EL 14 DE ABRIL

Y llegó el 14 de abril. Los políticos, grandes dramaturgos, novelistas y poetas afines a la República, organizaron una fiesta a modo de juegos florales. Antonio Machado recitó un fragmento de «El mañana efímero»:

La España de charanga y pandereta,

cerrado y sacristía,

devota de Frascuelo y de María,

de espíritu burlón y de alma quieta…

esa España inferior que ora y bosteza,

vieja y tahúr, zaragatera y triste…

Mas otra España nace,

la España del cincel y de la maza…

una España implacable y redentora…

España de la rabia y de la idea.

Continuando el espíritu del poema de Machado, Miguel Hernández se puso en pie y recitó «El niño yuntero»:

Y junto al cincel y la maza,

la yunta, el yugo y el arado.

Carne de yugo ha nacido

más humillado que bello,

con el cuello perseguido

por el yugo para el cuello…

Me duele este niño hambriento.

¿Quién salvará a este chiquillo,

menor que un grano de avena?

¿De dónde saldrá el martillo,

verdugo de esta cadena?

Que salga del corazón

de los hombres jornaleros,

que antes de ser hombres son

y han sido niños yunteros.

Cuando Miguel Hernández finalizó, se hizo un breve silencio, roto instantes después por un aplauso. Miguel, emocionado, se sentó de nuevo. Lorca se puso en pie. Todos guardaron silencio, un silencio emotivo y expectante. Federico, con la naturalidad que daba a sus recitados, comenzó el «Romance del Emplazado»:

El 25 de junio, le dijeron al Amargo:

Ya puedes cortar si gustas

las adelfas de tu patio.

Pinta una cruz en tu puerta

y pon tu nombre debajo

porque cicutas y ortigas

nacerán en tu costado

y agujas de cal mojada

te morderán los zapatos.

El 25 de junio

abrió sus ojos Amargo

y el 25 de agosto

se tendió para cerrarlos.

Mientras tanto, Franco, paseando, llegó junto a un lago. Se sentó a la orilla y, al contemplar sus aguas tranquilas y transparentes, se sintió un hombre feliz. Nunca hubiera soñado que después de morir se encontraría con tanta gente importante. No hacía un mes que estaba en el Más Allá y ya había tenido oportunidad de hablar con Moscardó, Napoleón, el Cid Campeador, Colón, José Antonio y Calvo Sotelo. Todos ellos sabían ya que él, el Caudillo, les había ganado la guerra a los rojos, lo que le hacía sentirse orgulloso y feliz, tanto que se había olvidado por completo de cuánto había sufrido antes de morir.

Cada mañana al despertarse, el Caudillo salía a dar un paseo, algunas veces solo, sin su inseparable Carrero Blanco. En una de estas ocasiones vio a lo lejos algo que parecía ser un gran palacio, pero como los de los cuentos de hadas, rodeado de nubecitas de distintos colores. Al regresar a su zona de residencia, lo comentó con Carrero Blanco.

—¡Ah, ya sé! Te refieres al palacio donde mueren los reyes famosos. No es sencillo llegar hasta allí. Ahí, en ese palacio, mueren los Reyes Católicos, Carlos III, Felipe II, Carlos V, Alfonso XII, Alfonso XIII y Enrique VIII.

—¿Has dicho Alfonso XIII?

—Sí, ¿por qué?

—Porque con Alfonso XIII sí que me gustaría hablar. Me imagino que se pondrá muy contento cuando le diga que antes de morir nombré como sucesor a su nieto Juan Carlos.

—Supongo que sí, porque él, como hijo póstumo, cuando sepa que le ha sucedido un nieto en el trono se sentirá muy orgulloso.

Nunca se ha sabido qué puñeta tenía que ver lo de hijo póstumo con lo del nieto, lo único que se sabe es que Carrero Blanco lo dijo.

—Pero —titubeó Franco— supongo que no habrá posibilidad de hablar con él.

—Déjalo de mi mano. Ya sabes que yo siempre encuentro una rendija por donde conseguir una cita con quien sea. Si te conseguí un encuentro con Napoleón, ¿cómo no voy a lograr una entrevista con Alfonso XIII? Dame tiempo y te aseguro que lo consigo. Pero ¿te puedo decir algo sin que te ofendas?

—¿Qué?

—Que has venido al Más Allá muy caprichoso.

—No, Luis, no es que haya venido muy caprichoso, es que tú sabes cómo ha sido mi vida desde que empezó la guerra civil, siempre pendiente del país, que si desfiles, que si pantanos, que si recibir a diplomáticos, en fin, ¿qué te voy a contar que no sepas?

—Está bien, te disculpo. Repito que haré lo imposible por conseguir un encuentro con Alfonso XIII.

Franco no dijo nada, se quedó pensativo con la mirada fija en dirección hacia donde había visto aquel extraño palacio. Transcurridos unos instantes, Carrero Blanco, dijo:

—Paco, ¿te ocurre algo?

—No, Luis, no me ocurre nada. Estaba pensando que si en lugar de nombrarme Caudillo me hubieran nombrado Franco I, Rey de España por la Gracia de Dios, yo estaría en ese palacio.

—Paco, eso no era posible.

—¿Por qué?

