No le fue fácil a Carrero Blanco encontrar a Napoleón. Los franceses, como de costumbre, no eran muy comunicativos, y menos con los españoles, que en la guerra de la Independencia, les complicaron la vida. Pero la terquedad de Carrero Blanco no tenía límites, así que, después de varios días de recorrer el Más Allá de un lado a otro, y tras preguntar a cuanto hombre importante se cruzaba en su camino, alguien le dijo dónde podía encontrar a Napoleón. Bonaparte no estaba solo, con él estaba el cardenal Richelieu.
Carrero Blanco dudó de cuál sería el tratamiento que tenía que darle a Napoleón. No sabía si llamarle señor Bonaparte, don Napoleón, señor Emperador o general Napoleón. Finalmente se decidió por el de Emperador porque le pareció que eso le daba más seriedad a la cosa. Se acercó al grupo y después de un «buenos días» se dirigió directamente a Napoleón:
—Me llamo Carrero Blanco y soy almirante de Marina.
Napoleón, según su costumbre, llevaba la mano metida en la levita que usaba como uniforme, de manera que ni se tomó la molestia de alargarla para saludar.
—¿Sois español? —Sí, Emperador.
—¿Y en qué puedo seros útil? —preguntó Napoleón, siempre con la mano dentro de la levita.
—Es que no es para mí, es para el Generalísimo Franco, que os admira y le gustaría tener una charla con vos.
—¿Y ese Generalísimo también es español?
—Sí, muy español. Y cuando le hablé de que vos estabais aquí en el Más Allá, me dijo: «¡Cómo me gustaría hablar con Bonaparte!, le tengo una gran admiración», por eso me he tomado el atrevimiento de acercarme hasta usted.
Carrero Blanco ya estaba hecho un lío con lo del usted y el vos. Napoleón miró fijamente a Carrero Blanco y luego de una breve pausa dijo:
—No tengo inconveniente en hablar con ese… ¿cómo me habéis dicho que se llama?
—Franco, Francisco Franco Bahamonde, Caudillo de España por la Gracia de Dios.
—¿Y hace mucho que ha venido al Más Allá?
—No, dos días.
Napoleón recordó su intento de invasión de España, y se mostró interesado en saber los cambios que se habían producido en nuestro país desde entonces hasta la fecha.
—¿Dónde os parece que nos encontremos?
—Yo creo que el lugar ideal es el Lugar de los Encuentros —dijo Carrero Blanco—. Si vamos por la mañana temprano, estaremos tranquilos.
—Está bien, mañana no puedo porque tengo un compromiso con Lafayette, pero pasado mañana nos podemos ver, ¿os parece bien a las ocho?
—Me parece muy bien —y después de saludar a todos los que estaban en la reunión dijo—: quedamos así, pasado mañana, a las ocho, en el Lugar de los Encuentros.
Carrero Blanco saltaba de alegría pensando cómo, sin apenas esfuerzo, iba complaciendo a Franco en todas sus peticiones, o caprichos, lo mismo da.
Franco, no cabía en sí de gozo. ¡Conocer personalmente a Napoleón y recordar a Daoiz y Velarde, el 2 de Mayo y todo lo ocurrido en España para evitar la invasión francesa! Como español, rebosaba de orgullo.
Napoleón fue puntual y a las ocho llegaba al Lugar de los Encuentros. Franco se adelantó unos pasos para recibirle. Como ahora en el Más Allá había recuperado su condición física, alargó su mano ya sin el mal de Parkinson. Napoleón se la estrechó con la izquierda. La mano derecha, según era costumbre en él, permaneció oculta en la guerrera.
Napoleón, miró a Franco y dijo:
—Así que sois… me han dicho…
—El Generalísimo Franco, Caudillo de España por la Gracia de Dios. Con toda sinceridad, siempre he sentido una gran admiración por vos, a pesar de que intentasteis invadir España.
