ENCUENTRO CON MOSCARDÓ

A las nueve de la mañana del día siguiente, Carrero Blanco se acercó a Franco, que dormía feliz.

—¡Paco, Paco!

Franco se despertó sobresaltado, no se acordaba de que se había muerto.

—¿Qué? ¿Qué pasa?

—Nada, que son las nueve y nos espera Moscardó.

—¿Dónde?

—En el Lugar de los Encuentros.

Franco se quitó el pijama, se colocó unas chancletas, se cepilló los dientes y se puso el uniforme de gala y las condecoraciones. Le costó trabajo calzarse las botas, tenía los pies muy hinchados. Poco después, Carrero Blanco y él se dirigieron hacia el Lugar de los Encuentros. Cuando iban caminando pasó un guerrero a caballo. Franco quedó como petrificado.

—Luis… ¿Ése no es el Cid Campeador?

—Sí, y el que va galopando a su lado es el Espartero.

—¡No me digas!

—Sí, se han hecho muy amigos.

El Cid y el Espartero se alejaron mientras Carrero Blanco y Franco los contemplaban. Finalmente, Carrero reaccionó y dijo:

—Vamos, Paco, que Moscardó nos espera.

Y ambos se pusieron en marcha hacia el Lugar de los Encuentros. Franco cogió de un brazo al almirante y le preguntó:

—¿Le has dicho que me he muerto?

—No, Paco, es una sorpresa. Le he dicho que había llegado un amigo que tenía muchas ganas de saludarle, pero no le he dicho que eras tú. ¡La alegría que se va a llevar cuando te vea!

Y así fue, efectivamente. Cuando Moscardó vio a Franco, no pudo contener el llanto. Franco le abrazó efusivamente.

—¡Pepe, mi héroe! ¿Cómo estás?

Al general Moscardó no le salían las palabras, lloraba como un niño. Franco intentaba calmarlo. Carrero Blanco también estaba emocionado. Moscardó no paraba de llorar.

—¿Y tu hijo? —preguntó Franco.

Moscardó reaccionó y con la bocamanga se secó las lágrimas.

—Por ahí anda, con José Antonio y con la gente de su edad.

—¿Sabes que te nombré capitán general del Ejército a título póstumo?

—No me digas, pero Paco… ¿por qué te has tomado la molestia?

—No es ninguna molestia, Pepe. Después de lo del Alcázar te merecías eso y mucho más.

—Lo único que hice fue cumplir con mi juramento de defender a la Patria.

Franco le dio unas palmadas cariñosas en la espalda. Moscardó estaba visiblemente emocionado. Carrero Blanco terció para quitarle carga a la situación:

—Bueno, por favor, no hagamos un drama, lo importante es que volvemos a estar juntos y debemos pasarlo lo mejor posible. Se me acaba de ocurrir una idea. Hay un legionario de Sevilla, que murió en la batalla de Brunete, que cuenta unos chistes que te mueres de risa, bueno, ya no te mueres, porque estamos muertos, pero es un tío genial, seguro que le conoces de Marruecos, le llaman el Chispa.

Franco intentó hacer memoria.

—El Chispa, el Chispa. Creo que sí me acuerdo de él, es medio bizco…

—Ése. Lo voy a buscar. Todos los días juega una partida de dominó en el bar de Los Fallecidos en Combate.

Carrero Blanco dejó a Franco y Moscardó y fue a buscar al Chispa. Lo encontró en el bar:

—Chispa, acaba de llegar el Generalísimo y quiere que te reúnas con nosotros, también está el general Moscardó.

El Chispa dejó las fichas sobre la mesa, pidió disculpas a sus compañeros de partida y salió del bar acompañando a Carrero Blanco en dirección al Lugar de los Encuentros. Cuando llegaron, el Chispa hizo el saludo militar a Franco, que correspondió con otro saludo.

