Capítulo 11

Don Arabian estaba en el edificio 45 cuando estalló la batería dos del Aquarius. Aunque el despacho de Arabian estaba a unos 400 metros de Control de Misión, metido en una de esas naves estilo blocao donde trabajaba gente como Ed Smylie, el propio Arabian no dejaba de estar en el meollo de los acontecimientos. Él y su grupo disponían de las mismas pantallas que los hombres de la sala de control, estaban conectados a los circuitos tierra-aire, y recibían los mismos datos de la nave espacial. La única diferencia era que mientras los controladores de las consolas de la sala de control seguían sólo su pequeña parte del módulo de mando o el LEM, Arabian debía atender a todo, y cuando la batería dos del Aquarius se vació, sabía que no tardaría en sonar su teléfono.

El personal del Centro Espacial llamaba a la zona del edificio 45 donde trabajaba Don Arabian, Sala de Evaluación de Misión, o MER. Y al propio Arabian le habían bautizado Don el Loco. Para los hombres que trabajaban en la MER, el mote le venía como anillo al dedo. En una comunidad de científicos donde imperaba el acento tejano, con un ritmo arrastrado y las preguntas se contestaban con un asentimiento de cabeza tanto como de palabra, Arabian era un tornado verbal. Y le encantaba hablar de sus sistemas.

Para Arabian y los cincuenta o sesenta hombres que trabajaban en la Sala de Evaluación de Misión, cada tuerca, bujía o pieza del equipo informático de la nave podía definirse en términos de sistema. Un depósito de combustible era un sistema de energía; el LEM era un sistema de alunizaje; la más mínima lucecita, con su filamento, su base y su bombillita de cristal, era un sistema de iluminación. Hasta los astronautas, cuya tarea era apretar los botones que ponían en marcha el resto del equipo informático eran a su manera, sistemas.

En total, había 5,6 millones de sistemas en el módulo de mando y en el LEM varios millones más. Cuando algo se estropeaba, era Don Arabian quien tenía que descubrir el motivo. En cualquier accidente, se había abusado de alguna pieza del equipo informático más allá de lo previsto y mientras los hombres de Control de Misión trabajaban para arreglar el problema, Arabian tenía que descubrir el origen del mismo.

Cuando Fred Haise comunicó la explosión de la fase de descenso y los datos del LEM en la Sala de Evaluación de Misión registraron el fallo de la batería dos, Arabian se puso en marcha. Pocos minutos después sonó el teléfono de su consola.

—Evaluación de Misión —respondió Arabian.

—¿Don? Soy Jim McDivitt. —Arabian esperaba la llamada de McDivitt.

El comandante del Gemini 4 y del Apolo 9, actual director del Programa Apolo debía estar siguiendo el vuelo desde la última fila de consolas de Control de Misión. Si pasaba algo en el Aquarius o en la Odyssey, McDivitt era el primero que acosaba a Arabian a preguntas.

—Veo que tenéis problemas —le dijo Arabian.

—¿Estás controlando la batería dos? —le preguntó McDivitt.

—Estoy rastreando.

—¿Qué opinas?

—Creo que tenemos un problema. —Se produjo un silencio de preocupación al otro extremo del hilo—. Jim… —le preguntó Arabian de broma—, ¿has almorzado ya?

—¿Yo…? Pues no.

—Bueno, pues ¿por qué no vienes y comemos juntos? Encargaré una pizza y lo rumiaremos.

La indiferencia de Arabian no era tanto fruto de la arrogancia como de su seguridad. En el escaso tiempo que llevaba investigando el problema del Aquarius, estaba razonablemente seguro de que había descubierto su origen.

Cada una de las cuatro baterías del LEM consistía en una serie de placas de plata-cinc sumergidas en una solución electrolítica. Las placas reaccionaban en el fluido produciendo electricidad, pero también liberaban hidrógeno y oxígeno. Generalmente, los dos gases se generaban en cantidades tan pequeñas que apenas podían detectarse, pero en ocasiones, una batería producía un exceso de vapores, que se concentraban en un recoveco de la tapa de la batería.

Arabian siempre había sido un poco quisquilloso con ese recoveco: el oxígeno y el hidrógeno combinados en un espacio tan reducido acaban haciendo aumentar la presión; y cuando la presión aumenta basta una chispa para provocar una pequeña explosión. El interior de una batería, por supuesto, es un sitio estupendo para que se produzcan chispas, y cuando Haise informó de su estallido y sus copos, Arabian pensó que la pequeña bomba al acecho, situada en todas las baterías de todos los LEM que habían volado, había estallado por fin.

