Prólogo

Nadie sabía cómo empezaron los rumores acerca de las píldoras letales. Casi todo el mundo los había oído e incluso se los creían. Desde luego, así era para la prensa, el público y también para algunos profesionales de la Agencia. Llegaba una persona recién contratada, en su primer día de trabajo conocía a un astronauta, y en cuanto se sentaba a su mesa se volvía hacia él y le preguntaba: «¿Sabes algo de las píldoras letales?».

Los rumores sobre las píldoras letales siempre le habían hecho mucha gracia a Jim Lovell. ¡Píldoras letales! En primer lugar, no existía situación alguna en la cual uno llegara a considerar… digamos, una vía de escape rápida. Y en caso de que así fuera, había un montón de métodos más fáciles que utilizar las píldoras letales. Al fin y al cabo, el módulo de mando tenía una manivela para abrir la escotilla de la cabina: un giro de muñeca y los agradables 0,35 kilogramos por centímetro cuadrado de presión de la cápsula quedarían expuestos instantáneamente a la horrenda falta de presión del espacio exterior. Cuando la atmósfera interior fuera expulsada violentamente al vacío exterior, todo el aire que le quedara a uno en los pulmones explotaría rabiosamente, la sangre le empezaría a hervir instantánea y literalmente, su cerebro y sus tejidos pedirían oxígeno a gritos y todo su organismo, traumatizado, sencillamente echaría el cierre. Todo acabaría en escasos segundos. En realidad, era aún más rápido que las ridículas píldoras letales, y además era mucho más honroso.

Desde luego, ni Lovell ni nadie habían dedicado mucho tiempo a pensar en los daños que podría ocasionar la abertura de la escotilla de la cabina. Ni uno solo de los equipos de astronautas de las veintidós misiones tripuladas anteriores había vivido nunca una situación en la cual pudiera considerarse esa opción ni siquiera remotamente. El propio Lovell había embarcado ya tres veces en una de esas naves y la única ocasión en que había tenido que vaciar el aire de la cabina de mando había sido en el momento previsto: al final del vuelo, cuando el módulo se mecía en el Pacífico, los paracaídas flotaban en el agua, los hombres rana se acercaban a la baliza, la jaula de recuperación descendía desde el helicóptero, la banda de música tocaba en el portaaviones, y él ensayaba el brevísima discurso que pronunciaría antes de encaminarse a pasar el chequeo médico, a presentar su informe y a darse una ducha.

Hasta el momento, parecía que la misión sería tan rutinaria como todas las demás. En realidad, hasta esa noche, según la hora de Houston…

Aunque allá afuera, a unos 370 000 kilómetros de distancia de la Tierra y tras haber recorrido cinco sextas partes de la distancia a la Luna, la hora del sur de Tejas parecía algo fuera de lugar. Pero, fuera la hora que fuese, ese viaje al horrendo vacío se había vuelto súbitamente muy desagradable. Por el momento, estaban pasando demasiadas cosas en la cabina para que Lovell y sus dos compañeros de tripulación pudieran seguirles la pista a todas ellas. Pero lo que más preocupados les tenía eran el oxígeno y la energía, que casi se les habían agotado, y el motor principal que, probablemente, aunque no con total seguridad, estaba fuera de juego.

Era un mal trago, exactamente la típica situación en la que pensarían la prensa, el público y los novatos de la Agencia cuando preguntaran por las píldoras letales. Por su parte, Lovell y sus compañeros no pensaban en píldoras, escotillas ni nada parecido. Trataban de recuperar la energía, el oxígeno y todo lo que estaba perdiendo la nave. Lo que se planteaba era si lo lograrían; hasta entonces, ninguna nave había pasado por apuros semejantes tan lejos de la Tierra. El personal de Houston lo sentía muchísimo, y así se lo transmitió por radio.

—Apolo 13, hay montones de personas trabajando en esto —decía una voz desde Control de Misión—. Os mandaremos información en cuanto la tengamos, seréis los primeros en saberlo.

—Oh —repuso Lovell, reflejando más irritación de la que pretendía—, gracias.