—¡Claro que te conozco! —exclamó Franco—. Estabas en Marruecos cuando yo era coronel. Así que moriste en combate…

—Sí, mi general, en Brunete. Pero me morí contento, porque la Legión es la Legión, y no hay nada que honre más a un legionario que morir defendiendo su Patria.

—¡Gracias, valiente legionario!

—De nada, mi general.

Carrero Blanco, dirigiéndose al Chispa, dijo:

—Chispa, te hemos llamado porque estamos atravesando un momento de tristes recuerdos, y tú eres el más indicado para hacernos la muerte un poco más agradable.

El Chispa no sabía de qué iba la cosa.

—Y yo ¿qué puedo hacer? —preguntó.

—Tú eres un buen contador de chistes, y hemos pensado que nos cuentes algunos, necesitamos la risa más que nunca.

—Vale. ¿Conocen el de los dos amigos que se encuentran después de muchos años de no verse? —No.

—Resulta que se encuentran en la calle dos amigos que hacía mucho tiempo que no se veían, y dice uno de ellos: «¡Qué alegría haberte encontrado! ¿Cómo estás?» Y dice el otro: «Muy bien, Manolo, muy bien». Y dice el Manolo: «¿Y qué es de tu vida? ¿Te has casado?» Y dice el otro, que se llamaba Benito: «Sí». Y le pregunta Manolo: «¿Y tienes hijos?» Y dice Benito: «Uno, está hecho un cachas, tiene unos muslos, unos brazos, y una espalda así, y listo, ni te cuento. Ven acompáñame a casa que te lo voy a presentar». Se van a la casa de Benito, y al entrar, el Benito llama a su hijo: «Juanito, Juanito, ven que te voy a presentar a un amigo». Y sale Juanito, un mocetón, efectivamente, con unos muslos, unos brazos y una espalda… Y dice Benito: «… y no veas lo inteligente que es. Vas a ver. Dile a mi amigo Manolo cuántas son dos y dos». Y dice el niño: «Cuatro». Y dice el padre, el Benito: «Pa que veas, con quince años».

Los generales se mataban de risa.

Carrero Blanco dijo:

—Otro, Chispa, otro.

—Está bien, pero por favor, no estén de pie, siéntense.

Y los tres se sentaron sobre una pequeña nubecilla blanca, que era lo más parecido a un sofá. El Chispa, en pie, comenzó con su cuento:

—Se encuentran dos amigos y uno le pregunta al otro: «¿Tu mujer grita cuando hace el amor?» Y dice el otro: «¿Que si grita? La oigo desde el bar».

Los tres generales soltaron una carcajada. Franco dijo:

—Muy bueno, muy bueno. ¡Cómo gritaría esa mujer para que la oyera su marido desde el bar! Lo que no entiendo es cómo podía hacer el amor con su mujer estando en el bar.

Carrero Blanco trató de aclararlo.

—No, la mujer no estaba haciendo el amor con el marido, el marido estaba en el bar y oía los gritos.

—Es verdad, ¡qué tonto, no había caído!

El Chispa se quedó pensativo unos instantes, y dijo:

—Ahora les voy a contar el de los militares que están sentados en la terraza del casino. ¿Lo conocen?

—No.

—Es muy bueno. Tres ancianos, dos generales y un coronel, los tres ya retirados, una tarde de primavera, sentados en la terraza del casino militar, estaban recordando el día que habían pasado la mayor vergüenza de su vida. El coronel, dijo: «El día que pasé más vergüenza de mi vida fue una vez en un palco, cuando presenciando un desfile junto al gobernador civil, su esposa y el obispo, se me escapó un pedo tan ruidoso que se escuchó por encima de los tambores y las trompetas». Y dijo el general: «Vergüenza la que pasé yo en una fiesta que dieron en la Embajada de Bruselas. Estaba bailando el vals de las olas con la esposa del embajador y me dijo: “Que tiene usted la bragueta abierta”». Y dice el otro general: «Eso no es nada, vergüenza la que pasé yo el día que mi madre, mi santa madre, me sorprendió masturbándome delante de un retrato de mi tía Carlota». Y dijo el primer general:

«Bueno, eso nos ha pasado a todos de muchachos». Y el segundo general contestó: «No, si esto que les cuento fue la semana pasada».

