Y así fue. Carrero Blanco localizó a José Antonio, que no sabía que Franco había muerto.
—¿Cuándo?
—Hace muy pocos días. Y me ha pedido que tengáis un encuentro, ¿es posible?
—Por supuesto. ¿Dónde?
—En el Lugar de los Encuentros, ¿te parece bien?
—De acuerdo, pero dile a Franco que si no tiene inconveniente me gustaría que viniera conmigo Calvo Sotelo, porque hay cosas que quiero aclarar con él como testigo.
Carrero Blanco quedó pensativo unos instantes, después dijo:
—No creo que haya ninguno, de todas maneras se lo preguntaré. Si en un par de días no tienes noticias mías es que no hay problema y tal como hemos acordado nos vemos en el Lugar de los Encuentros. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
Carrero Blanco le comunicó a Franco lo que le había pedido José Antonio. A Franco le pareció una buena idea, ya que significaba matar dos pájaros de un tiro.
Mientras tanto, en la zona de los artistas, Velázquez, Goya, Picasso, Van Gogh, El Greco, Magritte y muchos otros pintores famosos seguían creando hermosos cuadros que, por supuesto, nunca serían expuestos en museo o galería de arte alguno. Los pintores intercambiaban ideas y disfrutaban jugando a crear con el estilo de otros, cada uno interpretándolo a su manera. Así, aun conservando su forma de hacer, Picasso pintó Los fusilamientos de la Moncloa, de Goya. Magritte pintó Las meninas de Velázquez con un estilo surrealista, y Velázquez, como réplica y para entrar en el juego, pintó el Gernika de Picasso. Y así, entre bromas y trabajo iba transcurriendo el tiempo: Goya liberado ya de su sordera, Van Gogh con sus dos orejas… y todos ellos en la más completa felicidad, lejos de los monarcas y de la Iglesia, liberados de la obligada tarea de pintar para reyes y papas, lejos ya de la bohemia, sin pensiones baratas ni comidas de taberna.
* * *
Y llegó el momento del encuentro de Franco con José Antonio y Calvo Sotelo.
Los primeros en llegar fueron Franco y Carrero Blanco, y con ellos Luis de Galinsoga, un historiador y cronista que, según palabras de Franco, poseía un conocimiento total de la guerra civil y la posguerra (Galinsoga había sido el encargado de comentar la visita a España del conde Ciano, yerno de Mussolini, que fue bautizado con la expresión de «misionero preclaro de la nación hermana»). Franco no quería tener ningún fallo en su encuentro con José Antonio y ante cualquier duda que pudiera producirse, ahí estaría Galinsoga para aclarar lo que hubiese que aclarar. A Franco le hubiera gustado más que le acompañara José María Pemán, pero como todavía no se había muerto no fue posible. Es más, Franco estaba muy contento de que Pemán siguiera con vida.
Franco, nervioso, daba paseos de un lado a otro mientras Carrero Blanco miraba hacia el lugar por donde deberían venir Calvo Sotelo y José Antonio.
Franco, luego de varios paseos, dijo:
—¿Seguro que han dicho hoy y aquí?
—Seguro.
—Está bien, si tuve paciencia para esperar a Hitler, con mayor motivo debo tenerla para José Antonio y Calvo Sotelo.
—Ahí vienen —dijo Carrero Blanco señalando hacia el lugar por donde se acercaban los dos camaradas.
A Franco le temblaban las piernas, como si de pronto le hubiese vuelto el mal de Parkinson a los miembros inferiores.
Todos se saludaron brazo en alto. Franco y Carrero Blanco acompañaron el saludo con un taconazo. El Caudillo, ya relajado, preguntó:
—¿Queréis que cantemos el Cara al Sol o vamos directamente al diálogo?
—Vamos directamente al diálogo —dijo José Antonio—. Son tantos años los que llevo aquí y los que has tardado en venir que estoy impaciente porque me cuentes cosas. Gente que ha venido antes de morirte tú me han dicho algo, pero no es lo mismo que oírtelo contar a ti, aunque te encuentro tan cambiado que si me hubiera cruzado contigo, no te habría reconocido.
—¡Huy! —exclamó Franco, dando un profundo suspiro—. Y ahora porque me ves sano, que si me llegas a ver cuando estaba en la UVI… Ahí sí que no me hubieras reconocido, pero lo pasado, pasado está. Hablemos de lo tuyo.
—Y de lo mío, supongo que también hablaremos de lo mío —dijo Calvo Sotelo.
—Por supuesto que sí. Es más, creo que empezaré por lo tuyo, aunque iré de uno a otro para que las cosas queden claras. Os pido disculpas si en algo me equivoco. Yo soy militar y no me dedico a la política, por lo tanto, me puedo equivocar. He traído conmigo a Galinsoga, gran cronista y buen historiador, que está más preparado que yo, de manera que donde haya un error, él nos lo aclarará. ¿Os importa?
—En absoluto —dijo José Antonio.
—Esto va para ti, José Antonio. La historia te atribuye algo que dijiste en un discurso el veintinueve de octubre del treinta y tres en el teatro de la Comedia. Dijiste…
Franco tuvo que recurrir a Galinsoga…
—Galinsoga, ¿qué fue lo que dijo José Antonio en ese discurso?
Galinsoga alzó los ojos como para leer en el interior de su mente.
—Pues dijo: «Y queremos, por último, que si esto ha de lograrse en algún caso por la violencia no nos detengamos ante la violencia. Bien está la dialéctica como primer instrumento de comunicación, pero no hay más dialéctica admisible que la dialéctica de los puños y las pistolas cuando se ofende a la justicia o a la Patria».