Lo que trascendía el enojo de Lovell era que, según los cálculos de todo el mundo, Houston tenía sólo una hora y cincuenta y cuatro minutos para proponer alguna idea brillante. Ése era todo el tiempo que les duraría el resto del oxígeno de los tanques de la cabina. Después, los tripulantes empezarían a respirar poco a poco su propio dióxido de carbono, a jadear y a sudar, con los ojos fuera de sus órbitas, mientras se asfixiaban con sus propios gases de exhalación, en un reducto del tamaño de un automóvil grande. Y si eso ocurría, la nave proseguiría su viaje hacia la Luna sin tripulación, le daría la vuelta vertiginosamente y regresaría a la Tierra a 46 000 kilómetros por hora. Por desgracia, no se dirigiría exactamente a la Tierra, sino que la pasaría rozando, a unos 74 000 kilómetros, e iniciaría una órbita excéntrica, enorme y absurda, que la mandaría a 444 000 kilómetros por el espacio, y luego, otra vez de vuelta a la Tierra, y de nuevo hacia el espacio, y así sucesivamente, en un circuito constante, horrendo y sin sentido, que podría sobrevivir a la misma especie que la lanzó. Con Lovell y sus tripulantes encerrados en el interior de la nave a la deriva, serían visibles para los observadores del planeta durante milenios, indefinidamente, como un monumento grotesco y parpadeante a la tecnología del siglo XX.

Eso bastaría para que la gente empezara a hablar de píldoras letales.

Jules Bergman se abrochó el blázer gris, se ajustó la corbata azul y negra de reps y miró a la cámara mientras se iniciaba la cuenta atrás de los últimos diez segundos para salir en antena. El murmullo del estudio fue enmudeciendo, como antes de cada emisión. Bergman sólo dispondría de un minuto más o menos de tiempo para dar su información en directo y, como en todos esos partes informativos de urgencia, estaría obligado a condensar un montón de información en ese breve movimiento del reloj.

El ambiente del estudio era electrizante desde el instante en que llegó Bergman. En principio, no tenía por qué haber nadie de la sección espacial a esas horas de la noche en la redacción, pero cuando los teletipos empezaron a recibir las noticias de Houston y los corresponsales de la ABC empezaron a telefonear dando unos datos inconexos, pareció que la gente salía de debajo de las piedras. Un novato se habría quedado impresionado por la prontitud con que la titánica máquina informativa se levantaba y se ponía a trabajar, pero Bergman no era un novato. Era un completo misterio por qué una empresa informativa de ese calibre podía considerar siquiera la idea de apagar las cámaras y marcharse a casa a dormir cuando una nave tripulada se hallaba a 370 000 kilómetros de la Tierra.

Bergman se había encargado de los vuelos espaciales tripulados desde el primer devaneo suborbital de Alan Shepard en 1961, y había aprendido desde hacía mucho tiempo que la mejor manera de meter la pata en el tema astronáutico era dar por sentado que un vuelo sin problemas nunca tendría problemas. Bergman se había empeñado, como ningún otro periodista hasta entonces, en aprender los secretos de la aeronáutica, había entrado en cámaras centrífugas, en naves de simulación sin gravedad y se había quedado a la deriva en las balsas de amerizaje, todo ello en un intento por comprender mejor cómo caminaban por la cuerda floja los astronautas, para ser capaz de explicárselo al público que corría con los gastos.

El problema era que en esos tiempos parecía que el público no quería tales explicaciones. Ya no se trataba del Freedom 7 de Shepard, ni del Friendship 7 de Glenn; ni, desde luego, del Apolo 11 de Neil Armstrong, Michael Collins y Buzz Aldrin, la magnifica misión que había realizado el primer alunizaje hacía nueve meses. Éste era el Apolo 13, de camino al tercero de esos alunizajes, y en la primavera de 1970, tanto la cadena de televisión como el país al que informaba estaban aburridos.

En ese momento, la ABC, en lugar de las últimas noticias sobre la Luna, estaba emitiendo el Show de Dick Cavett, Cavett entrevistaría a Susannah York, James Whitmore y algunos jugadores de los New York Mets, los campeones, pero durante los primeros minutos del programa de esa noche, por lo menos, sus espectadores se acordarían de la Luna.

