicho, lo era, pero como me morí, ya no. Y aquí mi compañero es Carrero Blanco, almirante de Marina, gran amigo y colaborador. Y este otro señor es don José María Pemán, gran escritor que fue nombrado dos veces director de la Real Academia Española, y que tiene muchos premios literarios: el Espinosa Cortina, de comedia, el Mariano de Cavia, de periodismo, y el March, de novela. Su producción literaria completa comprende siete volúmenes de más de mil quinientas páginas cada uno y ha sido reeditada muchas veces. Pero usted, sí que sí.
De nuevo, Franco recurrió a su muletilla «sí que sí».
—¿Y en qué puedo serles útil?
—Nos gustaría mucho que nos contara usted lo de la batalla de Lepanto.
Cervantes levantó la mirada, seguramente en busca de imágenes de aquel acontecimiento.
—¡La batalla de Lepanto! ¡Aquello más que la batalla de Lepanto parecía la batalla del Espanto! La batalla de Lepanto es uno de los episodios más significativos de la guerra naval del siglo XVI. A pesar de no haber tenido consecuencias territoriales ni apenas políticas, supuso el fracaso de la Armada y el fin de la gloria de la marina española.
Carrero Blanco reaccionó de manera muy ordinaria: levantó una pierna, echó el brazo hacia atrás procurando doblar bien el codo y al mismo tiempo que soltaba el brazo con el puño hacia adelante, con la boca imitó el sonido de un sonoro pedo, al tiempo que decía:
—¡Éste para los turcos!
A Franco no le gustó este comportamiento.
—Por favor, Luis, si el pedo es para los turcos, ¿por qué no se lo tiras a ellos?
—Disculpa, Paco, no se volverá a repetir —y, conocedor de las batallas navales, dijo, recuperando la compostura—: la situación de paz en el interior de Europa permitió a Felipe II articular la defensa del Mediterráneo con el fin de luchar contra la hegemonía marítima turca.
—Sí —comentó Cervantes—, para España era éste un asunto prioritario, ya que las incursiones de la armada otomana y de los corsarios norteafricanos hacían peligrar el tráfico marítimo entre la Península ibérica y sus posesiones italianas. Desde mil quinientos sesenta, la relativa inactividad de la marina turca permitió el rearme de la flota española. Entonces fueron escuchados los llamamientos del papa Pío V para organizar una cruzada contra los turcos. Se encomendó el mando de las fuerzas aliadas al generalísimo don Juan de Austria.
Carrero Blanco, para impresionar a Franco, dijo:
—Que era hermano de Felipe II. Y siguió Cervantes:
—La fuerza española, reunida en Messina, en mil quinientos setenta y uno, estaba formada por ochenta y una galeras de gran calidad, otras veinte naves bien armadas y veinte mil infantes: siete mil españoles, siete mil alemanes y seis mil italianos, además de dos mil aventureros de diversa procedencia.
Franco le interrumpió para meter su «bocadillo», y no quedar al margen de la conversación.
—Nosotros, los nacionales, en la guerra también tuvimos alemanes, italianos y, en la Legión, aventureros de diversa procedencia, pero siga usted, señor Cervantes.
—El grueso de la armada no estuvo reunido hasta el cinco de septiembre, día en que arribaron a Messina los generales Andrea Doria, Alvaro de Bazán y Juan de Cardona. Una vez completa la flota, antes de iniciarse la contienda, don Juan de Austria pasó revista desde su fragata. Dio orden de cerrar las filas para evitar la infiltración de las galeras turcas y arengó a los soldados, previniéndoles de la violenta algarabía de los turcos al iniciar los combates, particularmente los jenízaros.
—¿Los qué? —preguntó Franco.
Pemán se lo aclaró:
—Antiguamente se llamaba «jenízaros» a los hijos de padres de distinta nacionalidad. Los jenízaros se convirtieron en el arma más temible del ejército otomano, haciendo temblar las puertas de Europa occidental en sus sucesivos envites a lo largo del siglo XVI. Los jenízaros eran los soldados más temidos en toda Europa occidental por su ferocidad y su fanatismo —y se dirigió a Cervantes—: por favor, siga.
—También prometió el general amnistía a los forzados que se distinguieran con las armas y con los remos.
Franco aprovechó para contar lo que le había sucedido una mañana que había salido de pesca con el Azor.
—Un verano, después de estar todo el día de pesca, cuando regresábamos hacia el puerto, nos siguió un tiburón. Debió oler el pescado que llevábamos en la cubierta y dio varios saltos amenazantes. Como no llevábamos armas, le hicimos huir a golpes de remo. Los remos son muy útiles, si se saben manejar. Perdone que le haya interrumpido, señor Cervantes. Siga, siga, por favor.
