EL REENCUENTRO CON HITLER

Franco descansaba, libre ya de todas sus dolencias. A la mañana siguiente, Carrero Blanco vino a despertarle. Franco, a pesar de que había muerto, no terminaba de enterarse.

—¿Qué pasa? No, otra vez al quirófano, no.

—No, Paco, no es para ir al quirófano, es que te he conseguido una entrevista con Hitler.

Franco tomó entonces conciencia de que estaba en el Más Allá.

—Espera que me pongo las medallas, porque seguro que él lleva puesta la Cruz de Hierro.

Franco se puso un uniforme de gala, sus medallas y sus laureadas y ambos salieron en dirección al Lugar de los Encuentros. Al llegar se sentaron a esperar. Pasó más de media hora y Hitler no aparecía. Franco empezó a impacientarse.

—¿Estás seguro de que va a venir?

—Si, al menos eso me dijo.

—Pues tarda mucho.

Carrero Blanco, quedó unos instantes pensativo.

—¿Sabes qué estoy pensando? Que se quiere vengar por lo que le hiciste esperar en Hendaya. Acuérdate que dijo: «Prefiero que me saquen cuatro muelas sin anestesia a hablar una vez más con este gallego».

—Pues si él es Hitler, yo soy Franco, y él perdió la guerra y yo la gané, así que conmigo que no se haga el importante. Esperaremos diez minutos más y si no viene pues que no venga. ¿Pero quién se ha creído que es?

En ese momento resonaron unas pisadas. Carrero Blanco aguzó el oído y dijo:

—Ahí viene, le conozco por las pisadas, que parece que está matando cucarachas.

Y apareció Hitler con dos de sus ayudantes. Cuando se acercó a Franco, éste le dijo:

—Pues ya estaba por irme, porque habíamos quedado a las nueve y cuarto y ya son cerca de las diez, pero en fin… bueno… —y Franco, con ironía, preguntó—: ¿Así que perdiste la guerra?

A Hitler se le puso la cara de color verdoso, luego se pasó los dedos por el pequeño bigote, se subió el flequillo y dijo:

—Sí, porque en Rusia hacía un frío de cagarse, pero estuve a punto de hacerme con toda Europa y con Inglaterra; pero con el frío y el barro, los tanques y la artillería no podían avanzar, y ya te imaginas que sin tanques y sin artillería no se puede ganar una guerra.

Franco le cortó:

—Pues Teruel no era moco de pavo, y ganamos. Hitler se hizo el sordo.

—Por otra parte, los Estados Unidos, que nadie les había dado vela en este entierro, se pusieron del lado de los aliados y desembarcaron en Normandía cuando yo tenía toda mi tropa en el frente ruso. Y me vas a permitir que te diga una cosa, tú también tuviste mucha culpa, por negarme la entrada por los Pirineos para llegar hasta África cruzando España.

Franco le miró con un gesto de superioridad y una sonrisa sarcástica.

—Adolfo, tú sabes que mis ministros y yo estábamos interesados en entrar en la guerra contigo, tanto es así que llamé a filas a cinco quintas, hasta una que llamaron la «quinta del biberón» en los últimos días de la guerra, y recuerda que te mandé al ministro Vigón con una carta en la que me comprometía a entrar en la guerra. ¿O no?

—Pero, coño…

Adolfo, no es necesario que digas palabrotas.

—Pues para que te enteres, las he aprendido de tu Millán Astray, porque yo nunca dije palabrotas hasta que le conocí.

—Bueno, sigue. ¿Qué me ibas a decir?

—Que a cambio de entrar en la guerra, en aquella carta me pedías que yo te concediera la anexión del Oranesado de Argelia, más la expansión del Sahara, la incorporación de todo Marruecos y la absorción del Gabón francés por la Guinea española.

—¿Y qué era para ti todo eso, si ya tenías Alemania, Polonia, Francia, Austria y un montón de países más?

—Pero los amigos cuando hacen un trato, no piden nada a cambio.

