Apenas iniciado su turno de la mañana, Jerry Bostick, el oficial de dinámica de vuelo del Equipo Marrón ya tenía un día fatal. Y sospechaba que no tardaría en empeorar.
—Maldita sea —murmuró Bostick por lo bajo y asqueado, de pie ante su consola de la primera fila, mirando la pantalla.
Se inclinó por encima del hombro de Dave Reed, el Fido de servicio y echó otro vistazo a los números fosforescentes.
—¡Maldita sea! —repitió, lo bastante alto esa vez para que Reed se volviera.
—¿Qué pasa, Jerry? —le preguntó Reed.
—Más vale que no te enteres —respondió Bostick.
—A ver…
Bostick alargó la mano hasta la pantalla de Reed, pasó el índice por una columna de cifras y lo detuvo sobre uno de los datos. Reed se inclinó hacia delante y entornó los ojos. La columna que señalaba Bostick era la de «Trayectoria». Y el número que señalaba «6,15».
—¡Oh no! —gimió Reed, ocultando la cara entre las manos.
Desde las diez de la noche anterior, después de ejecutar la corrección de medio curso del Apolo 13, aquella cifra había sido uno de los más alentadores datos de telemetría que procedían de la nave. Antes del encendido de la fase de descenso, la trayectoria de las naves acopladas se había desviado a 5,9 grados, justo a poco más de medio grado del extremo inferior del corredor de reentrada, el extremo donde la nave podía rebotar hacia el espacio en lugar de reentrar en la atmósfera. Después de la corrección de medio curso, la situación había mejorado espectacularmente: el Apolo 13 había recuperado los cómodos 6,24, cercanos a los 6,5 del mismo centro del corredor. Pero a las ocho de la mañana del jueves parecía que el rumbo había vuelto a deteriorarse.
—¿Qué demonios pasa con esto, Jerry? —preguntó Reed, apartándose un poco para que Bostick se acercara más a la pantalla.
—No tengo ni idea.
—Así que no era la emisión de helio…
—No, es imposible que tuviera estas consecuencias.
—Tal vez estén mal los arcos de seguimiento.
—Los arcos están bien, Dave.
—O tal vez haya interferencias en los datos.
Bostick miró la cifra de 6,15, impertérrita en la pantalla.
—¿A ti te parece que es un baile de datos?
Si el problema no residía en el helio ni en un baile de cifras, y era cierto que la nave estaba descendiendo al extremo del corredor; tendrían que volver a poner en marcha el motor de descenso del LEM para rectificar el rumbo. Pero sin el helio que daba presión a los depósitos de combustible, era muy improbable que pudieran encender el motor. Antes de que Bostick tuviera tiempo de rumiar la nueva situación se le acercó Glynn Lunney, el director de vuelo del Equipo Negro.
—Jerry —le dijo Lunney—, necesito hablar contigo. Tenemos un problema.
—Yo también tengo un problema aquí, Glynn —le dijo Bostick—. Se están desviando otra vez al extremo inferior.
—¿Están bien los arcos de seguimiento? —le preguntó Lunney.
—Parece que sí.
—¿Hay algún escape?
—No vemos ninguno —respondió Bostick.
—Bueno, dale prioridad, pero empieza a trabajar con esto: me acaban de llamar de la Comisión de Energía Atómica; están preocupados por el LEM —le dijo Lunney.
Bostick se lo estaba temiendo. Durante la breve estancia del Aquarius en la superficie lunar, Jim Lovell y Fred Haise no sólo debían recoger muestras de suelo, sino dejar allí varios instrumentos científicos automáticos, como un sismógrafo, un colector de viento solar y un reflector láser.
Puesto que los experimentos previstos debían desarrollarse durante más de un año y no podían funcionar durante tanto tiempo alimentados por combustible o baterías, se les había dotado de un reactor nuclear en miniatura, alimentado por uranio procesado, procedente de una central nuclear. El pequeño generador no representaba ningún peligro en la Luna, pero algunos se preguntaron, cuando se propuso ese sistema, qué ocurriría si la pequeña barra de uranio no llegaba a la Luna. ¿Y si el cohete Saturn 5 estallaba antes de que la nave entrara en la órbita terrestre, arrojando el uranio por ahí? Para prevenir esa contaminación ambiental, los diseñadores del LEM aceptaron aislar el material nuclear en un pesado casco de cerámica resistente al calor y a cualquier explosión, a la reentrada en la atmósfera e incluso a una colisión violenta contra la superficie de la Tierra, sin peligro de escapes ni de radiación. Cuando el LEM dejara la órbita en dirección a la Luna, el casco protector se tornaría superfluo y nadie le prestaría mayor atención. Pero en ese momento, el módulo lunar del Apolo 13 volvía a la Tierra y debía soportar la terrible reentrada en la atmósfera que temían los agoreros y Jerry Bostick ya se estaba temiendo que la Comisión de Energía Atómica no tardaría en presentarse a protestar por la presencia de la barra de uranio y su protección de cerámica.
—¿Cuándo te han llamado, Glynn? —le preguntó Bostick.
—Hace un momento. Están muy nerviosos con la barra de uranio.
—¿Les has dicho que habíamos probado el casco un montón de veces?
—Sí.
—¿Y no les has dicho que no hay razón alguna para suponer que no soportará la reentrada?
—Sí.
—¿Y no se lo han creído?
—Oh, sí, pero quieren que les demos más seguridades. Quieren que cuando el LEM americe, no lo dejemos hundirse en cualquier parte, sino en las aguas más profundas que encontremos. ¿Quieres ocuparte de eso, por favor?
Bostick perdió los estribos, dentro de los haremos contenidos de Control de Misión.
—¡Mierda, Glynn, esto es ridículo! Construimos ese maldito casco de cerámica para no tener que preocuparnos por esa clase de cosas.
Mientras logremos que el LEM americe en alguna parte sin chafarle la cabeza a alguien, no vamos a perjudicar a nadie.
Era muy posible que Glynn Lunney estuviera de acuerdo con Jerry Bostick, y probablemente lo estaba, pero se reservó su opinión. La AEC era una organización gubernativa, el gobierno pagaba las facturas de la NASA y si la gente que controlaba las arcas de la Agencia quería que un director de vuelo resolviera ese problema, el director de vuelo no tenía más remedio que obedecer. Lunney esperó compasivamente unos minutos a que su Fido se desfogara, se encogió de hombros con él pensando en los burócratas de Washington y después le sugirió que acaso, tan sólo acaso, la AEC tuviera parte de razón. Por supuesto, lo principal era enderezar el rumbo del Apolo 13 por el corredor, pero cuando aquello estuviera solucionado, ¿no sería bastante sencillo tranquilizar a la AEC, buscar un punto del océano especialmente profundo y dirigir al LEM hacia allá?
—Nos encargaremos de eso, Glynn —dijo Bostick al fin—. No te preocupes. Creo que hay un sitio por Nueva Zelanda que podría valer.
Lunney asintió, agradecido, y se alejó a atender otras cosas, mientras Bostick reanudaba sus tareas. Al volverse hacia su consola, advirtió que Reed, con aspecto mucho más preocupado que antes, se hallaba consultando con el Fido del Equipo Negro. Bostick se inclinó por encima de ellos, consultó la pantalla y vio que la trayectoria de vuelo, que ya sufría una desviación hacía unos minutos, se estaba derrumbando: la cifra de la columna de marras estaba sólo una fracción por encima del 6,0 y no dejaba de bajar Su día fatal estaba empeorando a ojos vistas.
Cuando Joe Kerwin le llamó para comunicarle lo de la trayectoria, Jim Lovell se estaba comiendo un frankfurt. Bueno, en realidad estaba intentando comérselo, pero con escasa fortuna. La jornada laboral de ese jueves acababa de empezar, al mismo tiempo que la del Equipo Marrón en tierra, y aunque Lovell no podía opinar sobre el personal de Houston, el de su nave parecía descansado, por lo menos hasta cierto punto. Cuando Fred Haise y Jack Swigert se fueron a dormir a las tres y media de la madrugada, en su turno improvisado de sueño, Lovell pensó que era mejor no molestarles y su decisión se reveló acertada.
Swigert, que la noche anterior parecía casi surrealísticamente alegre por poder disfrutar de su oportunidad de trabajar en su módulo de mando, estaba mucho más animado esa mañana. Y Haise, que el día anterior tenía la cara de un gris enfermizo, parecía gozar de algo de color.
Lovell no estaba seguro de si los colores del piloto del LEM eran signo de salud o de rubor febril en las mejillas. Pero Haise ya les había demostrado que no estaba dispuesto a ser interrogado sobre el particular y Lovell se obligó a respetar sus deseos. Durante las primeras dos horas los astronautas se entregaron a sus tareas, trajinaron por la cabina y atendieron a sus cometidos sin decir palabra, como tres pescadores medio despiertos preparándose para su día de pesca, a orillas de un lago. A las ocho y media, mientras Jerry Bostick, Glynn Lunney y Dave Reed discutían sobre la desviación de la trayectoria y el material radiactivo, Lovell creyó oportuno dar de comer a sus hombres.
—Oye, Jack… ¿Cómo andamos de provisiones por ahí atrás? —preguntó el comandante.
Swigert estaba encima de la tapa del motor, como siempre, hojeando un libro de sistemas.
—A ver… —le contestó.
Soltó el libro, lo dejó flotando a su lado y abrió el cofre donde había almacenado los paquetes de comida.
—Pues nada maravilloso, Jim —dijo, revolviendo las bolsas de plástico transparentes—. Sopa fría, más sopa fría y… esto parecen dulces.
—¿Y si vuelves al dormitorio y te traes más raciones?
—De acuerdo.
—¿Quieres algo en especial, Freddo? —le preguntó Lovell.
—Sí. Aquellos bocadillos de frankfurt…
Swigert se metió en el helado módulo de mando, flotó hasta el cofre de las provisiones y revolvió entre los últimos paquetes. Los bocadillos de frankfurt estaban al fondo, en bolsas selladas, envueltos de uno en uno, cada cual con su tira de velcro distintiva, roja, blanca o azul, y absolutamente congelados, según descubrió Swigert, asombrado. Sacó un bocadillo del cofre, lo observó con curiosidad y después cogió los otros dos y regresó por el túnel, riéndose.
—Bien, señores —anunció al reaparecer—, os traigo lo que me habéis pedido, pero no estoy muy seguro de si lo vais a querer.
Lovell tendió el brazo, cogió el paquete cubierto de escarcha que le ofrecía Swigert y después se echó a reír y lo golpeó contra el mamparo: resonó con estruendo metálico.
—Suena de maravilla —dijo Lovell.
—Tiene una pinta estupenda —bromeó Haise.
—Que aproveche —añadió Swigert.
Pero antes de que Lovell abandonara el bocadillo congelado sonó la voz de Joe Kerwin en sus auriculares.
—Aquarius, aquí Houston.
—Adelante, Houston —respondió Swigert.
—Escuchad, chicos, sólo quería deciros que según el marcador, estáis a 240 000 kilómetros, es decir vamos a ver… 18 500 más cerca que cuando hablamos hace dos horas. Y vuestro Fido sonriente me dice que vais a 6340 kilómetros por hora en una zona de 5550.
—Fantástico —dijo Swigert.
—Queda una cosa más —prosiguió Kerwin—. El Fido, bueno…, nos está dando una ligera desviación de trayectoria y digamos que… está acariciando la idea de preparar otra maniobra de corrección unas cinco horas antes de la reentrada. Si la hacemos, no será a más de 0,66 metros por segundo.
Lovell, Swigert y Haise se miraron con recelo.
—Vaya mañanita tiene el Fido… —dijo Swigert exasperado.
—Sí, está muy inspirado —respondió Kerwin antes de cortar la comunicación.
A Lovell aquello no le gustó en absoluto. Si el motor estaba fuera de combate después de la erupción del helio, los reactores de control de posición valdrían probablemente para la faena, pero mientras un encendido a 0,66 metros por segundo sólo hubiera requerido dos segundos a poca potencia del motor de descenso, los reactores pequeños tardarían en lograrlo alrededor de medio minuto trabajando a máxima potencia, lo cual los dejaría casi exangües.
—No me hace ni pizca de gracia —dijo Lovell a Haise, apartando su bocadillo.
—Ni a mí —coincidió Haise.
El comandante se levantó de su asiento, dispuesto a subir por el túnel en busca de un desayuno más apetitoso, pero Kerwin le interrumpió:
—Jim, el siguiente paso que debéis hacer Jack y tú es transferir un poco de corriente del LEM al módulo de mando para recargar la batería de reentrada.