—Así es, aunque la idea no fue mía. Ya estaba harto de tanta invasión. La cosa empezó cuando el Gobierno de Godoy, en Fontainebleau, firmó un tratado conmigo. Godoy, que se sabía odiado y perseguido por el príncipe Fernando, a cambio de participar en el bloqueo continental, me propuso la invasión de Portugal y su posterior división en varias provincias, una de las cuales debería quedar bajo el mando del Príncipe de la Paz. Por cierto, que esa aventura no me dio resultado. En el intento de invadir España fueron aniquiladas mis mejores tropas.
Franco no dijo nada, pero pensó: «Y tuviste suerte de que aún no estaba organizada la Legión, ni yo era general». Napoleón siguió con sus comentarios:
—Todo me pasó por avanto. Yo era oficial de artillería y con mi sueldo, y soltero, vivía como un duque. Pero combatí en el sitio de Tolón y fui herido, nada, una herida de nada…
Franco mostró su mano.
—Yo también me herí en una cacería, pero sin importancia, en un dedo —y Franco trató de identificar el dedo herido:
—Luis, ¿tú recuerdas en qué dedo sufrí la herida en aquella cacería?
—Pues ahora mismo no caigo, pero creo que fue en el índice de la mano izquierda, fue una herida de nada. Napoleón siguió con su historia.
—Me ascendieron a general de brigada. Luego me destituyeron y me encarcelaron a la caída de Robespierre. En mil setecientos noventa y cinco me rehabilitaron por mi actuación en la jornada del trece vendimiario. Franco le interrumpió.
—No me diga usted que los militares con graduación iban a vendimiar.
—No, el trece vendimiario no tenía nada que ver con la vendimia.
—¡Ah! No lo sabía, como durante los años cincuenta, muchos trabajadores españoles se iban a trabajar a Francia a la vendimia, creí que se refería usted a eso; pero siga usted, señor Emperador.
—Me ascendieron a general de división, me casé con Josefina Beauharnais y aquel mismo año fui nombrado comandante en jefe del ejército francés en Italia. A mi regreso fui recibido triunfalmente en París, pero el Directorio me encomendó el mando de una expedición a Egipto. Pensé que lo hacían para alejarme de Francia, porque aparte de las momias, las pirámides y las cagadas de los camellos, yo no creía que allí hubiese nada importante. Ni se me ocurrió que podía llevarme una pirámide para ponerla en una avenida de París; y mucho menos una momia. El caso es que desembarqué en Egipto, deshice a los mamelucos en la batalla de las pirámides y en mil setecientos noventa y ocho me apoderé de El Cairo, pero el almirante Nelson destruyó la escuadra francesa. Volví a Francia, sometí Austria y Rusia, aunque lo de Rusia fue un mal negocio, me dejé trescientos mil soldados en la estepa.
—A mí los rusos nunca me han caído bien —intervino Franco—, lo mismo el Lenin que el Stalin eran comunistas, y yo con los comunistas nunca me he lie-vado bien, por eso mandamos a combatir a Rusia a la División Azul, que lo mismo que le pasó a usted, señor Napoleón, nos pasó a nosotros, tuvimos muchas bajas.
Napoleón, como si oyera misa, siguió:
—Luego entré en Berlín, en Italia y en Prusia. Nuestra supremacía en Europa era un hecho. Nuestra joven República se extendía desde el Rin a los Alpes y ejercíamos influencia en Bátava, Cisalpina, Helvética y Ligúrica. En fin, para no hacerles la historia pesada, estando en Bayona, alguien me comentó que en Aranjuez había habido un motín que había obligado al rey Carlos IV a destituir a Godoy y abdicar en su hijo Fernando. Aprovechando esa rivalidad entre padre e hijo, los traje a Bayona y les obligué a renunciar al trono. España se hallaba en un estado de abandono total, prácticamente no poseía Ejército ni Marina, los privilegios de la nobleza y el clero gravitaban sobre un país empobrecido, apenas existían industrias, la agricultura y el comercio tropezaban con la dificultad de las comunicaciones. La incultura de la población había llegado a límites alarmantes, al extremo de que pocos comerciantes ponían rótulos, porque sabían que la mayor parte de la gente no tenía tratos con el abecedario. Y ahí, en Bayona, me vinieron las ganas de invadir España, no por mí, que ya estaba harto de invadir, era para nombrar rey a mi hermano José en Madrid y en Toledo, porque cuando era niño, se pasaba el día diciendo «Cuando sea mayor, yo quiero ser rey. Cuando sea mayor, yo quiero ser rey», y dije: Bueno, ahora que soy emperador te voy a dar el gusto de que seas rey, y ése fue el motivo de que intentara invadir España. Pero no contaba yo con esa mujer aragonesa… ¿Cómo se llamaba?