No obstante, el diagnóstico no era absolutamente negativo. Después de comentarlo con un representante de la empresa Eagle-Picher, fabricante de las baterías, Arabian concluyó que los daños del LEM no eran irreparables. La explosión había sido pequeña, evidentemente, puesto que la batería dos seguía funcionando. Y más importante que el hecho de que la batería estuviera realmente dañada era que el resto del sistema eléctrico parecía estar compensándolo.

La red eléctrica del LEM estaba concebida de modo que, si una de las cuatro baterías de la nave no podía realizar su función a pleno rendimiento, las otras tres se harían cargo de una parte. Cuando Arabian y el técnico de la compañía estudiaron los números, vieron que las baterías uno, tres y cuatro ya habían incrementado su producción eléctrica, permitiendo que la batería número dos se estabilizara.

Arabian sabía que habría que rediseñar el sistema en vuelos posteriores puesto que no se podía permitir que los futuros LEM volaran con granadas en miniatura en su seno. Aunque de momento, las baterías del Apolo 13 parecían estables. Arabian, el técnico de Eagle-Picher y un ingeniero eléctrico de la MER se dirigieron a la sala de juntas del edificio 45. A los pocos minutos llegó Jim McDivitt, acompañado por dos representantes de Grumman, el fabricante del LEM. Y la pizza de Arabian no tardó en aparecer también.

—Amigos —dijo el director de la MER cogiendo una porción de pizza y empujando la caja por encima de la mesa hacia McDivitt—, hemos estado repasando los números y os comunico que la cuestión no es grave. —Se volvió hacia el ingeniero de Eagle-Picher—: ¿Estás de acuerdo?

—Sí.

—¿Entonces la batería aguantará? —preguntó McDivitt.

—Debería hacerlo —respondió Arabian.

—¿Y podrán terminar el viaje con la energía que tienen?

—Deberían hacerlo —repitió Arabian—. Estábamos gastando menos amperios de lo que pensábamos, así que seguiremos dentro del margen de error.

—¿Entonces no ha habido una explosión? —preguntó el hombre de Grumman.

—Oh, sí —dijo Arabian.

—Pero en realidad… no ha estallado nada —rectificó el hombre de Grumman.

—Claro que sí —dijo Arabian con la boca llena—. Ha estallado la batería.

—Pero ¿tenemos que emplear ese término si la batería sigue funcionando? La gente se pone frenética cuando les dices que algo ha estallado.

—¿Y qué término sugieres tú?

El hombre de Grumman guardó silencio.

—Mira —dijo Arabian tras una pausa—, tú y yo sabemos que esto no es problema. Pero si la batería revienta, yo pienso decirlo. Y si un tanque revienta, pienso decirlo. Y si la tripulación revienta, pienso decirlo. Amigos, estamos hablando de sistemas y si no somos honestos con nosotros mismos cuando las cosas salen mal nunca seremos capaces de arreglar nada.

Arabian se terminó su porción de pizza, cogió otra y miró su reloj ostentosamente. Había otros siete u ocho millones de sistemas en el Apolo 13 pendientes de su atención y él no podía permitirse perder mucho tiempo más en un almuerzo de trabajo.

Jim Lovell se quedó muy sorprendido al ver lo que le había pasado a su LEM mientras dormía. Eran poco más de las diez de la mañana del miércoles cuando se metió flotando por el túnel de la Odyssey para iniciar su turno de sueño y hasta cerca de las tres de la tarde no volvió a aparecer. Esas cuatro horas y media de sueño eran con mucho el descanso más largo que había tenido desde el accidente, y a sólo cuarenta y ocho horas del amerizaje, no podía haber elegido mejor momento para dormir.

Como en las demás ocasiones de esa misión, Lovell se despertó mucho antes de la hora prevista. Se levantó de su helado asiento del gélido módulo de mando, echó un vistazo a su alrededor con los ojos enrojecidos y se coló por la zona de almacenamiento hacia el túnel. Pero antes de bajar al LEM se detuvo a reflexionar un momento. De vez en cuando, Lovell había estado acariciando la idea de romper una de las reglas de oro de toda misión espacial, y en ese momento, de forma casi impulsiva, decidió hacerlo. Se desabrochó los dos o tres primeros botones de su traje espacial, metió la mano por dentro del mono térmico hasta alcanzar los sensores biomédicos que llevaba pegados al pecho desde el sábado, antes del lanzamiento, y se los fue arrancando.