—De acuerdo, te dejo con Jack —le respondió Lovell.
Swigert tomó el relevo y Lovell se quitó los auriculares para meterse en el túnel con libertad de movimientos, pero en cuanto Kerwin empezó a explicar los procedimientos a Swigert y éste empezó a musitar «ajá» y «hmmmm», Lovell empezó a preocuparse.
—¿Están seguros de querer hacemos gastar las pilas ahora? —preguntó a Swigert, asomando la cabeza por el túnel—. El LEM tiene que navegar durante veinticuatro horas más…
Swigert transmitió la pregunta a Houston:
—Una pregunta: si transferimos energía ahora, ¿no nos quedaremos cortos luego para la reentrada?
—Negativo, Jack. Según los últimos datos, tenemos amperaje hasta la hora doscientos tres, y el amerizaje será a las ciento cuarenta y dos.
—Jim, no hay problema. Tenemos energía hasta la hora doscientos tres —le repitió Swigert a Lovell.
—¿Lo han probado ya o vamos a quedarnos con las baterías secas intentando transferir electricidad al módulo de mando? —insistió Lovell.
—Oye, Houston —dijo Swigert—, Jim quiere saber si habéis probado el procedimiento y qué tal ha ido. No habrá peligro de que nos quedemos sin baterías o algo, ¿eh?
—Mira, Jack, no hemos probado el procedimiento, pero con el consumo de corriente que tenemos, no pasa nada si se agota una batería. Y recordad que la razón que nos obliga a hacer todo esto es que a vuestra batería de reentrada le faltan veinte amperios/hora y no tenemos más remedio que recargarla para haceros llegar hasta aquí.
Swigert se dirigió a Lovell: No han probado el procedimiento. No creen que haya problema. Y nos recuerdan que si no lo hacemos no llegaremos a la Tierra.
Lovell soltó un gruñido de asentimiento. Swigert reanudó la comunicación y se pasó gran parte de la mañana copiando el procedimiento de alimentación, yendo y viniendo de una nave a la otra, pulsando los interruptores necesarios y controlando la transferencia de electricidad entre una y la otra nave. Mientras se ocupaba de esas tareas, el Capcom, Vance Brand de nuevo, les llamó para encargarles más trabajo a Lovell y Haise.
Los oficiales de guiado y navegación necesitaban saber cuánto lastre llevaba la Odyssey antes de alinear la plataforma y tomar el rumbo apropiado para la reentrada, lo mismo que los Fido tenían que conocer el peso exacto de la carga más la tripulación del Aquarius antes de encender el motor de descenso. Los ordenadores de una nave Apolo estaban programados para que el módulo lunar despegara de la Luna con cincuenta kilos más que antes de alunizar, cincuenta kilos de muestras de suelo y rocas recogidos por los astronautas. Pero el LEM volvía sin muestras, y antes de su reentrada en la atmósfera los astronautas habrían de transferir parte del equipo del LEM al módulo de mando, estibarlo en las zonas de almacenamiento dispuestas para llevar los valiosos tesoros que debían haber traído de la Luna y esperar que el peso estuviera bien y el ordenador se lo creyera.
—Bien, Jim —radió Brand mientras Swigert seguía trabajando—, cuando tengas un momento, empieza a copiar, tengo la lista de estibaje de entrada, que especifica qué parte del equipo tendréis que trasladar antes de amerizar.
—Ya estoy listo —contestó Lovell, sacándose el bolígrafo del bolsillo de la manga y haciendo una seña a Haise para que le pasara una hoja de los planes de vuelo.
—De acuerdo. Tenéis que llevaros las dos cámaras Hasselblad de setenta milímetros, la cámara de televisión en blanco y negro, todos los rollos de película usados de dieciséis y setenta milímetros, el registrador de datos del LEM, los tubos y las máscaras de oxígeno sobrantes, la manga del aparato de eliminación de desperdicios y el fichero de los datos de vuelo del LEM. ¿Lo tienes todo?
—Sí.
Lovell mostró la lista a Haise y ambos se pusieron a recoger la carga enumerada por el Capcom. Haise abrió un cofre, sacó las dos cámaras de fotos y las dejó en el aire a su espalda; frente a otro cofre, Lovell extrajo los tubos de oxígeno y los dejó suspendidos como serpientes voladoras. Ante el cofre siguiente, Haise distinguió algo curioso y se detuvo un momento. Apilados uno sobre otro estaban los paquetes de efectos personales, o PPK, unas bolsas de tela Beta donde los astronautas llevaban objetos o recuerdos que no tenían ninguna función técnica, pero sí un significado especial para los tres hombres. Algunos astronautas llevaban un recuerdo sentimental; otros una moneda o una banderita; Lovell se había llevado un pequeño broche de oro con el número 13 incrustado en brillantitos, que había encargado antes de la misión y pensaba regalárselo a Marilyn a su regreso.
Mientras Fred Haise contemplaba su PPK, advirtió que tenía un sobre cerrado pegado encima, con las palabras: «Para Fred». La caligrafía le resultó familiar. Echó un vistazo para comprobar si el comandante le estaba mirando, cogió el sobre y lo abrió. Enseguida salieron volando varias fotografías. La primera era de su mujer, Mary; la segunda de su hijo mayor, Fred; la tercera era de sus otros dos hijos, Stephen y Margaret.
Haise pescó las fotos al vuelo y miró dentro del sobre. Había una hoja con la misma caligrafía que la del sobre.
Querido Fred: Cuando leas esto ya habrás alunizado y espero que estarás volviendo a la Tierra. Sólo queremos decirte cuánto te queremos, lo orgullosos que estamos de ti y lo mucho que te echamos de menos. ¡Vuelve pronto! Besos, Mary.
Haise leyó la carta rápidamente, la volvió a meter en el sobre con las fotos y se lo metió en el bolsillo.
—¿Era de Mary? —le preguntó Lovell en voz baja a su espalda.
Haise se sobresaltó.
—Sí… debió de dársela al encargado de los paquetes la semana pasada.
—Qué detalle… —le dijo Lovell con una sonrisa de complicidad.
Él también había encontrado una carta de Marilyn en su paquete.
—Sí…
En un acuerdo tácito y mutuo, los dos hombres no dijeron nada más sobre las cartas y terminaron de reunir el equipo en silencio. Aunque no sabía qué estaría pensando Haise, Lovell sospechaba que sentiría lo mismo que él. De repente se exasperó, pensando que aquella misión le estaba hartando. Ya no podía más con los recuerdos conmovedores de aquel alunizaje que nunca llegaría a realizar: las últimas miradas a Fra Mauro mientras se alejaban, las ojeadas de deseo lanzadas hacia su traje espacial sin estrenar, las miradas tristes a sus inútiles instrucciones de alunizaje. Bien estaba que no se llevara a cabo el alunizaje que tanto entrenamiento les había costado a Haise y a él; pero ya era hora de estibar la carga, cambiar de marcha y acabar de una vez por todas con aquel maldito viaje.
—Freddo, vamos a estibar todo esto, llamaremos a tierra y veremos cómo están las instrucciones para esa maldita reentrada.
«Aquí Control Apolo, a las ciento diecinueve horas y diecisiete minutos de tiempo transcurrido en tierra —dijo Terry White por el micrófono de la consola de relaciones públicas justo después de la hora del almuerzo—. La nave está a 207 615 kilómetros de la Tierra. Su velocidad es de 6891 kilómetros por hora y sigue aumentando. Está prevista su reentrada en la atmósfera a las ciento cuarenta y dos horas, cuarenta minutos y cuarenta y dos segundos, es decir dentro de veintitrés horas y veintidós minutos. Unas cinco horas antes de la reentrada probablemente habrá que efectuar una corrección de medio curso, a algo menos de 0,66 metros por segundo.
»Hoy, en el auditorio de Control de Misión, Neil Armstrong, el comandante del Apolo 11, dará una conferencia de prensa a las quince horas, para discutir algunas cuestiones técnicas del Apolo 13. Además, la Cámara de Comercio de Chicago ha enviado el siguiente mensaje a Control de Misión: “La Cámara de Comercio de Chicago ha interrumpido sus gestiones a las once horas de esta mañana, en solidaridad y tributo al valor y la gallardía de los astronautas americanos, para rezar una oración por su regreso a salvo a la Tierra”. Esto ha sido todo desde Control Apolo».
Chuck Deiterich estaba ante la pizarra de la sala de apoyo de controladores contigua a Control de Misión. Oficiales de Fido, Retro o Guido le rodeaban por todas partes. Estaban Jerry Bostick, Bobby Spencer, Dave Reed y otros muchos, todos ellos expertos en el difícil arte de conducir una nave espacial a 460 000 kilómetros de distancia de la Tierra y hacerla regresar a casa. Si hubiera entrado un Eecom, un Inco o un Telmu en la sala, apenas habría entendido la jerga que hablaban allí, pero para los Retro, Fido y Guido era perfectamente inteligible.
Deiterich había tenido mucha suerte en su trabajo con aquel consejo de navegantes durante las últimas veinticuatro horas, y esperaba seguir teniéndola esa tarde. Mientras Bostick, Reed y Bill Peters se encargaban de averiguar por qué seguía desviándose la trayectoria del Apolo 13 y si era posible hacer amerizar su módulo lunar en algún océano aceptable para la Comisión de Energía Atómica, Deiterich se había ocupado de otros problemas.
La cuestión más importante que había abordado era cómo desprender sin problemas el módulo de servicio inactivo y el LEM cuando llegara el momento de situar el módulo de mando para su reentrada en la atmósfera. Si la misión Apolo 13 se hubiera desarrollado según lo previsto, los propulsores del módulo de servicio habrían realizado gran parte de esa tarea, alejando a la Odyssey a una distancia prudente del Aquarius cuando éste fuera abandonado en la órbita lunar y alejando también el módulo de servicio del de mando cuando llegara el momento de usar la pantalla térmica e iniciar la reentrada. Pero la misión no se desenvolvía según los planes y hacía mucho tiempo que los propulsores que debían de efectuar dichas maniobras habían dejado de funcionar.
Deiterich y sus colegas habían ideado varias soluciones elegantes. Pensaron que cuando llegara el momento de desprender el módulo de servicio, Jim Lovell y Fred Haise permanecerían en el LEM, mientras Jack Swigert subiría al módulo de mando. Un instante antes de la separación, Lovell pondría en marcha los propulsores del LEM para dar un empujón hacia delante al bloque de las naves acopladas. Entonces Swigert pulsaría el botón que encendía los encajes pirotécnicos del módulo de servicio, soltando esa parte inservible de la nave. Inmediatamente después, Lovell volvería a poner en marcha sus propulsores, esa vez en dirección contraria, haciendo retroceder el LEM y el módulo de mando acoplados, con Swigert a bordo, para alejarse del módulo de servicio a la deriva.
No menos elegante, aunque más fácil, era la maniobra para desprender el LEM. En una misión normal, antes de soltar el módulo lunar, los astronautas cerraban la escotilla del módulo lunar y del de mando, aislando el túnel de comunicación entre las cabinas de los dos módulos.
Después, el comandante abría un orificio en el túnel, liberando su atmósfera al espacio y reduciendo su presión casi al vacío. Eso servía para que los vehículos se separaran sin que la irrupción de aire les hiciera salir despedidos incontroladamente.
Durante la misión del Apolo 10 de la primavera anterior, los controladores habían experimentado con la idea de dejar el túnel parcialmente presurizado, para que cuando abrieran los enganches que mantenían sujetas las dos naves, el LEM se alejara de la nave nodriza, pero con un movimiento más lento y controlado que si el túnel de comunicación entre los dos vehículos tuviera la presión habitual. Según los ingenieros, ese método sería muy útil si el módulo de servicio se quedaba sin propulsión. Y así era: un año más tarde, el módulo de servicio estaba sin propulsión y los oficiales de dinámica de vuelo se alegraban de que los cuadernos de planes de vuelo para contingencia contemplaran esa maniobra.
Habían explicado el procedimiento el día anterior a Jack Lousma, que ya se lo había relatado, muy orgulloso, a Lovell.
—Cuando desprendamos el LEM, lo haremos como en el Apolo 10: con firmeza y cuidado.
—Vale —había respondido Lovell, mucho más escéptico.
A media tarde del jueves, Deiterich tenía que dilucidar otro procedimiento con todos sus Fido, Guido y Retro. Se trataba de los sistemas de guiado del Apolo 13. Antes de la reentrada en la atmósfera del módulo de mando, habrían de reactivar su sistema de guiado y después, realinearlo, basándose en la observación por telescopio de la Luna y el Sol. Sería una tarea delicadísima, probablemente agravada por la condensación que se había formado en los instrumentos ópticos de la nave. Pero Deiterich y los demás oficiales de dinámica de vuelo confiaban en que la tripulación la llevara a cabo sin demasiada dificultad.
