Y SIGUIERON LLEGANDO

A la entrada del Más Allá estaba Mariano, un hombre que había muerto a los setenta años, antes de la guerra civil, y que había sido acomodador en el teatro Fuencarral de Madrid. Mariano, que había conocido a Tina de Jarque, a Amparito Taberner, a Heredia y a Lepe, tenía la misión de decir a cada uno de los que iban llegando en qué zona le correspondía morir, según su profesión, nacionalidad, ideología o condición social. A la gente que no había tenido oportunidad de hacerse famosa —ni en la política, ni en las artes, ni en las letras, ni siquiera en el deporte—, el señor Mariano los mandaba a instalarse en una zona especial, muy amplia, destinada a esa gente que durante su vida no había pasado de trabajador en un oficio, ya fueran albañiles, camareros, barrenderos, carteros, mineros o empleados de banco. Afortunadamente, se encontraban con sus familiares que habían fallecido antes, con la consiguiente alegría.

Ya había transcurrido un año desde la llegada del Caudillo. 1976 no fue pródigo en llegadas importantes: únicamente tres trabajadores muertos en un enfrentamiento con la policía en Vitoria, un empleado de la compañía del gas, el jefe de estación de Moratilla del Monte, que había sido arrollado por un mercancías cuando cruzaba la vía intentando coger una gallina que se le había escapado. La viuda, en el funeral, decía: «Si al menos hubiera sido el Talgo…»

También llegó la señora Eloísa, que había cumplido los noventa y siete años (en el Más Allá de nuevo iba a poder coser sin usar gafas), y un vendedor ambulante que había muerto de una pulmonía por no hacer caso a su mujer, que estaba harta de repetirle: «Cuando salgas a vender ponte una bufanda».

En 1977 llegó Miguel Mihura que, curado de su pierna, ya sin cojear (aunque no había perdido la costumbre de estar siempre muy enfadado, sin motivo alguno), se integró en la zona de los humoristas famosos. Unos meses después llegó Tono, que al igual que Miguel Mihura de inmediato fue encaminado a la zona de los grandes humoristas. Tanto Tono como Mihura se incorporaron a la tertulia de Pombo. El día que llegó Tono, Neville se fundió con él en un abrazo que duró minutos. Ni Jardiel Poncela, ni Fernández Flórez, ni Julio Camba sabían la gran amistad que les había unido durante años, aunque Neville no dejaba de decir: «¡Cómo me acuerdo de mi amigo Tono!»

En una de las tertulias, Tono contó la anécdota de su viaje a Marbella con Neville:

—Íbamos de viaje a Marbella y conducía el coche Edgar. A la salida de un pueblo, Edgar atropelló a una gallina; unos kilómetros más adelante, atropelló un conejo que cruzaba la carretera, y entonces fue cuando le dije: «Edgar, lo que tienes que atropellar ahora es medio kilo de arroz».

Los contertulios soltaron una carcajada, salvo Mihura, que además de conocer la anécdota, no era hombre de carcajada.

Ese mismo año también murió María Callas. Nada más llegar preguntó al señor Mariano dónde podía encontrar a Onassis. La diva se instaló en la zona de las grandes cantantes de ópera.

Fue una etapa en la que empezó a morir gente importante, o al menos, famosa: Pastora Imperio, Ricardo Zamora, Salvador de Madariaga y Juan Pablo I, que se incorporaron a sus correspondientes zonas. Pastora Imperio fue a morir a la zona de Carmen Amaya; Ricardo Zamora, a la de los grandes futbolistas, no sin antes firmarle un autógrafo al señor Mariano, quien, además de acomodador del teatro Fuencarral, había sido un gran aficionado al fútbol.

A Salvador de Madariaga, como hombre de letras, lo destinó a la zona de los grandes poetas y escritores.

Era sabido que Salvador de Madariaga no había transigido con el franquismo. Antes de que don Salvador se dirigiera a la zona de los grandes escritores, el señor Mariano le advirtió de la posibilidad de que en el Más Allá se encontrara con Franco.

Madariaga se dirigió hacia la zona que le correspondía comentando en voz alta: «¿Será posible que ni después de morir me libre de ese gallego?»

Un año más tarde, llegaba Charles Chaplin, que fue recibido en la zona de los artistas de cine con un gran aplauso de Harold Lloyd, Buster Keaton y los demás actores y actrices, tanto del cine mudo como del cine sonoro. Y tras Chaplin, Blas de Otero, que se instaló junto a los grandes poetas. Ese mismo año también llegó Antonio Mata Aranda, militar del Cuerpo de Estado Mayor e ingeniero geógrafo, uno de los militares más importantes en la campaña de Marruecos, así como en la represión de la revolución de Asturias de octubre de 1934. En 1936, con el grado de coronel, se puso inmediatamente a disposición de los sublevados.