Carrero Blanco y Moscardó iniciaron una carcajada. A Franco, en cambio, no le hizo gracia el chiste. Como general, se sintió molesto por lo que había contado el Chispa. Carrero Blanco y Moscardó al ver la cara de Franco, contuvieron sus risas.

—Soldado, creo que es de muy mal gusto burlarse de los militares retirados. Tienes suerte de que estemos en el Más Allá. Este chiste, en Marruecos, te hubiera costado dos meses de trabajos forzados.

El Chispa trató de disculparse.

—Perdone, mi general, solamente es un chiste.

—Pues si todos los chistes que sabes contar son como ése, ya te puedes ir.

—Sí, mi general. ¡A sus órdenes, mi general!

Y el Chispa se fue a seguir con su partida de dominó.

—Perdonad, pero no puedo permitir que nadie haga burla de los militares —dijo Franco—, me da igual que estén retirados o en activo, yo creo que nos merecemos un respeto. Os pido un favor: aunque estemos en el Más Allá, no me mezcléis con la tropa, si tenemos alguna reunión, que sea con gente de categoría.

Carrero Blanco intentó justificarse:

—Discúlpame, Paco, yo lo hacía con la mejor intención. Con todo lo que has pasado hasta morirte pensé que te haría bien un poco de risa.

Moscardó, que escuchaba a Carrero Blanco, dijo:

—¿Cómo? ¿Después de lo que has pasado hasta morirte? ¿No me digas que has estado enfermo? Franco le dio un golpecito de complicidad con el codo a Carrero Blanco y una palmadita en la espalda a Moscardó.

—No, no he pasado nada hasta morirme. Bueno, un paro cardiaco, pero ha sido todo tan de repente que ni me he enterado.

Carrero Blanco vio que alguien se acercaba.

—¿A que no os imagináis quién viene hacia nosotros?

—¿Quién?

—Queipo de Llano.

Franco se golpeó la frente con los nudillos.

—¿Pero también muere cerca de nosotros este bocazas? ¡No me lo digas!

Queipo de Llano llegó hasta donde estaban los dos generales y el almirante. Al ver a Franco, se quedó perplejo.

Y tú cuándo tas muerto, coño, que no man disho na.

—Anteayer.

—Coño, y cómo no man avisao. Por cierto, Paco, ahora que ya ha pasao to, ¿por qué no dehaste que se escucharan más mis charlas por Radio Sevilla?

Franco lo miró con autoridad y se dirigió a Moscardó y a Carrero Blanco.

—¿Sabéis lo que dijo este subnormal en uno de sus programas de radio?

Franco, sin dejar de mirar a Queipo de Llano, recordó lo que éste había dicho en la última de sus charlas radiofónicas.

—El veintitrés de julio de mil novecientos treinta y seis, este tarado dijo: «Nuestros valientes legionarios y los regulares han enseñado a los rojos lo que es ser hombres, de paso también a las mujeres de los rojos, que ahora, por fin han conocido a hombres de verdad y no a castrados milicianos». ¿Dijiste esto, o no lo dijiste?

—Sí, lo dije.

—¿Y qué querías que pensaran los que te escuchaban por la radio? ¿Que nuestros soldados violaban a las mujeres cada vez que tomaban un pueblo o una ciudad? Hablé con Serrano Súñer y a partir de ese día decidimos suspender tus charlas radiofónicas. Ahora que ya estamos muertos te puedo decir que no nos fiábamos de ti. Ni Mola, ni Sanjurjo, ni Yagüe, ni yo. Hasta el treinta y seis habías sido republicano convencido. Con Alcalá Zamora, tu consuegro, fuiste jefe del Cuarto Militar del presidente de la República, y después inspector general de Carabineros. Y después del Alzamiento convertiste Sevilla en tu virreinato, mandando fusilar a cuantos creías que no compartían tus ideas patrióticas. Y aunque en julio del treinta y seis lograste someter Sevilla con los primeros legionarios y una hábil estratagema, y dejaste pasmados a los andaluces con el arte de mentir y exagerar, te vuelvo a repetir que no nos fiábamos de ti. Tómalo como te dé la gana.

