Epílogo

Si Jim Lovell hubiera entrado solo un segundo más tarde, su nieta hubiera roto la pantalla térmica de la Odyssey. Bueno, en realidad no era toda la pantalla térmica de la Odyssey lo que habría estropeado Allie Lovell, de diez meses, cuando se encaramó a la repisa del estudio de su abuelo, sino sólo un pedacito, encerrado en un pisapapeles de plexiglás.

Lovell le tenía cariño a su modesto trofeo, y cuando la NASA, varios meses después del amerizaje del Apolo 13, encargó una docena de esos recuerdos, él quiso uno. Las pequeñas reliquias no eran para los astronautas, sino para los jefes de Estado a quienes visitarían los astronautas en su gira por cinco naciones que había sido organizada apresuradamente tras su regreso del espacio.

Pero cuando concluyeron su viaje, sobraba uno de los pisapapeles, y el hombre que había capitaneado la nave de donde habían sacado el recuerdo se lo guardó y se lo llevó a su casa.

—¡Eh! ¡No toques eso! —exclamó Lovell al ver a Allie tanteando en la repisa y amenazando con tirar al suelo el objeto, que llevaba allí veintitrés años.

Lovell cruzó la habitación en dos zancadas, levantó a la niña del suelo, la besó en la frente y se la echó al hombro como un saco de patatas.

—Más vale que vayamos a buscar a papá —le dijo.

Apenas estaba empezando el día y Lovell tenía la impresión de que sería un frenético día, plagado de sustos como aquél. No sólo estaría allí Jeffrey, con su retoño, sino todos sus hijos, reunidos para la cena de Navidad. En total, la segunda generación de los Lovell aportaría siete niños más de la tercera generación, desde los diez meses a los dieciséis años, y eso suponía que otros muchos recuerdos de su estudio corrían peligro.

Había filas de placas, una pared llena de proclamaciones, y cartas enmarcadas de presidentes y vicepresidentes, gobernadores y senadores, que le habían enviado a raíz de sus misiones en el Gemini 7, el Gemini 12 y el Apolo 8. También conservaba enmarcadas las banderitas y las insignias de los uniformes que Lovell había usado en ellas. Destacaba el Emmy que le dieron, absolutamente en serio, por la retransmisión de la órbita lunar que realizó junto con Frank Borman y Bill Anders, en las Navidades de veinticinco años atrás. Además, flanqueaban el Emmy los trofeos Collier y Harmon, las medallas Hubbard y DeLavaux, y broches conmemorativos de sus tres misiones espaciales. Valoraba mucho las reliquias de los vehículos de dichas misiones: libros de sistemas, planes de vuelo, lápices, utensilios, hasta los cepillos de dientes que habían flotado en la gravedad cero y la atmósfera a 0,35 kilogramos por centímetro cuadrado de las naves. Aunque en ese momento estaban inmóviles en sus estanterías, clavados por la gravedad y aplastados por el kilogramo por centímetro cuadrado de la presión al nivel del mar.

Lo que faltaba en aquella silenciosa habitación, su baúl de los recuerdos, eran los recuerdos de su cuarto y último viaje, la misión truncada.

Las misiones que no cumplían sus objetivos no merecían trofeos Harmon, ni las naves que estallaban antes de alcanzar su objetivo ganaban premios Collier. Aparte del pisapapeles con el pedacito de pantalla térmica, lo único que conmemoraba el vuelo del Apolo 13 era la carta de felicitación de Charles Lindberg, que enmarcada, permanecía sobre el alféizar de la ventana, así como los últimos objetos recogidos en el módulo lunar Aquarius antes de quedar achicharrado: el visor óptico y la placa conmemorativa destinada a su pata delantera.

Lovell abandonó sus recuerdos y se llevó a Allie a la cocina de su cómoda casa de Horseshoe Bay, Tejas, donde encontró a su mujer, Marilyn, charlando con Jeffrey y su esposa, Annie.

—Creo que esto es vuestro —le dijo Lovell a Jeffrey tendiéndole a su nieta.

—¿Ha tocado algo? —le preguntó Jeffrey.

—Estaba a punto.

—Pues ya puedes prepararte, vienen otros seis más —le advirtió Marilyn.

Lovell sonrió, aunque no hacía falta que le avisaran. Durante los dieciséis años que Marilyn y él habían vivido en su casita de Timber Cove, con sus cuatro hijos, ya se habían acostumbrado a las vacaciones tumultuosas. Desde luego, los tiempos de Timber Cove hacía tiempo que se habían quedado atrás y se estaban convirtiendo en un recuerdo cada vez más lejano, como casi todo lo contemporáneo a los días del Apolo.

A mediados de los años setenta, las familias que vivían en los alrededores del Centro Espacial de Operaciones Tripuladas empezaron a hacer las maletas, levantaron el campamento y se desperdigaron. La emigración fue lenta al principio: Neil Armstrong anunció que regresaba a Ohio para ejercer de profesor universitario y consultor de empresas, Michael Collins se fue a Washington a trabajar en el Departamento de Estado, Frank Borman aceptó un puesto en Eastern Airlines… Todo ello fue inevitable. Cuando el Apolo 11 alunizó en 1969, los altos cargos de la NASA pensaban enviar al menos nueve LEM más a otros tantos puntos distintos de la superficie lunar a principios de los setenta. Según sus doradas previsiones, a la siguiente década empezarían a mandar a la Luna los primeros elementos de la primera base lunar permanente, que se ubicaría en alguno de los puntos explorados por las tripulaciones.