—Porque tendrías que haber pertenecido a una dinastía, y ninguno de los Franco era de familia real. ¡Y por si esto fuera poco, tu hermano Ramón se dedicó a conspirar contra la monarquía! Es más, recuerda que en octubre de mil novecientos treinta, junto con otros aviadores republicanos, se apoderó de algunos aparatos en el aeródromo de Cuatro Vientos y sobrevoló Madrid con intención de bombardear el Palacio Real, cosa que por suerte no llegó a realizar. Huyó al extranjero y regresó a España al proclamarse la Segunda República, reingresó en el Ejército y fue nombrado director general de Aeronáutica. ¡Menuda joya era tu hermano Ramón!

—Pero no olvides, Luis, que cuando volvió de Washington, donde era agregado aéreo, a pesar de su ideología republicana se unió a los nacionales y fue ascendido a teniente coronel y nombrado jefe de la base aérea de Baleares.

—Eso es: «Después del burro muerto la cebada al rabo».

—De todas maneras no me importa mucho, porque ser Caudillo por la Gracia de Dios tampoco está al alcance de cualquiera. Reyes ha habido miles, mientras que Caudillos por la Gracia de Dios muy pocos, si es que ha habido algún otro, aparte de mí mismo. Lo que no sé es si le habrá gustado que nombrara como heredero mío a su nieto, porque él, para garantizar la continuidad de la monarquía española, abdicó en favor de su hijo don Juan, príncipe de Asturias.

—Yo no creo que eso le preocupe, lo importante es que la dinastía siga adelante. Tú lo que tienes que hacer es hablarle bien de su nieto, porque se lo merece y porque eso le va a poner muy contento, y también háblale de coches, porque Alfonso XIII era un fanático de los automóviles. Cuando fue a Cartagena para embarcar rumbo a Francia, lo hizo en un Hispano Suiza.

—Es que yo de coches no entiendo mucho, Luis, no he tenido ni carné de conducir. Estuve de visita en una fábrica cuando sacamos el Seiscientos y el Biscuter, y no creo que sienta entusiasmo por ninguno de esos dos modelos porque, ahora que no nos oye nadie, eran una mierda.

—El Biscuter sí, pero el Seiscientos no tanto. Cuando me volaron en la calle Claudio Coello aún andaban funcionando por España. Lo que puedes hacer es hablarle de caballos, que de eso sí que sabes.

—Sí.

—Y de deportes. Alfonso XIII era un gran aficionado a los deportes, y uno de los que más le gustaba practicar era la caza, y en la caza eres maestro.

Y en eso estaban cuando se acercó un hombre joven.

—Perdón —dijo dirigiéndose a Franco—, ¿tú eres el Generalísimo?

—Sí, y yo soy el almirante Carrero Blanco. ¿Por qué?

—No te estoy hablando a ti, estoy intentando hablar con éste.

Lo de «éste» no le gustó nada a Carrero Blanco.

—¿Qué quieres decir con «éste»? Sabrás que es el Caudillo de España por la Gracia de Dios. Y tú ¿quién puñeta eres?

El joven, ignorando al almirante, se dirigió a Franco.

—Seguramente no me recuerdas, pero yo te voy a refrescar la memoria. Vamos a retroceder, no mucho, al año mil novecientos sesenta y dos, concretamente al siete de noviembre. Ese día fui detenido por la policía. ¿Eso te dice algo? No, ya veo que no. Se me acusó de haber cometido numerosos crímenes y torturas cuando era policía en Barcelona, durante la guerra civil, pero nada se pudo probar. ¿Caes o no caes? No. Estabas muy ocupado en pescar y cazar. Si se me hubiese aplicado el Código Penal de mil novecientos cuarenta y cuatro, que es el que me correspondía, mis supuestos crímenes habrían prescrito a los veinticinco años; sin embargo, en mi caso aplicaron el Código de mil ochocientos noventa y cuatro, que ampliaba el periodo de prescripción hasta los treinta años. Fui sentenciado a pena de muerte porque tú y algunos de tus colaboradores deseabais que mi castigo fuese un ejemplo para todos los que pretendieran promover la resistencia a tu dictadura. Y a pesar de la oposición de algunas personalidades del régimen y de las peticiones de clemencia, desde el papa Juan XXIII hasta Nikita Jruschov, fui ejecutado el veinte de abril de mil novecientos sesenta y tres. Supongo que con estos datos ya sabrás quién soy.

—Escucha bien, jovencito —intervino Carrero Blanco—. Tuvimos que fusilar a tanta gente que no hay memoria capaz de acordarse del nombre de cada uno, y aquí, el Caudillo, lo único que hacía era firmar las sentencias, que era su obligación como jefe del Estado, pero no llevaba una agenda con los nombres de cada rojo que se fusilaba. A él le decían: «Tenemos que fusilar a fulano de tal», y él iba y decía: «Vale», y firmaba. Así que deja de jugar a las adivinanzas y dinos quién puñeta eres.

—Querrás decir «eras», porque ya no soy.

—Como tú digas. ¿Quién eras?

—Julián Grimau.

—¡Ah sí, ahora caigo! ¿Y qué quieres que hagamos? ¿Pedirte disculpas?

—Nada, marinero de mierda, que os den por el culo a los dos.