Carrero Blanco respondió:
—Agustina de Aragón.
—Ésa. ¡Por cierto que tenía un par de ovarios la madame! Ni contaba con el mocoso ese que tocó el tambor, ¿cómo se llamaba ese mocoso de mierda?
—El tambor del Bruch.
—Ése, y por si fuera poco, los guerrilleros.
Esta vez fue Franco el que intervino.
—No nombre usted a los guerrilleros, porque aquí el almirante sabe de qué va la cosa. Napoleón preguntó a Carrero Blanco:
—¿Estaba usted en la guerra de la Independencia?
—No, lo mío fue en la calle Claudio Coello, al salir de misa. Iba yo tan tranquilo y de pronto una explosión, y el coche por los aires, y yo sin paracaídas.
—Bueno, sigo. Había algunos guerrilleros españoles muy importantes. Siempre he tenido una gran memoria, recuerdo a Juan Martín Díaz, que le llamaban El Empecinado, que operaba en Burgos, Soria, Cuenca y Guadalajara, y a Francisco Espoz y Mina, quien, junto con su sobrino Francisco Javier Mina, controlaba la zona de Navarra. También recuerdo a Julián Sánchez, alias El Charro, y a Juan Parea, El Médico, a Vilacampa en Teruel y a Romeu en Valencia. Recuerdo que en Zaragoza, la junta de la ciudad, sin contar con el general Palafox, decidió la capitulación de la ciudad tras un sitio de setenta y dos días.
—Setenta días estuvo defendiendo el Alcázar de Toledo un general mío —dijo orgulloso Franco—, el general Moscardó, y no se rindió, y eso que los rojos le dieron a elegir entre rendirse o ver morir a su hijo, que tenían prisionero.
Napoleón alcanzó un vaso de agua, dio un trago y dijo:
—En fin, estaría semanas para contarles toda la historia de lo que fue la Revolución francesa. Por lo de la invasión de España, ahora lo único que me cabe es pedirles disculpas.
Franco en un alarde de amabilidad, dijo:
—No tiene por qué, usted cumplía con su deber. Lo que fue una pena fue lo del Water Close.
—¿Lo de qué? —preguntó Napoleón.
—La encerrona que le buscaron Wellington y Blücher cuando estaba usted en el Water Close.
Carrero Blanco, más experimentado en batallas navales dijo.
—Aquí mi amigo Paco, Caudillo de España por la Gracia de Dios, se refiere a la batalla de Waterloo.
—¡Ah, sí, ahí me la jugaron bien!, pero en fin, ser militar tiene sus pros y sus contras. De eso, usted como Generalísimo, debe tener experiencia.
—A mí me la hicieron en Guadalajara, bueno, no directamente a mí, a los que se la hicieron fue a los italianos, que les tendieron una encerrona los rojos. Lo mío no fue muy complicado. Me puse de acuerdo con Mola, Sanjurjo y Yagüe para luchar contra la República, y pasé de Canarias, donde estaba destinado, a África. Crucé el Estrecho de Gibraltar en avión, tomamos Andalucía, Extremadura y Toledo, también era nuestra gran parte de Castilla. Lo único que nos costó trabajo fue Madrid. Ahí, los rojos, con el lema de «¡No pasarán!», nos tuvieron meses en la Ciudad Universitaria y en la Casa de Campo. Y no será porque no les bombardeamos, porque entre los Junkers de la Legión Cóndor y nuestra artillería les estuvimos bombardeando a diario. Hasta la Puerta de Alcalá aún tiene señales de metralla. Pero se ve que la gente se acostumbró y no había manera de entrar en Madrid. Por culpa de esa cabezonada de los rojos, una guerra que podíamos haber terminado en una semana, duró tres años.