Y para asegurarse deberían de comprobar la alineación una vez establecida. El método habitual para realizar dicha comprobación consistía en que el piloto del módulo de mando observara el horizonte de la Tierra por la ventanilla. SÍ la alineación de la nave era correcta, el arco del planeta debía pasar por unas marcas del marco de la ventanilla, previstas específicamente para ese propósito. Si el planeta iba pasando según lo planeado, el ordenador podría controlar la reentrada. Si no, los astronautas sabrían que la plataforma de guiado no funcionaba bien y el comandante debería hacerse cargo de la reentrada, guiando manualmente la nave hasta el amerizaje. Pero el problema del Apolo 13 era que no tendría horizonte alguno como punto de referencia justo antes de la reentrada.
Según el rumbo apresurado que seguía la nave en su regreso, la Odyssey se acercaría a la Tierra por su zona oscura, lo cual significaba que lo único que verían los astronautas en los momentos críticos previos a la reentrada sería una masa oscura.
Sin embargo, Chuck Deiterich, Retro del Equipo Dorado, tuvo una idea.
—Chicos —dijo a los demás hombres de dinámica de vuelo de la sala de apoyo—, mañana a mediodía vamos a tener un problema: en concreto, habría que intentar comprobar la posición respecto a un horizonte inexistente.
Se volvió hacia la pizarra y trazó un gran arco descendente que representaba el borde de la Tierra.
—Aunque la Tierra sea invisible, las estrellas no —dijo pintando unos puntitos en la parte superior de la pizarra—, pero con la velocidad que llevará la nave, no dará tiempo a determinar cuáles son… —Y borró sus estrellitas de una pasada.
—Por supuesto, también tendremos la Luna —añadió, pintando el satélite en su cielo de pizarra—. Mientras la nave se vaya acercando cada vez más a la atmósfera, la Luna se irá poniendo. —Deiterich fue pintando otras lunas por debajo de la primera, hasta que la última desapareció parcialmente por detrás del horizonte terrestre—. En un momento dado, la Luna se pondrá por detrás de la Tierra y desaparecerá. Pero lo hará a la hora indicada, ya sea de noche o de día, independientemente de que se vea el horizonte o no.
—Si conocemos el segundo exacto en que debe desaparecer la Luna y si el piloto del módulo de mando nos dice que, efectivamente, desaparece, entonces, señores, se confirmará que nuestra posición para la reentrada es correcta.
Deiterich dejó la tiza y el borrador en la repisa de la pizarra, se volvió a mirar a su público y esperó sus preguntas. No las hubo. El Retro del Equipo Dorado no era presuntuoso, pero sabía reconocer una buena idea cuando la oía, y supuso que los presentes en la sala también.
Los astronautas del Apolo 13 llevaban más de veinticuatro horas con buena visibilidad en el módulo de mando, aunque desde el lunes, no se podía decir lo mismo del módulo lunar, en parte por la respiración de los astronautas, que iba acumulando humedad en el ambiente, y en parte por la baja temperatura de la nave, que producía una condensación sobre las dos ventanillas triangulares que teóricamente debían ofrecer una clara visión del panorama espacial, Pero durante la mayor parte del tiempo, el módulo de mando no había sufrido ese problema, sobre todo porque los astronautas habían vivido y respirado en el Aquarius.
Esa noche, la última del Apolo 13 en el espacio, la temperatura del módulo de mando había descendido todavía más y la humedad del ambiente, aún más intensa, acabó por hacerse visible. La tripulación advirtió con alarma que todas las ventanillas, los mamparos y los paneles de instrumentos de la húmeda cabina estaban cubiertos de gotitas de agua. En la ingravidez total, las gotitas estaban suspendidas en el aire, pero cuando recuperaran la gravedad, o si la Odyssey hubiera estado posada en tierra, no hubiera tardado en adquirir el ambiente fantasmal de un sótano de piedra.
Para Jim Lovell, aquello presagiaba problemas. Si las ventanillas, los mamparos y el exterior del panel de instrumentos estaban tan empapados, seguramente el interior del panel de instrumentos que albergaba los cables, las lámparas y las soldaduras también lo estaría. Los ingenieros de North American Rockwell habían tenido sumo cuidado en impermeabilizar cada una de los millones de conexiones eléctricas que forraban la nave, pero la protección sólo estaba prevista para combatir la humedad habitual del aire de la cabina. Nadie había pensado que fuera necesario defender los instrumentos electrónicos de un auténtico goteo de agua. Cuando reactivaran la nave al día siguiente y empezara a pasar la corriente por los circuitos, existían enormes posibilidades de que un solo cable pelado o un poro en un aislamiento provocaran un cortocircuito general.
A la hora de la cena en el LEM, parcialmente tibio, Lovell sorbió sin miramientos una sopa fría y después se dirigió al módulo de mando para comprobar el estado de la nave.
—¿Qué vas a hacer? —le preguntó Haise con aspecto y voz aún más febriles que el día anterior.
—Voy arriba a ver cómo va la condensación —le contestó Lovell.
—Te acompaño —se ofreció Haise.
—No, quédate; Tienes mala cara, Freddo, y ahí arriba hace un frío que pela.
—Estoy bien —protestó Haise.
Lovell dio un salto hacia el túnel, seguido por Haise. Flotaron los dos hacia la ventanilla del comandante, a la izquierda, por donde Lovell había visto el escape hacía setenta y dos horas. En ese momento, a través del cristal mojado, no se veía nada en absoluto. Cuando Lovell le pasó un dedo por encima, liberó unas gotitas que se quedaron flotando en el aire.
—Vaya desastre —dijo Lovell, meneando la cabeza.
—Sí, un desastre —repitió Haise.
—Bueno, no podemos predecir nada hasta que no lo pongamos todo en marcha.
—Y no lo pondremos en marcha hasta que ellos nos lean la lista de instrucciones.
Desde que Haise y él terminaron de trasladar la carga del Aquarius a la Odyssey, Lovell no había dejado de pinchar a Houston para que le pusieran al corriente de la lista que habían confeccionado John Aaron y Arnie Aldrich. Sabían que la tarea duraría varias horas, en las que Swigert habría de anotar a mano cada paso y después leérselo de nuevo para asegurarse de que lo había entendido bien. Y eso suponiendo que no aparecieran gazapos en la lista. Si surgía algún problema y Aaron y Aldrich tenían que regresar a la sala 210, quién sabe cuánto tiempo más les haría falta… La primera vez que el comandante preguntó a Joe Kerwin, el Capcom de servicio en ese momento, cuándo tendrían la lista, éste le había contestado evasivamente.
—Está hecha —le dijo Kerwin.
—¿Hecha…? —le había repetido Lovell a Haise, aunque a tierra radió—: Muy bien.
La última vez que lo había preguntado, recordando al Capcom Vance Brand que ya estaban a jueves, que al día siguiente era viernes y que el amerizaje sería precisamente el viernes a mediodía, Brand había intentado bromear para quitarle hierro al asunto.
—Oh, ya estamos casi listos… La tendremos para el sábado o el domingo a más tardar.
Pero al comandante no le hizo ninguna gracia.
A las seis y media de la tarde del jueves, dieciocho horas antes del amerizaje, Lovell se hartó. Regresó por el túnel, con Haise en los talones, y llamó a Swigert.
—¡Eh, Jack! ¿Estás listo para trabajar aquí?
—¿Te parezco muy atareado? —le contestó Swigert.
—Pues vamos a darles un telefonazo para que nos digan de una vez lo que tenemos que hacer. Estoy hasta las narices de esperar. —Lovell pulsó el botón de su micro—: Houston, aquí Aquarius.
—Adelante, Jim —respondió Brand.
—Sólo recordarte una vez más que estamos esperando los procedimientos de reactivación que estáis preparando, porque quiero repasarlos con mis hombres y asegurarme de que lo tenemos todo bien.
—Jim, te aseguro que os los mandamos enseguida —dijo Brand.
—De acuerdo… —la voz de Lovell delataba fastidio.
—Están a punto de dármelas.
—Bueno…
—Las tendré… en menos de una hora.
—Aquí seguimos esperando —dijo Lovell antes de cortar bruscamente.
Aunque no se creía la promesa de Brand, y probablemente el propio Brand tampoco, resultó que el Capcom le había dicho la verdad inconscientemente. Casi en el mismo momento en que Lovell cortó la comunicación, se abrieron las puertas del fondo de la sala de control y aparecieron Aaron, Aldrich y Gene Kranz. Exceptuando la hora anterior y la posterior al encendido PC+2 del martes por la noche, ninguno de los tres había aparecido por Control de Misión desde el accidente del lunes, y cuando entraron, los controladores de las consolas no pudieron evitar volverse para dedicarles una furtiva mirada de respeto.
Vieron que Aaron llevaba un grueso fajo de papeles, y por el modo en que lo llevaba protegido contra el pecho y la escolta que le proporcionaban Aldrich y Kranz, era evidente que el Eecom en jefe transportaba la lista de instrucciones para la reactivación. Los tres hombres pasaron dos filas de consolas, se detuvieron en la del Capcom y cambiaron dos palabras con Brand. Aaron tendió a Brand lo que parecía una copia de su lista, se volvió hacia Kranz y le dio otra y después se volvió hacia Aldrich y le tendió la tercera. La cuarta y última se la quedó él. Brand se volvió muy contento hacia su consola y los demás controladores del circuito tierra-aire le oyeron llamar a la nave.
—Aquarius, aquí Houston.
—Adelante, Houston —repuso Lovell.
—Bien, estamos listos para leeros las instrucciones.
—Estupendo, Vance. Espera un momento que te paso a Jack.
Lovell indicó a Swigert que se pusiera los auriculares, cogió dos o tres planes de vuelo obsoletos y se los pasó, con su bolígrafo, al piloto del módulo de mando.
—Jack, a la radio. Necesitarás esto.
Swigert cogió los papeles y el lápiz, se ajustó los auriculares y el micrófono y se preparó para la transmisión.
Mientras Brand esperaba su señal empezó a afluir más gente al puesto del Capcom. Llegaron Gerry Griffin y Glynn Lunney de los equipos Dorado y Negro, desde la consola del director de vuelo. Y de la del Eecom llegó Sy Liebergot.
—De acuerdo, Vance —llamó Swigert—, estoy listo para copiar.
—Bien, Jack, pero tengo que pedirte que esperes un minuto más. Hay que pasar una copia de la lista de instrucciones a los directores de vuelo y otra al Eecom, pero será sólo un momento.
—Recibido, Houston —contestó Swigert, con leve contrariedad, igual que Lovell momentos antes.
Aaron descolgó el teléfono del Capcom para pedir unas cuantas copias más. Transcurrieron otros dos minutos de silencio mientras los hombres de tierra daban zancadas por el pasillo, los astronautas esperaban en la nave y todos los controladores miraban de vez en cuando la puerta del fondo, por donde llegarían las copias. Kranz, con expresión impaciente, indicó a Brand que siguiera hablando.
—Oye, Jack, ¿cómo estáis de agua en el módulo de mando? —preguntó el Capcom a Swigert—. ¿Os queda agua en las bolsas?
—Negativo. Yo he subido a intentar represurizar el depósito de agua potable, pero no ha salido ni gota.
—Ah. Pensábamos que ya no quedaba nada en el depósito de agua potable, pero nos preguntábamos si quedaba en las bolsas.
—No.
—De acuerdo.
Mientras Brand intentaba inventarse otro tema de conversación se abrió de golpe la puerta de Control de Misión. Los hombres que rodeaban al Capcom, que esperaban ver entrar a un ingeniero con un fajo de planes de vuelo, gruñeron al descubrir a media docena de controladores, todos ellos del Equipo Blanco-Tigre, dirigiéndose al puesto de comunicaciones. Como Kranz, Aaron y Aldrich, todos aquellos hombres querían estar presentes cuando leyeran su obra maestra a los astronautas y además, todos queman tener delante su propio ejemplar de las hojas multicopiadas.
—Jack, es probable que tengamos que esperar otros cinco minutos. Están llegando más técnicos a la sala de control. Ha hecho falta mucha gente para diseñar este procedimiento, y algunos ya han sido probados, así que es mejor que estén aquí mientras te los dicto.