Lovell tenía muchas razones para quitarse los electrodos. En primer lugar, le picaban. El adhesivo que usaban era supuestamente hipoalérgico, pero al cabo de cuatro días, incluso pegamentos tan suaves como aquél se volvían molestos. Además, así ahorraría energía. El sistema de control médico que enviaba los signos vitales de los astronautas a tierra se alimentaba de las mismas cuatro baterías que mantenían todos los aparatos del LEM, y aunque los electrodos consumían muy poco, requerían unos cuantos amperios.

Finalmente, estaba la cuestión de la intimidad. Como todo piloto de pruebas, Jim Lovell siempre se había jactado de su habilidad para ocultar sus emociones al hablar, ya estuviera sobrevolando el Mar del Japón en un Banshee a oscuras o dando la vuelta por la cara oculta de la Luna en un LEM. Pero mientras el sistema nervioso voluntario responde a los dictados de la voluntad, el sistema involuntario no, y nadie puede controlar la aceleración de la respiración y los latidos del corazón que hasta el piloto más imperturbable experimenta en una emergencia. Lovell no sabía cuánto se le había acelerado el pulso después de la explosión que abortó su misión el lunes por la noche, pero le molestaba mucho que lo supieran todos, desde el médico espacial, pasando por el Fido, hasta los enviados especiales de los medios de comunicación. Ante la eventualidad de sufrir otra crisis en los próximos dos días, no veía razón alguna para que su ritmo cardíaco fuera publicado al mundo entero, así que acabó de quitarse los electrodos, se los metió en el bolsillo y se dirigió al LEM.

—Buenos días —le saludó Haise cuando Lovell sacó la cabeza por el túnel—. Parece que al final has conseguido dormir un poco…

Lovell consultó su reloj.

—Caray, eso parece…

—¿Viene ya Jack? —le preguntó Haise.

—No. —Lovell bajó flotando a la cabina—. Sigue como un tronco. ¿Cómo van las cosas por aquí?

—Bien. Han decidido hacer un encendido de medio curso esta noche, probablemente alrededor de la hora ciento cinco. Nos estábamos desviando demasiado.

—Ajá… —contestó Lovell.

—Y será antes de que se dispare la válvula de helio —añadió Haise.

—Sí… tiene sentido.

—Además… parece que ha pasado algo en la fase de descenso.

—¿Algo…?

—Un estallido. Y un escape. El comandante miró al piloto del LEM un momento, cogió sus auriculares y pulsó el botón del micrófono.

—Houston, aquí Aquarius —llamó Lovell.

—Recibido, Jim —respondió Vance Brand—. Buenos días.

—Oye, Vance, ¿qué es ese escape de la fase de descenso? ¿Ya se ha parado?

Brand, que todavía no tenía el informe de Arabian y McDivitt, se sobresaltó.

—Fred nos lo comunicó. ¿Todavía lo veis? Lovell se volvió hacia Haise con mirada inquisitiva. Haise meneó la cabeza.

—No. Fred no ha visto nada más —repuso Lovell.

—De acuerdo —dijo Brand sin más. Lovell esperó a que el Capcom añadiera algo, pero Brand no dijo nada. Lovell sabía que ese silencio estaba preñado de significado para el código abreviado de las comunicaciones tierra-aire. Brand todavía no sabía a qué se debía la explosión y seguramente prefería que el comandante no insistiera. Una cosa era que la omnipresente prensa oyera al Capcom explicar un problema a la tripulación y otra muy distinta que el comandante pidiera una explicación y el Capcom no la tuviera. Lovell esperó un momento y después pasó a otros temas.

—Tengo entendido que la válvula de alivio del helio puede dispararse en torno a la hora ciento cinco.

—Entre la ciento seis y la ciento siete —respondió Brand.

—Y antes habrá que hacer una corrección de medio curso, ¿no es eso?

—Eso es —contestó Brand—. Con eso no sólo garantizaremos la presión del combustible, sino que los propulsores estarán alimentados por el encendido cuando se alivie el helio. De ese modo, si el escape os desvía un poco, podréis recobrar el control.