—Todo lo que sé sobre la guerra civil española es lo que me contó Hitler cuando vino al Más Allá. Me comentó que estaba apoyando a las tropas de nacionales para que ganaran la guerra.
Franco no se pudo contener:
—Hitler es un bocazas. Con la disculpa de comprobar la eficacia de los bombardeos sobre poblaciones civiles, me dejó España como un campo de sembrar cebollas, empezando por Gernika; y no sólo eso, sino que pretendía cruzar a África atravesando España. Ya he tenido una reunión con él y es un imbécil, que lo único que sabe hacer es quemar judíos, eso es lo que sabe hacer, quemar judíos. Y tuve suerte de que no quemara a Juan March, porque gracias a él pude comprar barcos y armas. Hitler siempre ha sido un desagradecido. Hay que ver cómo nos portamos nosotros con él, que cuando vino a España Heinrich Himmler, jefe de las SS, fue recibido con todos los honores, le llevamos a comer cochinillo en Segovia y hasta le invitamos a ver una corrida de toros, y por la noche a un tablado flamenco. El día que me morí fui feliz sabiendo que había librado a los españoles de caer en manos del comunismo y de la anarquía. Eso no quiere decir que nuestra guerra no fuese un desastre, porque luego vino lo más complicado, reconstruir España, ya que aparte de la cantidad de gente que murió en los frentes, los que tuvimos que fusilar después. ¡Y la de pantanos que tuve que hacer! Como no nos apoyaba ningún país y los alemanes, los italianos y los japoneses perdieron la guerra, tuvimos que resolver todo a base de ingenio, no teníamos medios para fabricar coches ni para fabricar nada, y menos mal que a un ingeniero se le ocurrió diseñar el Biscuter, que no era un Ferrari, pero que andaba muy bien. El único inconveniente es que no tenía marcha atrás y había que darle la vuelta levantándolo, pero como pesaba poco, con la ayuda de algún amigo o de algún pariente, era muy sencillo. También inventamos el gasógeno, porque no teníamos petróleo. Lo que hice fue crear organismos que ayudaran a los pobres, como Auxilio Social, donde señoritas de clase alta daban sopa a los niños necesitados, y también algunas entidades caritativas como los Comedores para Pobres y Embarazadas, aunque tuve algunos problemas. En uno de los hogares de Auxilio Social murieron cuatro personas por inanición. Lo que colmó el vaso de mi paciencia fue leer en el periódico una noticia que decía: «Niño muerto de inanición en Alto Rincón (Huesca).» Mandé destituir al jefe provincial del Movimiento. También invalidé los matrimonios civiles y anulé la ley del divorcio.
Napoleón sacó por primera vez la mano de la guerrera, se rascó el poco pelo que tenía en la cabeza y dijo:
—Es que para ser emperador o lo que eras tú… ¿qué me has dicho que eras?
—Caudillo de España por la Gracia de Dios.
—Bueno, te decía que para ser emperador o Caudillo por la Gracia de Dios se necesita mano dura. Cuando me apoderé del reino Lombardovéneto, y anexioné Nápoles a Francia, el papa Pío VII protestó, pero le hice prisionero en diciembre de mil ochocientos nueve, le llevé a Fontainebleau y le descendí a monaguillo.
—Yo nunca tuve problemas con la Iglesia —dijo Franco—, tanto es así que iba a misa bajo palio. Siempre me he llevado muy bien con la Iglesia, sobre todo con el cardenal Segura y con el padre Venancio Marcos, que a través de la radio me ayudaban mucho, pero si he tenido que enfrentarme con alguien de la Iglesia también lo he hecho. En septiembre de mil novecientos setenta y cinco firmé la pena de muerte para tres miembros del FRAP y dos de ETA, y cuando el Sumo Pontífice, Pablo VI, personalmente me llamó por teléfono pidiéndome que tuviera clemencia, no le hice ni caso y los cinco individuos fueron ejecutados, o sea que yo, si hay que estar a bien con la Iglesia, de acuerdo, pero que no se metan en mis asuntos.
—Yo tuve la gran suerte de que antes del vuelo en coche, me había confesado y comulgado, que no es que yo fuese muy pecador, pero al menos morí limpio —remachó Carrero Blanco.