Brand esperó una respuesta, pero sólo obtuvo cinco segundos de helado mutismo. De repente, una voz invadió el circuito tierra-aire. Era Deke Slayton y Brand se lo agradeció. Como astronauta que era, aún sin haberse estrenado todavía, Brand reconoció el tono de rebeldía que procedía de la nave y sabía que no tenía tanta autoridad sobre su tripulación. Sin embargo, Slayton, jefe de los astronautas, que tampoco se había estrenado, sí tendría mucha más autoridad sobre ellos.
—¿Cómo está la temperatura ahí arriba, Jack? —le preguntó Slayton en tono informal—. ¿Estáis cortando leña para entrar en calor?
El cambio en el tono de Swigert fue inmediato.
—Deke, ahora mismo en el LEM tendremos unos doce grados, pero en el módulo de mando mucho menos —respondió con más animación.
—Un precioso día de otoño, ¿eh?
—Absolutamente. Y por cierto, hemos cargado el módulo de mando según vuestras instrucciones, con excepción de las cámaras Hasselblad, que emplearemos para fotografiar el módulo de servicio cuando lo desprendamos.
—Recibido, Jack.
—Y también está todo bien estibado en el LEM, salvo unas cuantas cosillas que faltan.
—Recibido.
La intervención de Slayton por radio produjo el efecto esperado en el talante de Swigert. Pero éste no era más que el segundo de a bordo en el Apolo 13 y era su primer viaje. El primer comandante era Lovell, un veterano con tres viajes espaciales en su haber, que no se dejó aplacar tan fácilmente por la voz de Deke Slayton.
—Oye, Vance —intervino el comandante eludiendo a Slayton y hablando, como dictaba el protocolo, con el oficial de comunicaciones—, tendréis que comprender que tenemos que establecer un ciclo de trabajo y descanso aquí arriba. No podemos pasarnos el día esperando a que nos leáis los procedimientos. Queremos recibirlos, repasarlos y, además, tenemos que dormir por turnos. Así que tenedlo en cuenta y mandadnos de una vez esa lista.
Pasaron casi cuatro minutos y medio casi sin hablar entre Houston y el Apolo. Luego se abrió de golpe la puerta del fondo de la sala de Control y llegó un ingeniero sin resuello, con un grueso fajo de listas de instrucciones. Desde las 19.30, hora de Houston, hasta después de las 21:15 horas, el Capcom estuvo leyendo la lista interminable a Swigert, que la copió. Finalmente, quince horas antes del amerizaje y sólo doce antes del inicio de la reactivación, Swigert anotó el último dato, se guardó el bolígrafo y cerró el libro.
—Muy bien, Jack. Es asombroso, pero parece que ya hemos terminado —le dijo el Capcom.
—De acuerdo —respondió Swigert—. Si tenemos alguna pregunta, os la pasaremos.
—Recibido. Hemos realizado simulaciones de todo, así que creo que no se presentarán sorpresitas.
—Eso espero, porque el examen es mañana —dijo Swigert.
Las risas empezaron en un rincón de la sala de Control del módulo lunar, en la planta Grumman de Bethpage, y se fueron extendiendo. Tom Kelly, que estaba soldado a su consola del otro extremo de la sala desde que Howard Wright y él habían llegado de Boston a primera hora de la mañana del martes, no había presenciado demasiadas alegrías en los tres días que llevaba allí, y no tenía idea de dónde procedía el estallido.
Varias consolas más allá, advirtió que los controladores se iban pasando una hojita amarilla, la leían y luego soltaban una carcajada.
Kelly esperó a que le llegara el mensaje. Lo leyó entre sorprendido y divertido, y reconoció inmediatamente lo que era.
El papel amarillo era una hoja de factura, como las que mandaba Grumman a otras compañías a las que había suministrado material o un servicio, e iba dirigida a North American Rockwell, la empresa que había fabricado el módulo de mando Odyssey, En la primera línea, debajo de la columna «Descripción de los servicios prestados», alguien había escrito: «Remolcar, 4 dólares la primera milla y 1 dólar las siguientes. Total: 400 001 dólares». En la segunda, decía: «Cargar batería, llamada en carretera. Cables de conexión con el cliente. Total: 4,05 dólares». La tercera línea: «Oxígeno a 10 dólares la libra. Total: 500 dólares». La cuarta línea proseguía: «Alojamiento para dos personas, sin televisión, aire acondicionado y radio. Plan Americano Modificado, con vistas. Pago por adelantado (huésped adicional, 8 dólares por noche)».
Las demás entradas incluían cargos adicionales por el agua, el traslado de equipaje y propinas, que sumaban, tras deducir un 20% de descuento gubernamental, 312 421,24 dólares.
Kelly miró al controlador que le había pasado la nota, volvió a mirar la hoja y sonrió, aun a pesar suyo. El personal de Grumman estaría encantado de mandar esa factura y el de Rockwell la recibiría con gran disgusto. Por esa razón, tan buena como cualquiera, Kelly supuso que alguien acabaría metiendo la factura en un sobre y mandándosela a Downey, California.
Pensó que no había nada malo en aprovechar la oportunidad de chinchar a los chicos de Rockwell, siempre y cuando fuera bastante tiempo después del amerizaje, naturalmente. La factura que tanto divertía a toda la sala de Grumman parecía, en efecto, muy divertida, pero no lo sería tanto si a partir de entonces ocurría algo malo en la Odyssey de Rockwell o el Aquarius de Grumman. Antes de pasar el papel, Kelly le echó un último vistazo, y advirtió una línea al final del papel que antes había pasado por alto: «Hay que abandonar el módulo lunar antes del viernes a mediodía. No se garantizan reservas a partir de esa hora».
Kelly, en realidad, se quedó un poco sorprendido de que el «alojamiento» extraterrestre de la tripulación hubiera durado tanto.
Jack Swigert no conseguía quitarse la imagen de la cabeza, y le estaba volviendo loco. En el escenario de pesadilla que no dejaba de imaginarse, él estaba en la Odyssey manipulando interruptores y armando su pirotecnia para preparar el lanzamiento del módulo de servicio, tal como habría de hacer al cabo de unas horas, mientras Lovell y Haise se quedaban en el Aquarius mirando por la ventanilla, esperando ver cómo se desprendía y se alejaba flotando el extremo cilíndrico de la Odyssey, como se suponía que sucedería exactamente al cabo de unas horas.
Swigert se veía en su asiento del centro, haciendo la cuenta atrás, y moviendo la mano muy lentamente, con una gracia de ensoñación, hacia el botón «SM JETT» (expulsión módulo de servicio). Pero en el último segundo, justo cuando rozaba el mando con la punta de los dedos, se le nublaba la vista o se distraía y se le desviaba la mano ligeramente hacia la izquierda, hacia otro botón, el de expulsión del LEM.
En su siniestra fantasía, Swigert oía el sordo chasquido de los doce enganches del Aquarius al abrirse, sentía una leve sacudida y notaba la succión producida por la salida de los 0,38 kilos de presión atmosférica del módulo de mando hacia el túnel y el espacio. Al mirar abajo por el agujero recién abierto, Swigert veía a través del techo del LEM, supuestamente su nave salvavidas, a la deriva, cómo le miraban Lovell y Haise, horrorizados y confusos. Lo último que alcanzaba a ver Swigert, antes de que las últimas moléculas de oxígeno de la Odyssey y del Aquarius se perdieran en el espacio, era el módulo lunar, que rápidamente se encogía y se mecía en la distancia, con su envoltorio de papel de plata lanzando destellos de luz solar al piloto moribundo del módulo de mando.
La terrible fantasía le había invadido el jueves por la noche, acaso atizada por una bromita que le había hecho el Capcom esa misma tarde, mientras repasaban los procedimientos para cerrar y soltar el LEM.
—No te olvides de transferir primero al comandante al módulo de mando —le había dicho riéndose el oficial.
—Recibido —le contestó el astronauta muy serio.
Y a primera hora de la mañana del viernes, Swigert ya no podía aguantarlo más. Se bajó de la tapa del motor de ascenso, se dirigió al módulo de mando y estuvo revolviendo hasta encontrar un pedazo de papel y un poco de cinta adhesiva. Se sacó el bolígrafo del bolsillo, se apoyó en el mamparo y escribió un gran «NO» en letras mayúsculas. Después lo pegó sobre el conmutador de «LEM JETT», Luego levantó el papel para cerciorarse de que era el botón de lanzamiento del LEM y no el del módulo de servicio. Después lo comprobó otra vez. A continuación llamó a Haise, que ascendió por el túnel y, a requerimiento de Swigert, miró la nota. Un poco desconcertado, Haise le confirmó que el papel estaba pegado en el sitio adecuado.
De vuelta en el módulo lunar, Swigert logró al fin un poco de paz mental. Pero con todas aquellas fantasías no había logrado dormir. Sin embargo, no era el único. A pesar de los ciclos de sueño que les había organizado Houston, en realidad ninguno de los tres estaba durmiendo demasiado. Cada vez que uno de los astronautas se ponía en la radio después de sus tres o cuatro horas de descanso, el Capcom le preguntaba de pasada cuánto había dormido. Y casi cada vez, la respuesta era la misma: una hora, tal vez algo más; muchas veces bastante menos.
En la segunda fila de consolas de Control de Misión, el médico de vuelo había ido anotando sus respuestas, y los totales estaban empezando a alarmarle. Desde el lunes por la noche, los astronautas habían dormido un promedio de tres horas diarias. Eran las dos y media del viernes, faltaban diez horas para el amerizaje, y Swigert no había mejorado la media; ni parecía que Lovell y Haise fueran a hacerlo tampoco, por las vueltas que daban.
—Fred, ¿estás dormido? —llamó Jack Lousma al astronauta que debía estar despierto.
—Adelante —gruñó Haise abriendo los ojos y recolocándose los auriculares.
—Tengo algo de trabajo para vosotros, chicos. Unos cuantos cambios en la configuración de interruptores de la lista.
—De acuerdo, voy a llamar a Jack —le dijo Haise.
Swigert, que lo oyó, abrió la comunicación.
—Houston, aquí Aquarius —dijo cansadamente.
—¿Cuánto has dormido, Jack? —le preguntó Lousma.
—Oh, unas dos o tres horas, creo —mintió Swigert—. Hacía un frío espantoso y no he dormido bien.
—Recibido. Tal como van las cosas, creo que podríais descansar un par de horas más antes de empezar con los preparativos del encendido final de medio curso.
—Bueno —contestó Swigert—, lo intentaremos pero es que hace muchísimo frío.
Swigert zarandeó a Lovell, que en realidad no necesitaba que lo despertasen.
—Tenemos trabajo.
—Fenomenal —dijo Lovell.
Los tres astronautas se levantaron y se dirigieron perezosamente a sus puestos. Los controladores de tierra intercambiaron miradas de preocupación. Desde la consola de Operaciones Tripuladas, Deke Slayton abrió la comunicación.
—Oye, Jim, ahora que estáis despiertos y todo está en calma, quiero comentarte un par de cosas para que las pienses, concretamente una.
Sé que no habéis pegado ojo ninguno de los tres y tal vez os convenga ir al botiquín y tomaros un par de tabletas de Dexedrine cada uno.
—Bueno…, no lo hemos traído —respondió Lovell—. Pero… en fin…, lo tendré en cuenta.
—De acuerdo. —Slayton hizo una pausa—. Me gustaría poder mandaros una taza de café caliente. Supongo que os sentaría estupendamente, ¿verdad?
—Desde luego. No tienes ni idea del frío que hace, sobre todo cuando la rotación térmica disminuye de velocidad. En este momento, el sol da en la campana del motor del módulo de servicio, que nos lo tapa completamente.
—Aguantad, ya no falta mucho —le dijo Slayton con escasa convicción.
«No mucho», como Slayton sabía muy bien, era un término relativo. Con una corrección final de medio curso prevista para cuatro horas más tarde, el módulo lunar no se activaría, ni se calentaría, en otras tres horas, por lo menos. Tres horas no eran mucho tiempo para los treinta hombres que hacían el turno de noche en el ambiente templado de Control de Misión, pero para los astronautas de la nevera del Apolo 13, suponían una eternidad.
Slayton había estado controlando el consumo de energía del Aquarius desde el lunes, como todos los demás controladores de la sala, y cada vez estaba más tranquilo por ese lado. La nave sólo gastaba 12 amperios de sus baterías, con lo cual se había creado un superávit de electricidad, aunque fuera pequeño. Slayton pasó al circuito cerrado de los controladores y llamó al director de vuelo para preguntarle si sería posible utilizar parte de la energía ahorrada para reactivar el LEM un poco antes.