—Recibido. Recobrar el control —repitió Lovell.

Cortó la comunicación, se pellizcó los labios y decidió que no le gustaba ni pizca lo que estaba oyendo. Tal vez esos nuevos problemas hubieran surgido durante el turno de Haise, pero habrían de resolverse en el de Lovell. Sintió que apretaba las mandíbulas en un inesperado reflejo de tensión. De repente le llegó la voz de Brand.

—Y sólo una cosa más por el momento, Jim… ¿Quieres darle al interruptor de tu equipo médico? Nos llega señal pero sin datos.

Lovell guardó silencio. Brand también. Transcurrieron tres segundos; el hombre de tierra, sentado impasiblemente a su consola, esperó la respuesta del hombre del espacio.

—Sabes, Houston —dijo el comandante al fin—, no lo llevo puesto.

Lovell se quedó a la escucha, preparándose para la probable reprimenda, sin embargo, sólo oyó silencio durante unos segundos. Finalmente Brand, que también era astronauta, había echado los dientes probando aviones de combate y que, también como Lovell, podría encontrarse un día en el espacio en una nave averiada, abrió la comunicación.

—De acuerdo —respondió el Capcom escuetamente.

Lovell sonrió. Cuando acabara aquello, tenía que invitar a Brand a una cerveza.

—¡Marilyn! —gritó Betty Benware desde el dormitorio principal de los Lovell, en la casa de Timber Cove. No obtuvo respuesta—. ¡Marilyn! —repitió. Y siguió sin obtener respuesta.

Que Betty supiera, Marilyn estaba en el cuarto de estar, sólo a unos metros del dormitorio, donde se hallaba Betty con el teléfono en la mano.

Era una llamada urgente, estaba segura, pero si su amiga la había oído, no dio muestras de ello.

Betty consultó su reloj y comprendió inmediatamente el motivo. Eran poco más de las seis y media y a esa hora empezaba el telediario de la tarde. Como siempre que Jim estaba en el espacio, Marilyn veneraba ese momento. Durante esa media hora se sentaba frente al televisor, sintonizaba la CBS y se sumía en las informaciones de Walter Cronkite sobre los progresos de su marido en la misión.

Para las esposas de los astronautas que querían estar informadas de la situación de la nave y de los astronautas que la dirigían, el hombre clave solía ser Jules Bergman. El periodista de la ABC acostumbraba ofrecer a su audiencia la verdad más cruda y menos edulcorada, les gustara o no. No siempre resultaba fácil aceptar lo que Bergman tenía que decir, pero la ventaja era que después de oír sus comentarios, uno sabía que había oído lo peor. Si él no estaba preocupado por la situación de la misión en un momento dado, el telespectador podía estar completamente seguro de que no había motivos de preocupación. El inconveniente era que un poco de Jules Bergman era demasiado. Tras seguir sus reportajes francamente brutales un día o dos, los familiares de los astronautas acababan deprimidos. Cuando sucedía eso, era el momento de pasarse a Walter Cronkite.

Las informaciones de Cronkite no eran menos fiables que las de Bergman, ni menos honestas; pero, en conjunto, eran más fáciles de digerir.

Las noticias que daba Walter Cronkite parecían encajarse mejor. Así que, al término de la jornada, Marilyn Lovell y la mayoría de las esposas de astronautas se creían en la obligación de conectar con el paternalista presentador. Y esa noche no era diferente: mientras Betty Benware esperaba en el dormitorio con el teléfono en la mano, preguntándose si se atrevería a decirle a su interlocutor que esperara, Marilyn estaba sentada en el borde del sofá, inclinada hacia delante, desconectada del resto del mundo.

«Buenas noches —empezó Cronkite, sentado a su mesa, delante de una foto de la tierra y la Luna—. La nave Apolo 13 se ha desviado un poco de su trayectoria hacia la Tierra. En este momento ha recorrido una cuarta parte de la distancia total, pero su rumbo actual no es el adecuado. De seguir así, no lograría reentrar en la atmósfera y los astronautas perecerían. Por eso se ha previsto un encendido crítico para corregir la trayectoria a las veintitrés y cuarenta y tres, hora del Este, de esta noche.