Alguien informó a Franco de la llegada al Más Allá de Mata Aranda; Franco, a su vez, le comentó a Carrero Blanco que Mata Aranda, durante la guerra civil, siendo comandante militar en Oviedo, había protagonizado una de las más brillantes hazañas al resistir el cerco de la ciudad casi quince meses frente a las fuerzas republicanas, que sobrepasaban a las suyas en número y material. Por su heroica actuación durante el cerco de Oviedo le fue otorgada la laureada de San Fernando. Mata intervino en las batallas de Teruel, Montalván, Utrilla, Morella del Ebro y en la ocupación de Valencia, donde se hizo cargo de la Capitanía General.

—¿Quieres que lo busque y arregle una cita con él? —preguntó Carrero Blanco—. Seguro que nos puede decir cómo están las cosas en nuestro país.

—No, Luis, prefiero esperar a Arias Navarro, no creo que tarde mucho en venir. La última vez que me visitó le encontré muy pachucho, aunque siempre ha sido muy poquita cosa. Él, mejor que nadie, nos va a poner al corriente de lo que pasó después de que yo muriera. No me fío mucho de Mata Aranda. A partir de mil novecientos cuarenta y uno participó en una serie de conspiraciones en favor de la monarquía.

Franco y su amigo Carrero siguieron paseando por el Más Allá, sin prisas, disfrutando, viendo pasar junto a ellos personajes importantes de la historia. Una mañana era Julio Verne, otra Galileo Galilei o Juana de Arco.

Los dos contemplaban maravillados a aquella gente tan importante. Una mañana vieron venir un personaje vestido al estilo del siglo XVI.

Franco le miró fijamente y dijo:

—Luis, ¿conoces a ese que viene por ahí?

—Pues sí, no recuerdo de qué, pero le conozco mucho —y después de pensar unos instantes dijo—: sí, ya sé, tiene una estatua en la glorieta esa que hay donde termina la calle Fuencarral y empieza Bravo Murillo. ¿Cómo se llama la glorieta ésa, hombre?

—La glorieta de Bilbao.

—No, Paco, más lejos. Viniendo de Gran Vía hacia Cuatro Caminos, al llegar al final de Fuencarral, empieza Bravo Murillo y termina Eloy Gonzalo.

—No sé —dijo Franco—, a mí siempre me llevan y me traen por mi avenida, por la del Generalísimo, y como delante van los moros de la escolta con los caballos, no me fijo en las glorietas, pero juraría que le conozco de algo.

—¡Ya sé! —dijo Carrero—. Es Quevedo, un poeta que se pasa la vida escribiendo versos de pedos y del ojo del culo, un guarro, es mejor que no nos paremos a charlar con él.

Y disimuladamente se alejaron de don Francisco de Quevedo, que por otra parte, con aquellas gafas estrechitas, apenas si los hubiera podido ver.

A la entrada del Más Allá, en la parte exterior, había una gran pizarra. En ella, cada fin de mes, el señor Mariano anotaba el nombre de los que habían llegado, igual que en las tabernas o restaurantes escriben el menú del día.

Una mañana, ya en 1980, llegaron casi juntos Andrés Saborit y Gil Robles. Mucho antes de la entrada del Más Allá, ya venían insultándose a gritos. Saborit le decía a Gil Robles:

—Fachista de mierda, que eres un fachista.

Y Gil Robles le contestaba:

—Y tú un rojo, que has sido presidente del Partido Socialista Obrero Español, que tendría que darte vergüenza, rojo, más que rojo, que eres un rojo.

—A ti sí que tendría que darte vergüenza haber sido subdirector de El Debate.

Una vez en el Más Allá, se separaron para dirigirse cada uno hacia la zona que correspondía a su ideología, pero sin dejar de insultarse…

Carrero Blanco, que había leído la pizarra, le comentó a Franco la llegada de los dos políticos. Y Franco volvió a repetir aquello de que no le interesaban los mindundis.

—No son tan mindundis, Paco. Gil Robles en el treinta y siete se refugió en Francia, y, cuando fue expulsado por el presidente del Gobierno socialista francés, Léon Blum, pasó a Portugal para desarrollar una intensa campaña de apoyo a nuestro Alzamiento.

—Pero al finalizar la guerra formó parte del consejo privado de don Juan de Borbón.

—Sí, en eso tienes razón. Ahí la cagó.