Milt Windler llamó al Telmu Jack Knight, que a su vez se puso en contacto con su sala de apoyo. Los ayudantes de Knight le pidieron que esperara, realizaron unos cuantos cálculos y contestaron que sí: la tripulación podía activar su nave.
—Jack, pueden activarla —dijeron al Telmu desde la sala de apoyo.
—Vuelo, si quieren, se puede activar.
Windler pasó el recado a Lousma:
—Capcom, diles que enciendan.
—Aquarius, aquí Houston —llamó Lousma.
—Adelante, Houston —repuso Lovell.
—Bien, comandante. Hemos inventado algo para que entréis en calor. Vamos a reactivar el LEM ahora mismo. Pero sólo el LEM, ¿eh? El módulo de mando no. Así que coge la lista de instrucciones del LEM y empieza la activación de treinta minutos. ¿Recibido?
—Eh…, recibido —dijo Lovell—. ¿Estáis seguros de que tenemos electricidad suficiente para hacerlo?
—Jim, tenéis un margen del ciento por ciento de ahora en adelante.
—Eso suena alentador.
El comandante se volvió hacia sus compañeros, levantó el pulgar y, con ayuda de Haise, inició un frenético baile de conexiones, concluyendo la reactivación de treinta minutos en veintiuno. En cuanto empezaron a funcionar los sistemas del Aquarius, los astronautas sintieron cómo aumentaba la temperatura de la helada cabina. Y en cuanto ésta empezó a subir, Lovell quiso asegurarse de que subía aún más. Cogió el mando del controlador de posición, que estaba activado, e hizo dar un salto mortal a sus naves: el sol, que daba inútilmente en la popa del módulo de servicio, cayó en plena cara del LEM. Casi inmediatamente, un rayo amarillo penetró en la nave. Lovell levantó la cara, cerró los ojos y sonrió.
—Houston, el sol es maravilloso. Está entrando por las ventanillas y caldeándonos. Muchas gracias.
—Y ya se sabe que más vale pájaro en mano que ciento volando —contestó el Capcom.
—Exacto. —Lovell abrió los ojos—. Y cuando miro por la ventana, Jack, la Tierra se acerca pitando como un tren de alta velocidad. No creo que muchos LEM hayan visto la Tierra desde esta perspectiva. Yo todavía ando buscando Fra Mauro.
—Pues bien, chico, lo estás buscando por donde no es —le dijo Lousma.
Cuando amaneció el viernes, la calle donde vivían los Lovell empezó a llenarse de nuevo de periodistas y cámaras, y el cuarto de estar de la casa pronto se quedaría pequeño para acoger a tantos amigos y familiares. Uno de los primeros que llegaron, gracias a un chófer de la Residencia de Ancianos Friendswood, fue Blanch Lovell, la madre del comandante del Apolo 13, muy arreglada y animada, esperando el regreso de su hijo de la Luna con el mismo optimismo que en sus otros viajes espaciales.
Marilyn todavía no había notificado a su suegra que había motivos para enfrentarse a ese regreso con otro talante y tuvo que pasarse el resto de la mañana haciendo todo lo posible por mantener la ficción. Para no empeorar las cosas, Marilyn decidió que Blanch no viera el amerizaje y el rescate en el televisor del cuarto de estar, donde estaría reunido casi todo el mundo, sino en el estudio, a salvo de los comentarios de las docenas de personas que invadirían la casa. Y en cuanto a los comentarios problemáticos de los periodistas de televisión, Marilyn pensó en dejar a alguien con su suegra para distraerla o darle alguna explicación matizada si las opiniones de los locutores complicaban la situación. Antes de la llegada de Blanch, todavía no había nadie asignado a tal tarea, pero cuando la entraron por la puerta principal, Neil Armstrong y Buzz Aldrin se ofrecieron. Mientras los dos astronautas se instalaban ante el televisor del estudio con Blanch Lovell, pensaron que no les esperaba una tarea fácil.
«El Apolo 13 se halla a 68 500 kilómetros de la Tierra y navega a 13 000 kilómetros por hora —empezó el corresponsal Bill Ryan del programa Today— y su rumbo está fijado para que americe en el Pacífico dentro de seis horas. El portahelicópteros Iwo-Jima les está esperando y el tiempo, que ha estado muy variable durante los últimos días, vuelve a ser bueno.
»Todavía deben efectuarse algunas de las maniobras más críticas. A las ocho y veintitrés, hora del Este, los astronautas deben desprender el módulo de servicio ya las once y cincuenta y tres tendrán que abandonar el compartimento del vehículo lunar que ha sido su bote salvavidas desde que falló el sistema eléctrico de la nave principal.
»Como ha comentado un astronauta del Apolo 12, Alan Bean, una vez suelten el módulo lunar una hora antes del amerizaje, la reentrada será más o menos la misma que la de cualquier otra misión y se habrá superado la emergencia».
Sentados ante el televisor, Armstrong y Aldrin se estremecieron un poco al oír las palabras «bote salvavidas» y «emergencia» y miraron con inquietud a la mujer que estaba entre ellos. Pero si Blanch Lovell oyó algo inoportuno, no lo demostró. Se volvió hacia los apuestos jóvenes que la flanqueaban, ambos astronautas como su hijo, pero sin duda astronautas ordinarios, porque si no estarían en el espacio en ese momento y él estaría siguiendo la noticia por la tele, y les sonrió. Armstrong y Aldrin le devolvieron la sonrisa.
En el cuarto de estar, Marilyn vio el mismo noticiario pero respondió de modo diferente. Alan Bean, que había ido a la Luna en noviembre pasado, ya podía decir que la inminente reentrada sería como cualquier otra; Marilyn sabía con absoluta seguridad que Bean estaba al cabo de la calle: ningún módulo de mando había recibido una paliza como aquél y ninguna tripulación había tenido que improvisar de aquella manera con tan poco descanso. Los otros espectadores del programa Today se tranquilizarían con las palabras de Bean, pero Marilyn no.
De repente Marilyn oyó una pequeña conmoción en el jardín delantero, algo que sonaba como un aplauso. Se precipitó a la ventana, a tiempo para ver a algunos vecinos atravesando la masa de periodistas y cargando con lo que parecían cajas de champán. Marilyn sonrió débilmente para sí misma. Apreció su gesto y naturalmente, les daría la bienvenida a su casa. Pero el champán se quedaría en hielo, al menos de momento.
En Control de Misión nadie se entusiasmó demasiado cuando Jim Lovell encendió sus reactores de control de posición durante el breve, y esperaba que último, ajuste necesario para llevar la nave al centro del corredor de reentrada. Un breve encendido de los propulsores que llevaban los últimos cinco días sin parar no era nada espectacular para los controladores, aunque dicho encendido fuera esencial para que los astronautas sobrevivieran a la reentrada. Prácticamente todo lo que tenían que hacer esa mañana los hombres de las consolas era absolutamente esencial para que la tripulación sobreviviera a la reentrada. Poco antes de las siete de la mañana de Houston, mientras el programa Today iniciaba su segunda hora y Lovell ponía en marcha sus reactor de maniobra, Control de Misión era un hervidero de actividad. Tres horas antes, según el plan de Gene Kranz de esa semana, el Equipo Marrón de Milt Windler había abandonado las consolas y, por primera vez desde el encendido PC+2 del martes por la noche, los controladores de Kranz habían reasumido sus funciones como Equipo Blanco, tras abandonar su designación de Equipo Tigre. El Equipo Marrón cedió el puesto ordenadamente, pero ni un solo miembro del grupo de Windler salió de la sala; todos permanecieron remoloneando detrás de sus consolas o apoyados contra las paredes tomando café. Les rodeaban gran parte de los miembros de los equipos Dorado y Negro. Todos querían dejar su puesto al recién reconstituido Equipo Blanco, pero ninguno quería salir del auditorio. Los controladores recién incorporados conectaron sus auriculares, se enfrentaron a sus monitores y empezaron a trabajar con la primera, y tal vez más traicionera, maniobra del día: soltar el módulo de servicio.
—Aquarius, aquí Houston —llamó Joe Kerwin desde su puesto de Capcom.
—Adelante, Joe —respondió Fred Haise.
—Tengo la posición y los ángulos de separación del módulo de servicio si queréis anotarlos. No os hace falta un bloc, bastará con una hoja en blanco.
Lovell, Swigert y Haise ocupaban su puesto habitual en el LEM, despiertos y razonablemente alerta. Finalmente Lovell había rechazado la sugerencia de Slayton acerca de tomar pastillas de Dexedrine, consciente de que el efecto de los estimulantes sólo sería pasajero y que el bajón subsiguiente les dejaría mucho peor de lo que estaban antes. El comandante decidió que, de momento, los astronautas funcionarían sólo con su propia adrenalina. Haise, con las mejillas arreboladas de fiebre, necesitaba la descarga de adrenalina más que sus dos compañeros, pero parecía que ya le había dado.
—Adelante, Houston —dijo, arrancando una hoja de un cuaderno de planes de vuelo y sacando el bolígrafo.
—Bien, el procedimiento es el siguiente: Primero, maniobrar el LEM a la posición siguiente: rotación horizontal, cero grados; inclinación longitudinal, 91,3 grados; desviación lateral, cero grados.
Haise lo garabateó todo rápidamente, pero no respondió de inmediato.
—¿Quieres que te repita los datos, Fred?
—Negativo, Joe.
—El paso siguiente es que Jim o tú efectuéis un acelerón de 0,16 metros por segundo con cuatro reactores del LEM, y que Jack realice la separación. Después dad un acelerón de otros 0,16 metros por segundo en dirección inversa. ¿Entendido?
—Entendido. ¿Cuándo queréis que lo hagamos?
—Dentro de unos trece minutos. Pero la hora no es crítica.
Lovell intervino en la comunicación.
—¿Podemos hacerlo en cualquier momento?
—Afirmativo. Podéis soltarlo cuando estéis listos.
Con permiso de tierra para proceder, Swigert subió por el túnel hasta la Odyssey y se instaló en su puesto, frente a los mandos de lanzamiento del centro del panel de instrumentos. Lovell y Haise se dirigieron a sus ventanillas respectivas. Los tres habían dejado una cámara flotando cerca de su puesto, con la esperanza de fotografiar el exterior del módulo de servicio, presumiblemente deteriorado. Swigert ya había tomado la precaución de limpiar el vaho de las cinco ventanillas de la Odyssey para poder observar el exterior sin dificultad.
—Houston, aquí Aquarius —llamó Lovell—, Jack está en el módulo de mando.
—Muy bien, muy bien —dijo Kerwin—, empezad cuando queráis.
—¡Jack! —gritó el comandante por el túnel—. ¿Estás listo?
—Todo dispuesto. Cuando tú digas —respondió.
—De acuerdo. Empiezo en el cinco y cuando llegue al cero encenderé los propulsores. Cuando notes el movimiento, lo sueltas.
—Recibido —gritó Swigert.
Extendió la mano izquierda para coger la gran cámara Hasselblad y después colocó el dedo índice de la mano derecha sobre el conmutador «SM JETT». Su nota con el «NO» aleteó a su izquierda. Lovell, en el LEM, cogió su cámara con la mano izquierda y el control de propulsores con la derecha. Haise también cogió su cámara.
—Cinco —gritó Lovell por el túnel—, cuatro tres, dos, uno, ¡cero!
El comandante empujó el mando hacia delante y activó los reactores, que pusieron en movimiento el bloque de las dos naves. En el módulo de mando, Swigert respondió inmediatamente, pulsando el botón de lanzamiento del módulo de servicio.
—¡Lanzamiento! —cantó.
Los tres astronautas oyeron un chasquido y sintieron una sacudida. Entonces Lovell tiró del mando, activando una serie inversa de toberas e invirtiendo el curso.
—Maniobra concluida —anunció.
Lovell, Swigert y Haise, cada uno en su ventanilla, se asomaron ansiosamente, alzaron su cámara y escudriñaron su porción de cielo. Swigert había elegido el gran ojo de buey del centro de la nave, pero al apretar la nariz contra él… no vio nada. Dio un brinco hacia la izquierda para mirar por la ventanilla de Lovell pero tampoco vio nada, y gateó hasta el otro extremo de la nave, atisbo por el ojo de buey de Haise todo cuanto le permitió su estrecho marco, pero también fue inútil.
—¡Nada, maldita sea! —chilló por el túnel—. ¡Nada!
Lovell meneó la cabeza de lado a lado de su ventanilla triangular, tampoco vio nada y después miró a Haise, que buscaba tan frenéticamente como los otros dos, sin resultados positivos. Maldiciendo por lo bajo, Lovell se volvió hacia su ventanilla y de repente lo vio: brillando en el rincón superior izquierdo del cristal, una gran masa plateada, tan grande como un barco de guerra, navegaba suave y silenciosamente.