Y Grimau siguió su camino mientras Franco y Carrero Blanco se quedaban mudos. Tardaron en reaccionar. Carrero Blanco echaba espuma por la boca como un jabalí acorralado por ocho perros de presa.

—¿Será cabrón el rojo éste? ¿Pues no me ha llamado marinero? Franco rectificó.

—No sólo te ha llamado marinero, te ha llamado «marinero de mierda».

—¡La madre que lo parió!, como vuelva a tropezarme con él, le voy a retorcer el pescuezo como a una gallina.

—No te calientes, Luis, ya nos pasó con Durruti. Aquí, en el Más Allá, esto nos va a ocurrir cada dos por tres. Ahora lo que interesa es que me consigas el encuentro con Alfonso XIII.

—Vale, Paco.

* * *

En el Más Allá había una zona en la que estaban Al Capone, Diego Corrientes, José María El Tempranillo, Luis Candelas, Dillinger, Billy El Niño, Los Siete Niños de Écija y todos los que en vida habían sido gente de pistola o trabuco. Ya no tenían armas, pero sus peleas eran constantes. Diego Corrientes se enfrentaba con Dillinger, discutiendo acerca del valor de cada uno de ellos:

—Escúchame bien, yanqui de mierda —decía Diego Corrientes—, con una ametralladora es muy fácil atracar, pero me hubiera gustado verte a ti con un trabuco. ¡A ver qué coño hacías!

—Tú peleabas contra dos guardias civiles, pero ¿qué hubieras hecho frente a seis patrulleros de la policía de Chicago?

—Pues yo con un cuarenta y cinco o un Winchester asaltaba una diligencia —dijo Billy El Niño.

Y así pasaban el día discutiendo y recordando sus atracos a bancos y a diligencias.

Los bandidos y los gángsters hablaban a gritos. Carrero Blanco, con el culo contraído y en voz baja, dijo:

—Por esa zona ni te acerques.

—¿Por qué?

—Porque es la zona de los delincuentes más peligrosos, tanto extranjeros como españoles. Viene a ser como el contenedor de basura del Más Allá. Hay otra zona, ya te la mostraré, por la que también te conviene pasar de largo, la que está destinada al Che Guevara, Camilo Cienfuegos, Salvador Allende, el padre Mújica, Víctor Jara y los comunistas de América Latina.

Pasaron dos semanas, y cada mañana Franco le preguntaba a su amigo Luis si había conseguido la cita con Alfonso XIII.

—No es fácil acceder a ese castillo, pero quédate tranquilo, que lo conseguiré más tarde o más temprano. Tú me conoces y sabes que cuando me propongo algo lo consigo.

—Disculpa mi impaciencia, pero es el encuentro que más deseo.

Siguieron con sus paseos matinales, cruzándose con gente que a Franco no le interesaba, hasta que una tarde, Carrero Blanco, frotándose las manos, dijo:

—Paco, lo he conseguido. Mañana temprano tenemos la cita con Alfonso XIII.

—Luis, la verdad es que si no fuese por ti, yo, aquí, en el Más Allá, no me comía una rosca —la expresión, que no era digna de un caudillo, tal vez se la hubiera oído Franco a un legionario durante su etapa en Marruecos.

Cuando llegaron al lugar de la cita, en las afueras del extraño palacio que Franco había visto hacía días, Alfonso XIII, flanqueado por dos alabarderos de la Guardia Real, ya les estaba esperando. A medida que se iban acercando, a Franco se le aflojaban las piernas. No podía creer que aquello fuese realidad. Por el contrario, el almirante sacaba pecho.

Al llegar frente a Alfonso XIII, hicieron el saludo militar y, como siempre, Carrero Blanco se encargó de las presentaciones.

—Majestad, tengo el placer de presentaron al Generalísimo.

Alfonso XIII tenía un aspecto jovial y le regaló una sonrisa a Franco.

—Disculpad que os reciba fuera del castillo, pero en él hay gentes a quienes es mejor no conocer. Tengo cerca de mí a María Tudor, la que fue reina de Inglaterra y de Irlanda, conocida como «María la sanguinaria», una mujer vengativa, cruel, que ordenó la prisión de los obispos protestantes, abolió las leyes de Eduardo VI y envió al cadalso a más de trescientas personas; y muy cerca también tengo a Enrique VIII, ¡que vaya regalo de rey!

—Lo que no entiendo, majestad, es cómo su padre y usted pueden estar cerca de ese golfo asesino que era Enrique VIII, que no sé si será cierto, pero lo que me han dicho de él es de juzgado de guardia.

—Lo sé todo, me lo ha contado docenas de veces, presume de macho. Se casó con seis mujeres —dijo el monarca.

—¿Al mismo tiempo o de una en una? —preguntó Franco.

—De una en una. Su primera mujer fue Catalina de Aragón. Se divorció de Catalina para casarse con Ana Bolena, a la que después acusó de adulterio y mandó decapitar. Poco después se casó con Jane Seymour, que era camarera de Ana Bolena. La cuarta esposa fue…

—¿Otra más?