—¿Dijiste eso o no? —preguntó Franco a José Antonio.
José Antonio no hizo comentario alguno, se limitó a encogerse de hombros y apretar los labios. Franco siguió:
—Me vas a perdonar, pero creo que en una República en la que comunistas, socialistas y anarquistas eran los dueños, del país y del Gobierno, aquello no fue muy afortunado por tu parte. Creo que fue una provocación, que te llevó a la cárcel de Alicante y, de alguna manera, indirectamente, provocó el asesinato de Calvo Sotelo. Aquello fue como encender la mecha de un polvorón.
Carrero Blanco, que estaba pendiente de las palabras de Franco, dijo:
—Supongo que querrás decir la mecha de un polvorín.
—¿Y qué he dicho?
—La mecha de un polvorón.
—Perdón, he querido decir de un polvorín.
—Pero has dicho de un polvorón.
—Bueno, está bien, me he equivocado. ¿Qué quieres que haga? ¿Me pongo de rodillas y te pido perdón? —Bueno, Paco, no lo tomes así.
Franco se dirigió ahora a Calvo Sotelo.
—Tu muerte por asesinato fue la que aceleró los acontecimientos —continuó Franco refiriéndose a Calvo Sotelo—, con José Antonio en la cárcel de Alicante y tú asesinado, la única salida que nos quedaba para reventar la República era el ejército, que, tal como tú habías dicho, era la columna vertebral de la patria. Por eso hablé con Mola, con Yagüe y con Sanjurjo y tomamos la determinación de acabar con la República por el único camino, con el ejército y las armas.
Tal vez para justificar su presencia en la reunión, Galinsoga se dirigió a José Antonio.
—En Alicante, nadie tenía acceso a la prisión. La única persona que te visitó fue Jay Allan, un periodista norteamericano corresponsal del Chicago Tribune, que te entrevistó a finales de octubre. Y tú, José Antonio, querías que te dijera qué estaba sucediendo en el resto de España; pero Allan quiso saber qué dirías tú si él te dijera que las fuerzas de Franco representaban a la vieja España conservadora, cuya única finalidad era conservar sus privilegios tradicionales. Entonces declaraste que si el movimiento de Franco fuera realmente reaccionario, eso haría que la Falange lo abandonara y pronto estaría él en otra prisión.
Franco quedó algo perplejo:
—¿Es cierto que dijiste eso?
—Sí. Lo dije, porque no quería que España se convirtiera en una España conservadora. Ramiro Ledesma, Julio Ruiz de Alda y yo dejamos redactados los veintisiete puntos de la Falange Española y de las JONS.
Franco aprovechó la oportunidad para decir:
—Recuerdo muy bien los veintisiete de la Falange Española y de las JONS, y muy particularmente el cuarto, que decía: «Nuestras Fuerzas Armadas, en la tierra, en el mar y en el aire, habrán de ser tan capaces y numerosas como sea preciso para asegurar a España, en todo instante, la completa independencia y la jerarquía mundial que le corresponde. Devolveremos al Ejército de Tierra, Mar y Aire toda la dignidad pública que merece y haremos, a su imagen, que un sentido militar de la vida informe toda la existencia española». ¿Lo recuerdas o lo has olvidado?
—Claro que lo recuerdo, pero los falangistas teníamos otras metas más avanzadas que las de una España conservadora.
Galinsoga, que intentaba no perder protagonismo, dijo:
—Sigo con lo que estaba relatando: luego Allen te comentó que las escuadras de la Falange, durante los últimos meses, estaban cometiendo toda suerte de tropelías y tú contestaste que dudabas de que eso fuese cierto. Tu hermano Miguel y Margarita Larios fueron sentenciados a treinta y tres años de prisión. Y tú, en unión de otros cuatro condenados, fuiste ejecutado en la madrugada del veinte de noviembre.
—El mismo día que yo me morí —dijo Franco.
—Pero con muchos años de diferencia. Y ahora te pregunto, ¿no tenías a nadie por quien canjearme? Debo suponer que sí, y eso me lleva a creer que en lo único que pensabas era en ti, en tu ego.
Franco se irritó:
—Un momento, un momento, no voy a permitir que me ofendas.
—No se trata de una ofensa, se trata de que tu meta era (y lo conseguiste) que te nombraran jefe supremo del Gobierno y del Estado, Generalísimo de los Ejércitos de Tierra, Mar y Aire, y Caudillo de España por la Gracia de Dios, para verte en los sellos de correos, y en las monedas de diez duros, y si eso no es ego, dime qué es.
Franco adoptó una postura que no se correspondía con su alta graduación: se puso en jarras como una verdulera.
—Pues sabrás que a tu hermana Pilar, además de darle la Presidencia de la Sección Femenina y hacerla encargada de los Coros y Danzas, la instalé en el castillo de la Mota, la nombré presidenta de la Junta Central Coordinadora de Círculos Culturales Femeninos de Hispanoamérica y Filipinas, miembro del Consejo Nacional del Movimiento, de la Junta Política, procuradora en Cortes, vocal del Consejo Nacional de Educación y del Instituto de Cultura Hispánica, que si hubiera sido por ego, le doy esos cargos a Carmen, mi mujer.
Se hizo un silencio pesado como una losa. Lo rompió Carrero Blanco, tras unos minutos, para decir:
—Pensaba que esta reunión serviría para estrechar lazos entre los enemigos de la República y veo que ha derivado a un enfrentamiento que no conduce a nada. No nos culpemos de nada, lo más importante es que salimos vencedores.