Napoleón se levantó y, con la mano dentro de la guerrera como era su costumbre, dijo:
—Bueno, me van a disculpar pero tengo una cita con el cardenal Richelieu y no quiero llegar tarde.
—Ha sido un placer hablar con usted don Napoleón. Napoleón se fue y Carrero Blanco y el Caudillo quedaron solos.
—¿Qué te ha parecido, Paco?
—Bien, pero un poco pedante.
Y ambos siguieron su paseo por el Más Allá. Franco estaba extasiado viendo pasar tanta gente importante, aunque a la gente de izquierdas no la saludaba, es más, hacía la vista gorda.
—Luis, ¿sabes quién debe ser un tipo interesante?
—¿Quién?
—El valenciano Marco Polo.
—Me vas a perdonar, Paco, pero Marco Polo no era valenciano, era veneciano.
—Era valenciano.
—¡Veneciano!
—Luis, ¿lo vas a saber mejor que yo? No olvides que incluso puede que sea pariente de mi mujer, que se llama Polo, igual que él.
Carrero Blanco no tenía ganas de discutir, así que se conformó con un:
—Está bien, a lo mejor yo estoy equivocado y era valenciano, pero vamos a tomarnos un descanso, que llevamos un día…
Franco se sentó, apoyó sus codos en las rodillas y puso las dos palmas de las manos en sus mejillas.
—Yo creo, Luis, que es demasiado esfuerzo el que estoy haciendo, no sé cómo lo ves tú, pero debería tomarme unos días de descanso.
—Tienes razón, Paco, antes de otra conversación con alguien importante tendríamos que dedicar algún tiempo a pasen sin ningún tipo de compromiso.
Y tal como habían acordado se dedicaron a recorrer, paseando, el Más Allá, aunque era inevitable que se cruzaran con famosos. Un día se tropezaron con Romerales, el comandante de la guarnición de Melilla que fue fusilado por mantenerse fiel a la República. Franco y Carrero Blanco miraron en otra dirección, aunque Franco estaba convencido de que como fue fusilado en el 36, ahora, en el 75, no le reconocería, pero por las dudas disimularon hasta que el comandante Romerales se alejó.
En uno de esos paseos vieron venir hacia ellos una monja. A Franco se le puso la cara lívida, apenas podía respirar.
—Luis, mira quién viene.
Carrero Blanco exclamó:
—¡Santa Teresa de Jesús!
Franco quedó pensativo unos instantes, tenía la boca seca.
—Entonces, ¿el brazo que yo tenía como reliquia…? Porque no la veo manca.
—Paco, recuerda que en el Más Allá todo ha vuelto a la normalidad, si no fuese así, tú seguirías con el mal de Parkinson.
—Tienes razón, Luis, de todos modos no estaría de más que me disculpara por haber usado su brazo como reliquia.
—No, Paco, es mejor que no le digas nada, si le quieres besar el crucifijo, bueno, pero nada más. Ella ni te conoce.
Y así fue. Cuando Santa Teresa pasó junto a Franco, éste, muy humildemente, dijo:
—Hermana, ¿puedo besar el crucifijo?
Y Santa Teresa, con una sonrisa, se lo acercó a los labios. Franco lo besó con verdadera devoción y Santa Teresa siguió su paseo.
Como en el Más Allá, lo mismo que en la tierra, suelen pasar las cosas más imprevisibles, cuando Franco aún no había salido de su estado de misticismo, recibió un manotazo en la espalda que estuvo a punto de derribarle. ¿Y quién era el cariñoso agresor? El propio Mussolini.
—Caudillo, me dijo Hitler que estabas aquí y no me lo podía creer. ¿Hace mucho que has venido?
Franco no se pudo contener.
—Me alegro que te alegres de verme, pero otro manotazo más y me tienen que ingresar de nuevo en la UVI. No cambias, sigues igual de bestia que cuando te conocí.
—Bueno, te he dado una palmada cariñosa, de amigo; te pido disculpas si se me ha ido la mano, ya sabes que los italianos somos muy impulsivos, pero es que no te puedes imaginar el cariño que te tomé en el poco tiempo que nos tratamos. Que yo recuerde, la única vez que nos vimos fue cuando nos encontramos en Moñiguera.