—Para empezar, Adolfo, yo no era amigo tuyo. Yo ya había terminado mi guerra, y si me metía en otra era para recibir algo a cambio. No iba a mandar a mis tropas a una guerra por nada. ¿O qué pensabas hacer? ¿Darme las gracias? No, Adolfito, no, estabas muy equivocado. Además, nuestra guerra acababa de terminar y el país estaba hecho una mierda, porque tus Junkers se cebaron, sobre todo en Gernika, y en Madrid, que lo dejasteis hecho una pena, con tanta bomba.

—¿Y qué querías que dejaran caer los aviones, mantecadas de Astorga?

—Sí, estaba Astorga como para mantecadas.

Hitler quedó unos instantes pensativo.

—¿Y hace mucho que te has muerto?

—No, hace un par de días. Lo tuyo lo leí en los periódicos, que te encerraste en un búnker y te comiste una pastilla de cianuro.

—Sí.

—Pues durante mucho tiempo se comentó que estabas escondido en algún país de Latinoamérica.

—Pues no. Yo nunca he sido un conejo para esconderme en ningún sitio.

—Yo te digo lo que se comentaba por ahí. Y ahora que ya ha pasado todo y estamos muertos, ¿por qué les tenías tanto odio a los judíos?

—Mi intención era conservar una nación fuerte, con una raza aria pura, por eso a los niños que nacían inválidos, a los de constitución física débil, o que padecían tuberculosis, cáncer, o enfermedades mentales, y a todos los que eran declarados incurables, los mandábamos a los campos de concentración, donde eran sometidos a la eutanasia, porque ¿para qué sirven los tontos? Te digo esto porque sé que en España tenéis un tonto en casi todos los pueblos. Y lo de la persecución a los judíos nos viene de vosotros, los españoles porque, Torquemada, el dominico y prior del convento de Santa Cruz, en Segovia, desde el tribunal especial de la Inquisición consiguió de los Reyes Católicos la expulsión de los judíos. En el primer año de funcionamiento de la Inquisición fueron quemados en Sevilla más de dos mil judíos, y a eso añádele el garrote vil, que estoy informado de que tú lo has seguido utilizando contra los que se oponían a tu régimen. Así que no me vengas con reproches, Francisco Franco Bahamonde. Porque si hablamos de matar, te pregunto, ¿y tú por qué matabas ciervos? ¿Qué te han hecho a ti los ciervos? ¿Eh? Te pregunto, ¿qué te han hecho a ti los ciervos?

Franco quedó desconcertado unos instantes ante la explicación y la pregunta de Hitler. Pero se repuso y con mirada desafiante dijo:

—No querrás comparar un ciervo con un judío.

—¿Y por qué no? Los dos tienen familia, para mí es igual la muerte de un ciervo que la de un judío.

Franco estaba indignado, pero no dijo nada. Carrero Blanco, sin embargo, no pudo refrenar su carácter impulsivo y acercándose a la cara de Hitler, le dijo:

—Lo que no es lo mismo es un ciervo al horno que un judío en el horno.

De nuevo Franco se dirigió a Hitler:

—Si me vas a echar en cara que yo mataba ciervos, te recuerdo que un submarino alemán hundió un barco británico en el Canal de la Mancha, y en ese barco iba Enrique Granados, un compositor español muy importante, y su mujer.

—Pero eso fue en la Primera Guerra Mundial, y yo no fui el que lanzó el torpedo.

—No lo sé, por algo te darían la Cruz de Hierro. Lo que es seguro es que fue un submarino alemán, y ahora soy yo quien te pregunta: ¿qué tiene más valor, un compositor o un ciervo?

Hitler quedó desconcertado y cambió de tema:

—Y yo te digo que si no llega a ser por Mussolini y por mí no hubieras ganado la guerra, porque además de no tener armas, no teníais ni saludo, que os tuve que dar autorización para saludar en los desfiles con el brazo derecho en alto, bien estirado y con la palma de la mano hacia abajo, ¿o no? Y hasta te di permiso para que me copiaras el bigote, ¿o se te ha olvidado? Y para terminar, ¿sabes qué te digo?, que no me vuelvas a citar ni una vez más, porque no tengo ningún interés en hablar contigo, gallego desagradecido, que eres un gallego desagradecido.