Abrió la boca para decir algo, pero no articuló palabra. El módulo de servicio se acercó a su ventanilla y la llenó completamente; después se alejó un poco y empezó a rotar, mostrando uno de los paneles remachados que cerraban su flanco curvo. Tras alejarse un poco más, giró y reveló otro de sus paneles. Un segundo más tarde, Lovell vio algo que le hizo abrir mucho los ojos. Justo cuando el gigantesco cilindro de plata recibía un brillante reflejo del Sol, rotó unos grados más y enseñó el punto donde estaba, mejor dicho, donde debía estar el cuarto panel.
En su lugar había un agujero de parte a parte del módulo de servicio. El panel cuatro, que cubría aproximadamente la sexta parte del casco de la nave, operaba como una puerta, que podía abrirse para que los técnicos accedieran a sus entrañas mecánicas, y se cerraba cuando estaba todo dispuesto para el lanzamiento. Al parecer, toda la compuerta había desaparecido, como si la hubieran arrancado del vehículo espacial. Por los bordes del orificio asomaban brillantes barbas del aislante mylar, cabos de cables desgarrados y sueltos, y filamentos del relleno de goma. En el interior de la herida estaban los elementos vitales de la nave: los depósitos de combustible, los tanques de hidrógeno y la red arterial de conducciones que los conectaban. Y en el segundo piso del compartimento, donde debía de hallarse el depósito dos de oxígeno, Lovell sólo vio, asombrado, una gran zona achicharrada, nada más.
El comandante agarró a Haise por el brazo, lo zarandeó y se lo señaló. Haise miró hacia donde le indicaba Lovell, vio lo que había visto su comandante y se quedó boquiabierto. A su espalda, Swigert bajó frenéticamente por el túnel, con la cámara Hasselblad.
—¡Falta todo un pedazo del módulo! —radió Lovell a Houston.
—¡No me digas! —contestó Kerwin.
—Justo al lado de… Mira, mira… Justo al lado de la antena de alta ganancia. Ha saltado el panel entero casi desde la base hasta el motor.
—Recibido —dijo Kerwin.
—Parece que también se ha llevado la campana del motor —dijo Haise, zarandeando a Lovell por el brazo y señalando el gran embudo que sobresalía por la parte posterior del módulo.
Lovell vio una marca alargada, chamuscada y marrón, sobre la tobera cónica de escape.
—Creo que se ha tragado la campana, ¿eh? —dijo Kerwin.
—Eso parece. Es un verdadero desastre.
—Bueno, Jim, procurad hacer algunas fotos, pero no queremos que desperdiciéis combustible. Así que no hagas maniobras innecesarias.
Al escucharle, Lovell se despabiló, comprendiendo que la fotografía era, al fin y al cabo, parte del propósito de aquel ejercicio y hasta el momento no habían tomado ninguna. Y la zona dañada del casco estaba empezando a desviarse. Lovell se apartó hacia la izquierda, cogió a Swigert del brazo y tiró de él hacia la ventanilla. El piloto del módulo de mando empezó a sacar instantáneas con su teleobjetivo. Lovell también se puso a fotografiar frenéticamente por el hueco que le dejaba, y Haise por la ventanilla derecha. Los astronautas prosiguieron su tarea hasta que el módulo no fue más que un puntito rodando a cientos de metros de la nave. Unos veinte minutos después de que Swigert pulsara el botón de «SM JETT», los tres astronautas abandonaron las ventanillas.
—Vaya, es increíble —musitó Haise.
—Bueno, James —les llamó Kerwin— si no eres capaz de cuidar mejor una nave, más vale que no te confiemos otra.
«Esto es Control Apolo, en Houston, en la hora ciento treinta y ocho y quince minutos de tiempo transcurrido. El Apolo 13 está a 63 550 kilómetros de la Tierra, navegando a una velocidad de 13 342 kilómetros por hora. Entre tanto, se ha ido reuniendo gente en la sala de observación de Control de Misión.
»Están aquí el doctor Thomas Paine, administrador de la NASA; el señor George Low, administrador adjunto de la NASA y los representantes por California, George Miller, director del comité espacial de la Cámara, Olin Teague, de Tejas, y Jerry Pettis, de California. Entre los astronautas presentes en la sala de observación se hallan Dave Scott y Rusty Schweickart del Apolo 9. También está Lew Evans, presidente de Grumman.
»Sería inútil señalar que todos nuestros distinguidos visitantes han escuchado con patente interés el informe del Apolo 13 sobre el estado del módulo de servicio después de lanzarlo. Desde Control Apolo, Houston».
Había un nutrido grupo reunido alrededor del puesto del Eecom cuando llegó la hora de reactivar la Odyssey. John Aaron, por supuesto, estaba allí desde las cuatro, cuando el Equipo Tigre salió de la sala 210 y cada cual reclamó su consola. Pero mientras fue transcurriendo la mañana y se avecinaban ya las diez, a menos de tres horas para el amerizaje, el número de personas reunidas junto a la consola del Eecom, en la segunda fila, fue aumentando. En primer lugar apareció Sy Liebergot, que cogió una silla y se sentó a la izquierda de Aaron. A su espalda, de pie, se situó Clint Burton, el Eecom del Equipo Negro, y también llegó Charlie Dumis, del Equipo Marrón, que se quedó detrás de Liebergot. En la mayor parte de las consolas restantes había otros controladores con los del Equipo Blanco, que estaba de servicio, pero sólo en la del Eecom se había congregado todo el elenco de ingenieros.
—Vuelo, aquí Eecom —llamó Aaron por el circuito cerrado, mirando a la troika de controladores que le rodeaban.
—Adelante, Eecom —respondió Kranz.
—En cuanto esté lista la tripulación podemos proceder a la reactivación.
—Recibido, Eecom… Capcom, aquí Vuelo —dijo Kranz.
—Adelante, Vuelo —contestó Kerwin.
—El Eecom dice que podemos reactivar el módulo de mando en cualquier momento.
—Recibido, Vuelo —dijo Kerwin—. Aquarius, aquí Houston.
—Adelante, Houston —respondió Lovell.
—Ya podéis empezar a reactivar la Odyssey.
En la cabina del Aquarius, Lovell miró a Swigert y le señaló el túnel. A diferencia de la anotación de la lista de instrucciones que habían realizado hacía catorce horas, su puesta en práctica sería una tarea sencilla, que el piloto del módulo de mando podía realizar en menos de media hora de trabajo.
Lovell, al oír accionar el primer interruptor que mandaría electricidad por los cables fríos, temió sentir el chasquido y el siseo que revelarían que la condensación que anegaba el panel de instrumentos había encontrado efectivamente una conexión mal protegida, produciendo un cortocircuito e inutilizando la nave. Había oído ese sonido por primera vez en el mar del Japón y no tenía ganas de volver a oírlo. Pero mientras Swigert fue manipulando los conmutadores de la cabina, uno tras otro, para poner la nave en pleno funcionamiento, lo único que oyó el comandante fueron los tranquilizadores zumbidos y borboteos que revelaban que la nave estaba reviviendo sin problemas. Si se producía alguna otra catástrofe durante este ejercicio, no ocurriría en la nave sino en el puesto de Aaron. Según los cálculos de este último, la nave no podía gastar más de 43 amperios si querían que siguiera funcionando durante las dos horas que duraría la reentrada. Pero, tras ganar la discusión sobre cuándo pondrían en marcha la telemetría en la sala 210, no podría saber si permanecía dentro de los límites de consumo hasta que el módulo de mando estuviera totalmente reactivado y empezaran a afluir los datos desde la nave. Si resultaba que la Odyssey consumía más de 43 amperios, incluso durante un lapso de tiempo muy breve, había muchas posibilidades de que las baterías se agotaran mucho antes de llegar al mar.
Cuando Lovell mandó a Swigert a la Odyssey, Aaron, Liebergot, Dumis y Burton se inclinaron expectantes sobre la consola del Eecom.
Durante los primeros veinte minutos casi no les llegó comunicación alguna desde la nave, pero finalmente, Lovell transmitió a tierra que ya estaba todo conectado, incluida la telemetría. Lentamente, la pantalla del Eecom fue cobrando vida, y cuando se encendió la lectura de amperaje, los cuatro Eecom retrocedieron como si se hubieran quemado: apareció el número 45.
—Mierda —escupió Aaron—. ¿Qué demonios hacen ahí esos dos amperios?
—No tengo ni idea —respondió Liebergot.
—Yo tampoco lo sé, maldita sea mi estampa —añadió Burton.
—Bueno, estoy segurísimo de que no tendrían que estar ahí. ¡Nos estamos comiendo la mitad del margen! —advirtió Aaron a su sala de apoyo—. Electrónica, aquí Eecom.
—Adelante, Eecom —respondió la voz.
—Estamos gastando dos amperios de más.
—Ya lo veo, Eecom.
—Repasa la lista a ver qué se nos ha pasado.
—Recibido.
Aaron cortó la comunicación y se inclinó a la derecha, hacia la consola de guiado y navegación.
—¿Tenéis ahí algo encendido que no debiera estar?
—Que yo sepa, no, John.
—Pues verifícalo. Hay dos amperios de más.
Mientras Aaron hablaba con su GNC, Liebergot, Dumis y Burton se desperdigaron por las tres primeras filas para ver si algún otro controlador había dejado en marcha algún instrumento que estuviera gastando más amperios de la cuenta. Pero antes de que ninguno contestara, la sala de apoyo de Aaron abrió la comunicación.
—Eecom, aquí ECS…
—Adelante.
—Ya lo tengo. Son los B-MAG, los giroscopios auxiliares. Di al GNC que pida a los astronautas que los apaguen.
Aaron se inclinó rápidamente hacia su izquierda.
—GNC, comprueba los B-MAG. ¿Están encendidos?
El oficial de guiado y navegación consultó su pantalla y se derrumbó.
—Ay, demonios —gruñó.
—Vuelo, aquí Eecom —llamó enseguida el Eecom—. Dile al Capcom que ordene a la tripulación que apague los giroscopios auxiliares.
Joe Kerwin pasó el mensaje de Aaron a la Odyssey. Swigert pulsó el interruptor adecuado, y la lectura del amperaje de la pantalla del Eecom bajó a 43. Pero, como había previsto Aaron, habían perdido unos cuantos amperios valiosísimos para la Odyssey.
Con la reactivación terminada, aunque fuera de forma imperfecta, ya podían prescindir del módulo lunar Aquarius. A las 140 horas y 52 minutos de tiempo transcurrido, a menos de dos horas del amerizaje, el Apolo 13 se hallaba sobrevolando las nubes a 29 600 kilómetros de distancia y se acercaba a una velocidad de más de 18 500 kilómetros por hora. La Tierra había dejado de ser un círculo discreto y distante rodeado de estrellas y espacio para convertirse en una gran masa azulada que se les venía encima, rebasando los marcos de las tres ventanillas triangulares del LEM.
—Freddo, ya es hora de abandonar esta nave —dijo Lovell contemplando el panorama por su ojo de buey.
Haise no le contestó.
—¿Freddo…?
Lovell se volvió hacia su compañero, que estaba a su espalda, y se quedó de piedra. Apoyado en el mamparo, Haise estaba pálido y macilento, con los ojos cerrados y los brazos cruzados sobre el pecho, temblando violentamente de frío.
—¡Fred! —exclamó Lovell, reflejando más alarma de la que pretendía—. Tienes muy mal aspecto.
—Olvídalo —dijo Haise con un ademán poco convincente—. Olvídalo. Estoy bien.
—Sí —contestó Lovell acercándosele—, fantástico. ¿Podrás aguantar un par de horas más?
—Podré aguantar todo lo que haga falta.
—Dos horas, sólo dos horas. Después estaremos flotando en el Pacífico, abriremos la escotilla y fuera hará veintiséis grados.
—Veintiséis grados —repitió Haise como en sueños, sin dejar de temblar.
—Pero hombre —murmuró Lovell—, si estás hecho un desastre…
El comandante se acercó a Haise y le abrazó para darle calor. Al principio su gesto no pareció servir para nada, pero poco a poco Haise dejó de temblar.
—Fred, ¿por qué no subes a ayudar a Jack…? —le dijo Lovell—. Ya terminaré yo aquí.
Haise asintió y se dispuso a meterse en el túnel. Pero se detuvo un momento a mirar la cabina del Aquarius. Impulsivamente, regresó a su puesto. Colgada del mamparo había una gran malla que impedía que flotaran pequeños objetos por detrás del panel de instrumentos. Haise agarró la malla y le dio un fuerte tirón, hasta que la desgarró.