Estas palabras pusieron freno a los enfrentamientos y a la conversación. Después de abrazarse y despedirse, cada cual siguió camino hacia su zona.
—Caudillo, si me necesitas en alguna otra ocasión, Carrero sabe dónde localizarme —dijo Galinsoga.
—Gracias, lo tendré en cuenta.
* * *
Cuando habían caminado unos quinientos metros, Franco se detuvo y le dijo a Carrero Blanco:
—Luis, estando en el lugar que estamos, y habiendo la gente que hay, no podemos perder el tiempo discutiendo. De ahora en adelante vamos a cuidar nuestros encuentros. ¿De acuerdo?
—De acuerdo, pero es inevitable que alguna vez tropecemos con gente que no nos gusta o con alguien que entre a discutir.
—Está bien, ya sé que eso es inevitable, pero me refiero a que si hablamos con alguien, que sea alguien importante. Después de habernos encontrado con Napoleón, con el Cid Campeador y con Cristóbal Colón, no podemos perder el tiempo con políticos de tercera división. No sé si me explico.
—Te entiendo, Paco, pero ni José Antonio ni Calvo Sotelo son políticos de tercera división, aunque en algunas cosas no coincidas con sus ideas políticas. No obstante, aquí hay gente muy importante, con la que te gustaría hablar: Alejandro Magno, Miguel de Cervantes, Quevedo, Nerón…
Franco le cortó bruscamente:
—A ése ni me lo nombres, que me han dicho que asesinó a su propia madre, que tenía gripe.
—No, Paco, la madre de Nerón, no tenía gripe: se llamaba Agripina.
—Lo mismo da, y no sólo eso, sino que repudió a su mujer, Octavia, y se casó con Popea, a la que también asesinó poco tiempo después. Incendió Roma y acusó de ello a los cristianos. Ése era un hijo de mala madre.
—No digas que era un hijo de mala madre, porque parece que justificas que la matara.
—No, Luis, quiero decir que era un mal nacido.
—Eso ya es otra cosa.
Ahora, Luis, si no te importa, me voy a descansar unas horas, que esa reunión con José Antonio y Calvo Sotelo me ha dejado de cama. ¡Vamos, decirme a mí que la guerra la hice por mi ego!
* * *
Y como en el Más Allá había lugar para todo tipo de gentes, muy particularmente para los famosos, había una zona donde residían los grandes deportistas de todas las especialidades. En fútbol, Gaspar Rubio, José Samitier, Monjardín, Alcántara, los hermanos Regueiro y muchos más; en el boxeo, Paulino Uzcudun, Max Smelling, Primo Camera; en ciclismo, Luciano Montero, Cardona, Berrendero, Escuriet…
De vez en cuando, los futbolistas organizaban un partido amistoso. Carrero Blanco, para que su amigo Franco olvidara todo lo que había sufrido antes de morir, le propuso asistir a uno de estos partidos, pero Franco no estaba muy conforme, porque aparte de que no había palco, lo que le interesaba eran los hombres importantes de la historia y, a ser posible, con rango militar. También, cada año, se celebraba una carrera ciclista. Carrero Blanco insistió, pidiéndole que fuera, pero sin conseguir convencer al Caudillo, que intentaba huir de las frivolidades.
En una zona cercana estaban los grandes toreros: Frascuelo, Manolete, El Guerra, Ignacio Sánchez Mejías, Chicuelo, Belmonte, Joselito, Lagartijo… unos habían fallecido de muerte natural y otros víctimas de una cornada. Algunos domingos celebraban una corrida de toros, aunque sin toro, porque en el Más Allá no había toros de lidia ni vacas lecheras. Las corridas las hacían con esa especie de bicicleta con cuernos que usan para iniciarse los toreros. Carrero Blanco animaba a Franco a asistir a alguna corrida, y hasta le aseguraba que podía conseguir un encuentro con alguno de aquellos grandes maestros del toreo, pero cada vez que se lo insinuaba, el Generalísimo se negaba de plano.
—Luis, disculpa, pero te repito que me gustaría ver sólo a gente que valga la pena y no a mindundis. No es que subestime a los grandes toreros, pero a mí nunca me han gustado los toros. Si iba a alguna corrida era porque los toreros me brindaban la faena y la gente me veía en el palco, y eso era promoción.
El Caudillo quería sacarle partido a su estancia en el Más Allá. Tal vez más adelante… pero por ahora su única ilusión era entablar conversación con gente que de alguna manera tuviese que ver con lo militar. Que hubieran muerto muchos años antes que él significaba que para ellos era un desconocido y esto de que hubiera gente que no conociera su Cruzada, al Caudillo no le gustaba nada.
El único que visitaba a menudo la zona destinada a los grandes maestros del toreo era Federico García Lorca, que daba largos paseos con Ignacio Sánchez Mejías.
En un lugar apartado del Más Allá, donde se podía escuchar el silencio y en el que había una constante puesta de sol, con nubes rojizas y blancas, estaba la zona destinada a los grandes filósofos y pensadores. Allí estaban Teofrasto, Diógenes, Nietzsche, Platón, San Agustín, Kant, Hegel, Descartes, Séneca, Plutarco y otros muchos filósofos de todas las épocas, que pasaban los días reflexionando sobre sus teorías acerca del ser humano, la religión y otros asuntos relacionados con el pensamiento.