—Por favor, un poco más de respeto por los pueblos, Bordighera, no Moñiguera —intervino Carrero Blanco.
—Eso es —dijo Mussolini— en… ¿cómo has dicho que se llamaba ese pueblo?
—Bordighera, que sabemos que venías enviado por Hitler para presionamos y que le dejásemos cruzar por España hasta Gibraltar y África, ¿o no?
—Sí, para qué me voy a andar con tapujos —y le dio un giro a la conversación—. Bueno, pero ganaste la guerra.
—Sí.
—Debes reconocer que Hitler y yo te echamos una mano.
Franco se creció.
—Sin vuestra ayuda la hubiera ganado igual, porque mis legionarios y mis marroquíes tenían muchas agallas. Sin querer ofender, no pasó lo mismo con tus Flechas Negras, que en Guadalajara la cagaron, con perdón. A Mussolini se le puso cara de perro de presa.
—Haz el favor de no criticar a mis Flechas Negras, que bastante hicieron con dar la cara y jugarse la vida en una guerra que les importaba un carajo. Así que un poco de respeto.
Carrero Blanco trató de pacificar la conversación, que llevaba visos de convertirse en otra guerra, esta vez personal, entre los dos dictadores.
—Bueno, las cosas no salieron como teníais pensado, pero no es motivo para que, ya en el Más Allá, os peleéis.
Franco se vino a buenas.
—Perdona, Benito, pero aquel desastre me afectó mucho, porque se me frustró una de las estrategias destinadas a la toma de Madrid; de todas maneras guardo un buen recuerdo de ellos y siento un respeto por los que se dejaron la vida en aquella batalla. Dame un abrazo, pero con cuidado que he estado muy enfermo y te tengo terror.
Franco y Mussolini se abrazaron. Luego Mussolini se despidió.
—El caso es que no es mala persona, pero es tan bestia. ¡Hay que ver qué manotazo me ha metido en la espalda!
—Bueno, a fin de cuentas es italiano.
Franco fijó la mirada en un lugar a lo lejos.
—Luis, ¿ése que viene a caballo no es el Cid Campeador?
—Creo que sí.
—¿Cómo haríamos para hablar con él?
—Sinceramente, no lo sé, Paco, porque si estuviésemos en una ciudad, le parábamos con la disculpa de preguntarle por una calle, pero aquí, la verdad, no se me ocurre nada.
Cuando el Cid llegó a su altura, Franco tuvo una idea genial para propiciar la conversación:
—¡Qué hermoso caballo!
—Sí —dijo el Cid, y añadió—: ¿os gustan los caballos?
—¿Que si me gustan los caballos? En cada capital de España hay una estatua mía siempre sobre un caballo; es más, yo he tenido varios, pero ninguno con esta planta. ¿Cómo se llama?
—Babieca.
—Lindo nombre para un caballo.
Luego de unos instantes, como para darle boato a la situación, Franco miró al Cid y dijo:
—¡No me diga que usted es Rodrigo Díaz de Vivar!
—Sí.
—¿El Cid Campeador?
—El mismo.
—No lo puedo creer —dijo Franco, y se dirigió a Carrero Blanco—. ¿Has oído, Luis? Es el Cid Campeador, don Rodrigo Díaz de Vivar. Yo soy Francisco Franco, Caudillo de España por la Gracia de Dios —se identificó el Caudillo, dirigiéndose al Cid.
—No te molestes, Paco, no te va a reconocer.
—No pretendo que me reconozca, lo único que hago es presentarme.
El Cid desmontó del caballo, y se acercó a Franco.
—Así que vos sois el Generalísimo.
¡El Cid Campeador le había reconocido! ¡Ni más ni menos que el Cid Campeador!
—Sí —dijo Franco, entre asombrado y orgulloso.
—En estos últimos años han llegado algunas gentes al Más Allá por las que me he enterado de que en España hubo una guerra civil.
—Sí, duró tres años, pero la gané. Claro que lo mío comparado con lo suyo, porque usted, sí que sí.
Luego de haber dicho «sí que sí», Franco se quedó pensando qué habría querido decir con ese «sí que sí», pero el Cid lo entendió.