—De recuerdo —dijo, encogiéndose de hombros.
Hizo una bola y se la metió en el bolsillo antes de desaparecer por el túnel.
Solo en el módulo lunar, Lovell también echó un vistazo a su alrededor. Los restos de sus cuatro días de supervivencia estaban diseminados por la cabina revuelta, y el Aquarius ya no parecía la intrépida nave lunar de la noche del lunes sino más bien una especie de vertedero galáctico.
Lovell pasó por encima de los papeles y los desperdicios y regresó junto a su ventanilla. Antes de abandonar la nave tenía que rematar otra tarea: colocar las naves acopladas en la posición que Jerry Bostick había especificado para que el LEM cayera a las aguas profundas de Nueva Zelanda.
Lovell asió el mando de control de posición por última vez y lo movió para un lado. La nave dio una suave guiñada y algunos de los papeles que estaban sueltos se deslizaron hacia un lado. Sin la masa inerte del módulo de servicio que sesgaba tanto el centro de gravedad, el Aquarius era mucho más manejable, y obedecía mansamente, casi como los simuladores de Houston y Florida donde se había entrenado Lovell para esa misión. Con unos cuantos ajustes expertos, situó el módulo en la posición adecuada y después llamó a tierra.
—De acuerdo, Houston, aquí Aquarius. Tengo la posición para la expulsión del LEM y estoy a punto de irme.
—No se me ocurre nada mejor, Jim —le contestó Kerwin.
Lovell terminó de configurar los conmutadores y los sistemas del LEM y después decidió, como Haise, que quería quedarse algún recuerdo.
Tendió el brazo hasta la parte superior de su ventanilla, cogió el visor y lo hizo girar. Lo desenroscó sin dificultad y luego se lo metió en el bolsillo.
Al mirar el fondo de la cabina, hacia la zona de almacenamiento, Lovell vio la escafandra que hubiera llevado para salir a la Luna, la cogió y se la metió bajo el brazo. Finalmente, se dirigió a otro de los cofres y sacó la placa que Haise y él habrían enganchado en la pata delantera del LEM al emerger a explorar. Los metalúrgicos de la NASA, artífices de la placa no esperaban volver a verla, y Lovell pensó que cada vez que pasaran por su despacho o su estudio podrían entrar a echarle un vistazo.
Asiendo su botín, penetró en el túnel hasta llegar a la zona de almacenamiento de la Odyssey, metió sus recuerdos en uno de los cofres y se dirigió a la zona de mando. Se encaminó instintivamente al puesto de la izquierda, sin embargo, al asomar la cabeza, descubrió que Haise ocupaba su asiento habitual de la derecha, pero Swigert se había apoderado del puesto de Lovell, a la izquierda. En las fases de descenso y de reentrada de las misiones lunares, era tradicional que el comandante cediera su puesto habitual al piloto del módulo de mando; en un vuelo cuyos momentos más críticos habían pertenecido al comandante y al piloto del LEM, el hombre del centro se había quedado relegado con harta frecuencia, pero la reentrada, una vez abandonado el LEM que había llevado a los astronautas a la Luna, era esencialmente responsabilidad del piloto del módulo de mando. Así que en un gesto de respeto hacia la competencia del piloto y debido al trabajo poco agradecido que había realizado hasta el momento, el comandante, que se dirigía a su asiento, cambió de rumbo y se encaminó al otro, cediéndole a Swigert el mando de la nave hasta el amerizaje.
—Piloto, permiso para subir a bordo —dijo Lovell a Swigert.
—Concedido —le respondió Swigert un poco cohibido.
Lovell se puso los auriculares y asintió, y Swigert abrió la comunicación con tierra.
—Houston, estamos listos para cerrar la escotilla.
—Bien, Jack. ¿Habéis cogido toda la película del Aquarius?
Lovell miró a Swigert y asintió.
—Sí, afirmativo —contestó Swigert—. A Jim también lo hemos traído.
—Estupendo, Jack. Ahora quiero que cerréis la escotilla y vaciéis el túnel hasta bajar a 0,21 kilogramos por centímetro cuadrado. Si la escotilla aguanta alrededor de un minuto, es que todo va bien y ya podéis lanzar el Aquarius.
—De acuerdo —dijo Swigert—. Recibido.
Lovell indicó a Swigert que se quedara donde estaba, se levantó de su asiento y se deslizó hacia la zona de almacenamiento. Nadó túnel abajo, cerró de golpe la escotilla del LEM y accionó la palanca de seguridad. Después regresó a la Odyssey, desenganchó la escotilla de su atadura de aquel aciago lunes por la noche y la cerró.
Si la escotilla era tan reacia a cerrarse como cuatro días atrás, no podrían lanzar el LEM ni efectuar la reentrada en la atmósfera según los planes. Y aunque cerrara bien, los sensores de presión de la nave tardarían unos minutos en confirmar que había encajado perfectamente y que la nave no perdía aire. Naturalmente, sin esa comprobación la reentrada sería imposible. Lovell miró la escotilla con desconfianza y luego accionó la cerradura. Los pasadores se cerraron con un chasquido tranquilizador. Después pulsó el botón de evacuación del túnel y dejó escapar el aire al espacio hasta alcanzar 0,19 kilogramos por centímetro cuadrado de presión. Soltó el botón de evacuación y regresó flotando a su asiento.
—¿Cerrada? —le preguntó Swigert.
—Eso espero —respondió Lovell.
Con esa tranquilidad poco prometedora, el piloto del módulo de mando pulsó varios interruptores del panel de instrumentos y puso en marcha la alimentación de oxígeno, que empezó a afluir a la cabina. Después se quedó mirando muy tenso el indicador de paso durante varios segundos.
—Oh, no —gimió Swigert.
—¿Qué pasa? —preguntaron Lovell y Haise prácticamente al unísono.
—El paso es muy elevado. Parece que hay una fuga.
En tierra, John Aaron se encorvó sobre la pantalla de Eecom y descubrió el nivel del caudal de oxígeno al mismo tiempo que Swigert.
—Oh, no —gimió.
—¿Qué pasa? —le preguntaron Liebergot, Burton y Dumis, prácticamente al unísono.
—El paso es muy elevado. Parece que hay una fuga.
Por el circuito tierra-aire se oyó la voz de Swigert:
—Oye, Houston, el paso de O2 es muy alto.
—Recibido, Jack —le respondió Kerwin—. Vamos a comprobarlo.
Mientras Swigert no quitaba ojo a sus instrumentos, Aaron llamó a su sala de apoyo y habló con sus ingenieros sobre el origen de la fuga potencial, mientras los otros tres Eecom de la segunda fila lo discutan entre ellos.
En pocos minutos, Aaron creyó que había solventado el problema. El LEM funcionaba con una presión algo menor que la del módulo de mando, y en el transcurso de los cuatro días anteriores, con la Odyssey desactivada y las escotillas abiertas, la presión de las dos naves quedó determinada por el Aquarius. Al reactivar el módulo de mando y cerrar la escotilla, sus sensores de presión detectaron esa diferencia e intentaron inmediatamente aumentar la presión a su tasa habitual. Aaron pensó que en cuanto entrara el aire suficiente en la cabina, aquel paso anormal se detendría.
—Esperemos un minuto —dijo a quienes le rodeaban—. Creo que se arreglará solo.
En efecto, a los 40 segundos las cifras de las pantallas empezaron a estabilizarse, tanto en la nave como en Houston.
—Bueno —dijo Swigert con un alivio audible—, ya está bajando, Joe.
—Recibido —contestó Kerwin—. En ese caso, en cuanto estéis listos podéis efectuar la maniobra de lanzamiento del LEM.
Lovell y Swigert consultaron el cronómetro de tiempo global del panel de instrumentos. Llevaban 141 horas y 26 minutos de misión.
—¿Lo hacemos dentro de cuatro minutos? —propuso Swigert.
—Parece una cifra muy redonda —repuso Lovell.
—Bien, Houston, lo haremos a las ciento cuarenta y uno y treinta —anunció Swigert.
Los astronautas podían ver muy poca cosa del Aquarius por los cinco ojos de buey de la cabina, aparte de las pantallas reflectantes plateadas del techo, que estaba a escasa distancia de los cristales de las ventanillas. Pasaron tres minutos y medio.
—Treinta segundos para desprender el LEM —anunció Swigert.
—Diez segundos…
—Cinco…
Swigert tendió la mano hacia el panel de instrumentos, arrancó su papelito con el «NO» y lo estrujó.
—Cuatro, tres, dos, uno, ¡cero!
El piloto del módulo de mando apretó la palanca y los tres astronautas oyeron un ruido sordo, casi cómico. Las pantallas plateadas del vehículo lunar empezaron a retroceder. Al momento aparecieron por las ventanillas el túnel de comunicación y la antena de alta ganancia que precedió al bosque de las antenas restantes, que sobresalían de su cúspide como ramas metálicas y lentamente, el Aquarius inició una grácil pirueta.
Lovell miró el frente de la nave, sus ventanillas y sus escuadras de control de posición, que apareció girando en su campo visual. Vio la escotilla delantera por la que habrían emergido Haise y él al polvo lunar de Fra Mauro, la repisa donde se habría detenido a abrir el cofre del equipamiento antes de descender a la superficie del satélite y la escalera de nueve peldaños, brillando y casi provocante, por la que habrían bajado. El LEM giró un poco más y se puso boca abajo, con sus cuatro patas extendidas apuntando a las estrellas y el casco dorado y ondulado de su motor de descenso enviando destellos a la Odyssey.
—Houston, lanzamiento del LEM concluido —anunció Swigert.
—Recibido —respondió Kerwin en voz baja—. Adiós, Aquarius, gracias por todo.
Tras desprenderse del vehículo lunar, el Apolo 13 quedó reducido a su mínima expresión. La nave despojada del cohete Saturn V de 36 pisos que la había elevado de la torre, del motor de tercera fase de 16 metros que la había lanzado hacia la Luna, del módulo de servicio de 9 metros que tenía que suministrarle el aire y la energía, y, finalmente, del LEM de 7,5 metros que tenía que haber conducido a Lovell y Haise a la posteridad, ya no era más que un cascarón sin alas de 4 metros de altura que se dirigía inexorablemente en caída libre a través de la cada vez más cercana atmósfera, hacia la colisión con el océano. Pero la tripulación todavía tenía otra cosa que hacer antes de todo aquello.
—¿Cómo está la comprobación con la Luna poniente? —preguntó Haise a Lovell desde su puesto.
—¿Estás listo? —preguntó Lovell a Swigert desde el centro de la nave.
—En cuanto alcancemos el anochecer —respondió Swigert.
Faltaban todavía unos minutos para el anochecer terrestre, pero Lovell, Swigert y Haise no podían ver el planeta, aunque estaba plenamente iluminado. Así como el Apolo 8 había alunizado hacía dieciséis meses por popa, el Apolo 13 se aproximaba a la Tierra siguiendo los mismos parámetros. Para que la nave superara la reentrada en la atmósfera, debía acometerla con la pantalla térmica por delante, para que su extremo ablativo absorbiera toda la fricción de la abrasadora zambullida en el aire. Durante esas horas finales de la misión, los astronautas navegaban de espaldas al planeta, a ciegas, confiando sólo en sus instrumentos para saber que se acercaban cada vez más al océano que les esperaba. La nave siguió en esa dirección durante varios minutos hasta que poco a poco empezó a trazar un arco sobre el globo, sobrevolando el crepúsculo de Europa y África Occidentales, y después se sumió en la noche de Oriente Medio. Cuando el Apolo 13 descendió lo suficiente, la oscura masa terrestre empezó a extenderse ante él. Por fin, los astronautas pudieron contemplar por los ojos de buey la gran sombra curva, su destino, su tierra. Y suspendido sobre ella, como una pastilla, brillaba el globo blanco de la Luna.
—Houston —llamó Swigert—, vamos a proceder a la comprobación con la Luna.
El piloto del módulo de mando consultó el indicador para confirmar la posición de la Odyssey y después miró por la ventanilla cómo iba descendiendo la Luna lentamente hacia el horizonte. Y mientras la nave fue cayendo y cayendo y el horizonte subiendo y subiendo, la Luna empezó a descender.
—Joe, está bajando —dijo Swigert por la radio—. Estamos a unos cuarenta y cinco grados y la Luna está bajando.
—Recibido.
—Estamos a treinta y ocho grados ya.
—Bien, Jack. Todo pinta muy bien.