—Otra, Ana de Cléveris, hija de Juan III de Cléveris. La quinta fue Catalina Howard, que murió en el patíbulo. La sexta y última mujer fue Catalina Parr, dotada de una gran inteligencia y con la experiencia de haberse quedado viuda dos veces. Temía seguir la misma suerte que Ana Bolena y Catalina Howard, pero pudo sortear las dificultades que se le presentaron. Al morir Enrique VIII y quedar viuda se casó con el almirante Seymour, al que le dio una hija. Todo esto me lo cuenta con la mayor naturalidad —continuó Alfonso XIII—. Ustedes no saben lo que significa morir teniendo a esa gente cerca, pero no lo puedo evitar. Cuando llegué al Más Allá se me asignó ese palacio por haber sido rey. Aunque también es cierto que morir ahí me ha dado la oportunidad de conocer a mi padre Alfonso XII y a mi madre María Cristina de Habsburgo.

—Bueno —dijo Franco—, para un hijo póstumo debe ser una satisfacción muy grande.

—Sí, pero como aquí en el Más Allá se sigue conservando la edad que tenemos al morir, se me hace muy extraño, a los cincuenta y cinco años, tener un padre de veintiocho y una madre de setenta y uno, que por la diferencia de edad hay veces que ni se hablan en quince días, porque mi padre a veces sueña en voz alta con una amante que creo que tuvo, una cantante que se llamaba Elena Sanz, y mi madre, que duerme con un ojo abierto y otro cerrado, pues ahí es donde se arma el lío. No me ha quedado más remedio que acostumbrarme. Cuando llegué me costó aceptarlo, pero ¿qué remedio me quedaba? Me acostumbré.

Franco, con la voz entrecortada por la emoción, dijo:

—Esto sí que no lo hubiera soñado en mi vida. Tener la oportunidad de hablar con Alfonso XIII.

Alfonso XIII miró fijamente a Franco y dijo:

—¡Un momento! ¿Tú no eres Francisco Franco Bahamonde?

—Sí, soy yo.

—El caso es que tu cara y tu voz me eran conocidas, pero como me han dicho el Generalísimo, me he despistado.

Franco sacó el aire del estómago y lo trasladó al pecho.

—Me nombraron Generalísimo durante la guerra civil.

Carrero Blanco añadió:

—Y Caudillo de España por la Gracia de Dios.

Alfonso XIII dijo:

—Y Gentil Hombre de Cámara, que fui yo quien te dio ese título por tu actuación en Marruecos. Es más, fui tu padrino de boda en mil novecientos veintitrés. Este acercamiento a la Corona te posibilitó un destino en la Península, donde alcanzaste el grado de teniente coronel. ¿Lo recuerdas?

—Claro que lo recuerdo, pero ante la grave situación del Ejército en Marruecos tuve que retomar el mando del Tercio.

—No obstante, el desembarco de Alhucemas y la ocupación de Axdir te catapultó al grado de general de división cuando sólo tenías treinta y tres años. Y recuerdo que Primo de Rivera te designó director de la Academia de Zaragoza.

—Academia que Manuel Azaña clausuró al proclamarse la Segunda República.

—Bueno —dijo Alfonso XIII—, vamos a dejar la historia de lado y háblame de lo que está pasando ahora en España. Desde que empezó la guerra civil hasta que me morí fui siguiendo los acontecimientos, pero de ahora no sé nada.

Yo, como me morí hace unos días, tampoco sé qué está pasando en estos momentos. Antes de morir dejé la Corona de España en manos de su nieto Juan Carlos I.

—¿Y eso por qué? Mi hijo don Juan es heredero de la Corona desde mil novecientos treinta y tres, y en enero de mil novecientos cuarenta y uno abdiqué en favor de él. Y cuando me morí, el veintiocho de febrero de ese mismo año, mi testamento seguía vigente. ¿Por qué no se hizo tal como yo dejé escrito?

—Majestad, su hijo Juan, conde de Barcelona, se opuso a la Ley de Sucesión a la Jefatura del Estado. Me envió a su hijo Juan Carlos para que se educara en España, bajo mi tutela. En mil novecientos sesenta y nueve, su hijo don Juan disolvió su consejo privado, profundizó en la alternativa al régimen, y se decantó por una monarquía democrática con explícito consenso popular, lo que le supuso la prohibición de entrar en el territorio español. Cuando morí, en noviembre de mil novecientos setenta y cinco, se reafirmó en su calidad de jefe de la Casa Real y depositario de la legitimidad. Eso es todo lo que sé. Aunque la verdad, hacerse cargo de España recién terminada la guerra no era ningún regalo. Había que empezar con el encarcelamiento de los rojos que no habían huido al exilio, había que improvisar prisiones, condenar y fusilar a todos los enemigos de nuestro régimen, y racionar la comida, porque durante los tres años que duró la guerra no se había trabajado ni en el campo ni en la industria y no contábamos con la ayuda de nadie, aparte de que teníamos una deuda pendiente con Hitler por el apoyo que nos dio durante toda la guerra, de modo que está justificado que su hijo don Juan no se animase a hacerse cargo de España.

—Pero —dijo Alfonso XIII— cuando yo abdiqué en favor de mi hijo don Juan para garantizar la continuidad de la monarquía española fue en mil novecientos cuarenta y uno y la guerra civil había terminado en mil novecientos treinta y nueve. Tuviste dos años.