Queipo de Llano se quedó paralizado al oír las palabras de Franco. Carrero Blanco y Moscardó miraron a Queipo de Llano con desconfianza.

Queipo, sin contestar, retrocedió y se distanció del grupo. Mientras se alejaba iba murmurando: «Cría cuervos y te sacarán los ojos».

Franco dijo:

—Desde que murió, en el cincuenta y uno, tenía ganas de cantarle las cuarenta a este hortera.

—A mí nunca me cayó simpático —afirmó Carrero Blanco.

—Ni a mí —dijo Moscardó—. Siempre me ha parecido un mal educado. Además, presume de andaluz y es de Valladolid.

Franco no pudo evitar un bostezo.

—¿Alguno de vosotros sabe qué hora es?

—No —dijo Carrero—. Aquí no hay relojes, nos guiamos por la luz solar y cada uno duerme cuando tiene sueño.

—Pues yo estoy que no aguanto más, así que, si no os importa, me voy a dar una cabezadita.

—Vale.

—Luis, por favor, a ver si me consigues la cita con Hitler.

—Sí, no me olvido.

Y los tres se fueron a dormir.

* * *

En otra zona del Más Allá, aunque cercana, estaban los republicanos famosos (Negrín, Azaña, Indalecio Prieto, el general Miaja, Largo Caballero, Fernando de los Ríos, el general Vicente Rojo, Álvarez del Vayo, Alejandro Lerroux y los anarquistas Durruti, Ascaso, Jover, Pestaña, García Oliver); también estaba Ferrer y Guardia, juzgado por un tribunal militar después de la Semana Trágica de Barcelona (considerado el responsable de los violentos hechos y, condenado a pena capital, fue fusilado al amanecer del 13 de octubre de 1909), y Pablo Iglesias.

Largo Caballero, que volvía de dar su paseo matinal, dijo:

—¿Sabéis quién ha llegado hace dos días? —Y ante la negativa general dijo—: Franco.

—No te puedo creer —exclamó Azaña.

—Como lo oyes.

Durruti tomó la palabra:

—Pues como me lo encuentre me va a oír, porque me he enterado por un compañero de la FM que en el cincuenta mandó fusilar a mi amigo Manuel Sabater y a varios anarquistas más, y a otros les dio garrote vil. Así que cuando lo vea, me va a oír el enano ése, que es un enano, que no tiene ni media bofetada.

Indalecio Prieto, que escuchaba a Durruti, dijo:

—Enano, pero nos ganó la guerra.

—Gracias a la ayuda del fascismo italiano y alemán. —Por lo que sea, pero nos la ganó.

Álvarez del Vayo se puso serio y, dirigiéndose a todos, dijo:

—No olvidéis que cuando se creó en Londres el Comité de No Intervención, con la participación de la mayoría de los países europeos (incluidos la Alemania nazi, la Italia fascista, el Portugal de Oliveira Salazar y la Unión Soviética), se decidió medir con el mismo rasero al Gobierno de la República, que era la única autoridad legítima, que a quienes se habían levantado contra nosotros. La No Intervención combinada con el embargo de armas no impidió una creciente presencia de Roma, Berlín y Lisboa en España, pero sí dificultó, en cambio, el abastecimiento republicano. Las potencias occidentales dudaban del rumbo que tomaría la República española si triunfaba sobre los rebeldes.