Pero eso, por supuesto, no llegó a suceder. Cuando se lanzó el Apolo 13, el Apolo 20 ya había sido cancelado, víctima de una administración parsimoniosa y de la opinión pública, que empezó a preguntar por qué tenían que mandar más hombres a la Luna, si ya habían demostrado que podían hacerlo. Después del Apolo 13, que estuvo a punto de causar la muerte a tres astronautas por un ejercicio de redundancia cósmica, también se cancelaron las misiones Apolo 19 y 18. Washington accedió a que los Apolo 13 a 17, prácticamente pagados y a punto, se llevaran adelante según los planes, y durante los dos años y medio siguientes, las cuatro últimas misiones volaron a la Luna, con sus doce afortunados astronautas.

En diciembre de 1972, cuando amerizó la última tripulación en el océano Pacífico, unos cuantos miembros de la comunidad de pilotos de pruebas que habían madurado en torno al Programa Apolo decidieron quedarse. A Fred Haise, que debido a las circunstancias, la mala suerte y un módulo de servicio defectuoso no había logrado pisar la Luna, se le prometió el mando del Apolo 19. Cuando esa misión también fue eliminada, el antiguo piloto del LEM echó una mano en las pruebas del prototipo de la lanzadera espacial, hasta que abandonó y se fue a trabajar a Grumman a fines de los setenta. Ken Mattingly, a quien las circunstancias, la buena suerte y la ausencia de anticuerpos de rubéola le habían negado un puesto en el calamitoso vuelo del Apolo 13, salió por fin triunfalmente al espacio a bordo del Apolo 16, y también se ofreció voluntario como piloto para el futuro programa espacial de la lanzadera. Deke Slayton, a quien habían prometido una misión espacial en 1959, vio sus expectativas frustradas en 1961, cuando le diagnosticaron una fibrilación cardíaca, aunque permaneció tercamente en el cuerpo de astronautas hasta 1975, en que por fin fue elegido para volar en una nave Apolo que fue desempolvada para realizar una misión políticamente valiosísima, aunque científicamente inútil: el encuentro en la órbita terrestre con la nave Soyuz soviética.

—Quiero advertirte —había dicho Chris Kraft a su superior en la NASA, George Low, cuando presentó la lista de la tripulación para esa misión— que voy a recomendar a Deke para este vuelo. Si eso te plantea algún problema, más vale que me lo digas, porque es lo que pienso hacer.

—¿Por qué Deke, Chris? —le preguntó Low, que ya había tenido la misma discusión con Kraft otras veces—. ¿Es que no se puede enviar a nadie más?

—¿Por qué? —repitió Kraft—. Porque ya le hemos jodido bastante, George. Por eso. Y es razón más que suficiente.

Ese mismo verano, Slayton, con Tom Stafford y Vance Brand, se montó en la cabina del último Apolo de la NASA y pudo por fin salir al espacio, tras más de un decenio de espera.

Exceptuando a esos pilotos y unos pocos más, la mayor parte de los hombres que se alistaron en la NASA durante los primeros tiempos del programa espacial se retiraron cuando la Agencia centró sus esfuerzos en otros objetivos. Jim Lovell dejó el cuerpo de astronautas en 1973, y trabajó en una compañía de Infantería de Marina y después en telecomunicaciones. Harrison Schmitt, el piloto del LEM del Apolo 17, regresó a Nuevo México y se presentó a las elecciones para el Senado, en las que salió elegido. Jack Swigert, que se distinguió tan bien en un viaje espacial tan desgraciado, sin duda podría haber iniciado cualquier carrera dentro de la Agencia, pero decidió no forzar su suerte y regresó a Colorado, donde se dedicó también a la política.

Swigert se presentó primero como candidato al Senado, pero a diferencia de Schmitt, no salió elegido. En 1982, el ex astronauta volvió a presentarse, en esa ocasión para la Cámara de Representantes, y ganó. Sin embargo, un mes antes de ser elegido, en noviembre, le diagnosticaron un caso muy agresivo de linfoma. En enero, tres días antes de tomar posesión, murió. Lovell pensaba con frecuencia: pobre Jack, su carrera había empezado de modo brillante… pero enseguida se había oscurecido.

Por supuesto, en la primavera de 1970, cuando Swigert, Lovell y Haise regresaron sanos y salvos de la Luna, su suerte parecía magnífica. A las 23:07, hora de Houston, del 17 de abril, el módulo de mando Odyssey amerizó en el Pacífico: el suspiro de alivio nacional que produjo la noticia de su amerizaje fue el más fuerte y el más largo desde hacía ocho años, cuando John Glenn regresó de la primera misión orbital americana. «Los astronautas amerizan suavemente en el punto previsto, ilesos tras sus cuatro días de sufrimiento. Aplausos, puros y brindis con champán celebran el amerizaje de la cápsula», proclamaba el New York Times.

Poco después de que la nave amerizara, Lovell, Swigert y Haise embarcaron en una balsa salvavidas, primero el piloto del LEM, después el piloto del módulo de mando y finalmente el comandante, y enseguida les izó un helicóptero suspendido en el aire. Cuando el aparato aterrizó en el puente del Iwo-Jima y los tres astronautas se apearon de él, les recibieron los marines coreando vítores y haciendo grandes ademanes, pero rápidamente se los llevaron abajo, donde les hicieron un examen físico que no reveló sorpresas, a pesar de que no se hallaban especialmente en forma. Además de la infección y la fiebre de Haise, los tres sufrían deshidratación, mostraban pesadez mental y la desorientación características del cansancio y todos ellos habían perdido mucho peso. Lovell, que pesaba 77 kilos antes de embarcar, era quien más había adelgazado: seis kilos en seis días.