»Esta tarde, el jefe de prensa de la Casa Blanca, Ron Ziegler, ha dicho que no necesitará la ayuda de otras naciones para el rescate de la tripulación del Apolo 13, aunque apreciamos los ofrecimientos, ha dicho. Sin embargo, la Unión Soviética ha enviado seis buques de guerra hacia el lugar del amerizaje en el Pacífico y el Reino Unido otros seis hacia la zona alternativa, en el océano Índico. Francia, los Países Bajos, Italia, España, Alemania Occidental, Sudáfrica, Brasil y Uruguay han puesto sus armadas en estado de alerta. El presidente Nixon tenía previsto ofrecer un comunicado a la nación sobre la guerra de Vietnam mañana por la noche, en una especie de contraataque de relaciones públicas a las manifestaciones antibélicas que se producen en todo el país. Pero esta mañana el presidente ha pospuesto la conferencia hasta la semana próxima, arguyendo que no quiere hacer nada que empañe la preocupación que existe por los astronautas. Nuestro corresponsal en la Casa Blanca, Dan Rather, complementa esta información».

Marilyn Lovell no llegó a oír lo que Dan Rather tuviera que decir porque justo cuando el periodista apareció en la pantalla de su televisor, Betty Benware entraba por la puerta del cuarto de estar.

—¡Marilyn! ¿No me has oído…? —le dijo Betty en un susurro apremiante.

—¿Qué…? Pues no, estaba viendo el telediario —dijo Marilyn distraída.

—Pues déjalo. Te llama por teléfono el presidente Nixon.

—¿Quién?

Marilyn se levantó de un brinco y salió corriendo hacia el dormitorio. La halagaba que la llamara el presidente, pero, aun en esas circunstancias, se sorprendió. Aunque en Houston nadie ponía en tela de juicio el auténtico interés de Nixon por la suerte de los astronautas del Apolo 13, nadie albergaba la ilusión de que el viaje espacial fuera una de sus prioridades cotidianas.

Fue John Kennedy, no precisamente un favorito de Nixon, quien se comprometió a llegar a la Luna antes del final de la década de los años sesenta, y fue Lyndon Johnson quien llevó adelante el programa obstinadamente. Aunque el histórico alunizaje del Apolo 11 en julio del año anterior se había producido durante la presidencia de Nixon, el titular de la Casa Blanca pensaba que el público no le otorgaba el mérito de esa hazaña, concediéndoselo en cambio al presidente saliente Johnson o al sacrificado Kennedy. Y en ese momento, mientras el Apolo 13 regresaba a la Tierra, Marilyn Lovell no tenía razones para creer que el presidente tuviera tiempo ni ganas para preocuparse más por esa crisis que por las otras que le acosaban durante su primer año de mandato.

De hecho, Nixon estaba sumamente preocupado. Desde el éxito con el que se desarrolló la misión orbital lunar del Apolo 8, justo un mes antes de que entrara en funciones, Nixon había ido tomando una creciente fascinación por los viajes espaciales y una especial admiración por la tripulación de esa primera circunvalación lunar. A su regreso de la Luna, Frank Borman, Jim Lovell y Bill Anders fueron invitados a asistir a la jura del presidente y más tarde a cenar con él en la Casa Blanca, pero no en uno de los comedores oficiales de la planta baja, sino en el comedor familiar de la planta superior. Marilyn recordaba que se quedó encantada durante la visita a la casa que les ofreció el presidente, cuando éste, en varias ocasiones, abría la puerta de una habitación cuya existencia desconocía y se quedaba mudo, señalándosela con una sonrisa radiante y encogiéndose de hombros, como invitándoles a adivinar su función.

Aunque Nixon debía de saber que los astronautas del Apolo 8 apreciaban mucho las atenciones que se tomó el presidente, como todos los poderosos, sentía que el mejor cumplido que podía hacer a alguien a quien admiraba era ponerlo a trabajar para él. Después del Apolo 8, Jim Lovell afirmó que quería seguir en el programa espacial al menos hasta tener la oportunidad de alunizar y Nixon no dudó de su decisión. Frank Borman y Bill Anders, no obstante abandonaron la agencia espacial poco después de regresar de la Luna, y el presidente no perdió ripio.

Borman, poco aficionado a la política, declinó una oferta para sumarse al personal de la Casa Blanca en un puesto político mal especificado.

