CRISTÓBAL COLÓN

Carrero Blanco dedicó varios días a averiguar en qué lugar del Más Allá paraban los grandes navegantes. Después de preguntar a unos y otros pudo localizar al que, tal vez, más le interesaba, Cristóbal Colón. Se aproximó hasta él, que estaba revisando unos mapas.

Almirante, perdone si le interrumpo, me llamo Carrero Blanco y también, como usted, soy almirante de Marina, aunque de otra época.

Colón dejó de mirar los mapas y dijo:

—¿Y en qué puedo serle útil?

—No se trata de pedirle nada en particular, se trata de que me cuente cómo fueron sus viajes a América, porque aunque he leído muchos libros en los que se relatan, no me fío de los historiadores, y qué mejor que sea usted en persona quien me hable de esos viajes.

Colón quedó pensativo unos instantes, luego dijo:

—Está bien, ya que los dos tenemos el mismo rango, no tengo inconveniente en hacerlo, pero le advierto que nos llevará mucho tiempo.

—No importa —dijo Carrero Blanco—, aquí, si algo nos sobra, es tiempo. No quiero atosigarle, de manera que fije usted el día que crea más oportuno.

—Digamos pasado mañana.

—Está bien, almirante, pasado mañana. ¿Le molestaría que estuviera con nosotros un gran amigo mío que fue Caudillo de España por la Gracia de Dios?

—En absoluto, ¿por qué me iba a molestar?

—Muchas gracias, almirante, ¿dónde le parece que nos encontremos?

—No sé, donde usted diga.

—¿Conoce el Lugar de los Encuentros?

—Sí.

—¿Quiere que nos veamos allí?

—Por mí no hay ningún problema.

—Entonces, hasta pasado mañana.

Y Carrero Blanco se marchó como si tuviera alas en los pies. Cuando lo comentó con Franco, éste no lo podía creer.

—¿En serio que vamos a hablar con Colón?

—En serio.

—¿Pero con Cristóbal?

—Con Cristóbal.

A Carrero Blanco le parecía que nunca iba a llegar el día, pero llegó. Carrero Blanco, hizo las presentaciones.

—Aquí el almirante don Cristóbal Colón y aquí el Generalísimo Francisco Franco Bahamonde, más conocido como Caudillo de España por la Gracia de Dios.

Franco y Colón se dieron la mano efusivamente. Colón, dijo:

—Bueno, ustedes dirán.

Carrero Blanco hizo la primera pregunta:

Almirante, hay cosas de su vida en las que los historiadores no se ponen de acuerdo. Se dice que usted nació en mil cuatrocientos cincuenta y uno. ¿Es eso cierto?

Colón quedó unos instantes pensativo, con la mirada fija, miró hacia arriba, sin pestañear, y dijo:

—Pues no sé si seré capaz de recordar la fecha de mi nacimiento, ni siquiera recuerdo cuándo morí, pero sí, creo que nací aproximadamente hacia el año de gracia de mil cuatrocientos cincuenta y uno.

—Algunos historiadores dicen que usted era genovés, mientras que otros afirman que nació en Portugal.

—¡Qué saben los historiadores! Mi padre era italiano, y creo que mi madre también.

—Pero usted, almirante, vivió muchos años en Portugal, incluso se casó allí con la hija de un marino genovés.

—Sí, con mi Felipa. Buena mujer, y paciente. Cada vez que salía de viaje me decía: «Abrígate, Cristóbal, que en el mar hay mucha humedad». ¡Una santa! No lo digo porque fuese mi mujer, pero era una santa.

—Y dicen que antes de negociar con los Reyes Católicos usted había hablado con el rey de Portugal Juan II.