Después del examen médico, Lovell y Swigert se instalaron en los camarotes de los visitantes y Haise en la enfermería. Esa noche, los dos astronautas sanos cenaron con la oficialidad del Iwo-Jima cóctel de gambas, langosta, chuletas de primera y champán sin alcohol, y su menú, multicopiado apresuradamente, también incluía un postre exquisito: «Helado Melba con Frutas Lunares y Galletas Apolo». En conjunto, el festín, aunque poco memorable para los baremos del mundo civilizado, fue absolutamente divino para los dos hombres que llevaban casi una semana entera sorbiendo raciones frías de bolsas de plástico.

Al día siguiente, los tres astronautas, ataviados con sus uniformes azules recién planchados cuya insignia del Apolo 13 lucían en la parte izquierda de la pechera, se desplazaron en helicóptero a la Samoa americana, donde embarcaron en un transporte C-141 que les llevaría a Hawai. Allí les estaría esperando el Air Force One.

El presidente Nixon cumplió su palabra y voló el día anterior a Houston, donde recogió a Marilyn Lovell, Mary Haise y a los padres de Jack, el doctor Leonard Swigert y señora, para llevarles a Honolulú a dar la bienvenida a la tripulación. Según el protocolo de las ceremonias de recepción, el presidente y su séquito debían aterrizar en primer lugar, para que el jefe del ejecutivo recibiera a los homenajeados personalmente.

Pero cuando el C-141 se aproximaba a Hawai, el Air Forcé One todavía no había aparecido, y los hombres que volvían de orbitar la Luna durante casi una semana tuvieron que pasarse parte del domingo sobrevolando Honolulú en círculos, esperando a que se presentara el presidente. Hasta que el avión de Nixon no tomó tierra y los miembros de su séquito se colocaron en la pista no pudo aterrizar el C-141. Y cuando aterrizó, Nixon se saltó inesperadamente todo el protocolo.

—¿Por qué no van ustedes primero? —les dijo el presidente a los familiares de los astronautas—. Me gustaría que fuera una bienvenida privada.

Marilyn Lovell, Mary Haise y los señores Swigert echaron a correr por la pista, ante el desconcierto de la tripulación.

Aparte de la pequeña concesión de Nixon a los sentimientos, poco hubo aquel día o los siguientes que pareciera ni lo más remotamente privado. Durante las cuarenta y ocho horas en que los tripulantes del Apolo 13 permanecieron en el Pacífico Sur, los medios de comunicación les siguieron a todas partes, mandando al mundo entero los reportajes de su recibimiento. Los artículos y las fotografías fueron uniformemente positivos, de hecho casi serviles. Y hasta que los astronautas no regresaron a Houston la prensa no empezó a expresarse con cierta mordacidad.

A las seis y media de la tarde del lunes, justo una semana después del accidente, la NASA organizó una conferencia de prensa donde los astronautas se encararían con los medios informativos por primera vez desde el lanzamiento. Inmediatamente después de la introducción del funcionario de relaciones públicas, un periodista formuló la pregunta que Lovell, y la NASA, deseaban eludir a toda costa.

—Capitán Lovell, ¿qué tenía usted en mente cuando hizo la observación: «Creo que éste será el último viaje a la Luna durante mucho tiempo»? —le espetó desde la concurrencia.

Lovell se demoró un momento. En su vuelo desde Hawai había intentado prepararse una respuesta adecuada para aquella pregunta inevitable, y la respuesta requería ciertos preparativos. La más directa hubiera sido que eso era exactamente lo que pensaba. Dirigirse a la cara oculta de la Luna en una nave espacial con poco aire, casi sin energía y escasas probabilidades de regresar sano y salvo a la Tierra no inspiraba mucha confianza para las perspectivas de los siguientes astronautas que salieran al espacio, y cuando Lovell se preguntó si llegaría a intentarlo alguien más, sus dudas eran hondas y sinceras. Pero aquélla era una respuesta para la familia, los amigos o los compañeros de viaje, y no para una sala llena de periodistas. Esa clase de respuesta exigía mucha reflexión y Lovell empezó a contestar a trompicones.

—Buena pregunta —dijo el astronauta, halagando al periodista—. En primer lugar, tiene usted que comprender nuestra situación en aquel momento, íbamos a rodear la Luna, no sabíamos qué le había ocurrido a la nave y estábamos mirando por las ventanillas, intentando tomar el mayor número de fotografías posible antes de salir disparados por el otro extremo, de camino a casa. En aquel momento, tal vez pensé que debíamos hacer tantas fotos porque pudiera ser que la nuestra fuera la última misión a la Luna en mucho tiempo… Pero ahora, desde aquí, después de ver la forma en que ha respondido la NASA para traernos a la Tierra, ya no pienso lo mismo. Creo que ahora se trata de analizar cuáles han sido los problemas y yo diría que podremos superar este incidente y seguir adelante. A mí no me daría miedo ser el siguiente.

Lovell se calló y miró a los presentes. No fue una respuesta perfecta; no volvería a responder así si dispusiera de un poco más de tiempo para pensarlo, pero comprendió que era esencialmente cierta. Sólo deseaba que alguien hiciera una nueva pregunta enseguida para pasar a otra cosa.

Entonces intervino otro periodista.

—Jim, siguiendo con ese tema, el de volver a salir al espacio… Usted dijo que éste sería su último vuelo, pero que deseaba pisar la Luna antes de retirarse. ¿Cómo se siente ahora? ¿Le gustaría embarcarse en el Apolo 14 y 15 o 16, o acaso Marilyn…?

El periodista no terminó la frase y dejó la palabra «Marilyn» en suspenso. Entonces la sala se estremeció de risitas ahogadas. Lovell se rió con los demás y esperó a que se callaran para contestar.