—Claro que sí, Majestad, pero antes había que organizar España, no le iba a entregar a don Juan un país destruido, con cartillas de racionamiento, puré de San Antonio, boniatos y harina de almortas… Primero había que ponerlo en orden, y perdone que repita que fue su hijo quien no quiso hacerse cargo del cargo, valga la redundancia. Usted no se imagina, Majestad, el trabajo que nos costó enderezar al país. Ningún Gobierno, salvo el alemán, el italiano, el portugués y el andorrano quisieron reconocerme como jefe del Estado español; por suerte, en febrero de mil novecientos treinta y nueve, Inglaterra y Francia también reconocieron nuestro Gobierno. Pero como a Hitler se le ocurrió empezar la Segunda Guerra Mundial, se nos acabó el apoyo, aunque, ahora que no nos oye nadie, yo estaba loco porque Hitler perdiera la guerra para no tener que pagarle la deuda que teníamos pendiente con él.

Carrero Blanco, que no había abierto la boca, dijo:

—Y hay una cosa que quiero que sepa, Majestad: el Palacio de Oriente ni lo tocó, está como usted lo dejó; aquí, el Caudillo, se fue a vivir modestamente al palacio de El Pardo, que si hubieran ganado la guerra los rojos habrían metido en el palacio a Negrín o a Azaña.

—Entre mil novecientos cincuenta y cinco y mil novecientos cincuenta y nueve —continuó Franco—, su nieto don Juan Carlos estudió en los Ejércitos y la Armada, después continuó su formación en la Universidad de Madrid durante dos años, en las facultades de Filosofía y Letras, Derecho y Ciencias Políticas y Económicas. En el sesenta y dos se casó en Atenas con la princesa Sofía de Grecia, y de ese matrimonio nacieron las infantas Elena y Cristina y el príncipe Felipe. Creo que cumplí con los deseos de don Juan.

—Está bien —dijo Alfonso XIII, y añadió—: como abuelo te doy las gracias por lo que hiciste, pero lo que no entiendo es por qué tardaste tanto en devolver a España su monarquía.

—Porque en la posguerra se necesitaba mano dura, y mi temor era que su nieto Juan Carlos fuese demasiado bueno y perdonara a los enemigos de la patria, y también porque era muy joven.

—Y eso qué importa, yo fui rey a los dieciséis años.

—Pero eran otros tiempos. En España, aunque la guerra ya había terminado, quedaban resistencias. En Francia, en México y en otros países, los políticos de la República intentaban reorganizarse. Incluso hubo un intento de los maquis de penetrar a través de los Pirineos. No había más solución que establecer una dictadura, que fue lo que hice.

—Está bien, dejemos la política de lado y hablemos de nuestra familia. Tu mujer… ¿cómo se llamaba?

—Carmen, Carmen Polo.

—Eso es, Carmen. ¿Cómo está?

—Bien, pero triste, eran muchos años de matrimonio, y quedarse sola con nuestra hija y sus nietos le ha debido doler mucho.

—¿Teníais una hija?

—Sí, mi hija Carmencita. Y seis nietos.

—¿Y el fútbol? ¿Cómo va el fútbol?

—Bien, muy bien.

—¿Y el Real Madrid?

—De lo mejor. En el año cincuenta y tres fichamos a un jugador argentino, Alfredo Di Estéfano, un fuera de serie, Majestad, no lo digo porque yo sea madridista, pero un fuera de serie, Majestad. Con el Madrid logró una Copa Intercontinental, cinco Copas de Europa, ocho campeonatos de Liga y uno de Copa, jugó quinientos diez partidos y metió cuatrocientos dieciocho goles. Fue cinco veces máximo goleador de la Liga española. Un fuera de serie, Majestad. Precisamente unos días antes de morirme estuve viendo por televisión un partido entre el Real Madrid y el Barcelona.

—Perdón —dijo Alfonso XIII—, ¿que viste un partido por dónde?

—Por televisión.

—¿Y eso qué es?

—¿El qué?

—La televisión.

—Ah, claro, que cuando usted falleció no teníamos televisión. Es como si dijéramos una especie de radio, pero que además de que se oye, se ve. Como un cine, pero que cabe encima de una mesita.

Alfonso XIII no entendió bien la explicación, pero la aceptó. Y así, entre el fútbol, los toros y la caza estuvieron hablando cerca de una hora.

Franco preguntó:

—¿Cómo está Su Majestad Felipe II?

—Bien, muy bien.

—Ojalá que alguna vez tenga oportunidad de hablar con él.

—¿Y por qué no ahora?

—¿Ahora, Majestad?

—Sí, ahora. Seguidme, por favor.

Y Alfonso XIII se dirigió hacia el interior del extraño palacio por un camino lleno de plantas y árboles de hojas multicolores, como si en ellas se reflejara el arco iris. Ni Franco ni Carrero Blanco podían creer lo que estaban viendo. A los costados del camino había pequeñas nubes de colores brillantes, con forma de bancos, y al fondo, la entrada al palacio. En aquellos extraños bancos, y paseando, estaban los reyes y los emperadores más famosos de la historia, desde Teodosio I el Grande hasta Juan V, y desde el rey visigodo Eurico hasta Alfonso V el Magnánimo. Había pequeños lagos de aguas transparentes, y, a la orilla, gentes que en su época fueron reyes o príncipes famosos.