Más alejados estaban los suicidas. A la entrada había un rótulo del cual era autor Schopenhauer: «Todo el que se mata, ama la vida: sólo se queja de las condiciones en que se la ofrecen».
Emilio Salgari, antes de suicidarse, dejó escrito: «Vencido por mis desdichas, reducido a la miseria a pesar del enorme volumen de mi trabajo, con la mujer loca en el hospital, sin poder pagar su pensión me suprimo». George Sanders, en el hotel de Castelldefels donde acabó con su vida con una sobredosis de barbitúricos, dejó una nota que decía: «Querido mundo: he vivido demasiado tiempo, prolongarlo sería un aburrimiento. Os dejo con vuestros conflictos, vuestra basura y vuestra mierda fertilizante». También estaban Atila, Defoe, Cicerón, Crasio, Liebimof y un sinfín de personajes que no supieron o no quisieron afrontar la dura lucha que supone vivir o sobrevivir.
También las estrellas del cine y del teatro, desde los actores del cine mudo hasta los más recientes del cinemascope, desde Buster Keaton hasta Marilyn Monroe, pasando por Greta Garbo, tenían su zona en el Más Allá, pero Franco tampoco quería tener relación con esta gente. Franco seguía obstinado en que sus encuentros fuesen con los grandes hombres de la historia, y una vez más se lo hizo saber a Carrero Blanco.
—Ya te he dicho que no me interesan los mindundis.
Carrero Blanco se quedó con la copla. No obstante, dijo:
—Ni Greta Garbo ni Eisenstein son mindundis, son gente muy importante que por medio del cine han hecho mucho para conocer mejor el mundo.
—Pero, a mí, personalmente, no me gusta esta gente que se casa y se divorcia cada dos por tres. Es más, tú sabes que a través del Ministerio de Información y Turismo he prohibido muchas películas por inmorales, como Gilda, donde la Rita ésa se quitaba un guante de manera que excitaba a la gente joven; y en Mogambo tuvimos que hacer varios arreglos en el doblaje para que no resultara un película inmoral. Así que con esa gente no me interesa hablar para nada.
—Está bien, como tú digas.
* * *
Pasaron varios días sin tener contacto con nadie importante; aunque a veces se cruzaban con algún militar, se trataba sólo de un alférez de las milicias universitarias, que había muerto de una bronquitis, o de un teniente de artillería o un capitán como mucho, que se limitaban a saludar a Franco llevándose los dedos de la mano a la altura de la sien.
Una mañana en que el Caudillo dormía plácidamente, Carrero Blanco le despertó:
—¡Paco, Paco!
El Generalísimo, como hacía tan poco tiempo que había llegado al Más Allá, cada vez que le despertaban, no podía evitar un sobresalto, creyendo que aún estaba padeciendo sus largas y dolorosas enfermedades. Hasta que descubría que no sufría de nada, que le habían abandonado todos los males y que no sentía ninguna molestia ni en sus piernas ni en sus brazos, que el Parkinson había desaparecido y podía mover el brazo con la misma agilidad y la fuerza con que podía hacerlo cualquier pelotari de cesta punta, que oía perfectamente, que si tuviera que leer, lo podría hacer sin usar gafas, y que su mente funcionaba al cien por cien. Luego de ese recorrido por su estado físico y mental se encontraba en condiciones de responder a su amigo Carrero.
—¿Qué pasa?
—¿Que qué pasa? Que te he conseguido para hoy un encuentro con un militar al que sé que admiras mucho.
—¿Quién es?
—No, Paco, esta vez no te lo voy a poner tan fácil. Lo único que te puedo decir es que su nombre empieza por eme.
Franco quedó unos instantes pensativo, después dijo:
—Mola.
—No.
—Moscardó.
—Tampoco.
—Montgomery.
—Frío, frío.
Franco empezó a impacientarse:
—¿Quieres dejar de jugar a las adivinanzas, Luis? ¿Quién es?
—¿Te das por vencido?
—Sí.
—¿Seguro?
—Seguro, Luis.
—No lo vas a creer. ¡Con el general Martínez Campos!
—¡No me lo digas! ¿En serio?
—Y tan en serio.
Franco sintió un escalofrío en todo su cuerpo.
—Luis, ¿tú sabías que Martínez Campos, igual que yo, fue destinado a África?
—Pues no, no lo sabía.
—¿Y para cuándo es el encuentro?
—Dentro de un momento. No te entretengas.
—No, en unos minutos estoy listo.
Y así fue. Franco se puso su uniforme de gala, sus condecoraciones y su fajín y ambos salieron en dirección hacia el Lugar de los Encuentros. Durante el camino, Franco le dijo a Carrero Blanco:
—Luis, te quiero pedir un favor.
—Dime.
—A mí, personalmente, me da vergüenza decir quién soy y los nombramientos que tengo, así que por favor, cuando estemos con el general Martínez Campos, encárgate tú de la presentación. ¿Te importa?
—¿Cómo me va a importar?, para mí es un orgullo y una satisfacción.
Y llegaron al Lugar de los Encuentros.
Llevaban unos minutos esperando cuando apareció el general Martínez Campos. Venía a lomos de un caballo blanco de gran estampa. Detuvo el caballo, bajó y se acercó a Franco.
—Así que tú eres el general Franco.
Carrero Blanco, alzando la voz, dijo:
—Sí, Francisco Franco Bahamonde, jefe supremo del Gobierno y del Estado, Generalísimo de los Ejércitos de Tierra, Mar y Aire, y Caudillo de España por la Gracia de Dios.