—Bueno… estoy muy decepcionado, lo mismo que Fred y que Jack, por no haber llevado a buen término la misión. Teníamos muchas ganas de alunizar, desde luego, y creíamos que Fra Mauro tenía mucho que ofrecer. Pero éste ha sido mi cuarto viaje espacial y hay muchas otras personas en la institución que todavía no lo han hecho, y deben tener su oportunidad, porque poseen todas las aptitudes para ello. Se merecen una misión. Si la NASA opina que nuestro equipo debe regresar a Fra Mauro, yo aceptaré encantado. Si no, creo que deben de hacerlo otros.

Esa respuesta, a diferencia de la anterior, Lovell no la meditó demasiado. Pero mientras iba pronunciando las palabras, se dio cuenta de que las decía completamente convencido. Cuatro viajes eran suficientes; había otros veinte pilotos más esperando; y, como había sugerido el periodista, estaba la cuestión de Marilyn. Después de Pax River y Oceana, el Gemini 7, el Gemini 12, el Apolo 8 y el Apolo 13, la esposa del astronauta con más horas de vuelo de toda América tenía derecho a esperar que no añadieran más horas a aquel lote. Aunque Jim Lovell era un piloto de pruebas por naturaleza, por formación y por su larga experiencia, estaba dispuesto a respetar aquella expectativa.

Sin embargo, si el comandante del Apolo 13 había llegado al fin de su exploración personal de la Luna, la NASA no. En las factorías Grumman y North American Rockwell y en los edificios de ensamblaje del Centro Espacial, había todavía mucho movimiento de cohetes Saturn V y una flota entera de vehículos Apolo dispuestos para el lanzamiento. Antes de que los planificadores de vuelo de la Agencia pudieran empezar siquiera a hablar de emprender otro viaje espacial, habría que determinar la causa del accidente que por poco acabó con la vida de sus tres astronautas.

Hasta el momento habían descubierto pocas pistas. Tras examinar las fotos del Apolo 13 tomadas por la tripulación, la NASA concluyó que no había sido un meteorito ni otro proyectil descontrolado lo que había dañado la nave. El orificio de la Odyssey era limpio y no encajaba con la hipótesis de que un choque lateral con una roca errante hubiera destruido un tanque de oxígeno. Se decantaron más bien por algún tipo de explosión del propio depósito, que desencadenó una oleada de energía en el interior del módulo y después rajó su casco. El 17 de abril, pocas horas después de que el módulo de mando amerizara, Thomas Paine, el administrador de la NASA, nombró una comisión para que determinara lo ocurrido.

El grupo que designó Paine estaba encabezado por Edgar Cortright, director del Centro de Investigación Langley de la Agencia en Virginia.

Lo componían otras catorce personas, entre ellas el todavía famoso Neil Armstrong, una docena de ingenieros y administradores de la NASA y, significativamente, un observador independiente que no pertenecía a la Agencia. La NASA sabía que el Congreso, irritado aún por la investigación interna entre colegas realizada a raíz del incendio del Apolo 1, querría que hubiera un observador externo al habitual en todos los procesos de investigación del grupo; y la NASA, que seguía escarmentada por las voces que había levantado en Washington su investigación privada, decidió cooperar.

La Comisión Cortright se puso rápidamente manos a la obra. Aunque ninguno de sus miembros podía adivinar qué acabarían descubriendo cuando empezaron a investigar la causa de la explosión del Apolo 13, sí que sabían perfectamente lo que no iban a descubrir una sola causa distinta y evidente. Como bien saben los aviadores y los pilotos de pruebas desde los días de los biplanos de madera y tela, los accidentes catastróficos de cualquier clase de aparato no suceden nunca a causa de un solo fallo mecánico, al contrario, son el resultado inevitable de una serie de fallos pequeños y aislados, ninguno de los cuales sería tan grave por sí solo, pero que, juntos, pueden derrotar hasta al piloto más experimentado. Los investigadores del grupo se imaginaban que el Apolo 13 había sido víctima, casi con total seguridad, de una serie de averías casi inocuas.

La primera medida de revisión que tomó la Comisión Cortright fue examinar la fabricación del tanque dos de oxígeno. Cada uno de los componentes principales de una nave Apolo, de los giroscopios a las radios, de los ordenadores a los tanques de criogénicos, era revisado rutinariamente por los inspectores de control de calidad, desde que se dibujaban los primeros planos hasta el momento del lanzamiento, en la torre. Cualquier anomalía de fabricación puesta de relieve en las pruebas se anotaba y se archivaba. En general, cuanto más voluminosa era la ficha que con el tiempo había ido acumulando cada elemento, más dolores de cabeza había causado. Y resultó que había un expediente enorme del tanque dos de oxígeno.

Los problemas del tanque empezaron en 1965, cuando Jim Lovell y Frank Borman llevaban ya bastante tiempo entrenándose para el vuelo del Gemini 7 y la North American estaba construyendo el módulo de del Apolo que más tarde sustituiría a la nave de dos plazas.

Como cualquier contratista que emprendiera una tarea de ingeniería tan ingente, North American no intentó realizar todo el trabajo de diseño y de ingeniería por sí sola, sino que subcontrató ciertas partes del proyecto a otras empresas. Una de las tareas más delicadas que delegaron fue la construcción de los tanques de criogénico de la nave, que se encargó a Beech Aircraft, en Boulder Colorado.

Beech y North American sabían que los tanques que necesitaba la nueva nave habrían de ser algo más que meras bombonas aisladas. Para contener sustancias tan inestables como el oxígeno y el hidrógeno líquidos, las vasijas esféricas exigirían la incorporación de toda clase de dispositivos de seguridad, como ventiladores, termómetros, sensores de presión y termorreguladores, que tendrían que sumergirse directamente en las sustancias semicongeladas que contendrían los tanques, y que además todos ellos habrían de accionarse eléctricamente.

