LA LLEGADA

No fue casual el encuentro. Alguien le había dicho a Carrero Blanco que Franco acababa de morir y estaba a punto de llegar al Más Allá. El almirante, como todos los españoles, estaba convencido de que Franco era inmortal; no obstante, sabiendo que Franco era capaz de cualquier cosa, incluso de morirse, Carrero Blanco se puso su uniforme de gala y se acercó hasta la entrada del Más Allá para esperar a su amigo Paco, como él le llamaba cariñosamente. Para Franco, acostumbrado a verse con el almirante cada dos por tres, no fue una sorpresa encontrárselo a la entrada del Más Allá.

—Me habían dicho que venías, que estabas a punto de llegar. Al principio pensé que tal vez sería un comentario de algún envidioso, pero como te conozco…

—La verdad es que no quería morirme. Estaba cerca la Navidad y ya conoces mi debilidad por el mazapán y el turrón, aparte de por el discurso de fin de año. Pero me dijeron los médicos que me tenía que morir y me morí, ya sabes lo riguroso que soy yo con la disciplina.

Franco se sentó, se quitó las botas y se frotó los dedos de los pies, luego dio un suspiro de alivio.

—Perdona, Carrero, pero con tantos desfiles, tantas inauguraciones de pantanos y tantas horas lanzando discursos desde el balcón del palacio de la plaza de Oriente, sin sentarme, tengo los pies que no aguanto las botas.

—Si quieres te presto unas zapatillas de paño.

—No, Luis, ¿cómo voy a ir con uniforme de general y zapatillas de paño? Me doy unas friegas y en cuanto se me aireen los dedos me quedo nuevo. Ya me pasaba algunas veces cuando iba de cacería.

—Como tú digas. Bueno, cuéntame, cómo ha sido lo tuyo.

Y Franco comenzó su relato.

—Te cuento: hacía tiempo que no me encontraba muy bien. El seis de junio del setenta y cuatro ya me levanté algo molesto, con un edema en el tobillo izquierdo.

—¿Cómo, con un enema en el tobillo?

—No, Luis, no, era un edema, no un enema. Franco le aclaró a Carrero Blanco la diferencia que había entre edema y enema. Y siguió:

—Me diagnosticaron tromboflebitis y ante la posibilidad de un embolismo pulmonar me hospitalizaron en mi ciudad sanitaria. Ya sabes, en la Francisco Franco. El día diecinueve, a consecuencia del tratamiento anticoagulante, sufrí una hemorragia.

Carrero Blanco quedó unos instantes pensativo, luego dijo:

—No, si cuando las enfermedades dicen «A por ése», no paran. A mi abuelo Alfredo, por usar unos zapatos que le estaban grandes, le salió no se sabe si un juanete o un ojo de gallo, y como tenía alto el colesterol, se le complicó y le dio una trombosis que se quedó paralítico de la cintura para arriba, o sea, que caminar, caminaba, pero no podía girar el cuerpo para ver un escaparate o saludar a un amigo. Pero sigue, sigue, que te escucho.

—Sigo. El día veinte hubo enfrentamientos entre mi yerno, Vicente Gil y Arias Navarro. Y en esa fecha firmé la cesión de poderes al príncipe.

—A Juan Carlos.

—Claro, ¿a qué príncipe va a ser, al príncipe gitano? —y Franco continuó—: Pero mejoré y me dieron el alta el treinta de julio. Ese mismo día, por orden de mi familia, Vicente Gil, después de treinta y siete años, fue apartado como médico de cabecera. Alguien me comentó que se puso muy triste y que lloraba. Cuando nos enteramos Carmen y yo, le regalamos un televisor.

—¡Qué detalle! ¡Bueno, tú siempre has sido muy detallista!

—Después de cuidarme durante treinta y siete años, se lo merecía.

—Por supuesto.