—Ya. Todo eso lo sé porque alguien que vino al Más Allá por el año cincuenta y dos me contó que en España, después de morirme yo, hubo una guerra civil, y que la ganaste tú al frente de los nacionales. Alguien me contó que incluso llegaste a recibir la bendición papal.
—Sí, así es.
—¿En qué año naciste? Si no es indiscreción.
—Nací en El Ferrol en mil ochocientos noventa y dos.
—O sea, que cuando yo me morí, tenías ocho añitos.
—Sí, mi general.
Martínez Campos dijo:
—Por favor, dejemos de lado el protocolo, llámame Arsenio.
—Está bien, no me va a ser fácil, pero lo intentaré.
—Alguien me contó que a tu levantamiento contra la República lo llamaban Cruzada.
—Bueno, sí, aunque la idea de que mi levantamiento se denominara Santa Cruzada fue del cardenal Isidro Gomá, nombrado por Pío XI, delegado pontificio ante la Junta de Defensa de Burgos, y Tomás, arzobispo de Toledo; ellos fueron los que al frente de los altos jerarcas denominaron al movimiento Santa Cruzada. En la Junta de Defensa de Burgos, Gomá justificó la rebelión a los pocos días de producirse.
—Pero vamos a lo práctico, Franco…
Aquel «Franco», dicho así, sin más historias, no le gustó a Carrero Blanco, que añadió:
—Jefe Supremo del Gobierno y el Estado, Generalísimo de los Ejércitos de Tierra, Mar y Aire y Caudillo de España por la Gracia de Dios.
Martínez Campos o no se dio cuenta o se hizo el tonto y siguió hablando:
—¿Por qué tu sublevación contra la República?
—Porque España estaba a punto de convertirse en un país comunista. Ésa fue mi única razón.
—Para que esto no parezca un «yo fui», «yo hice», «tú fuiste» y «tú hiciste», me he permitido invitar a esta reunión a Salmerón, Castelar, Sagasta y Canalejas, espero que no te moleste.
Franco, tras meditar unos instantes, dijo:
—No, por el contrario me va a dar la oportunidad de ver a gente de la que he oído hablar mucho y que no conozco personalmente —y para sus adentros pensó: «Y ellos van a saber quién soy yo».
El primero en llegar fue Canalejas, luego Salmerón, y después Castelar y Sagasta. El general Martínez Campos se encargó de hacer las presentaciones:
—Emilio Castelar, José Canalejas, Nicolás Salmerón y Práxedes Mateo Sagasta, os quiero presentar a Franco.
Carrero Blanco precisó de nuevo:
—¡Generalísimo!
—O eso, Generalísimo.
Se saludaron cordialmente y el general Martínez Campos dijo:
—Por favor, sentémonos.
Y aprovechando algunas pequeñas pero sólidas nubes, se sentaron formando un semicírculo, algo parecido a una sala de congresos, pero muy íntimo.
—Bueno —dijo Martínez Campos—, aunque esta reunión es informal y ya en nada puede afectar a la historia de España, en lo que a su futuro se refiere, todos estamos metidos en la misma bolsa y me gustaría sacar conclusiones del porqué de nuestros éxitos y del porqué de nuestros fracasos. ¿Por qué República os parece que empecemos? ¿Por la primera o por la segunda?
Hubo unos instantes de silencio:
—Yo —dijo Castelar—, como nosotros llevamos mucho tiempo en el Más Allá y tenemos muy hablado lo que a nosotros se refiere, sería partidario de que hable el general Franco.
Carrero Blanco exclamó:
—¡Generalísimo!
—Está bien, Generalísimo, de ninguna manera lo he querido subestimar ni he dicho lo de general peyorativamente.
Franco tomó la palabra:
—No es fácil relatar una guerra civil de tres años, necesitaría meses y meses para contarla, lo que sí puedo aclarar son los motivos que me llevaron al Alzamiento de julio del treinta y seis. Las cosas ya venían de mucho antes, de cuando la dictadura de Primo de Rivera.
El general Martínez Campos preguntó:
—¿Te refieres a Miguel Primo de Rivera? —Sí.
—¿Sabes que en el año mil ochocientos noventa y cinco le llevé a Cuba como ayudante?
—Pues no —dijo Franco—, no lo sabía.
—Sí, le llevé conmigo. Ahí fue donde consiguió el grado de comandante. Dos años más tarde se fue a Filipinas en compañía de su tío Fernando Primo de Rivera, que había sido nombrado capitán general de las islas, y ya no supe nada de él. Bueno, alguna vez nos hemos cruzado aquí en el Más Allá, pero de pasada.
Franco siguió con su narración:
—Bueno, no sé si sabrás… este… ¿cómo me has dicho que te llamara?
—Arsenio.
—Bueno, Arsenio, no sé si sabrás, supongo que no, porque ya te habías muerto, que Miguel Primo de Rivera, en mil novecientos ocho fue ascendido a coronel y su nuevo destino le llevó a participar en diversos combates en Melilla; en mil novecientos doce fue ascendido a general de brigada, y en julio de mil novecientos diecinueve a teniente general, y fue nombrado capitán general de Valencia.
—No, si yo en cuanto le eché el ojo dije: Éste lleva una carrera imparable —comentó Martínez Campos—, pero sigue, sigue contando.