El sistema eléctrico del Apolo funcionaba con una corriente de 28 voltios: la energía suministrada por los tres vasos acumuladores de energía eléctrica del módulo de servicio. De todos los dispositivos instalados en el interior de los tanques de criogénicos alimentados por ese sistema eléctrico relativamente modesto, el que requería un control más riguroso era el de termorregulación. Habitualmente, el hidrógeno y el oxígeno criogénicos se mantenían a una temperatura constante de −171 grados. Era lo bastante frío para mantener los gases en un estado líquido semisólido y no gaseoso, pero todavía era demasiado cálido para permitir la vaporización del líquido y su canalización por los conductos que alimentaban los depósitos de combustible y el sistema ambiental de la cabina. Pero en algunas ocasiones, la presión de los tanques descendía demasiado, impidiendo que el gas pasara por los conductos de alimentación y poniendo en peligro los depósitos de combustible y a la tripulación. Como precaución, se ponían en marcha los termorreguladores que hacían bullir parte del líquido y aumentar la presión interna hasta él nivel apropiado.

Por supuesto, la inmersión de un elemento calefactor en un tanque de oxígeno presurizado era una situación de riesgo, así que, para minimizar el peligro de fuego o explosión, los termorreguladores llevaban un termostato que cortaría la corriente en las bobinas si la temperatura del tanque aumentaba demasiado. Para los baremos normales, el límite máximo de temperatura no era muy alto: 27 grados era lo máximo que los ingenieros podían permitirle a sus tanques superfríos. Pero en recipientes aislados cuya temperatura predominante solía ser 215 grados más baja, aquello era ya mucho calor. Cuando los termorreguladores estaban conectados y funcionando normalmente, los interruptores del termostato permanecían abiertos, o conectados, completando el circuito eléctrico del sistema de termorregulación. Si la temperatura del tanque subía a más de 27 grados, dos minúsculos contactos del termostato se separaban, interrumpían el circuito y cerraban el sistema.

Cuando North American firmó el contrato con Beech Aircraft, le advirtió que los interruptores del termostato, como la mayor parte de todos los demás interruptores y sistemas de la nave, tendrían que ser compatibles con la red eléctrica de 28 voltios de la nave. Y Beech se ajustó a esas normas. Sin embargo, ese voltaje no era el único con el que funcionaría el vehículo. Durante las semanas previas al lanzamiento y los meses subsiguientes la nave pasaba mucho tiempo conectada a los generadores de la plataforma de lanzamiento de Cabo Cañaveral, para llevar a cabo las pruebas de los equipos de vuelo. Los generadores del Cabo eran dínamos comparados con los insignificantes vasos acumuladores de energía eléctrica del módulo de servicio, que producían normalmente 65 voltios de corriente.

North American acabó preocupándose porque esa diferencia de corriente relativamente tremenda derritiera el delicado sistema termorregulador de los tanques de criogénicos incluso antes de que la nave abandonara la plataforma de lanzamiento, y decidió cambiar sus componentes. También advirtió a Beech que pensaba anular los planos de termorregulación originales y sustituirlos por otros que pudieran soportar las elevadas cargas de la plataforma de lanzamiento. Beech tomó nota de los cambios y modificó debidamente todo el sistema de termorregulación, o casi todo. Inexplicablemente, los ingenieros pasaron por alto el cambio de los interruptores y dejaron los antiguos de 28 voltios con el nuevo sistema de 65. Los técnicos de Beech, de North American y de la NASA revisaron el trabajo de Beech, pero nadie descubrió la discrepancia.

Aunque la presencia de interruptores de 28 voltios en un tanque de 65 no tenía por qué ser causa suficiente para deteriorar un tanque, al menos no más de lo que, por ejemplo una mala instalación eléctrica en una casa tendría necesariamente que causar un incendio la primera vez que se acciona un interruptor, el error, sin embargo, era considerable. Las causas necesarias para convertirlo en una catástrofe fueron otros descuidos, también humanos, y el Comité Cortright no tardó en descubrirlos.

Los tanques del Apolo 13 fueron enviados el 11 de marzo de 1968, con sus interruptores de 28 voltios, a la planta de North American Rockwell de Downey. Allí se ensamblaron a un marco metálico, o estante, y fueron instalados en el módulo de servicio 106. Éste fue diseñado para la misión Apolo 10, en 1969, en la cual Tom Stanford, John Young y Gene Cernan llevarían a cabo la primera prueba de un módulo lunar en órbita alrededor de la Luna. Pero durante los meses siguientes, se realizaron pequeños progresos técnicos en el diseño de los tanques de oxígeno y los ingenieros decidieron quitar los que ya llevaba el módulo de servicio del Apolo 10 y sustituirlos por otros más modernos. Los antiguos se remozarían y se destinarían a otro módulo de servicio, para un viaje posterior.

Quitar los tanques de criogénicos de una nave Apolo era una tarea delicada. Como era casi imposible aislar un tanque de la maraña de conductos y cables que salían de él, había que quitar todo el armazón, con todo su correspondiente equipo informático. Para ello, los ingenieros engancharían una grúa al borde del armazón, quitarían los cuatro anclajes que lo sujetaban y sacarían el bloque. El 21 de octubre de 1968, el día en que Wally Schirra, Donn Eisele y Walt Cunningham amerizaron después de once días de viaje en el Apolo 7, los ingenieros de Rockwell desengancharon el armazón del tanque del módulo 106 y lo alzaron cuidadosamente de la nave.