—Bueno, te sigo contando. Se hizo cargo de mi salud un nuevo equipo de especialistas que organizó mi yerno. La responsabilidad directa la asumió el doctor Pozuelo, que desde el principio se propuso rehabilitarme cuanto le fuese posible. Aunque el príncipe se mantenía en funciones de jefe de Estado, no quise dejar el mando, y todos los días despachaba con el presidente del Gobierno. Pozuelo me visitaba a diario. Después de una recidiva en mi tromboflebitis pasaba gran parte del día junto a mí. El principal problema que se le presentaba a Pozuelo para mi rehabilitación era mi abatimiento. ¿Y qué dirás que se le ocurrió a Pozuelo para levantarme el ánimo?

—¿Qué?

—Me puso una cinta con el himno de la Legión. ¡Mano santa, Luis! ¡Ni el brazo de Santa Teresa hubiera conseguido lo que consiguió Pozuelo con el himno de la Legión!

—Me imagino que se te pondría la piel de gallina.

—¿Que si se me puso la piel de gallina? No lo sabes bien, Luis. Mis ojos se hicieron más brillantes, apreté los labios, levanté la barbilla y estiré los brazos, me puse marcial y se alegró mi cara. Se había producido un milagro. Y es que yo, tú eres testigo, me he sentido siempre, más que nada, un legionario. El método se amplió a otros himnos, y a partir de ese día yo marchaba, marcaba el paso a diario al compás de las marchas militares… Al mismo tiempo, Pozuelo me pedía que le hablara y le contara cosas de mis primeros tiempos militares, como una forma de psicoterapia. Según me dijo Pozuelo, mi problema más grave es que me encontraba falto de cariño…

—No lo diría por mí, Paco, porque tú sabes que yo siempre te he tenido un cariño muy grande. Por supuesto, unido al respeto que te he mostrado como Caudillo.

—No, Luis, lo diría por Añoveros, el obispo de Bilbao, el de la homilía, que abogaba por el derecho a la libertad de los vascos; y tal vez por Pío Cabanillas, del que ya te contaré, o por algunos otros, pero no por ti. Bueno, pues con la psicoterapia, las marchas militares, los ejercicios de rehabilitación, la foniatría y la gimnasia sueca, a todo lo cual me sometía con disciplina castrense, Pozuelo consiguió que pronto me sintiera fuerte y con ganas de trabajar. El dieciséis de agosto, acompañado de Pozuelo y de mi familia, me fui al Pazo de Meirás, y el día treinta celebré allí un Consejo de Ministros. Algunos de los miembros del Gobierno eran partidarios de mi renuncia, y Pío Cabanillas más que ninguno. Entonces fue cuando me di cuenta de que era un traidor.

—La culpa fue tuya por nombrarle diputado para las Cortes, en el sesenta y uno, y del sesenta y dos al sesenta y nueve secretario del ministro de Información y Turismo.

—Bueno, me equivoqué, pero le hice la puñeta. Decidí volver a tomar el poder. Los médicos dijeron que ya estaba clínicamente curado de la tromboflebitis y en condiciones de reanudar mis actividades normales. El dos de septiembre retomé los poderes, sorprendiendo al príncipe y al presidente del Gobierno, que habían comenzado sus vacaciones. Volví al Pardo y reanudé mis actividades habituales. El ocho de diciembre, a los diecisiete mil jóvenes de la OJE que me aclamaban, les dije: «En este mundo descaminado y anárquico es necesario salvar el tesoro de nuestras virtudes apartando a nuestra juventud de los peligros que la acechan». Yo había cumplido los ochenta y dos años, pero en muchos aspectos, no cedía en nada.

—Como debe ser.

—El veintisiete de diciembre tenía que grabar el mensaje de fin de año como jefe del Estado. Era una prueba de fuego para evaluar públicamente mi estado de salud. Pozuelo, que tanto sacrificio había hecho para mi rehabilitación, me dijo: «Lo tenemos difícil, pero quiero que Su Excelencia tenga un gran éxito ante las cámaras de Televisión». Se me llenaron los ojos de lágrimas, Luis. Mi mensaje fue mucho mejor que el del año anterior, al menos más audible, gracias a los ejercicios de foniatría, aunque no pude evitar que se me notara el pesimismo. El año no había sido bueno ni para nosotros ni para la humanidad.

—Te refieres a mil novecientos setenta y cuatro.