—Con motivo de los debates sobre el desastre de Annual cometió la torpeza de decir que España debería abandonar África, porque decía que un soldado español más allá del Estrecho era perjudicial para nuestro país. Y por culpa de esas declaraciones, en mil novecientos veintidós fue relevado de la Capitanía General de Madrid y le destinaron a Barcelona. Y en Barcelona, preparó el golpe de Estado del trece de septiembre de mil novecientos veintitrés, contando con el pleno consentimiento de Su Majestad Alfonso XIII. Fue nombrado jefe del Gobierno, organizó un directorio militar y suprimió la Constitución de mil ochocientos setenta y seis, y para afianzar su acción creó la Unión Patriótica.
Al almirante Carrero Blanco se le caía la baba escuchando a su amigo, que no sólo había recuperado la salud: la memoria también le funcionaba al cien por cien.
—Aquella dictadura se vino abajo años después —siguió Franco— y Primo de Rivera tuvo que presentar su dimisión en enero de mil novecientos treinta. Así terminó la dictadura de Primo de Rivera, que poco después se exilió en París, donde murió en marzo de ese mismo año. En diciembre de mil novecientos treinta hubo un pronunciamiento en la guarnición de Jaca encabezado por los capitanes Fermín Galán y García Hernández, que fracasó. Tras su rendición, fueron juzgados por un consejo de guerra y fusilados.
—Yo —dijo Martínez Campos—, me hice famoso con la proclamación de la Primera República en mil ochocientos setenta y tres, y debido a esa fama se me confió el mando de una de las brigadas catalanas para reprimir un nuevo brote carlista. Pero la campaña no tuvo éxito debido a la indisciplina y baja moral que reinaba entre los soldados catalanes.
—Por eso yo —intervino Franco— lo primero que hice fue prohibir el catalán. Los españoles tenían que hablar en español y punto. ¿Qué historia es esa del catalán, el vasco, el gallego y esas antiespañoladas? Lo único que dejé como estaba fue el andaluz, que, como recordarás, viene a ser un español algo distinto al castellano, pero español.
Algunos de los presentes ya empezaban a bostezar. Carrero Blanco, que estaba pendiente de la reacción de los oyentes, dijo:
—Paco, ¿por qué no vas al grano? Lo que ellos quieren saber es por qué te sublevaste contra la República.
—Vale. En el treinta y cuatro se unieron los comunistas, anarquistas, socialistas y republicanos y crearon un partido de izquierdas llamado Frente Popular. Ganaron las elecciones y se consolidó la República, pero a aquellos desalmados les dio por quemar conventos y la cosa iba camino del anarquismo o del comunismo. Entonces me puse de acuerdo con algunos amigos, como Mola, Sanjurjo, Yagüe y Moscardó, y decidimos derribar el Gobierno de la República, y no por las urnas, sino con las armas. El diecisiete de julio, avanzado el día, Radio Ceuta difundió desde Marruecos con insistencia un parte meteorológico: «En toda España, cielo despejado». Era la señal de que las tropas del protectorado se habían sublevado y que debían entrar en acción todas las guarniciones comprometidas. El general Emilio Mola, jefe de la conspiración, lo tenía todo preparado en Navarra. El general José Sanjurjo, que iba a ponerse al frente del Movimiento, estaba a la espera en Lisboa, pero tuvo tan mala suerte que cuando acababa de despegar la avioneta, se dio un «guarrazo» y murió.
—Un momento, paisano —dijo Canalejas—, ¿qué dices que se dio? Sabrás que soy paisano tuyo, que nací lo mismo que tú en El Ferrol, y supongo que lo del «guarrazo» es una nueva palabra gallega.
—No. Son palabras que oía decir a los legionarios durante la guerra y se me pegaron.
—Mi amigo Paco —intervino Carrero— quiere decir que se estrelló, lo que pasa es que la gente suele decir eso de que se dio un «guarrazo» o un «hostiazo», según de donde sean.
—¡Ah, no lo sabía!
Y Franco siguió contando:
—Con un avión que me prestaron en Inglaterra…
Nicolás Salmerón le interrumpió:
—Sí —dijo—, sabemos que de Canarias fuiste a Marruecos y de ahí con los moros de las tropas Regulares y con el apoyo de Queipo de Llano, os adueñasteis de Andalucía. Pero de lo que se trata es de saber por qué te rebelaste contra la República. Si fue por un problema ideológico o por hacerte importante como militar.
—Ya se lo he dicho antes al general Martínez Campos: porque aquella República iba camino de caer en el anarquismo, ésa fue la única razón. No hay otra.
Don Emilio Castelar, que en 1873 había sido elegido presidente de la Primera República, dijo:
—Está visto que en nuestro país no hay forma de que se consolide un régimen distinto al monárquico. Cuando fui elegido presidente de la Primera República cometí la torpeza de nombrar al general Pavía capitán general de Madrid, y el tres de enero de mil ochocientos setenta y cuatro irrumpió violentamente en el Parlamento y lo disolvió cuando éste se disponía a elegir al doctor Palanca como nuevo presidente del Gobierno. Después del golpe, el general Pavía convocó a los representantes de todos los partidos menos el cantonal y el carlista para que formaran un Gobierno de unidad. Con esta acción se puso fin a la República federal y se restauró la monarquía. Con lo que vengo a decir que lo tuyo, Generalísimo, tiene mucho que ver con lo del general Pavía.
A Franco no le gustó nada que le comparasen con Pavía.
—Yo no he conocido al general Pavía ése, pero no le voy a permitir, señor Castelar, que me compare usted con él, porque yo no organicé un levantamiento para terminar con la República y restaurar la monarquía, yo lo que hice fue crear un sistema de gobierno sin partidos políticos, que era la única manera de salvar a España del comunismo.