Sin que los operadores de la grúa lo supieran, el cuarto anclaje no se había soltado, y al activar el motor del chigre, el armazón se elevó sólo cinco centímetros, se quedó bloqueado por el anclaje fijo, la grúa patinó y el armazón volvió a caer. La sacudida producida por la caída no fue muy grande, pero el modo de tratar el incidente estaba muy claro. Cualquier accidente en la factoría, por más nimio que fuera, requería que se inspeccionaran todos los componentes de la nave para comprobar que no habían sufrido ningún daño. Se examinaron los tanques del armazón que cayó y se descubrió que estaban intactos. Poco después se desarmaron, se remodelaron y se instalaron en el módulo 109, que formaría parte del futuro Apolo 13. A principios de 1970, el cohete Saturn V, con el Apolo 13 encaramado a su proa, salió a la plataforma de lanzamiento para preparar el próximo lanzamiento, en el mes de abril. Y según descubrió la Comisión Cortright, allí fue donde encajó la última pieza del rompecabezas del desastre.

Uno de los hitos más importantes de las semanas previas al lanzamiento de un Apolo era el ejercicio conocido como prueba de demostración de la cuenta atrás. Durante el ejercicio, que duraba varias horas, la tripulación de la nave y el personal de tierra ensayaban todas las etapas conducentes a la ignición real del cohete el día del lanzamiento. Para que ese ensayo general fuera lo más veraz posible, los tanques de criogénicos se presurizaban completamente, los astronautas se vestían al uso y la cabina se llenaba con aire circulante a la misma presión que en el momento del despegue.

Durante la prueba de demostración de la cuenta atrás del Apolo 13, con Jim Lovell, Ken Mattingly y Fred Haise, no se presentaron problemas significativos, Pero al final del largo ensayo general la tripulación de tierra advirtió una pequeña anomalía: el sistema criogénico, cuyos líquidos superrefrigerados debían trasvasarse antes de cerrar la nave, se estaba rebelando. El procedimiento de vaciado de los tanques de criogénicos no solía ser complicado; los ingenieros sólo tenían que bombear oxígeno gaseoso en el tanque por uno de los conductos, para que los líquidos salieran por el otro. Los dos tanques de hidrógeno, así como el tanque uno de oxígeno, se vaciaron sin dificultad. Pero el tanque de oxígeno dos parecía estar atascado y sólo soltó un 8 por ciento de sus 145 kilos de líquido superfrío, pero no más.

Al estudiar el diseño del tanque y su proceso de fabricación, los ingenieros de Cabo Cañaveral y de Beech Aircraft creyeron descubrir dónde estaba el problema. Sospecharon que, al levantar el armazón hacía ocho meses, el tanque había sufrido más daños de lo que supusieron en un principio los técnicos de la fábrica, y uno de los tubos de desagüe del cuello del recipiente se había desplazado. Eso hacía que el oxígeno gaseoso bombeado al interior del tanque volviera a salir directamente por el desagüe, sin afectar al oxígeno líquido que debía desaguar.

En un proyecto donde la tolerancia de errores de los ingenieros se aproximaba a cero, una disfunción semejante debería de haber provocado la voz de alarma, pero en aquel caso no fue así. El proceso de vaciado de los tanques sólo se llevaba a cabo durante las pruebas de la plataforma. Durante el viaje propiamente dicho, el oxígeno líquido de los tanques no saldría por el tubo de desagüe sino por una red de conductos completamente distinta, que conducía a los depósitos de combustible o al sistema de ambientación que suministraba aire respirable presurizado a la cabina. Si ese día conseguían vaciar el tanque de alguna manera, los ingenieros podrían volver a llenarlo el día del lanzamiento sin tener que preocuparse más por los conductos de llenado ni por el desagüe. Y se les ocurrió una técnica simple y elegante.

Con la temperatura y la presión bajísimas, el contenido semilíquido del tanque no se movía. Pero uno de los técnicos se preguntó qué ocurriría si utilizaban los termorreguladores. ¿Por qué no ponían en marcha el dispositivo de calentamiento, que haría evaporarse el O2 haciendo que éste emanara sin dificultad por el conducto de salida?

—¿Es ésta la mejor solución? —preguntó Jim Lovell a los técnicos de la plataforma.

Le habían convocado a una reunión en el edificio de operaciones de Cabo Cañaveral, donde le explicaron el procedimiento.

—Es la mejor que se nos ha ocurrido.

—¿Y ha funcionado bien el tanque en todo lo demás? —insistió Lovell.

—Sí.

—¿No habéis descubierto ninguna otra pega?

—No.

—Y el tubo de desagüe no tiene ninguna función durante el vuelo…

—Ninguna.

Lovell reflexionó un momento.

—¿Cuánto se tardaría en cambiar el tanque entero por otro nuevo?

—Sólo cuarenta y cinco horas, pero luego tendríamos que hacerle las pruebas de comprobación. Si se nos pasa la ventana de lanzamiento, habría que retrasar toda la operación un mes.

—Bueno —dijo Lovell tras otra pausa para meditarlo—, si estáis todos conformes con eso, yo también.

Meses más tarde, durante la investigación Cortright en Cabo Cañaveral, Lovell mantuvo su decisión.

—Acepté esa solución. Si funcionaba, el lanzamiento se haría en su momento. Si no, probablemente habría que cambiar el tanque y eso retrasaría mucho la misión. El personal de pruebas de la plataforma no sabía que el termostato del tanque no era el adecuado, ni pensó en lo que podría suceder si los termorreguladores funcionaban durante demasiado tiempo.