—Nuestra República —intervino Negrín— gozaba de muy pocas simpatías entre los gobernantes de las llamadas «democracias occidentales». Churchill era enemigo de la República española, y simpatizaba claramente con Franco, desde el inicio de la guerra. En noviembre del treinta y siete, Iván Maiski, embajador soviético en Londres, tuvo una reunión con Churchill y hablaron del conflicto español. Maiski, considerando el crecimiento del nazismo en Alemania y del fascismo en Italia, creía importante que se ayudase a la República española. Y Churchill le comentó: «Dentro de una semana este desagradable problema español desaparecerá de la escena. Franco estará en Madrid dentro de dos o tres días, y entonces ¿quién se va a acordar de la República española?»

—No era Churchill el único que pensaba así —añadió Indalecio Prieto—; a pesar de que el Comité de No Intervención funcionó hasta la derrota de la República, Alemania, Italia y Portugal ayudaron a Franco con armas y con tropas.

Durruti, que no había entendido muy bien la explicación de Álvarez del Vayo ni la de Negrín ni la de Indalecio Prieto, se limitó a decir:

—Me parece bien todo eso, pero yo lo que os digo es que con el Comité de No Intervención o con la madre que los parió, o lo que sea, como me cruce con el enano ése, le voy a meter una manta de hostias que no las va a olvidar mientras muera.

Largo Caballero hizo un comentario que trataba, o al menos lo intentaba, de justificar el fracaso de la izquierda:

—La historia no miente, la gente de derechas siempre está unida; nosotros, los de izquierdas, siempre atomizados. La CNT, la FAT, el POUM, el PCE, el PSOE. La única vez que ganamos unas elecciones por mayoría fue cuando creamos el Frente Popular, pero no es posible consolidar un régimen si el gobierno se divide en socialistas, comunistas, anarquistas, republicanos. Y por si fuera poco, a todo esto hay que añadir el problema de Maciá en Cataluña, con lo de la república, y por otro lado el forcejeo con lo del estatuto vasco. Todo eso hace que nunca hayamos tenido posibilidad de crear un gobierno estable.

—Yo —dijo el general Vicente Rojo, como para justificarse— hice lo que pude por la defensa de Madrid, pero lo que lamento es que finalmente, tanto sacrificio no sirviera de nada.

El general Miaja comentó:

—¿Y qué podías hacer? Eran cuatro columnas avanzando hacia Madrid, legionarios, moros, requetés y guardias civiles, con artillería y tanques, y un techo de aviones, además de la quinta columna. No era posible gobernar bajo el fuego enemigo. Madrid estaba siendo cañoneada por la artillería y bombardeada por la aviación.

Zugazagoitia, director de El Socialista, dirigiéndose a Prieto, comentó:

—¿Recuerda lo que le dije? No se haga usted ilusiones, las tropas de Franco estarán muy pronto en la Puerta del Sol. Creo que debería dejar usted una persona en su puesto y marcharse. Yo me quedé en Madrid hasta el final de la guerra. Pero igual que Companys, fui detenido en Francia por la policía española y la Gestapo, y fusilado en España.

—Yo tuve una premonición de lo que iba a pasar si me quedaba en Francia —intervino Niceto Alcalá Zamora—. Nunca he tenido confianza en los franceses, por eso en el cuarenta y dos me fui a Argentina, a Buenos Aires. Tanto la gente del Gobierno como los ciudadanos de a pie se portaron conmigo, hasta que me morí, como poca gente se ha portado. Y no es una indirecta hacia los aquí presentes, aunque algunos, no voy a dar nombres, fueron culpables de mi dimisión como presidente de la República. Ahora, en la distancia, creo que nuestro error residió en intentar reducir la fuerza económica y social de la Iglesia católica.