Cuando llevaban caminado un buen rato, Alfonso XIII les señaló una pérgola extraña, como todo en el Más Allá, de diversos estilos arquitectónicos y con columnas churriguerescas y góticas hechas de mármol transparente de distintos colores.

—Sentaos y esperad unos instantes.

Carrero Blanco y Franco se sentaron a esperar.

Apenas habían transcurrido unos minutos apareció de nuevo Alfonso XIII, ahora acompañado de Felipe II. Alfonso XIII hizo las presentaciones:

—Su Majestad el rey Felipe II y, aquí, el Generalísimo Franco y su acompañante el almirante… ¿cómo has dicho que te llamabas?

—Carrero Blanco.

—Es cierto, el almirante Carrero Blando.

—Blanco, no Blando.

—Eso es, perdón Carrero Blanco.

Felipe II, tras saludar a los dos visitantes, dijo:

—Me ha comentado Alfonso —entre ellos, los reyes se hablaban de tú, sin mencionar su apellido ni su II o su XIII o su V y mucho menos su apodo— que tenéis interés en hablar conmigo. Decidme qué queréis saber.

—Yo —dijo Franco— en primer lugar os quiero dar el pésame por todas vuestras esposas fallecidas: María Manuela de Portugal, que me he enterado que murió después de dar a luz al desdichado príncipe Carlos; María Tudor e Isabel de Valois, que sé que el fallecimiento de esta última causó en Su Majestad una pena profunda de la que nunca logró recuperarse; y Ana de Austria, muerta tras el nacimiento de vuestra hija María. Pero supongo que ya están todas ellas aquí con Su Majestad. Más que nada quería pediros disculpas porque muy cerca del Monasterio de El Escorial ordené levantar un monumento en memoria de los caídos en la guerra civil de mil novecientos treinta y seis, aunque lo mandé hacer en un lugar que no desmerece para nada al monasterio, al contrario, lo realza. Mucha gente que va de visita al Valle de los Caídos, dice: «Bueno, ya que estamos aquí, vamos a acercarnos a El Escorial y visitamos el monasterio».

Felipe II quedó unos instantes pensativo:

—¿Y puedo saber qué es eso del Valle de los Caídos?

—Es un monumento erigido para conmemorar a los caídos en la guerra civil española que tuvo lugar entre mil novecientos treinta y seis y mil novecientos treinta y nueve. El proyecto lo comenzó Pedro Muguruza y lo terminó Diego Méndez González. Se trata de una cruz de granito de ciento cincuenta metros de altura y una basílica excavada a sus pies. Precisamente yo estoy enterrado ahí.

A Franco le hubiera gustado que aquel encuentro se prolongase, pero Alfonso XIII dijo:

—Me vais a perdonar, pero nos tenemos que ir.

Y él y Felipe II se despidieron.

* * *

—Luis, creo que éste ha sido el encuentro que me ha hecho más feliz.

—Vale, Paco, pero te recuerdo que tenemos pendientes algunas reuniones con gente a la que nos une, además de la ideología y la amistad, el hecho de haber compartido con ellos los tres años de guerra. No podemos dejar de lado a Escrivá de Balaguer y al cardenal Segura, y muy particularmente a Yagüe, que si se entera de que estás en el Más Allá y no le has buscado se va a poner furioso.

—De acuerdo, como siempre, lo dejo en tus manos. Tú tienes una gran habilidad para esto.

—Con el primero que debemos vernos es con Yagüe, los otros pueden esperar.

Efectivamente, el general Yagüe estaba al corriente de que Franco había llegado hacía varios días al Más Allá, por eso cuando Carrero Blanco le comunicó que Franco quería que tuvieran un encuentro, dijo:

—Ya hace días que sé que está aquí con nosotros, pero veo que para él es más importante Napoleón o el Cid Campeador que su aliado en el Movimiento Nacional.

—No lo tomes así, Juan, los encuentros con esta gente han sido casuales.

—Pero no el de Moscardó, ¿o crees que soy tonto?

—Está bien, celoso, que eres un celoso.

—No es un problema de celos, es cuestión de dignidad, porque creo que yo me merezco más una visita que ese pedante de Napoleón, que aparte de ser francés fue el causante de numerosas víctimas, militares y civiles, en su intento de apoderarse de España. Esa España nuestra para la que hice de enlace entre Mola y el grupo de militares destinados en África que íbamos a conspirar contra la República cuando era jefe de la segunda bandera de la Legión destacada en Dar Riffien.

—¿Y por quién te has enterado de que el Generalísimo estaba aquí?

—¿Has olvidado que soy fervoroso falangista y amigo personal de José Antonio? Él ha sido quien me lo ha dicho, y creo que a Franco se le ha olvidado que apoyé su candidatura al mando único.

—Bueno, no te enfades, es normal que Franco tenga interés en encontrarse con gente del pasado a la que admira, como yo, que he tenido la oportunidad de hablar con Cristóbal Colón. ¿Tú sabes lo que ha sido para mí hablar con Colón? ¿Te das cuenta de lo que eso significa para mí, que soy almirante? Creo que lo que debemos hacer es tener una reunión, Franco, tú, Moscardó, Sanjurjo y yo. ¿Sabrás que, a título póstumo, Franco te nombró marqués de San Leonardo de Yagüe, no?