—Y tú un payaso y un gritón, que te pasas la vida gritando, y lo mejor que has hecho en tu vida fue comerte el cianuro.

Hitler se alejó seguido de los agentes de la Gestapo. Franco estaba indignado:

—¿Pero quién se ha creído que es éste, Napoleón? Carrero Blanco le cogió de un brazo, cariñosamente. —Déjalo, no vale la pena perder el tiempo con un alemán, todos son iguales, por algo les llaman cabezas cuadradas.

Franco le hizo a Hitler, que ya se perdía de vista, un corte de manga. Luego se calmó y dijo:

—Y ya que has nombrado a Napoleón, ¿no estará por aquí?

—Sinceramente, Paco, no tengo la menor idea de dónde lo puedo encontrar. Alguna vez le he visto, pero ya sabes que a mí los franceses no me caen bien. Seguro que muere donde la gente de esa época. Si encuentro a Goya, seguro que él me dará algún dato, lo intentaré. Napoleón no te conoce, pero cuando le hables de Agustina de Aragón y del tambor del Bruch, se acordará de los españoles.

—Se va a acordar de mi padre, porque la paliza que les dimos a los franceses no la olvidará mientras muera.

—La mayor virtud de Napoleón ha sido su gran memoria. No sé si será cierto, pero dicen que se sabía el nombre de todos sus soldados. ¿Quieres que te arregle una cita con él si le encuentro?

—Pues sí, si no te resulta muy complicado. Aunque fue enemigo nuestro en la guerra de la Independencia, siento hacia él gran admiración, como emperador y como militar.

Instantes después, como en el Más Allá suceden las cosas más inesperadas, Franco y Carrero Blanco se dieron de cara con Durruti. Los tres quedaron paralizados. Durruti miraba fijamente a Franco, pero la imagen que tenía del Caudillo era la del principio de la guerra, por eso dudaba si era o no el jefe de los sublevados. A pesar de los muchos años transcurridos, algo debió descubrir en Franco, tal vez el bigotito, aunque ahora encanecido, y se acercó a él:

—Por casualidad, ¿tú no serás el general Franco?

—Soy el Generalísimo Franco, pero no por casualidad, soy Caudillo de España por la Gracia de Dios.

—Me importa un carajo —dijo Durruti—. Yo lo que te quiero preguntar es por qué mandaste al somatén y a la guardia civil que mataran a mi amigo y compañero Quique Sabater.

Franco quedó unos instantes pensativo.

—¿Y ése quién era? ¿Tú le conocías, Luis?

—Sí, era un anarquista que cometió varios atentados.

—¿Ése no fue el que mató a Canalejas?

—No, Paco, el que mató a Canalejas se llamaba Pardiñas.

—Entonces debe ser el que le dio la puñalada a Maura, ¿cómo se llamaba?

—Artal, pero tampoco es ése.

—Entonces este es Morral —dijo Franco señalando a Durruti—, el que lanzó la bomba en la boda de Alfonso XIII. Treinta personas murieron.

—No, Paco, es Buenaventura Durruti, un líder anarquista. Participó muy activamente en la huelga general de mil novecientos diecisiete, se escapó a Francia, donde poco después fue detenido, juzgado por un tribunal militar y condenado a prisión, pero consiguió evadirse. Posteriormente se instaló en Barcelona y constituyó un grupo de acción ácrata vinculado a la FAI denominado Los Solidarios, con Juan García Oliver, Francisco Ascaso y Ricardo Sanz. En París prepararon otro atentado contra Alfonso XIII, que fracasó. También intervino en un atraco al Banco de España en Gijón y en el asesinato del cardenal Juan Soldevilla Romero, arzobispo de Zaragoza. Como verás, tiene un buen currículum.

Durruti miró a los dos generales sintiéndose superior a ellos.

—Ya veo que sabes mucho de mi vida. Pues porque me habéis cogido en un día tranquilo, que si no, os breo a hostias a los dos.