—Sin partidos políticos —dijo Cánovas—, pero siempre pendiente de que al morirte se instaurara de nuevo una monarquía…
Nicolás Salmerón le cortó:
—Tú, Cánovas, ni abras la boca, porque por tu culpa yo tuve que dimitir por problemas de conciencia a la hora de firmar sentencias de muerte.
—Pues a mí —dijo Franco— no me temblaba el pulso a la hora de firmar sentencias de muerte, y eso que tenía el mal de Parkinson. Era la única manera de terminar con los anarquistas y con los comunistas.
—Pues yo di mi vida por España —dijo Cánovas—, porque en agosto de mil ochocientos setenta y nueve, cuando estaba descansando en un balneario, fui asesinado por un anarquista italiano, que quería vengar a las víctimas de Montjuic.
—¿Y por qué sabías que era un anarquista italiano? —preguntó Carrero Blanco.
—Porque antes de disparar, dijo: «Andate vía, ministro de merla».
—Bueno, ya basta —dijo el general Martínez Campos—, esto no es el Congreso. No hemos venido aquí para cada uno contar lo que ya sabemos todos, hemos venido porque este hombre —señaló a Franco— me quería conocer, porque antes de morir delegó su poder en el príncipe Juan Carlos, que es lo mismo que hice yo con su bisabuelo Alfonso XII el veintisiete de diciembre de mil ochocientos setenta y cuatro, y punto.
El Caudillo no pudo reprimir su curiosidad.
—General, ¿cómo era Alfonso XII?
Martínez Campos, sensiblemente emocionado, dijo:
—Alfonso XII, como monarca, ha sido sin lugar a dudas el rey más popular y amado por sus súbditos, y en especial por el pueblo de Madrid. Sin duda alguna hubo en Alfonso XII características que alentaron la admiración popular, muchas de ellas luego engrandecidas por el sentido romántico que se le dio al casamiento por amor con su prima María de las Mercedes. La muerte prematura de ésta postró en un estado de melancolía perpetua a Alfonso XII, que murió de la más romántica de las enfermedades, la tuberculosis.
A Franco y a Carrero Blanco les cayeron dos lagrimones.
Sagasta se había quedado dormido.
Martínez Campos dijo:
—Bueno, ya nos hemos conocido y creo que lo que ahora debemos hacer es darnos un paseíto por el Más Allá, que siempre es más agradable que hablar de la historia, ya que lo hecho, hecho está.
Y así finalizó aquella reunión.
Martínez Campos subió a su caballo y se alejó.
Canalejas, Cánovas y Sagasta se fueron en otra dirección. Castelar tomó un camino distinto.
Franco y Carrero Blanco, caminando muy lentamente, se dirigieron hacia su zona de residencia. Carrero Blanco preguntó:
—¿Qué te ha parecido la reunión?
Franco no se mordió la lengua:
—¿La verdad? ¡Una mierda, hablando mal y pronto! No por Martínez Campos, que me merece un respeto, sino por los acompañantes. Aunque te digo una cosa, Luis: estoy hasta el coco de los militares que, juegan a ser políticos. Me parece que aquí tiene que haber gente con la que debe dar gusto hablar, pero todos estos políticos me parecen unos pedantes.
No obstante, para Franco era muy gratificante que día a día se fuese conociendo entre los grandes de la historia su triunfo como militar.
Apenas habían andado medio kilómetro, Franco miró fijamente hacia una mujer que venía en dirección a ellos.
—Luis, perdona un momento. ¿Esa mujer tan elegante que viene hacia nosotros no es Eva Duarte de Perón? —Pues me parece que sí, pero no estoy seguro. Cuando la mujer ya estaba cerca de ellos, Franco dijo:
—Sí, Luis, es Evita.
Evita se detuvo y se quedó mirando a Franco, intentando recordar de qué le conocía. Finalmente se aproximó hasta los dos militares y con una gran sonrisa dijo:
—Escuchame, vos sos Francisco Franco.
—Sí.
—¿Y te moriste?
—Sí, por eso estoy en el Más Allá. Si no me hubiera muerto estaría en El Pardo.
—Es cierto, che. ¡Qué boluda! ¿Y hace mucho?
—Muy poco.
—No sabía nada, che, qué gusto me da verte. Estás hecho un pendejo…
A Franco no le gustó lo de pendejo.
—Perdón… ¿que estoy hecho un qué?
—Un «pendejo», un pibe.
Lo de pibe, Franco lo entendió.
—No lo creas, ahora porque me ves bien, pero he estado muy malito. ¿Y tu marido?
—Por ahí anda, que tenía una reunión con Sarmiento, Mitre y San Martín. Vos sabés que no te reconocí, porque… ¿cuándo fue que nos vimos por última vez?
Franco trató de hacer memoria, pero fue Carrero Blanco quien dijo:
—Fue en mil novecientos cuarenta y siete en un viaje que realizaste por Europa, que fuiste recibida por el papa Pío XII y por diversos jefes de Estado. Durante ese viaje visitaste España, y por cierto, fuiste acogida con un cariñoso entusiasmo.
—Es cierto —dijo Eva—, guardo un grato recuerdo de aquella visita a la madre patria —y añadió—: ¿qué año me dijiste que te habías muerto?
—En noviembre de mil novecientos setenta y cinco.
—Mirá vos, un año después que mi marido.
—¿Cómo está?
—Muy bien, desde que llegó y nos juntamos recuperó la alegría que había perdido. No sé si te enteraste de su regreso a Buenos Aires en noviembre del setenta y dos.