—Sí. Ahora te contaré lo que me pasó en mil novecientos setenta y cinco. En enero me fui de cacería a Santa Cruz de Mudela. Hacía un frío que pelaba, las manos se me quedaban heladas, no podía afinar el tiro y cacé muy pocas perdices.

—Con la puntería que has tenido siempre, Paco.

—Y tanto, pero ese día, cada vez que apuntaba a una perdiz los ojeadores se escondían detrás de un árbol.

Bueno, pues esa noche no dormí, y de madrugada avisaron a Pozuelo. Me encontró muy nervioso y con grandes temblores. Regresé a Madrid y al día siguiente presidí todos los actos de la Pascua Militar. Tuve una cistitis, que no sé si alguna vez la has padecido tú, pero es que te entran ganas de mear cada cinco minutos.

—Y lo mal que se pasa cuando te estás meando y no tienes dónde.

—Yo seguía padeciendo de los dientes y de la boca.

Tú sabes que mi resistencia al sufrimiento siempre ha sido notable, nunca me he quejado de nada. El veinticinco de mayo presidí, durante hora y media, el desfile de la Victoria, aunque, y esto no lo sabe casi nadie, me apoyaba disimuladamente en un bastón. A finales de julio inicié mis vacaciones en Galicia con mi familia y con Pozuelo, mi médico, y volví a Madrid el ocho de septiembre. El doce de octubre fui al Instituto de Cultura Hispánica a celebrar la fiesta de la Hispanidad. A los embajadores latinoamericanos les advirtieron de que debían buscar mi mano para estrecharla porque, a causa del Parkinson, sólo podía alargar el brazo. Y a propósito del mal de Parkinson, qué verdad es esa de que nunca se puede decir «de este agua no beberé». Lo digo porque cuando me nombrasteis jefe del Estado y Generalísimo de los Ejércitos, recuerdo que en el discurso dije: «Ponéis en mis manos a España y yo os aseguro que mi pulso no temblará, que mi mano estará siempre firme».

Franco mojó un dedo con saliva y lo pasó por su bigotito, seguramente para asegurarse de que aún lo conservaba, y continuó:

—Bueno, te sigo contando. Ese día hacía mucho frío y me resfrié. A las tres de la madrugada del día quince, Pozuelo fue llamado con urgencia. Me encontró muy angustiado y con la presión muy alta. Me sedó, pero no le di importancia, porque aparte de los mocos y los estornudos, no tenía ningún otro problema, aunque notaba cansancio en las piernas, y fatiga. Por la noche volvieron a llamar a Vicente Pozuelo. La cara que puso no me gustó. Me hicieron análisis de sangre y de orina, unas radiografías y un electrocardiograma. Vicente me diagnosticó un infarto silente y me recomendó reposo absoluto. Pero ya me conoces, no le hice ni caso, y dos días más tarde, aunque estornudando mucho y sonándome los mocos cada dos por tres, presidí el que sería mi penúltimo Consejo de Ministros. Y como buen gallego, cabezón, seguí con mis actividades. El veinticuatro tuve una recaída, y por la noche el electrocardiograma confirmó que había sufrido un infarto de miocardio. Los cardiólogos me recomendaron de nuevo reposo absoluto, que no respeté. El veintisiete de octubre me obstiné en presidir el Consejo de Ministros. Arias Navarro procuró que fuese muy breve. Luego, acepté acostarme. El equipo médico emitió un informe confirmando la existencia de una insuficiencia coronaria. Al día siguiente, apenas levantarme, redacté en mi despacho un testamento político, para que se diera a conocer el día de mi muerte. El domingo diecinueve fui a misa en la capilla de El Pardo. En aquel acto religioso me di cuenta de que, aunque acompañado, estaba solo, que estaba solo ante mi propia muerte.

—Lástima que no estuviera yo contigo, porque estoy seguro de que no te hubieras sentido solo.