—Pues sí, aprovechando que estaba en Portugal, me dije: ya que estoy aquí, voy a hablar con el rey, y si se anima y pone la pasta, me lanzo a las Indias. Aunque yo tenía ahorrados algunos maravedises, los barcos estaban por las nubes. Hablé con Juan II, y me dijo: «Mira Cristóbal, en Portugal no nadamos en la abundancia y todos los barcos que tenemos los está usando Vasco da Gama, que precisamente me mandó ayer por la tarde un telegrama con una paloma mensajera». Y me lo leyó. Decía: «Majestad, Cabo de Buena Esperanza doblado. Estoy Mozambique, stop. En una semana salgo dirección Portugal, stop». Pero lo que son las casualidades de la vida, cuando Vasco da Gama venía de regreso a Portugal, con Pedro Álvarez Cabral, se dirigieron hacia el Oeste para evitar las calmas chichas del golfo de Guinea, y fíjese usted la chorra que tuvo. Las corrientes ecuatoriales les arrastraron hasta las costas de Brasil y tomaron posesión de aquellas tierras en nombre del rey de Portugal.

Carrero Blanco, haciendo alarde de sus conocimientos marinos y con la intención de que Franco se admirara, dijo:

—Pero según la historia, esto ocurría en abril de mil quinientos cincuenta, o sea, tres años después de que los españoles, al mando de Vicente Yáñez Pinzón, llegaran a Brasil.

—Sí, señor, pero a Vicente, que por cierto estuve con él hace una semana, se le pasó por alto registrar el descubrimiento en el registro de la propiedad o en el catastro, así que los portugueses se quedaron con Brasil; pero yo les hice la puñeta, con perdón, porque cuando descubrí Guanahí, Cuba y Haití, los portugueses creyeron que yo había descubierto el Cipango y les entró un cabreo… Pero ante la posibilidad de un enfrentamiento entre los ejércitos de España y Portugal, los Reyes Católicos y el rey Juan II firmaron el tratado de Tordesillas.

—¿Y cómo hizo para llegar hasta los Reyes Católicos?

—Como yo me había quedado viudo y el rey de Portugal no quería saber nada de las Indias, me fui hasta Palos. Visitando el convento franciscano de Santa María de la Rábida conocí a fray Antonio de Marchena, que me dio una recomendación para los Reyes Católicos. Dejé en el convento a mi hijo Diego, que era muy pequeño, y me fui hasta Granada a hablar con ellos.

—Y cuando usted les propone el viaje a las Indias, ¿qué le dicen?

Carrero Blanco era lo más parecido a uno de esos periodistas pesados, que cuando se enfrentan a un famoso lo bombardean con preguntas que a los lectores les importan un carajo, pero que a ellos les sirven para cumplir su cometido y sentirse felices con su trabajo.

—Que habían tenido muchos gastos con el asunto de los árabes. Hubo un tira y afloja, porque no sé si usted sabrá que en aquel entonces se creía que la tierra y los mares eran planos, y yo decía que la tierra era redonda. Estuvimos discutiéndolo con los geógrafos de la corte y, finalmente, les convencí de que se podía llegar a las Indias por la parte de atrás, o sea, sin tener que cruzar el Estrecho de Gibraltar y dar toda aquella vuelta que había que dar.

—Pero lo curioso es que usted murió sin saber que había descubierto América. Usted murió creyendo que había llegado a las Indias.

—Sí, señor. Y porque me lo dijeron gentes que vinieron al Más Allá mucho después de morir yo, que si no seguiría creyendo que lo que había descubierto era un camino más corto para llegar a las Indias. Estaba convencido de que aquello era el famoso Cipango del que nos hablaba Marco Polo.

—Perdone usted, don Cristóbal, ¿qué era el Cipango? Yo conozco el mango, que es una fruta tropical muy sabrosa, pero aunque he oído hablar mucho del Cipango, nunca he sabido qué era.

—El Cipango —dijo Colón—, es el nombre que Marco Polo le dio al Japón, procede del chino Ji-PenCue, «País del Sol naciente».

—¡Ah!, o sea, que era un puerto de mar como el de La Coruña, pero en chino.

—Así es.

—Pero siga contando, don Cristóbal —intervino Carrero Blanco—, porque lo que más nos llama la atención a la gente de hoy es que todo lo que ansiaran conseguir en sus viajes fueran especias.

Franco no pudo reprimir el siguiente comentario:

—Pues sí, puede parecer algo tonto, pero te imaginas, Luis, en aquella época llegabas a un restaurante, pedías unas gambas al ajillo y te decían: «No tenemos ajillo», y entonces decías pues que me hagan un lomo a la pimienta: «Es que no tenemos pimienta». Y en la matanza no se podría hacer chorizos porque no habría pimentón. En aquella época lo de las especias debía de ser dramático, ni alcaparras, ni cominos, ni canela. Y ya me explicarás cómo se hace un arroz con leche sin canela.