—He leído cosas de usted —continuó Franco— que, como militar, además de orgullo me producen envidia, una envidia sana, claro, pero envidia, porque aunque yo he sido el general más joven de Europa en el siglo XX, a usted, a los dieciocho años, el infante Sancho II lo armó caballero, le hizo su alférez y portaestandarte y jefe del ejército —y de nuevo, sin darse cuenta dijo—: y eso, sí que sí.
El Cid, con gran sencillez, dijo:
—Veo que estáis informado de mi vida.
—Bueno, don Rodrigo, no del todo, pero cuando dirigía la academia militar de Zaragoza, como ejemplo de valor constantemente hablaba de usted. Incluso se llegó a decir que ya muerto le pusieron a lomos de su caballo e hizo que el enemigo huyera.
—No sé si será cierto, pero algo he oído decir al respecto.
Carrero Blanco trató de ensalzar a su amigo y dijo:
—Don Rodrigo, aquí mi amigo y colega, Francisco, es muy modesto, pero el ministro de la Guerra, Diego Hidalgo, algo particular vería en él, que le llamó para sofocar los movimientos revolucionarios de Asturias, y al año siguiente, el nuevo ministro, Gil Robles, le nombró jefe del Estado Mayor Central. Con esto no trato de comparar su carrera con la suya, don Rodrigo, pero creo que es importante mencionarlo. Y aún le digo más, señor Campeador, en un artículo aparecido durante el tercer año triunfal, un historiador, famoso cronista, dijo: «Franco ha hecho la guerra con la espada del Cid, la vara del alcalde de Zalamea y la lanza de don Quijote».
Franco, aunque se sentía orgulloso por el comentario de Carrero Blanco, no pudo evitar que le subieran los colores.
—Luis, te agradezco tus elogios, pero, aquí, el Cid fue además uno de los doce caballeros que hizo jurar a Alfonso VI, en Santa Gadea, que no había tenido nada que ver en el asesinato de su hermano Sancho, y hay que tener un gran amor a la justicia y gran entereza e independencia para atreverse a pedir un juramento al que va a ser rey.
Carrero Blanco le interrumpió:
—Paco, tú también se lo pediste a Juan Carlos.
—Pero es distinto, no compares una cosa con otra. No intento subestimar a Juan Carlos, al que le tengo tanto cariño como si fuese el hijo varón que no tuve, pero toda la hidalguía cristiana y española está basada en el Cid. En la guerra era el temido Campeador jamás vencido; en la victoria, el corazón clemente y generoso; en la corte, el avispado consejero de los reyes; en el gobierno, el padre de los pueblos y de sus mesnadas; en lo público, el varón entero que defiende los fueros populares. La justicia y la honradez eran normas en su comportamiento, no había en él espíritu de interés ni de egoísmo ni de crueldad. Aunque en alguna ocasión tuvo que echar mano de la venganza. En una reyerta que hubo entre el padre del Cid, Diego Laínez, y el conde Lozano, el conde le tiró de las barbas al padre del Cid, que ya era un anciano incapaz de enfrentarse con las armas a su rival. Diego Laínez sometió a una prueba a todos sus hijos para elegir al encargado de vengar la ofensa. Resultó elegido Rodrigo, que dio muerte al conde y presentó a su padre la cabeza de su enemigo.
El Cid escuchaba a Franco con mucha atención. Carrero Blanco estaba asombrado y sorprendido.
—Caudillo —dijo el Cid—, os agradezco mucho vuestros elogios porque sé que los faceis de buena fe, pero en verdad os digo que cuando un soldado pretende cumplir con su cometido es necesario facerlo aunque en ello le vaya la vida, y más aún si se trata de cumplir órdenes de los que depositaron en él su confianza.
—Don Rodrigo, no es por hacerle la pelota a mi amigo Paco —dijo Carrero Blanco—, pero al término de la guerra civil, fue nombrado jefe supremo del Gobierno y del Estado, y Generalísimo de los Ejércitos de Tierra, Mar y Aire, que aunque no se puede comparar con lo de usted, también es muy importante.