—Recibí el último sacramento y por la tarde vi un partido de fútbol en la televisión. Ese mismo día el presidente Arias comunicó al príncipe que tenía que aceptar la transmisión de poderes, pero Juan Carlos se negó porque pensaba que era de forma provisional, y dijo: «Si transijo, cualquier día me propondrán que acepte la alcaldía de Palma de Mallorca». No se fiaba de mí ni de mi entorno familiar y político. El día veinte por la noche sufrí otro infarto de miocardio.

—¿Otro?

—Otro. Y al día siguiente ordené la transmisión de poderes a Juan Carlos, aunque sin la garantía de continuidad que él exigía. Por fin, el día veintiuno, la Casa Civil hizo público un comunicado, en el que falsearon la realidad para no alarmar al país. Decía el comunicado: «En el curso de un proceso gripal, Su Excelencia el jefe del Estado ha sufrido una crisis de insuficiencia coronaria aguda que está evolucionando favorablemente, habiendo iniciado su rehabilitación y parte de sus actividades habituales». El día veintidós empeoré. Por la tarde, los médicos redactaron un escrito, que finalizaba con el siguiente párrafo: «Deseamos expresar nuestro convencimiento de que la actitud negativista del Generalísimo ante los consejos médicos se debe exclusivamente al elevadísimo concepto del deber que tiene como jefe de Estado». El día veinticuatro sufrí otro infarto.

—¿Uno más? ¡Joder con los infartos!

—Uno más, y esta vez con moniliasis y meteorismo intestinal.

—¿Con qué?

—Con moniliasis y meteorismo intestinal.

—Y eso ¿qué es?

—La moniliasis, según me dijo mi yerno, es una infección causada por hongos pertenecientes a alguna especie de monilia o cándida.

—Es que no hay que comer setas, Paco, porque pueden ser venenosas.

—No, Luis, no es por comer setas, los hongos son otra cosa. El meteorismo es un abultamiento del vientre por efecto de los gases acumulados en él.

—Es lo malo de ser jefe del Estado, porque eso le pasa a un albañil, se tira un par de pedos, con perdón de la palabra, y se queda nuevo, y hasta se lo ríen los compañeros; pero tú, siempre con militares, ministros, diplomáticos y obispos alrededor…

—Bueno, sigo. A última hora la situación empeoró notablemente. Los médicos daban partes diariamente. El veinticinco aumentó la insuficiencia cardiaca, con edema pulmonar.

—Pero ¿cómo ibas a tener un edema pulmonar, si tú no fumabas?

—Yo qué sé, Luis, yo te cuento lo que dijeron los médicos.

—Pues te repito que aunque lo dijeran los médicos, es muy raro que sin ser fumador tuvieras un edema pulmonar.

—Pues lo tenía, y aparte del edema pulmonar, disnea.

—¿Y qué es la disnea?

—Dificultad para respirar. Y no me sigas preguntando, porque parece que me estás examinando para conseguir el título de Medicina.

—Perdona, Paco, pero es que yo en medicina soy un ignorante.

—Ante mi mal estado de salud, el padre Bulart me dio la comunión y la unción. El veintiséis sufrí por unos instantes una parada cardiaca que me produjo una hemorragia gástrica. El veintisiete se acentuó la hemorragia y la insuficiencia cardiaca, apareciendo ascitis y hepatomegalia. Para que te ahorres la pregunta, la hepatomegalia es el aumento del volumen del hígado y la ascitis, según me explicó mi yerno, que sabes que es médico, es la hidropesía del vientre, o sea, acumulación anormal del humor seroso en cualquier cavidad del cuerpo o su infiltración en el tejido celular.

—Estar enfermo es malo, pero hay que ver lo que se aprende.

—Mucho, y sigo: el veintiocho empezó a fallarme el riñón y me hicieron varias transfusiones de sangre. El veintinueve colocaron a los pies de mi cama el manto de la Virgen del Pilar, y el príncipe Juan Carlos aceptó los poderes de jefe del Estado. El uno de noviembre se me detectó una peritonitis, mientras continuaba la hemorragia gástrica. El día tres me operaron en el botiquín de El Pardo. Después de la operación, me recuperé en mi habitación, que parecía una sucursal de la UVI. Unos días más tarde, entre la vida y la muerte, me trasladaron a la Paz, donde me volvieron a intervenir. Desde el ocho de noviembre fui mantenido en sedación constante.