Carrero Blanco se abalanzó sobre Durruti, le cogió por las solapas y lo levantó en vilo.

—Escúchame bien, anarquista de mierda, tú sin bombas no me duras ni cinco minutos.

En unos instantes, aquello se llenó de curiosos, unos jaleando a Durruti y otros a Carrero Blanco.

Un viejito, que había sido de la CNT, le gritó a Durruti:

—¡No te dejes avasallar, compañero!

Mientras, una señora, viuda de un coronel nacional que había muerto en la batalla de Belchite, animaba a Carrero Blanco.

—¡Vamos, almirante, no se deje apabullar por un anarquista!

Durruti, atenazado por las grandes manos de Carrero Blanco, apenas podía moverse e intentaba mantenerse firme apoyando con fuerza la punta de sus pies. Franco no quería que nadie se diera cuenta de su presencia. Como si tuviese mucho calor, sacó un pañuelo, simuló secarse el sudor y se tapó la cara. La pelea se había interrumpido. Durruti dijo:

—Escuche, don… como se llame, yo no tengo nada que discutir con usted.

—Entonces —dijo Carrero Blanco— ¿por qué dices que si no te hubiésemos cogido en un día tranquilo nos breabas a hostias a los dos?

—Se me habrá escapado, yo me refería a Franco.

—Escucha, anarquista de mierda, para meterte con Franco, primero tienes que pasar por encima de mi cadáver, porque me parece que no te has enterado de que mi amigo Franco es Caudillo de España por la Gracia de Dios.

—A mí como si es Felipe de Andorra, por la gracia de Isabel la Católica.

Entre la gente que presenciaba la pelea se encontraba Arteagabeitia, un vasco de un metro noventa, con unos brazos como los de Joe Louis, que había sido aizkolari. Se acercó hasta Carrero Blanco y le dijo:

—Te doy dos minutos para que sueltes a Durruti.

—¿Quién lo dice?

—Josechu Arteagabeitia, aizkolari y gudari de Aguirre.

—Tú no sabes con quién estás hablando.

—Me importa un carajo. Esa frase que se puso de moda al finalizar la guerra, a mí, personalmente, me importa tres puñetas.

—Soy el almirante Carrero Blanco.

—A mí tanto me da si eres el almirante Carrero Blanco como si eres el almirante Camionero Negro, me la trae floja. Lo que te digo es que sueltes a Durruti, a menos que quieras que te dé una castaña.

El número de personas que formaba corro alrededor de los dos contendientes había ido en aumento, ya eran más de cien. Acostumbrados a la paz del Más Allá, aquello era un espectáculo, algo que se salía de lo rutinario.

Carrero Blanco soltó a Durruti y, mirando al vasco, dijo:

—No vayas a pensar que te tengo miedo, si no peleo contigo es por no darle un disgusto al Caudillo, que estuvo muy enfermo antes de morirse.

—¿Por no darle un disgusto a quién?

—Al Caudillo, al Generalísimo.

El vasco no sabía de quién hablaba Carrero Blanco. Durruti se lo aclaró:

—Se refiere a Franco.

Josechu no lo podía creer.

—¿Me hablas del general Franco?

—Sí.

Franco, viendo que aquello iba camino de una violencia descontrolada, se hizo un hueco entre la gente y se acercó a Durruti y al vasco.

—Bueno, después de treinta y nueve años no vamos a iniciar otra guerra. Disfrutemos del Más Allá y nada de peleas.

Durruti, educadamente, tal vez para liberarse de las manos de Carrero Blanco, saludó a Franco al tiempo que decía:

—Tienes razón, te pido disculpas. Y a usted también, almirante. A veces soy muy impulsivo y se me sube la sangre a la cabeza.

Y se despidieron. La gente que les rodeaba también siguió su camino.

—Yo creo, Luis, que habiendo la gente que hay en el Más Allá —dijo Franco—, no podemos perder el tiempo con estos izquierdistas mediocres.

—Tienes razón, Paco, lo siento, pero no puedo permitir que nadie te ofenda.