—Sí, claro que me enteré, dieron la noticia en la prensa y en la tele. Dijeron que hubo mucho lío con los que esperaban su llegada, que se armó la de Dios es Cristo entre los simpatizantes de la derecha peronista y los montoneros en lo que llamaron la masacre de Ezeiza.
—Yo creo —dijo Evita—, ya se lo dije a él cuando vino, que se equivocó con regresar a Buenos Aires. Me contó que se armó un quilombo de la gran siete. Con lo bien que estaba en su chalet de Puerta de Hierro, ¿cómo se le ocurrió volver a Argentina?
—Parece que la idea de su regreso fue de ese que llamaban El Brujo… el… ¿cómo se llamaba ése, Luis?
—No sé, Paco, porque murió bastante después que yo.
—López Rega —aclaró Evita.
—Ése, que creo que era un tipo siniestro, pero que tenía mucha influencia con Isabelita, y que fue el que animó a Perón para que regresara a Buenos Aires y se presentara a las elecciones como candidato a la Presidencia por el Partido Justicialista.
—Sí —dijo Evita—, me contó Juan que Lanusse, como sus antecesores, pretendía proscribirle, pero la presión popular, muy fuerte, amenazaba con algo más grave y más temido por los militares y la derecha argentina, una revolución izquierdista. Lo único que consiguió Lanusse fue que Juan no se presentara como candidato a la Presidencia. Pero se celebraron elecciones y salió vencedor Héctor Cámpora, representante de Perón. Luego Cámpora renunció a la Presidencia para dejar vía libre a mi Juan, que ganó plenamente en septiembre. Después de dieciocho años de exilio, Perón volvió triunfante a la Argentina. Los militares le devolvieron sus grados y honores y la Iglesia le levantó la excomunión, pero enfermo y cansado, y en manos de su mujer y del siniestro López Rega, poco podía hacer. Murió en junio del setenta y cuatro, dejando a Isabelita, su viuda, al frente del país. Una mujer sin cultura y carente de toda experiencia política, su gestión fue patética. El siniestro López Rega trataba de insuflarle mi espíritu.
—Yo creo —dijo Franco— que ese López Rega, aparte de ser un tipo siniestro, era medio tonto. ¿Cómo intentaba insuflarle a Isabelita tu espíritu y tu popularidad entre el pueblo argentino?, porque sabrás que en Argentina te siguen recordando, muy en particular la gente humilde.
—Lo sé.
—Creo que hiciste todo lo que se puede hacer en favor de los más necesitados. Creaste una ciudad infantil y una fundación social desde la que repartías fondos públicos a los más necesitados y en el cincuenta y uno fundaste el Partido Peronista femenino, desde donde trabajaste para conseguir el voto de la mujer, y eso no se olvida fácilmente. Te lo digo por experiencia, porque en España, al finalizar la guerra, pusimos en marcha el Auxilio Social, dábamos leche en polvo, puré de San Antonio, harina de almortas y lentejas, y unos días antes de las Navidades, mi mujer hacía una fiesta con artistas en el teatro Calderón para recaudar fondos para los niños pobres… Y la gente pobre no olvida estos detalles. Pero la vida de tu marido en Puerta de Hierro era muy tranquila y nunca debió hacer caso a ese López Rega. No puedo entender cómo le convenció para que después de dieciocho años de exilio volviera a Argentina.
—Sinceramente, Caudillo, no lo sé, pero bueno, pasemos la página. Y tu esposa… ¿cómo es que se llamaba?
—Carmen.
—Cierto, che. Carmen Polo. ¿Vive?
—Sí. Allí se ha quedado con mi hija y con sus nietos.
—Mirá, vos. Cuando le diga a Juancito que estás aquí no lo va a creer. Porque te juro que te tenía un cariño muy especial.
—Lo sé, Evita, lo sé. De alguna manera tenía que pagarle el envío de trigo y carne que nos hizo durante el tiempo difícil de la posguerra.
—¿Vos por qué zona morís?
—En la de los militares españoles con graduación superior a la de coronel.
—Ya le voy a contar a Juancito que te encontré y algún día iremos a hablar con vos, le va a dar mucho gustó, o si no, acercate vos a la zona de militares latinoamericanos. Te presentaremos a San Martín y si te gusta el tango, invitaré a Carlitos, que nos cantará algunos de los suyos.
—¿A Carlitos? ¿Qué Carlitos?
—¿Qué Carlitos puede ser? ¡Gardel!
—Es que en España ha vivido muchos años otro Carlitos, Carlos Acuña, que era protegido de mi hermana Pilar.
—Por favor, Caudillo te estoy hablando del «troesma».
—¿Del tro… qué?
—Del maestro, es que te lo digo como le llama el pueblo, al «vesre».
Franco estaba desconcertado. Evita trató de aclararle el juego verbal:
—Al «vesre», al revés, que es como suele hablar la gente del pueblo. Al patrón le llaman «trompa», al camión «mionca», al amigo el «gomía», y al perro, el «rope». Bueno, no os quiero complicar la vida, lo único que deseo es que nos juntemos con Juan, que se va a llevar una gran alegría.
—Cuando quiera, señora, aunque Luis y yo tenemos muchos compromisos.
Y se despidieron.
Cuando habían caminado unos metros, Franco le dijo a Carrero Blanco:
—¿Ves lo que te decía? Otro militar que cometió la torpeza de meterse en política.
—Ya lo dice el refrán, Paco: «Zapatero a tus zapatos».
—Pues ya lo ves, Luis, se meten en política y la cagan, con perdón.