Franco hizo una pausa para recuperar el aliento, y después continuó:

—El día nueve vino a verme Carmen, y me pidió que abriera los ojos, pero no quise. Volvió a insistir, pero no le hice caso. Cuando nos quedamos solos Zamorano y yo, abrí los ojos por fin: los tenía llenos de lágrimas. Y el quince de noviembre, otra intervención, para entrar después en coma irreversible. El dieciocho sufrí un shock endotóxico y una peritonitis brutal. Yo ya no reaccionaba a ningún tratamiento. Por fin el veinte de noviembre me morí.

—Es decir, que menos el tifus, la meningitis y hemorroides, has tenido de todo. Me imagino lo que habrás sufrido.

—No, no te lo puedes imaginar.

—O sea, que pensándolo fríamente, lo mío fue mejor, porque con lo cagón que he sido yo para las enfermedades…, porque yo, Paco, te lo juro, es que ni me enteré. Y ahora que ya estamos los dos en el Más Allá, cuéntame cómo fue lo mío, porque todo lo que recuerdo es que salí de misa y que cuando íbamos por la calle de Claudio Coello se produjo una explosión. Pensé que sería un pinchazo de una rueda, pero ¡joder con el pinchazo!, cuando me di cuenta estaba volando. Cuando iba por el aire dudaba de si al salir de misa había subido a un coche o a un helicóptero, y ya no recuerdo nada más. Menos mal que acababa de confesar y comulgar.

Franco cerró los ojos para hacer memoria:

—Te cuento. Tu coche voló a más de veinte metros de altura y al caer fue a parar al patio interior de la casa provincial de los jesuitas.

—¿Y supisteis quién había sido?

—Los activistas de la denominada Operación Ogro, un comando de la ETA que había alquilado un sótano en Claudio Coello. Desde allí excavaron un túnel hasta el centro de la calle, donde colocaron una enorme cantidad de explosivos.

—Supongo que les darías garrote vil.

—No, porque no conseguimos detener a ninguno.

Franco miró a su alrededor para hacerse una idea de cómo era su nueva residencia.

—Bueno, Luis, ya ha pasado todo, ahora me gustaría que me hablaras de cómo es esto del Más Allá.

—Esto es enorme, el Más Allá no tiene fronteras, por eso es capaz de acoger a miles y miles de personas. Aquí lo bueno es que te liberas de todas tus dolencias. Es muy parecido a lo de la Luna, puedes caminar distancias enormes con el mínimo esfuerzo. Resulta complicado encontrar a alguien, aunque algunas veces, sin buscarlo, te das de cara con algún amigo. Los que nos conocemos procuramos pasear siempre por el mismo sitio para vernos y charlar de nuestras cosas. Hace unos días estuve con Millán Astray. —¡No me digas! ¿Y cómo está?

—De salud bien, ha recuperado el brazo y el ojo, pero sigue con su mala leche. ¿Recuerdas que tuvo problemas con Unamuno?

—Claro que sí. ¿Cómo no me voy a acordar?

—Pues hace un mes se cruzaron, y Millán Astray le volvió a gritar lo de ¡Viva la muerte! Unamuno, que iba acompañado de Valle-Inclán (se han hecho muy amigos desde que se murieron), no se dio por aludido y siguió su paseo, pero ya conoces a Millán Astray, que ha sido siempre un provocador. Siguió gritando ¡Viva la muerte!, hasta que Unamuno, sin dirigirse directamente a él, dijo en voz alta, como dejándolo caer: «Recuerdo lo que Franklin opinaba de la muerte: “El hombre débil teme la muerte; el desgraciado la llama, el valentón la provoca y el hombre sensato la espera”». Millán Astray no captó la intención, pero dejó de gritar.