Pero el termostato del tanque contenía un interruptor inadecuado, el de 28 voltios, y luego resultó que el sistema de calentamiento estuvo en marcha demasiado tiempo. La noche del 27 de marzo, quince días antes del despegue del Apolo 13, pusieron en marcha las bobinas de calentamiento del segundo tanque de oxígeno del módulo 109, Dada la gran carga de O2 que contenía, los ingenieros calcularon que tardarían unas ocho horas en vaciar el tanque completamente. Ocho horas eran más que suficientes para que la temperatura del tanque superara el límite de 27 grados, pero los técnicos sabían que podían confiar en la actuación del termostato para prevenir cualquier problema. Pero cuando aquel termostato alcanzó la temperatura crítica e intentó conectar, la comente de 65 voltios que recibió lo fundió inmediatamente.

Los técnicos de la plataforma de Cabo Cañaveral no podían saber que el pequeño componente que debía proteger el tanque de oxígeno se había soldado y permanecía cerrado. Sólo se quedó un ingeniero a cargo del proceso de vaciado del tanque, pero todos sus instrumentos revelaron que los contactos del termostato seguían cerrados, como debía ser, indicando que el tanque no se había recalentado demasiado. La única posibilidad para saber si el sistema no estaba funcionando debidamente era consultar un indicador del panel de instrumentos de la plataforma de lanzamiento, que controlaba permanentemente la temperatura del interior de los tanques de oxígeno. Si el marcador subía a más de 27 grados, el técnico sabría que el termostato había fallado y apagaría el dispositivo de calentamiento. Desgraciadamente, el marcador del panel de instrumentos no podía subir a más de 27 grados. Con tan pocas posibilidades de que la temperatura interior del tanque alcanzara ese extremo, y puesto que ése era el límite mínimo de la zona de peligro, los diseñadores del panel de instrumentos no consideraron que hubiera razón alguna para que el indicador marcara más allá de esa cifra máxima. Pero lo que no sabía, ni podía saber, el ingeniero de servicio esa noche era que, con el termostato fundido y apagado, la temperatura interior de ese tanque subió de hecho a 538 grados, igual que un verdadero horno. Durante buena parte de la noche, el dispositivo de calentamiento estuvo en marcha, sin que la aguja del indicador pasara de los 27 grados, temperatura algo alta pero no preocupante. Tras las ocho horas, el último oxígeno líquido había hervido y se había evaporado, como pensaron los ingenieros, pero también se había fundido el aislamiento de teflón que protegía los cables interiores del tanque. Dentro del tanque vacío corría una red de hilos de cobre desnudos, propensos a provocar chispas, que no tardaría en ser sumergida en un líquido sumamente inflamable: oxígeno puro.

Diecisiete días después, y a casi 370 000 kilómetros de distancia, Jack Swigert, respondiendo a una petición de rutina de tierra, puso en marcha las aspas del tanque de criogénicos para remover el oxígeno. Las dos primeras veces que Swigert había cumplido esa orden, las aspas habían funcionado normalmente. Pero fue entonces cuando uno de los cables soltó una chispa, que prendió en los restos del teflón. La súbita elevación de temperatura y presión del ambiente de oxígeno puro hizo reventar el cuello del depósito, la parte más endeble del recipiente. Los 136 kilos de oxígeno se convirtieron repentinamente en gas, invadieron la zona de almacenamiento cuatro del módulo de servicio, reventaron el panel exterior del vehículo y produjeron la explosión que tanto asustó a los astronautas. Al salir disparado, un pedazo curvo del casco chocó contra la antena de alta ganancia de la nave, ocasionando el misterioso cambio de canal que el oficial de comunicaciones de Houston notificó al mismo tiempo que los astronautas informaban de la explosión y la sacudida.

Aunque el tanque número uno no fue dañado directamente por la explosión, compartía conducciones con el tanque dos; la explosión arrancó parte de esos delicados tubos y el tanque intacto se vació por ellos, vertiendo su contenido al espacio. Por si eso no fuera bastante grave, la explosión que sacudió la nave cerró violentamente las válvulas de alimentación de varios de los propulsores de control de posición, inutilizándolos totalmente. Cuando la nave empezó a balancearse a causa de la fuga del tanque uno y de la propia explosión, el piloto automático puso en marcha los propulsores para intentar estabilizar la posición de la nave. Pero como sólo funcionaba parte de los cohetes, era imposible que el Apolo recobrara el equilibrio. Cuando Lovell se hizo cargo del control manual del casi inútil sistema de posición, no corrió mejor suerte. La nave se pasó dos horas muerta y a la deriva.

Ésas fueron las teorías propuestas por la Comisión Cortright, que más tarde fueron confirmadas, cuando se comprobaron sus corazonadas técnicas. En las cámaras de vacío del Centro Espacial de Houston, los técnicos pusieron en marcha el dispositivo de calentamiento de un tanque exactamente igual al del Apolo 13 y descubrieron que, efectivamente, el termostato se fundió y se quedó bloqueado; después dejaron funcionar el sistema de calentamiento, igual que sucedió a bordo del Apolo 13, y comprobaron que el teflón de los cables se derretía; y finalmente, removieron los gases criogénicos igual que en el Apolo 13 y vieron que uno de los cables soltaba una chispa, que hacía estallar el tanque por el cuello y que después reventaba el panel lateral del módulo de servicio de prueba.