Azaña, dirigiéndose a Alcalá Zamora, protestó:

—Recordarás, Niceto, que en mil novecientos treinta y uno había en España cerca de ciento diez mil religiosos, treinta y dos mil del clero secular y setenta y siete mil del regular, pertenecientes a cuarenta y dos órdenes masculinas y ciento setenta y ocho femeninas; la proporción de religiosos por habitante era la más alta del mundo después de la de Italia; la Iglesia declaró poseer doce mil fincas rústicas y más de ocho mil edificios urbanos, a lo que debían sumarse otras miles de propiedades no escrituradas. Además, de acuerdo con el Concordato de mil ochocientos cincuenta y uno, el Estado, mediante el presupuesto, era el sostenedor de este verdadero ejército religioso, a lo que se añadían las aportaciones de los fieles y las rentas del patrimonio. Pero mucho más allá de sus recursos económicos y humanos, estaba la autoridad moral sobre la población, en la bien organizada red de instituciones culturales y benéficas, en los medios de comunicación, y la participación mayoritaria en el sistema educativo. Lo único que pretendíamos era limitar la influencia del poder fáctico eclesiástico.

—Pero eso no se solucionaba quemando iglesias y conventos —replicó Alcalá Zamora.

—Lo sé, pero sucedió, que tras la pastoral de Segura en la fundación del Círculo Monárquico en Madrid, se produjo el intento de la quema del ABC, que se saldó con la muerte de dos obreros: y eso fue lo que provocó la oleada de asaltos y de incendios a edificios religiosos.

—La quema de conventos supuso un duro golpe para la República —insistió Alcalá Zamora.

—La solución que yo propuse fue la reducción de la presencia de órdenes religiosas —intentó justificarse Azaña.

Largo Caballero terció en el diálogo:

—Y la expulsión de los jesuitas y la congelación del número de eclesiásticos y la prohibición de ejercer la enseñanza, la legalización del divorcio, y la secularización de los cementerios. Creo que ahí se te fue la mano.

—Pero las medidas estaban justificadas —replicó Azaña—, la absorción de funciones administrativas no era posible sin la separación de la Iglesia y el Estado.

—De acuerdo, pero el modo en que se ejecutaron hirió a una buena parte de la sociedad, e incluso encontró opositores entre sinceros republicanos, enemigos del anticlericalismo.

—Yo creo —dijo Durruti— que el problema fue confiar en los militares.

Los generales Miaja y Vicente Rojo se indignaron.

—No lo dirás por nosotros.

—No, lo digo por Franco, Fanjul, Mola, Sanjurjo, Queipo de Llano y toda esa cuadrilla de traidores.

Y así llegaron a la conclusión de que no se pudo hacer nada por evitar la guerra y la victoria de Franco, culpando del desastre al Comité de No Intervención y a las disensiones entre los políticos de la República.

* * *

Los poetas, los dramaturgos y los novelistas no hablaban de política, aunque todos conservaban su identidad ideológica. En sus reuniones se limitaban a comentar sus últimos trabajos. Lorca acababa de crear un poema que había titulado «Besos». Se lo recitó a sus amigos.

Cubrí su cuerpo desnudo

con un vestido de besos.

Con besos calcé sus pies,

besos colgué de su cuello.

Mis dedos llenos de besos

se enredaron en su pelo,

y rodeé su cintura

con un cinturón de besos,

y con un beso de fuego,

puse en su boca silencio,

y con su beso en el mío,

su aliento estuve bebiendo.

Y nos quedamos dormidos

sobre una alfombra de besos.

Luego, Lorca se acercó a Machado, que medio dormitaba, o tal vez pensaba, con los ojos cerrados.

—Antonio —dijo Lorca—, alguien me ha hablado de un poema que escribiste después de mi muerte, pero nunca te lo he oído.

Machado sonrió, miró a Lorca, y luego dijo:

—Federico, aunque está escrito con el corazón, como poema no tiene ningún valor. ¿Cómo se te ocurre a ti, el más grande poeta de España, pedirme que te recite un poema?

—Por favor, Antonio… —insistió Lorca.