Carrero Blanco añadió a la reflexión de Franco:

—Realmente, era un problema grave —y siguió con lo que a él le interesaba, que era demostrar al Caudillo sus conocimientos sobre la vida y viajes de Colón—. Yo no sé si usted estará al corriente, almirante…

—Por favor, llámeme Cristóbal.

—Es que me da corte. Bueno, le llamaré don Cristóbal. Decía, que el vulgo, es decir, la gente, durante muchos años ha estado comentando que la reina Isabel empeñó sus alhajas para pagar su viaje.

—Eso es una calumnia. ¿Cómo iba yo a permitir que vieran a la reina haciendo cola en una casa de empeño? Cuando terminó la campaña granadina, me reuní con la reina Isabel y, después de discutir las ventajas y los inconvenientes, acordamos organizar una expedición. Hicimos cuentas y calculamos que los gastos se nos iban a dos millones de maravedises. Pero ¡ojo!, que yo no iba de gorrón, yo contribuí con la octava parte. Las carabelas reales, aparejadas por el municipio de Palos, eran muy pequeñas y los marinos se negaron a enrolarse, diciendo «que si con esto no llegamos ni a Melilla y que si las carabelas reales eran una mierda», con perdón. Entonces los hermanos Pinzón nos trajeron la Pinta y la Niña y los marinos se animaron; además, les pagamos por adelantado la paga de cuatro meses. Tres mil maravedises por barba, que en aquella época no era moco de pavo.

Carrero Blanco, como para sentar plaza de estudioso en lo referente a la Marina, dijo:

—Sí, todo eso, más o menos, también nos lo explicaron en la Escuela Naval, pero lo que a nosotros nos gustaría saber es qué sensación tuvo usted, almirante, al descubrir América.

—Bueno, ya he dicho que me he enterado de que lo que descubrí era América porque me lo ha comentado gente que llegaron a este lugar años después de morir yo, pero me emocioné mucho, es más, creo que estuve al borde del infarto. ¿Usted se imagina lo que suponía, después de tantos días de viaje, encontrar tierra?

—¿Recuerda quién fue el primero en gritar «¡Tierra a la vista!»?

—Por supuesto que me acuerdo, fue un joven que se llamaba, o le llamaban, Rodrigo de Triana.

—¿Y es cierto que habían prometido diez mil maravedises al primero que lo hiciera?

—Sí, fui yo quien hizo esa promesa.

—Y no la cumplió.

—Es que en ese momento no llevaba encima tanto dinero —dijo Colón para justificarse—, siempre viajaba con lo justo y en aquella época no existían las tarjetas de crédito ni los cajeros automáticos.

—Una curiosidad, ¿cuál era el sueldo de un marinero?

—Doce mil maravedises al año y ocho mil los grumetes.

—Es decir, que por el solo hecho de gritar ¡tierra a la vista!, un marinero podía ganar una cantidad casi igual al sueldo de un año.

—Pues sí, más o menos.

—¿Y a cómo estaba el maravedí con el dólar? —preguntó Carrero Blanco.

Franco contuvo la risa y apretó los labios, pero la pregunta ya estaba hecha y no era posible dar marcha atrás.

—La verdad es que no lo sé, porque como yo no descubrí Estados Unidos, no tengo ni la menor idea.

—Por cierto, se dice que ese Rodrigo de Triana se pasó a África y que se hizo mahometano, despechado por no haber recibido la recompensa prometida. Y dicen también que era judío.

Colón se indignó:

—Eso son calumnias de los historiadores, Rodrigo de Triana no era judío, porque de ser judío se hubiera llamado Rodrigo de Jerusalén. Rodrigo ni era judío, ni tenía nada contra los judíos, porque no era racista. Cuando llegábamos a las islas, le daba besos a los niños indígenas, y eran más bien tirando a negros.

—Y luego, almirante, usted volvió de nuevo a navegar.