—Es que yo creo —dijo Franco— que Millán Astray metió la pata en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca en aquella ocasión, cuando se celebraba el Día de la Raza, aunque él no fue quien gritó ¡Viva la muerte!, que fue un legionario. Unamuno, al oír el grito, dijo: «Acabo de oír el necrófilo e insensato grito de ¡Viva la muerte!» Sin poderse contener, Millán Astray exclamó de nuevo: «¡Viva la muerte!», y fue coreado por los falangistas y los legionarios. Unamuno dijo: «El general Millán Astray es un inválido, un inválido de guerra que quisiera crear una España nueva según su propia imagen, por eso desearía ver una España mutilada».

Millán Astray continuó gritando: «¡Mueran los intelectuales! ¡Viva la muerte!» Don Miguel no se arredró y siguió: «Éste es el templo de la inteligencia y yo soy su sumo sacerdote. Estáis profanando su sagrado recinto. Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta, pero no convenceréis, para convencer hay que persuadir y para persuadir necesitáis algo que os falta, razón y derecho en la lucha». Todo esto me lo contó Carmen, mi mujer, que estaba allí. Si ella no hubiera intervenido, los legionarios hubiesen abatido a tiros a Unamuno, allí mismo. Yo creo que Millán Astray no debía haber gritado eso de «¡Mueran los intelectuales!», pero ¿qué se puede esperar de él?

—Es que… —dijo Carrero Blanco— siendo tuerto y manco tiene motivos para estar de mal humor, porque cuando yo era chico había en mi barrio un tuerto con una mala leche…

Franco siguió con sus preguntas:

—Y a Mola ¿le has visto?

—Sí, porque está en esta misma zona.

—¿De qué zona me hablas?

—De ésta en la que estamos ahora. Claro, como tú acabas de llegar y no tienes idea de lo que es el Más Allá… Aquí, como en España, existen las clases sociales. Los importantes vivimos en esta zona residencial, que viene a ser como La Moraleja del Más Allá. Aquí están, aunque alejados unos de otros, Hitler, Mussolini, Perón y Eva Duarte, Fulgencio Batista, Trujillo, Lenin y el ruso ese del bigote… ¿cómo se llamaba el ruso del bigote que era comunista?

—¿Stalin?

—Ése, y Durruti, y Largo Caballero, y aquel catalán que estaba exiliado en Francia y nos entregó la Gestapo, al que fusilamos en el castillo de Montjuic, el… Companys.

—¡No me digas que estáis todos juntos, los patriotas con los rojos!

—Pues sí, aquí la política ya no cuenta, aunque cada uno conserva su ideología. La que llamamos la Gran Zona está dividida en varias zonas menores. En una estamos los militares de alta graduación; aunque seamos de distintas épocas, todos tenemos algo en común. En otra zona están los políticos de distintas épocas, a un lado los de izquierdas y a otro los de derechas. En fin, aquí hay tanta gente que es imposible recordarlos a todos. A veces es inevitable encontrarse con gente ajena a tu ideología y tu categoría. Al principio te va a costar trabajo saber quién hay en cada sitio, pero cuando lleves aquí algún tiempo, todo te resultará muy sencillo. En un extremo de esta misma zona, algo alejado, están los escritores y los poetas: Federico García Lorca, Machado, Miguel Hernández…

—¿Y Gustavo?

—¿Qué Gustavo?

—Gustavo Adolfo Bécquer. Era mi poeta favorito. Cuando Carmen y yo éramos novios en El Ferrol, yo le recitaba eso de:

¿Qué es poesía?, dices mientras clavas

en mi pupila tu pupila azul.

¿Qué es poesía? ¿Y tú me lo preguntas?

Poesía… eres tú.

»Y aquel otro de:

Por una mirada, un mundo;

por una sonrisa, un cielo;

por un beso… ¡yo no sé

qué te diera por un beso!

Carrero Blanco se emocionó y no pudo evitar que se le humedecieran los ojos. Franco hizo una pausa, después continuó:

—¡Pobre Carmen, lo que ha sufrido y lo que estará sufriendo! Y mis nietos, porque tengo seis nietos.

—¿De Carmencita?

—Por supuesto.

—Perdona, pero nunca me acuerdo de que tienes sólo una hija…

Franco le preguntó:

—¿Y te has encontrado alguna vez con José Antonio?

—Sí.

—¿Y qué dice?