—Hoy es un gran día en Nueva York —bromeaba Cavett con los músicos y el público antes de presentar a sus invitados—. Hace un tiempo perfecto para los mirones. Y hablando de mirones, ¿sabían ustedes que nuestro primer astronauta soltero está volando hacia la Luna? Sí, Swigert, ¿verdad? Es el clásico hombre a quien se le atribuye una chica en cada puerto. Bueno, tal vez, pero creo que sería mucho optimismo llevar medias de nailon y tabletas de Hershey a la Luna… —El público se rió—. ¿Han leído ustedes que este lanzamiento ha tenido tres millones menos de espectadores que el anterior? El otro día estaba aquí el coronel Borman, y admitió que, en cierto modo, los lanzamientos espaciales estaban perdiendo su atractivo. Pero, para ser justos, el problema podría radicar por una parte en que hacía muy buen tiempo y mucha gente había salido, y por la otra en que mucha gente pensó que el lanzamiento era una reposición de verano. —Y el público volvió a reírse.

Mientras Cavett hablaba, el realizador de Jules Bergman terminó su cuenta atrás en el estudio de noticias de la ABC y, de repente, la imagen del presentador del programa de entrevistas fue sustituida por el rótulo rojo «Apolo 13» y las palabras en azul brillante «Especial informativo». Un segundo más tarde, el rostro de Bergman sustituía al titular.

«La nave espacial Apolo 13 ha sufrido una avería eléctrica grave —empezó—. Los astronautas no corren peligro inmediato, pero se anula cualquier posibilidad de alunizaje. Segundos después de inspeccionar el módulo lunar Aquarius, Jim Lovell y Fred Haise han regresado al módulo de mando y han informado que habían oído una fuerte explosión, seguida de una pérdida de potencia en dos de los tres tanques de combustible. También han informado que habían visto cómo emanaba el combustible, al parecer oxígeno y nitrógeno, al espacio, y que los indicadores de ambos gases marcaban cero. Control de Misión ha ordenado a los astronautas que recortaran el consumo eléctrico de la nave mientras los localizadores de averías buscaban una solución a esos problemas. Sin los tres tanques de combustible, el problema consiste en reunir la potencia necesaria para poner en marcha el motor de la nave espacial y traerlos a la Tierra. Otro de los problemas sin determinar todavía es la pérdida aparente de oxígeno en el aire del módulo de mando. Control de Misión ha confirmado la gravedad del problema. Repito, los astronautas del Apolo 13 no corren peligro inmediato, pero la misión puede ser anulada».

Tan deprisa como había aparecido, Bergman se desvaneció de la pantalla, sustituido de nuevo por el risueño Dick Cavett. En cuanto se apagaron las cámaras, se reanudó el rumor en el estudio de informativos. Los profesionales del espacio se quedaron bastante descontentos con la noticia que acababan de difundir. ¿Cómo que los astronautas «no corrían un peligro inmediato»? ¿Era ésa la idea que quería divulgar la NASA? ¿Cómo era posible no correr un peligro inmediato a casi medio millón de kilómetros de la Tierra y con escasas moléculas de oxígeno disponibles? No obstante, era más que probable que el pronóstico de la Agencia no tardara en cambiar. Los funcionarios de la NASA siempre eran reacios a emplear la palabra «emergencia» cuando podían pasar con «incidente», pero cuando se enfrentaban a una verdadera crisis, en general hocicaban. El estudio de Nueva York ya estaba otra vez en contacto telefónico con el corresponsal en Houston, David Snell, para saber la última hora de la Agencia; también habían llamado a los asesores de North American Rockwell, la antigua North American Aviation, fabricante de la nave Apolo para que fueran a la emisora a explicar el problema en directo.

Del otro lado del estudio, los teléfonos empezaron a sonar con las últimas noticias de los corresponsales de Houston, y los redactores se precipitaron a contestar, lo anotaron todo y después pasaron el informe a Bergman. Escasos minutos después de difundir su parte cautelosamente optimista, el presentador vio que el pronóstico había cambiado, efectivamente… y no a mejor. El módulo de mando del Apolo 13, admitía el informe actualizado de la NASA, no tenía energía ni aire; los astronautas, al parecer, tendrían que abandonar la nave e instalarse en el módulo lunar, así que la Agencia reconocía ya que sus vidas corrían peligro.

Junto a Bergman, el realizador ordenó a los cámaras que siguieran en sus puestos. Esa noche ya no reaparecería Dick Cavett.