—Sí, hice tres viajes más. El primero lo hice como si dijéramos en plan de ojeo, y el segundo ya en plan de colonizar. Llevé diecisiete barcos cargados con toda clase de plantas, trigo, alcachofas, pinos, geranios, girasoles, lechugas, cebollas, zanahorias, espárragos, en fin de todo un poco, y también animales, pollos, gallinas, pavos, conejos, cerdos, con perdón, y cigüeñas.

—¿Y cigüeñas?

—Sí. Las cigüeñas las llevé porque como me dijeron los curas que iban a hacer iglesias, para que no les faltara su nido de cigüeña. A lo mejor es cosa mía, pero yo, cuando pasaba por un pueblo y veía la iglesia sin el nido de la cigüeña, ni me parecía una iglesia ni me parecía nada. Y la tripulación constaba de mil quinientos hombres. Exploramos Martinica, Guadalupe, Puerto Rico, Haití y Jamaica, pero cuando llegamos a la Española nos encontramos con el fuerte Natividad completamente destruido. Los españoles que lo guardaban habían muerto a manos de los indígenas. Volví a España y al cabo de un par de meses hice otro viaje. Cuando atracamos de nuevo en la Española encontramos la colonia en plena insurrección debido a los malos tratos de los soldados con los indios. La noticia les llegó a los Reyes Católicos y…

En un nuevo alarde, Carrero Blanco, para impresionar a Franco, interrumpió a Colón para decir:

—Le mandaron a Francisco de Bobadilla como juez pesquisidor, y lo encarceló a usted y a sus hermanos Diego y Bartolomé, pero los reyes le rehabilitaron, y a sus hermanos también. Y aún hizo un último viaje.

—Sí, a pesar de todos los problemas, yo tenía la navegación en las venas. De este último viaje volví el día… Espere, que desde que me morí la memoria me falla de vez en cuando. Volví… el cuatro de noviembre de mil quinientos cuatro. Pocos días después moría la reina Isabel y eso me afectó mucho. Se me quitaron las ganas de seguir descubriendo y entonces me morí. Y aquí estoy, en este Más Allá, hasta Dios sabe cuándo.

Franco tomó la palabra:

—Don Cristóbal, sinceramente, me ha impresionado usted con su sacrificio por la Patria, y aunque yo luché por conquistar Marruecos, escuchándole me siento una hormiga.

Carrero Blanco aprovechó para meter una frase famosa que seguramente había escuchado en algún lugar:

—«Las hazañas de los grandes hombres no se miden por el valor de lo conquistado, sino por el empeño que pusieron en esa conquista». —Y dirigiéndose a Colón, dijo—: La verdad es que a veces vale la pena morirse, porque de no ser por ese temido acontecimiento, nunca hubiera tenido la oportunidad de conversar con usted, almirante. Ya sólo me resta pedirle disculpas por el tiempo que le hemos robado.

—No tiene que pedir disculpas, la muerte es tan aburrida que si no fuese por encuentros como éste se haría, aparte de monótona, interminable. Gracias por su conversación.

Y Colón, tras despedirse, comenzó a caminar hacia su zona. Carrero Blanco se dirigió a Franco:

—¿Qué te ha parecido, Paco?

—Creo que ha sido una charla muy placentera, lo que ignoraba es que tú supieras tanto de la vida de Colón.

—Es que de la misma manera que para ti el Cid Campeador ha sido el no va más, para mí lo ha sido este almirante.

Franco se dio un golpecito en la frente con los dedos:

—Se me ha olvidado contarle que en agosto del cincuenta y nueve pesqué un cachalote que pesaba treinta y seis toneladas, y tuvo que ser remolcado hasta el puerto de Pajares por un dragaminas porque no me cabía en el arroz.

—¿Que no te cabía dónde?

—En el Azor.

—Has dicho en el arroz.

—Bueno, Luis, me he equivocado.

—Es que al decir en el arroz, pensé que ibas a hacer una paella de cachalote.

Franco y Carrero Blanco abandonaron el Lugar de los Encuentros y comenzaron a caminar hacia su zona de residencia.

Pasaron varios días sin que tuvieran oportunidad de encontrarse con alguien importante.

—No olvides, Luis, que tenemos encuentros pendientes, como el de Calvo Sotelo, y muy especialmente el de José Antonio.

—Déjalo de mi mano, Paco.