—Que lo dejaste tirado como una colilla.

—No es así, cuando le encuentre le explicaré cómo fue el asunto. ¿Y me has dicho que en esta zona está Hitler?

—Sí. Aunque sale muy poco. Se ve que le ha tomado gusto al búnker.

—Me gustaría encontrarme con Hitler. ¿Crees que podrá ser?

—Es posible, yo tengo mucha amistad con un alto cargo de la Gestapo que me puede conseguir una cita con él —Carrero Blanco se pasó los dedos mojados con saliva por sus espesas cejas y dijo—: El que tenía muchas ganas de que vinieras es Moscardó. Se pasa los días preguntando: «¿Ha venido ya el Generalísimo?»

Franco no pudo contener la emoción.

—Moscardó. Ése fue el alma de la resistencia, setenta días encerrado en el Alcázar, y sacrificó la vida de su hijo antes que entregarse a los rojos. Ya no hay gente como mi Moscardó, con esa fidelidad. Nunca le pagaré su sacrificio y su amor por España.

—No digas eso, Paco. Cuando fue liberado le concediste la laureada de San Fernando, le hiciste jefe de tu Casa Militar, canciller de la orden Imperial del Yugo y las Flechas y delegado nacional de Deportes, y en el año cuarenta y nueve le concediste el título de conde del Alcázar de Toledo. Y fue nombrado capitán general del Ejército a título póstumo…

—Es lo menos que se merecía.

—Es que Moscardó te tiene un cariño muy especial.

—Por eso, Luis, no le cuentes lo de mis enfermedades. Es muy sensible y va a sufrir mucho. Le diremos que me morí de repente, que no se sabe de qué.

—Vale.

—Luis, vamos a hacer una cosa, vamos a dejar lo de Hitler para más adelante y, si es posible, localízame a Moscardó.

—Vale. ¿Sabes quién es un tipo interesante?

—¿Quién?

—Pablo Iglesias.

—Pero ése era socialista.

—Sí, pero ahora no se le nota, pasea todas las mañanas un par de horas, pero no habla de política.

—Y a Sanjurjo ¿le has visto?

—Sí, alguna vez, pero sale muy poco, ya sabes que siempre ha sido muy introvertido. Bueno, Paco, supongo que con todo lo que has pasado hasta morirte, tendrás ganas de descansar.

—Pues sí, no te imaginas lo que han sido los traslados en ambulancia, que iban como locos, a toda leche, y yo en la camilla con un miedo…

—Entonces vamos a hacer una cosa, descansa unas horas y mañana paso a buscarte y nos acercamos al Lugar de los Encuentros, que es donde nos reunimos casi todos los días, y ya hablaré con Moscardó. ¡La alegría que se va a llevar cuando te vea!

—Entonces, lo de Hitler lo dejamos para más adelante.

—Está bien, déjalo en mi mano. Ahora vete a descansar, que estarás muerto.

Carrero Blanco, después de decir eso de «estarás muerto», no pudo contener la risa.

—Perdona, no sé lo que digo.

—No importa.

—Mañana le preguntaré a mi amigo de la Gestapo dónde para Hitler, porque ya te digo que no sale mucho. A los que veo mucho, porque deben de morir por aquí cerca, es a Azaña, al general Miaja, a Salvador Allende y al Che Guevara.

—Supongo que a ésos ni los saludarás.

—¡Qué cosas dices, Paco! ¿Cómo voy a saludar a esa gentuza?

—Luis, a mí no me vengas con historias, que tú siempre has sido un buenazo. Aquel día que maté un ciervo cojo, se te llenaron los ojos de lágrimas, que me fijé.

—Porque me pilló sensible, pero tú sabes que yo, igual que tú, aun perteneciendo a la Marina, tengo mucho de legionario.

—Ya lo sé. Bueno, entonces ¿me vas a conseguir una reunión con Hitler?

—Dalo por hecho.

—Pero primero con Moscardó. ¿Vale?

—Vale.

—Pues hasta mañana, Luis.

—Hasta mañana y que descanses, Paco. Y cada uno por su lado, se fueron a dormir.