El otro misterio que quedaba por resolver era la causa de la desviación de la trayectoria de la nave mientras regresaba a la Tierra, y dicha tarea se confió a los Telmu. Los controladores de vuelo concluyeron que el Aquarius se había desviado no por una fuga sin detectar de un tanque o un conducto deteriorado, sino por el vapor que emanaba de sus sistemas de refrigeración. Los chorritos de vapor que emitía el sublimador de agua al echar al espacio el exceso de calor nunca habían afectado la trayectoria del LEM, pero sólo porque el módulo lunar no se ponía nunca en marcha hasta que estaba a punto de iniciar la órbita lunar, justo antes de separarse de la nave nodriza y dirigirse a la superficie de la Luna. Para un viaje tan breve, la invisible pluma de vapor no era lo bastante consistente para desviar el rumbo del LEM. Pero en un recorrido lento en vuelo libre de 444 000 kilómetros, esa emanación casi insignificante fue más que suficiente para alterar la trayectoria de vuelo de la nave, impulsándola hacia el borde del corredor de reentrada.

A finales de la primavera, la Comisión Cortright publicó sus descubrimientos, reconociendo implícitamente que no tenía por qué haber ocurrido ninguno de esos problemas, pero destacando que éstos habían sido meramente técnicos, y que al menos la NASA había evitado el terrible espectro de ver a tres astronautas muertos en órbita perpetua alrededor de la Tierra en una nave sin vida.

La mayor parte de la comunidad espacial de Houston saltó sobre el informe cuando se publicó, pero Jim Lovell, Jack Swigert y Fred Haise no. En ese momento, los hombres cuya vida había sido afectada más directamente por el termostato fundido, el termómetro mal calculado, la explosión del tanque y el vapor del sistema de refrigeración, estaban en el extranjero, realizando una de las últimas tareas de su misión: la gira por cinco naciones que la Agencia había organizado para ellos.

Ocho meses después de que los tripulantes del Apolo 13 regresaran de su viaje de buena voluntad, el Apolo 14, equipado con interruptores de termostato de mayor voltaje, cables reforzados y un tercer tanque de oxígeno instalado en un armazón aparte del módulo de servicio, despegó con destino a Fra Mauro. Jim Lovell se pasó gran parte del viaje en Control de Misión, contemplando con expresión impasible cómo Al Shepard y Ed Mitchell dejaban las huellas de sus pies en las colinas que Fred Haise y él nunca hollarían. Poco tiempo después, Lovell, apartado de la rotación de los vuelos lunares, dejó el Programa Apolo para pasarse al Programa de la Lanzadera, que acababa de estrenarse. Allí trabajó con los fabricantes que presentaban sus proyectos para diseñar el inmenso panel de instrumentos de la nave.

Una tarde, en la planta McDonnell Aircraft de St. Louis, donde Lovell estaba estudiando unos planos sobre la colocación de interruptores y examinando muestras de salpicaderos, levantó la vista y echó una mirada a su alrededor. De repente recordó que quince años atrás había trabajado en la misma sala de aquella factoría, cuando era tan sólo un joven oficial de la Armada, procedente de Pax River, que colaboraba en el diseño del panel de instrumentos del nuevo Phantom F4H. Después de casi veinticinco años de vuelo, que incluían dos viajes de órbita terrestre y otros dos a la de la Luna, comprendió que había cerrado el círculo. Esa noche, y para siempre, Jim Lovell se montó en su T-38 y volvió a su casa, en Timber Cove, junto a su familia.

El resto de la familia apareció en casa de Jim y Marilyn Lovell, en Horseshoe Bay, poco antes del mediodía de la víspera de Navidad. Como todas las anteriores desde que habían nacido sus quinto, sexto y séptimo nietos, aquélla fue una llegada muy ruidosa. Los primeros fueron Lauren, de dieciséis años, Scott, de catorce y Caroline, de nueve. A continuación, en un torbellino aún más bullicioso, aparecieron Thomas, de doce, Jimmy, de ocho, y John, de cuatro. Y detrás entraron sus padres, agotados. Allie, que acababa de tranquilizarse después de su intensa exploración de los objetos frágiles de la casa, se repuso inmediatamente al ver tantas caras nuevas y se dirigió a gatas a reunirse con el grupo.

Se cruzaron saludos y se dejaron los paquetes. Después, como podía haber predicho Lovell, uno de sus nietos, John, salió corriendo hacia su estudio. Que Lovell recordara, no había habido ni una sola visita en la que John no se hubiera dirigido hacia la habitación forrada de madera llena de trofeos; tampoco Lovell no había dejado de preguntarse si su nieto consideraba todos aquellos recuerdos algo más que juguetes.

Ese día, Lovell permitió que John jugara a solas unos minutos y luego le siguió. Como tantas otras veces, John estaba parado frente al globo lunar de un rincón del estudio. Era un globo grande, de un metro de diámetro, con todos los detalles de la moteada superficie de la Luna. Por toda la superficie de la esfera había quince flechitas de papel que indicaban los lugares de alunizaje de los vehículos, tripulados o no, que habían tenido lugar a lo largo de los años. Estaban señalados los de las sondas Ranger americana y Luna soviética, los Surveyor americanos y los Lunakhod soviéticos. Y por supuesto, los Apolo americanos.

Pero en ese momento no se veían las flechitas ni los demás detalles de la superficie. John, como solía hacer siempre, había hecho girar la gran bola y la estaba mirando atentamente, dándole más impulso con la mano derecha cuando amenazaba con detenerse. Lovell se quedó un poco atrás, observando los cráteres y los mares, las colinas y las depresiones, rodando en una gran mancha monocroma, y después se situó a espaldas de su nieto. Tendió el brazo, frenó la rotación del globo con la palma de la mano y con la otra apartó al niño hacia el alféizar de la ventana, donde estaba el visor óptico del Aquarius.

—John, quiero enseñarte algo que te gustará —le dijo el comandante.

A espaldas de Lovell, el globo lunar se detuvo chirriando, con una de sus flechitas apuntando perpetuamente a Fra Mauro.