—Pero Luis, ¿cómo vas a comparar nuestra guerra civil con todo lo que hizo este caballero?
El Cid montó sobre su caballo Babieca y se disculpó:
—Me vais a perdonar, pero me espera mi esposa. Carrero Blanco, intentando alardear de que también conocía la historia del Cid, dijo:
—Doña Jiménez.
Franco estuvo a punto de un ataque de risa, pero, por respeto al Cid, se limitó a mirar a Carrero Blanco y rectificar.
—Doña Jimena, Luis, doña Jimena.
Y el Cid puso a galope su caballo y se alejó envuelto en una nube de polvo blanco que iluminaba su figura con pequeñas estrellas brillantes.
Cuando ya el Cid era un diminuto punto en el horizonte, Carrero Blanco, con admiración, dijo:
—Paco, no sabía que tuvieras un conocimiento tan extenso sobre el Cid.
—Siempre he sentido admiración por los grandes militares de España, y el Cid ha sido mi preferido. Cuando entré en la Academia Militar, toda mi atención estaba centrada en él. Cada noche, antes de dormir, leía algo sobre su vida; es más, cuando iba al baño, me llevaba una biografía suya para leer mientras hacía mis necesidades, con perdón. Nunca en mi vida hubiera soñado encontrarme con don Rodrigo Díaz de Vivar.
Carrero Blanco preguntó:
—¿Y por qué le llamaban «el Campeador»? ¿Porque se pasaba la vida en el campo?
—No, Luis, le pusieron el Cid Campeador porque en las guerras de Navarra le ganó un combate a un caballero navarro.
—En el campo.
—Claro que en el campo, no iban a celebrar el combate en una peluquería.
—¡Ah! No lo sabía. Yo es que lo que manejo bien es lo de la Marina, recordarás que escribí varios libros: Arte naval militar, Victoria del Cristo de Lepanto, España y el mar, y muchos más, aunque hay gente que no lo sabe porque algunos los firmé con el seudónimo de Juan de la Cosa. Lo mío es la Marina. Vas a ver, si nos encontramos con algún marino importante, cómo me sé de memoria toda su vida. Cuando estábamos con Napoleón y mencionó a Agustina de Aragón, yo estuve a punto de hablarle de María Pita.
—¿De María qué?
—De María Pita.
—¿Y ésa quién es?
Carrero Blanco se dio una palmada en la frente.
—¡No me digas que no sabes quién era María Pita!
—Pues no, Luis, no lo sé.
—Parece mentira, Paco, María Pita era gallega, paisana tuya, una gallega de armas tomar. En mayo de mil quinientos ochenta y nueve Isabel I de Inglaterra, para ayudar a los portugueses, envió una escuadra de doscientos navíos y veinte mil hombres hacia Galicia. Al mando de la expedición estaban el almirante Norris y Francis Drake, que decidieron iniciar el hostigamiento por La Coruña. Los ingleses se adentraron en el barrio de la Pescadería. Se luchó cuerpo a cuerpo. Un soldado que llevaba la bandera inglesa estaba a punto de colocarla en la torre, entonces, María Pita, que había visto caer a sus pies a su marido, se lanzó contra el inglés y le atravesó con una espada y luego gritó: «¡Seguidme los que tengáis honor!» y junto a un grupo de mujeres rechazó a los invasores ingleses, que pusieron rumbo a Lisboa. María Pita fue premiada por Felipe II con el grado de alférez.
Franco se disculpó:
—Yo es que lo de la Marina no lo domino bien, aunque he navegado mucho en el Azor, pero ya sabes, en plan vacaciones y de pesca, pero si la Pita esa que me dices era gallega, no me extraña que tuviera coraje.
Y siguieron caminando por el Más Allá.
—Pues yo creo, Luis, que en algún lugar del Más Allá tienen que estar los grandes marinos de nuestra patria, sería cuestión de que te tomaras la molestia de averiguar dónde paran. Estoy seguro de que Colón, Magallanes, los hermanos Pinzón y otros muchos tienen que estar por algún lado.
—¿Sabes que tienes razón? En todo el tiempo que llevo aquí, no se me había ocurrido, pero me voy a informar, alguien me dirá dónde están.