Y Cervantes siguió con su relato:
—Tras la revista, las tropas recibieron la absolución y la indulgencia plenaria que otorgaron los franciscanos y jesuitas enviados por el Papa a tal fin. Las indulgencias se otorgaban tradicionalmente a los cruzados de Tierra Santa. Antes de ponerse en marcha el grueso de la flota, don Juan de Austria mandó una avanzada al mando de Gil de Andrade en misión de reconocimiento, con el fin de localizar a la armada turca. Pronto, Andrade envió noticias de que ésta se dirigía hacia aguas de Corfú y Morea —Cervantes interrumpió su relato y dijo—: si se aburren, díganmelo con toda sinceridad, porque no quiero ser pesado.
—De ninguna manera. No es lo mismo leerlo en los libros de historia que escucharlo en boca de usted —dijo Carrero Blanco.
—Está bien, como digan —y siguió—: el quince de septiembre, don Juan de Austria dio por fin la orden de salida. A pesar de los temporales, el veintiséis de dicho mes atracábamos en Corfú, mientras la avanzada dirigida por Andrade daba noticia de que los turcos se encontraban en el golfo de Lepanto con la intención de esperar allí la llegada de nuestras naves. Durante los dos días siguientes, don Juan ordenó realizar ejercicios de combate.
Franco le interrumpió de nuevo:
—Son muy importantes los ejercicios de combate, maniobras, que se llaman ahora.
Cervantes quedó un poco descolocado.
—Perdón, ¿cómo dice?
—Decía que son muy importantes los ejercicios de combate. Los rojos perdieron la guerra por no estar entrenados para la lucha, pero siga, siga, don Miguel.
Y Cervantes siguió con su narración:
—El uno de octubre, los generales decidieron avanzar hacia la posición de los turcos. El viaje se hizo en jornadas cortas, con el fin de permitir la incorporación de las naves rezagadas por los vientos adversos. Durante el trayecto se produjeron episodios de insubordinación de las tropas italianas.
—No me cuente nada de los italianos, que en el frente de Guadalajara perdían el culo corriendo —apostilló de nuevo Franco—, pero siga, siga.
Cervantes, con esa tranquilidad propia del Más Allá, donde el tiempo transcurre sin prisas, les contó la batalla de Lepanto con todo detalle.
Pemán remató el relato diciendo:
Al año siguiente de su derrota en Lepanto, el sultán Selim II describió la situación de forma muy plástica: «Habéis afeitado la barba al Gran Sultán, pero esa barba brotará más fuerte dentro de algunas semanas». La Santa Liga no perduró. La campaña emprendida en mil quinientos setenta y dos resultó infructuosa y los distintos intereses de Venecia y España hicieron imposible un entendimiento duradero. Felipe II disminuyó la cuantía de la ayuda económica española y Venecia se vio forzada a firmar una paz por separado con Turquía. La muerte de Pío V en mil quinientos setenta y dos y la defección de los venecianos dejaron a España sola ante una armada turca reconstruida. Don Juan de Austria consiguió apoderarse de Túnez en octubre de mil quinientos setenta y tres, pero al año siguiente los turcos tomaban la posesión española de La Goleta y reconquistaban Túnez. No volvieron a producirse grandes enfrentamientos entre ambas escuadras gracias a la firma de una tregua duradera en mil quinientos setenta y ocho. Y eso fue todo.
—Bueno, eso no fue todo, porque aquí, don Miguel, perdió un brazo en esa batalla —comentó Franco.
—Sí, el brazo izquierdo, que afortunadamente he recuperado en el Más Allá, pero que me hubiera sido muy útil como escritor.
—Sabe usted —dijo Franco— que es una de las cosas que siempre me he preguntado: ¿cómo se las arreglaría este hombre para escribir El Quijote? Porque, muy bien, con la mano derecha escribía, ¿pero con qué mano sujetaba el papel?
—Colocando un ladrillo como pisapapeles encima de la hoja.
—¡Ah, claro! No se me había ocurrido. Yo me habré leído El Quijote como cincuenta veces.
Y apenas decir esto le temblaron las piernas. Afortunadamente, Cervantes no dijo nada.
Carrero Blanco, por si a Cervantes se le ocurría hablar de El Quijote, salió al quite:
—Señor Cervantes, discúlpenos, que nos tenemos que ir, pero antes quiero darle las gracias en nombre del Caudillo, de don José María Pemán y mío por su narración de la batalla de Lepanto.
—No tiene por qué, para mí ha sido un placer recordar aquellos momentos.
Y mientras Cervantes seguía su paseo, los tres mosqueteros se dirigieron hacia otro lugar del Más Allá.
Mientras caminaban, Franco se dirigió a Pemán.
—José María, perdona que te haya interrumpido cuando nos encontramos con Cervantes, pero me decías que las cosas en España no iban muy bien… ¿Qué es lo que está pasando?
—Ya te lo contaré en otro momento, ahora disfrutemos de nuestro paseo.