Machado, sin moverse de donde estaba sentado, comenzó a recitar:

Se le vio caminando entre fusiles,

por una calle larga,

salir al campo frío,

aún con estrellas, de la madrugada.

Mataron a Federico

cuando la luz asomaba.

El pelotón de verdugos

no osó mirarlo a la cara.

Todos cerraron los ojos.

Rezaron: ¡Ni Dios te salva!

Muerto cayó Federico:

sangre en la frente

y plomo en las entrañas.

Que fue en Granada el crimen

sabed —¡pobre Granada!— en su Granada

A Lorca se le humedecieron los ojos:

—Gracias, Antonio.

Machado se puso en pie y se dieron un fuerte abrazo.

Fueron testigos de este abrazo Ramón del Valle-Inclán, Pío Baroja, Juan Ramón Jiménez, Jacinto Benavente, Miguel de Unamuno, Azorín, Ramiro de Maetzu, José Ortega y Gasset, Vicente Blasco Ibáñez, Calderón de la Barca y el gran poeta catalán Joan Maragall.

Aquel lugar del Más Allá estaba reservado para la generación llamada del 98, y otros poetas y escritores, como Miguel Hernández, que no era de la generación del 98, pero que se había ganado un lugar junto a ellos. Ahí estaban los mejores y más valiosos hombres de España, y con ellos las grandes mujeres de la historia, como Rosalía de Castro, Emilia Pardo Bazán y algunas más que, directa o indirectamente, habían trabajado para la cultura. Entre estas mujeres famosas también había algunas maestras de escuela de pueblo, olvidadas por la historia.

Alguien se dirigió a don Ramón del Valle-Inclán.

—Don Ramón, su viuda, la actriz Josefina Blanco, nos comentó que usted dejó al morir un poema que vino a ser un epitafio sarcástico. ¿Lo recuerda?

—No creo que lo recuerde en su totalidad, ni creo que valga la pena recitarlo. No es más que algo que se me ocurrió para, de alguna manera, ironizar sobre los críticos y gente de la prensa, pero yo no tengo cualidades de poeta, lo mío es el teatro, no la poesía.

—Ramón —intervino Jacinto Benavente—, aun los que no somos poetas consumados, o poetas profesionales, alguna vez hemos escrito un poema, es algo natural. ¿Quién en su vida no ha escrito algún poema? Por favor recítanos esa ironía. Siempre he dicho que los críticos de teatro son autores frustrados.

—Está bien, espero recordarla.

Valle-Inclán se concentró y tras unos instantes recitó:

Te dejo mi cadáver, reportero,

el día que me lleven a enterrar

Amarás a mi costa un buen veguero,

te darás en la Rumba un buen yantar,

y después de cenarte mi fiambre

adobado en retórica banal,

humeando el puro y satisfecha el hambre,

le rifas mi mortaja a un carnaval,

»Y… seguía… no lo recuerdo bien…

Para ti mi cadáver, reportero,

mis anécdotas, todas para ti,

le sacas a mi entierro más dinero

que en mi vida mortal yo nunca vi.

Si humo, las glorias de la vida son,

tú te fumas mi gloria en un veguero

y…

»Lo siento, no lo recuerdo. Al final creo que decía:

Le dejo al tabernero de la esquina

para decorar su puerta, mi laurel,

mis palmas al balcón de una vecina

y a una máscara loca mi oropel.

Las palabras de Valle-Inclán fueron rubricadas con un aplauso de todos los presentes.

* * *

Muy cerca de la zona de los grandes escritores estaban los humoristas españoles: Jardiel Poncela, Julio Camba, Wenceslao Fernández Flórez y Ramón Gómez de la Serna, fundador de la tertulia de Pombo, que, aunque en menor dimensión, seguía funcionando, y que con el correr del tiempo se iría agrandando con la llegada de otros humoristas, y con ellos los rusos Puskin, Averchenko y los italianos Pitigrill y Plinni, y algunos ingleses.