—Me estás tomando el pelo.

—No, Juan, te estoy hablando en serio.

* * *

Tal como había propuesto Carrero Blanco, se organizó una reunión a la que asistieron todos los dirigentes del levantamiento contra la República. Hablaron de la Legión, de Ceuta, de Melilla, de los moros, de las moras y de los higos chumbos, que en muchas ocasiones les habían producido graves colitis. En fin, de todo lo que habían vivido antes, durante y después de la guerra. Su única preocupación era qué iba a pasar en España una vez muerto el Generalísimo.

* * *

Y llegó el 12 de octubre de 1976, el Día de la Hispanidad. La ceremonia conmemorativa la presidían los Reyes Católicos, acompañados de Colón, Hernán Cortés, Magallanes, Balboa y los hermanos Pinzón. En distintos lugares se agrupaban las gentes que tenían algo en común. Los que no asistieron a la fiesta fueron los políticos de izquierdas, que ya habían celebrado el 14 de abril, pero el resto —toreros, futbolistas y artistas de cine y teatro españoles— estaban presentes; algunos de ellos eran simpatizantes de la derecha o de la monarquía, otros, indiferentes desde el punto de vista político, estaban allí tan sólo por sentirse españoles. Por supuesto, estaban Quevedo y Miguel de Cervantes —este último ya como antes de la batalla de Lepanto: con sus dos brazos—, y también grandes hombres de la historia de España.

Cuando aparecieron los Reyes Católicos todos se pusieron en pie y celebraron su llegada con un fuerte aplauso. Los reyes se sentaron en un par de nubes sólidas. Cuando el rey Fernando levantó su brazo derecho, sonaron las largas trompetas de la guardia real y empezó la fiesta.

El primero en intervenir fue Dionisio Aguado, uno de los guitarristas más veteranos en el Más Allá, fallecido en 1849. Interpretó el Minué afandangado con variaciones, de Albéniz. Fue muy aplaudido. A continuación actuó Sarasate, con Turban, Wesfelghen y Delsart. Juntos interpretaron Aires gitanos, pieza de la que era autor el propio Sarasate. Como había ocurrido con Dionisio Aguado, el genial violinista fue recompensado con un largo y prolongado aplauso. A continuación la soprano María Barrientos cantó Soneto a Córdoba, de Manuel de Falla, acompañada al piano por el propio autor. Y de nuevo las ovaciones.

Franco, acompañado de un grupo de militares amigos, aplaudía, pero no con mucho entusiasmo.

Millán Astray, a pesar de que ya tenía sus dos brazos, ni aplaudía, se limitaba a comentar en voz baja: «¡Joder, qué rollo!»

Cuando terminó la fiesta, los Reyes Católicos se despidieron y los asistentes se fueron cada uno en dirección a su zona. Mientras, Franco, que acompañado de sus colaboradores se dirigía hacia donde residía, comentó:

—No lo digo por ponerme medallas, pero fiestas las que organizaba yo el dieciocho de julio en el palacio de La Granja, que os lo diga aquí el almirante. Luis, ¿cómo eran las fiestas que hacía yo para los diplomáticos el dieciocho de julio en La Granja? Ésas sí que sí. Cuéntaselo a Mola, a Sanjurjo, a Moscardó y a Yagüe, que ellos no han estado.

—¡Aquéllas sí que eran fiestas! —exclamó Carrero—. Para empezar, el ballet del maestro Monra, con unas chicas guapísimas y jovencitas, unos bombones; luego Carmen Morell y Pepe Blanco, que cantaban «Sombrero, ay, mi sombrero…» y Cocidito madrileño. Lolita Sevilla interpretaba «Cántame un pasodoble español…» y el humorista Gila hacía unas parodias de la guerra muy divertidas. También actuaba, creo, Luis Mariano, y Marujita Díaz, que nos ponía la carne de gallina cuando cantaba aquello de «Soldadito español, soldadito valiente, el orgullo del sol, es besarte en la frente». Después salía Paquita Rico, que cantaba lo de «María de las Mercedes…», que se nos saltaban las lágrimas. Carmen Sevilla interpretaba «Yo soy la Carmen de España y no la de Mérimé, y no la de Mérimé…», y Sara Montiel, que sólo fue en una ocasión y cantó eso de: «Fumando espero, al hombre que yo quiero…», que era una canción un poco picante, pero que no se notaba, porque Fernando Fuertes, el jefe de la Casa Civil, le había advertido que no se pasara la lengua por los labios al cantar, porque eso excitaba a los diplomáticos. Después salía Juanito Valderrama que cantaba esa canción tan bonita que decía: «Me voy a hacer un rosaaaarioooo con tus dientes de marfil, para que pueda besarlo aquella que está en San Gil. Adiós mi España querida, dentro de mi alma te llevo metida, y aunque soy un emigraaaaante, jamás en la vía, yo podré olvidarte…» —Carrero Blanco sacó un pañuelo y se enjugó una lágrima—. Me vais a disculpar, pero no puedo seguir, sólo recordarlo me emociona y se me hace un nudo en la garganta.