Anders no fue tan puntilloso: aceptó el cargo de secretario ejecutivo del Consejo Nacional de Aeronáutica y Espacio, un cuerpo consultivo tradicionalmente dirigido por el vicepresidente, en aquel caso, Spiro Agnew.

El sábado anterior, cuando el antiguo compañero de Anders en el Apolo 8 se embarcó en el Apolo 13, el secretario ejecutivo debía acompañar al vicepresidente a Florida para presenciar el lanzamiento. Cuando la tripulación se hallaba en camino hacia la Luna, Agnew se fue a Iowa a atender un acto público, dejando a Anders libre. El lunes todo aquello cambió. Cuando el Apolo 13 empezó con sus explosiones y escapes, Agnew y Nixon expresaron su deseo de ser informados de los acontecimientos y la responsabilidad recayó en el Consejo Nacional de Aeronáutica y Espacio.

Pero no fue Anders quien fue enviado a Washington inmediatamente, sino su ayudante Chuck Friedlander, quien recibió instrucciones para dejar Florida rápidamente y suministrar partes cada media hora en las habitaciones privadas de la Casa Blanca. Friedlander llegó al aeropuerto a primera hora de la mañana, pero no encontró un solo taxi. Así que se montó en un autobús urbano de la terminal, mostró al conductor sus credenciales, le explicó brevemente para qué estaba allí y le preguntó si el autobús pasaría cerca del 1600 de la avenida Pennsylvania. El chófer respondió mejor de lo que Friedlander esperaba: abandonó su ruta y llevó a su pasajero, y a todos los demás, directamente hasta la puerta de la Casa Blanca. A los pocos minutos, Friedlander estaba dentro dando su primer comunicado. Al día siguiente llegó Anders, que fue convocado, con Friedlander; al despacho oval, para conversar personalmente con el presidente. Cuando los dos hombres se presentaron, Nixon sólo tenía una pregunta:

—Bill, quiero saber cuáles son las probabilidades de regreso de la tripulación.

—¿Las probabilidades, señor presidente? —repitió Anders.

—Sí, la probabilidad estadística.

—Bien, señor, si tuviera que dar una cifra, yo diría que sesenta contra cuarenta.

El presidente soltó un resoplido desaprobador.

—He hablado con Frank Borman y él dice que sesenta y cinco contra treinta y cinco.

Anders y Friedlander se miraron.

—Bien, señor presidente, supongo que Frank estará mejor enterado —dijo Anders, acomodaticio.

Los dos se pasaron la mayor parte del martes y el miércoles en un despacho pequeño contiguo al de Nixon, viendo las emisiones televisivas sobre la misión con el veterano del Apolo 11, Mike Collins, redactando comunicados con uno de los redactores de los discursos presidenciales y preparándose para ofrecer al presidente nuevos cálculos de probabilidades si se los pedía. A últimas horas del miércoles, Nixon parecía satisfecho con los porcentajes, que favorecían a los astronautas del Apolo 13. Así que decidió que había llegado el momento de llamar por teléfono a sus respectivas familias para ofrecerles unas palabras de consuelo. Empezó por la esposa del comandante, cuyas hazañas tanto respetaba desde 1968.

—¿Señora Lovell? —preguntó la voz del telefonista de la Casa Blanca.

—Sí… —Marilyn estaba casi sin aliento por su rápida carrera hasta el dormitorio principal.

—No se retire por favor, le paso al presidente.

Marilyn esperó unos segundos y luego el chasquido del teléfono al descolgar rompió el silencio.

—¿Marilyn? —dijo una voz familiar y grave—. Soy el presidente.

—Hola, señor presidente, ¿cómo está usted?

—Yo muy bien, Marilyn, pero lo principal es cómo está usted.

—Bien, señor presidente… aguantando lo mejor posible.

—¿Y cómo están… Barbara, Jay, Susan y Jeffrey?

—Pues todo lo bien que cabría esperar, señor presidente. No estoy muy segura de que Jeffrey entienda lo que está pasando, pero los otros tres lo están siguiendo todo por televisión.

—Bueno, sólo quería decirle, Marilyn, que su presidente y la nación entera están muy preocupados y siguen atentamente la situación de su marido. Se está haciendo todo lo posible para que vuelvan a casa. Bill Anders, un viejo amigo suyo, me tiene al corriente de todo.

—Ah, me alegro, señor presidente. Por favor, dele recuerdos de mi parte.