En sus respectivos asientos, Lovell y Haise miraban el cronómetro del panel de instrumentos mientras Swigert seguía mirando por la ventanilla. La Luna descendió de 38 a 35 grados y luego a menos de 20. Los segundos que faltaban para la hora de la puesta de la Luna que había calculado Jerry Bostick fueron transcurriendo hasta que sólo quedaron quince.
—¿Tienes algo, Jack? —le preguntó Lovell.
—Todavía no.
—¿Y ahora?
—Negativo.
—¡Sólo faltan tres segundos,…!
—Todavía no —respondió Swigert.
Y entonces, en el instante exacto predicho por el Fido de Houston, la Luna descendió una fracción más de grado y apareció una minúscula manchita en su borde inferior. Swigert se volvió hacia Lovell con una sonrisa inmensa.
—Puesta de la Luna —dijo abriendo la comunicación—. Houston, posición comprobada y correcta.
—Fantástico —respondió Joe Kerwin.
Lovell miró sonriente a derecha e izquierda a sus dos tripulantes.
—Caballeros —les dijo—, estamos a punto de entrar en la atmósfera. Os sugiero que os preparéis para la excursión.
El comandante se tocó de forma inconsciente los arneses de los hombros y la cintura y se los apretó. Swigert y Haise le imitaron, también de forma inconsciente.
—Joe, ¿a qué distancia estamos? —preguntó Swigert al Capcom.
—Navegáis a 46 250 kilómetros por hora y estáis tan cerca de la Tierra que casi no se ve la nave en nuestras pantallas de posición.
—Todos nosotros queremos daros las gracias por el espléndido trabajo que habéis hecho —le dijo Swigert.
—Afirmativo, Joe —añadió Lovell.
—Te diré que lo hemos pasado en grande —contestó Kerwin.
El silencio invadió la nave y la sala de control de Houston. A los cuatro minutos, la base del módulo de mando mordería el borde superior de la atmósfera y a medida que la nave acelerada fuera atravesando la capa de aire cada vez más denso, aumentaría la fricción, generando temperaturas de 3000 grados en la superficie del escudo térmico. Si la energía generada por ese descenso infernal se convirtiera en electricidad equivaldría a 86 000 kilowatios/hora, lo suficiente para iluminar la ciudad de Los Ángeles durante minuto y medio. Si se transformara en energía cinética, podría levantar a unos 25 centímetros del suelo a toda la población de Estados Unidos. Pero a bordo de la nave, el calor sólo produciría un efecto: al subir la temperatura, una densa ionización envolvería la nave, reduciendo las comunicaciones a un refrito de interferencias de unos cuatro minutos de duración. Si se restablecía el contacto por radio después de ese tiempo, los controladores de tierra sabrían que la pantalla térmica estaba intacta y que, por tanto, la nave había sobrevivido; en caso contrario, la tripulación habría sido consumida por el fuego. En su puesto de director de vuelo, Gene Kranz se levantó, encendió un cigarrillo y abrió el circuito de comunicación de tierra.
—Vamos a hacer un último repaso general antes de la reentrada —anunció—. ¿Listo, Eecom?
—Listo, Vuelo —respondió Aaron.
—¿Retro?
—Listo.
—¿Guiado?
—Listo.
—¿GNC?
—Listo, Vuelo.
—¿Capcom?
—Listo.
—¿Inco?
—Listo.
—¿FAO?
—Estamos listos, Vuelo.
—Capcom, puedes decir a la tripulación que todos están listos para la reentrada.
—Recibido, Vuelo —contestó Kerwin—. Odyssey, aquí Houston. Acabamos de hacer un último repaso por toda la sala, y todos dicen que el Apolo funciona perfectamente. Perderemos la señal dentro de un minuto aproximadamente, Bienvenidos a casa.
—Gracias —dijo Swigert.
Durante los sesenta segundos siguientes, Swigert se quedó mirando fijamente por la ventanilla izquierda de la nave, Haise por la derecha y Jim Lovell por la del centro. En el exterior, se hizo visible una levísima coloración rosada y al mismo tiempo Lovell sintió una levísima fuerza de gravedad. El tono rosado se convirtió en naranja y la sutil presión gravitatoria dio paso a una gravedad total. El tono anaranjado fue cediendo gradualmente a un rojo lleno de rabiosas chispas del escudo térmico, y la gravedad subió a dos, tres, cinco y culminó brevemente en un sofocante seis. Los auriculares de Lovell chisporroteaban llenos de interferencias.
En Control de Misión, el mismo silbido electrónico zumbaba en los oídos de los controladores. Entonces se interrumpieron las conversaciones en el circuito cerrado que conectaba al director de vuelo, las salas de apoyo y el auditorio. El reloj digital del frente de la sala marcaba las 142 horas, 38 minutos. Cuando marcara 142 horas y 42 minutos, Joe Kerwin llamaría a la nave. Mientras transcurrieron los dos primeros minutos, casi no hubo movimiento en la sala principal ni en la galería de observación. Cuando transcurrió el tercero, varios controladores empezaron a removerse inquietos en sus asientos. Y al pasar el cuarto, muchos de ellos estiraron el cuello, mirando a Kranz.
—Bien, Capcom —dijo el director de vuelo, apagando el cigarrillo que había encendido hacía cuatro minutos—. Llama a la tripulación.
—Odyssey, aquí Houston. Cambio —dijo Kerwin.
Sólo les llegaron interferencias desde la nave. Transcurrieron quince segundos más.
—Inténtalo otra vez —dijo Kranz.
—Odyssey, aquí Houston. Cambio.
Otros quince segundos más.
—Odyssey, aquí Houston. Responde.
Treinta segundos más.
Los hombres de las consolas miraban fijamente su pantalla, y los invitados de la galería de observación se miraban unos a otros.
—Vuelve a intentarlo, Capcom.
Pasaron lentamente otros tres segundos y entonces los controladores percibieron un leve cambio en la frecuencia de los zumbidos de sus auriculares; era poco más que un susurro, pero claramente audible. Inmediatamente después sonó una voz inconfundible.
—Te escucho, Joe —llamó Jack Swigert.
Joe Kerwin cerró los ojos y soltó un profundo suspiro, Gene Kranz levantó el puño y las personalidades del auditorio se abrazaron y aplaudieron.
—Sí —respondió Kerwin sin ceremonias—, te recibo, Jack.
En la nave que había recobrado la comunicación, los astronautas disfrutaban de un vuelo tranquilo. Al disiparse la tormenta de iones que envolvía la nave, las capas más densas de la atmósfera fueron frenando su zambullida de 46 000 kilómetros por hora hasta alcanzar una caída libre comparativamente suave, a 555 kilómetros por hora. Por las ventanillas, el rojo furioso había dejado paso a un anaranjado más pálido, después a un rosa pastel y finalmente al azul más familiar. Durante los largos minutos de incomunicación, la nave había cruzado la zona en sombra de la Tierra y había asomado a la luz. Lovell consultó el indicador de gravedad: marcaba 1,0. Después miró el altímetro: 11 665 metros.
—Preparaos para lanzar los paracaídas cónicos —dijo Lovell a sus compañeros—, y esperemos que los sistemas pirotécnicos funcionen.
El altímetro bajó de 9240 a 8580 metros. Cuando alcanzaron los 7920, los astronautas oyeron un golpe sordo. Al mirar por la ventanilla vieron dos franjas de tela brillante, y después, las mangas se hincharon.
—Se han abierto bien dos paracaídas —gritó Swigert a tierra.
—Recibido —contestó Kerwin.
El panel de instrumentos de Lovell ya no podía registrar la velocidad de tortuga que llevaba su nave ni su insignificante altitud, pero el comandante sabía, por el perfil del plan de vuelo, que en ese momento debían de estar apenas a 6600 metros sobre el nivel del mar y cayendo a no más de 325 kilómetros por hora. Menos de un minuto más tarde, los dos paracaídas cónicos se soltaron solos y aparecieron otras tres mangas, seguidas de los tres paracaídas principales. Las mangueras se agitaron un momento en el aire y luego se abrieron, propinando una buena sacudida a los astronautas, en sus asientos. Lovell miró instintivamente el salpicadero, pero el velocímetro no marcaba nada. Aunque él sabía que se movían a unos 40 kilómetros por hora.
En el puente del USS Iwo-Jima, Mel Richmond escudriñaba el cielo blanco azulado sin ver más que azul y blanco. A su izquierda tenía a otro hombre de observación, que murmuró una imprecación en voz baja, protestando porque tampoco veía nada, lo mismo que el hombre de su derecha. Los marines, que se arracimaban en cubierta o en las pasarelas, a su espalda, miraban en todas direcciones.
De repente, alguien gritó desde atrás:
—¡Ahí está!
Richmond se volvió. Un diminuto cascarón negro colgando de tres nubes gigantescas de tela caía hacia el mar a escasos cientos de metros de allí. Richmond gritó, y los dos hombres que le flanqueaban así como los marines que estaban en las pasarelas y los puentes, gritaron también.
A su lado, los cámaras de televisión siguieron la mirada de los espectadores y enfocaron sus objetivos. En Control de Misión, la pantalla gigante del extremo de la sala se encendió, mostrando la imagen del Apolo 13 en su descenso. Todos los presentes lanzaron vítores de alegría.
—Odyssey, aquí Houston. Os tenemos en pantalla —exclamó Joe Kerwin, tapándose el oído libre con la mano—. ¡Es fantástico!
Kerwin esperó una respuesta, pero el ruido de la sala no le dejó oír nada.
—¡Estáis saliendo en la tele, chicos! —repitió.
En el interior de la nave a la cual estaban aplaudiendo los controladores de Houston y los embarcados en el Iwo-Jima, Jack Swigert radió un «recibido» pero sin prestar demasiada atención a la voz que sonaba en sus auriculares, sino al hombre que estaba a su derecha. En el asiento central, Jim Lovell, la única persona del módulo que ya había vivido esa experiencia, echó un último vistazo al altímetro y después se agarró a los brazos de su butaca. Swigert y Haise hicieron lo mismo.
—Agarraos… Si sucede como en el Apolo 8, será violento —les dijo el comandante.
Treinta segundos más tarde, y a diferencia de lo que le ocurrió al Apolo 8, los astronautas sintieron una súbita pero indolora deceleración cuando la nave amerizó suavemente. Al instante, los astronautas vieron a través de los ojos de buey cómo el agua lamía las cinco ventanillas.
—Chicos —dijo Lovell—, estamos en casa.
Marilyn Lovell soltó una carcajada mientras Jeffrey gritaba y empezaba a retorcerse. Había sostenido a su hijo pequeño sobre su regazo durante todo el descenso y, sin querer, le había estado apretando cada vez más fuerte a medida que caía la nave. Con los ojos empañados de lágrimas y rodeada por un enjambre de gente, vio en la pantalla del televisor de su cuarto de estar cómo la Odyssey caía al mar y los tres paracaídas que la habían sustentado se posaban en la superficie del agua. Y en el momento del amerizaje, Jeffrey protestó con un grito.
—Lo siento —le dijo Marilyn, riendo y llorando y besándole en la coronilla—. Lo siento.
Después volvió a abrazarlo y lo dejó en el suelo. Entonces, como de la nada, apareció Betty Benware y la abrazó muy fuerte. Después, Marilyn vio a Adeline Hammack y a Susan Borman. En un rincón del cuarto, Pete Conrad abrió la primera botella de champán, seguido por Buzz Aldrin, Neil Armstrong y quién sabe cuántos más. Marilyn se levantó, encontró a sus otros hijos y, esquivando la rociada de espuma, les abrazó.
Alguien le puso una copa en la mano. Se tomó un largo y chispeante trago y se le llenaron los ojos de lágrimas, esta vez por las burbujas. Marilyn oyó a lo lejos el teléfono de su dormitorio. Sonó de nuevo, Betty se dirigió a cogerlo y reapareció un momento más tarde.
—Marilyn, es de la Casa Blanca otra vez.
Marilyn le pasó su copa a quien tenía más cerca, corrió hasta su dormitorio y cogió el teléfono.
—¿Señora Lovell? —le dijo una voz femenina—, un momento, le paso al presidente.
Transcurrieron unos segundos y después Marilyn volvió a oír aquella voz grave y familiar.
—Marilyn, soy el presidente. Quería preguntarle si le gustaría acompañarme a Hawai a recoger a su marido.
Marilyn guardó silencio, ausente, sonriendo y recordando la nave espacial que acababa de amerizar en las aguas del Pacífico Sur. La línea telefónica crujió levemente.
—Señor presidente…, me encantaría —le contestó al fin.