Franco volvió a su muletilla:

—Eso sí que sí. Hasta los diplomáticos japoneses se emocionaban, y eso que eran japoneses, que ya sabéis que los japoneses no se emocionan como nosotros.

Carrero Blanco añadió:

Al terminar la fiesta, a los artistas se les ofrecía un guateque y el Caudillo les regalaba una pulsera de oro con el escudo de la Casa Civil, o una pitillera, y a los que se lo pedían, una foto de Campúa, dedicada de puño y letra por el Caudillo, con un marco de plata de ley.

* * *

Hacía unos meses que el Caudillo había llegado al Más Allá. Ya sabía dónde morían los políticos de izquierdas, los poetas, los bandidos, los artistas, los deportistas y los grandes hombres de las letras y las ciencias. Como era muy madrugador, apenas levantarse daba un paseo en solitario; aunque Carrero Blanco era su amigo, Franco ya empezaba a sentirse en inferioridad por el hecho de que cada vez que quería encontrarse con algún famoso tuviera que recurrir a él. Y lo que son las casualidades de la vida —en este caso, de la muerte—, una mañana que paseaba en solitario, se acercó un hombre y le preguntó:

—¿Tú eres Francisco Franco?

—Sí.

—Yo soy Pulitzer.

—¿Quién?

—Joseph Pulitzer. Es natural que no me conozcas, hace muchos años que morí, soy húngaro, nacionalizado estadounidense, pero siempre, desde mi infancia, me gustaron las armas y la carrera militar. Cuando quise alistarme como cadete, el ejército húngaro me rechazó por mis malas condiciones físicas, y creo, o al menos eso me han dicho, que a ti te pasó algo parecido, que nacido en el seno de una familia de tradición militar, tu primera intención fue ingresar en la Academia Naval, pero no te fue posible y te decidiste por la Infantería.

—Pero a mí no me rechazaron por mis malas condiciones físicas, no pude entrar en la Academia Naval porque estaba cerrada temporalmente.

—Pero me han comentado que tu paso por la Academia Militar de Toledo te marcó, que el deseo de vengarte de los cadetes que hacían bromas con tu estatura y tu voz aflautada te hizo superarte hasta conseguir llegar a ser el general más joven de Europa.

—Pues sí, así es.

—Yo, como tú, amaba el ejército y las armas, y me llegó la oportunidad en mil ochocientos sesenta y cuatro. Había estallado la Guerra de Secesión norteamericana, varios delegados estadounidenses del ejército de la Unión llegaron a Hungría para reclutar voluntarios, pensé que era una buena ocasión para cumplir mi vocación militar, aunque fuese al otro lado del Atlántico. Emigré a Estados Unidos y demostré, desde el primer momento, una extraordinaria fidelidad a mi patria de adopción. Poco después de mi llegada me alisté en el Primer Regimiento de la Caballería de Nueva York, un cuerpo federal que entró en combate al poco tiempo. Una vez acabada mi participación en la contienda, en mil ochocientos sesenta y siete, presenté los documentos necesarios y me dieron la ciudadanía estadounidense, así que aprovechando la Guerra de Secesión adquirí la nacionalidad norteamericana.

A Franco todo esto le importaba un carajo, pero para no ser grosero dijo:

—A mí también me caen muy bien los norteamericanos. Les he alquilado cuatro bases militares, una en Torrejón de Ardoz, otra en Zaragoza, otra en Morón y otra en Rota.

—Yo dejé el ejército, me hice periodista y trabajé como redactor en el New York Sun. Luego llegué a ser propietario de dos periódicos, y así me convertí en un hombre importante dentro del periodismo. ¿Y sabes en qué se basó mi éxito? En que no me afilié a ningún partido político, porque estaba seguro que la imparcialidad era la clave para que las ventas de los diarios se mantuvieran en lo más alto.

A Franco ya le empezaba a joder aquel rollo, y dijo:

—Bueno, ¿y puedo saber por qué me cuentas a mí todo esto?

—Te lo cuento —dijo Pulitzer— porque alguien, cuando llegó al Más Allá, me dijo que tú no eras partidario de meterte en política. Que para tener contentos a todos mezclaste la gorra roja de los requetés con la camisa azul de la Falange, y todos felices.

—Está bien, y ahora yo te pregunto: ¿esto qué es?, ¿un interrogatorio?

Pulitzer se quedó cortado unos instantes, luego dijo:

—Te pido disculpas, sólo quería hablar con alguien. Aquí es difícil encontrar gente con la que dialogar y, aparte de eso, aunque me morí hace mucho tiempo, no puedo desprenderme de mi vocación periodística. De nuevo te pido disculpas. Mi intención era tan sólo la de hablar con alguien importante.

Franco sacó pecho.

—Bueno, pues… ¿cómo has dicho que te llamas?

—Pulitzer, Joseph Pulitzer.

—Pues muy bien, a ver si nos encontramos otro día y charlamos. Ha sido un placer conocerte. Pero, antes de despedirnos, ¿quién te ha dicho que yo estaba en el Más Allá?

—Hemingway.

—¿Hemingway? Ése era un rojo.

—No, perdona, creo que estás equivocado. Fue corresponsal de guerra durante la guerra civil vuestra, pero le gustaban mucho los San Fermines y no faltaba ningún año.

—Vale —dijo Franco.

Y se despidieron.