—Desde luego, Marilyn. Y mi esposa me ha pedido que le diga que reza por usted. Aguante firme un par de días más y tal vez tengamos ocasión de cenar juntos otra vez en la Casa Blanca.

—Lo celebraría mucho, señor presidente —le contestó Marilyn.

—Bien, entonces hasta pronto —se despidió el presidente, dando por concluida la llamada.

Marilyn colgó, algo aturdida, sonrió a Betty y regresó al cuarto de estar. Agradecía la llamada, pero estaba deseando volver a la televisión.

Tal vez Richard Nixon tuviera buenos deseos, pero Walter Cronkite tenía noticias terribles. Cuando recobró su sitio ante el televisor, la CBS seguía tratando el tema del Apolo 13, con una nueva cara en pantalla: el corresponsal en Houston, David Schumacher.

«A 330 000 kilómetros de la Tierra, durante la última hora el Apolo 13 no ha tenido el menor problema. Ahora mismo, los astronautas están descansando, antes de la corrección de rumbo que deberán realizar para permanecer en el corredor de reentrada. El encendido se hará esta noche, a las veintitrés horas y cuarenta y tres minutos. En realidad, dispondrían de todo el día de mañana para ello, pero será mucho mejor que se acuesten esta noche sabiendo que están siguiendo la trayectoria adecuada. Y sólo por motivos históricos, quería señalar que según los planes originales, el Aquarius debería de haber alunizado, con Lovell y Haise a bordo, hace nueve minutos. Con tantas emociones, también se nos había olvidado que hoy era el día en que debía de habérsele declarado la rubéola a Ken Mattingly, pero no ha sido así».

Marilyn se inclinó, bajó el volumen y desvió la vista de la pantalla. Tras haber visto docenas de informativos como aquél, durante los cuatro viajes espaciales de su marido, nunca había tenido demasiado claro de dónde sacaban las emisoras las informaciones que iban a retransmitir.

Pero con la llamada telefónica del presidente y las de las televisiones a su puerta, el estado de salud de Ken Mattingly y los planes originales de vuelo del Apolo 13 le parecieron intrascendentes.

Los astronautas no tenían tiempo para recibir llamadas de cortesía del presidente. Cuando terminó el telediario de la tarde y cayó la noche en Houston, Lovell, Swigert y Haise tenían en mente muchas otras cosas además de la inminente corrección de medio curso. Control de Misión acababa de decidir que debían reactivar el módulo de mando que estaba inerte desde el lunes por la noche.

Desde que los astronautas abandonaron la nave y se instalaron en el Aquarius, hacía cuarenta y ocho horas, la Odyssey se hallaba en unas condiciones de frío y humedad constantes. Por muy malo que fuera aquello para la tripulación, relativamente aislada en la cabina, era mucho peor para los aparatos electrónicos, que estaban instalados casi justo por debajo del cascarón de la nave. Con unas temperaturas exteriores de unos 138 grados bajo cero, ni la mejor rotación de control térmico pasivo era suficiente para mantener en buen estado las entrañas eléctricas de la nave. Para no depender únicamente de la rotación PTC, el equipo informático más sensible también estaba dotado de termorreguladores que se encendían cuando la nave rotaba, dejándolos en la sombra, y se apagaban cuando volvía a dar el sol por ese lado. Pero con la Odyssey desactivada, los termorreguladores no podían funcionar, y por lo tanto su protección no se activaba.

De los millones de sistemas que configuraban el módulo de mando, había muy pocos que fueran más sensibles al frío, ni más imprescindibles para la reentrada que los reactores de control de posición y La plataforma de guiado. Los reactores del módulo de mando, así como los del LEM, funcionaban con un combustible líquido que se evaporaba al entrar en contacto con el aire. Y como todo líquido expuesto al frío durante tanto tiempo, aquél podía congelarse o espesarse demasiado, haciendo imposible su paso por los conductos de alimentación de los propulsores.

La plataforma de guiado era tan sensible al frío, si no más. Si la temperatura del mecanismo descendía demasiado, el lubricante de sus tres giroscopios se tornaría viscoso, trabando la plataforma, que perdería precisión. Al mismo tiempo, los componentes de berilio finamente torneado empezarían a contraerse, desequilibrando todavía más el instrumento cuidadosamente calibrado. El miércoles por la noche, cuando todavía le quedaban al módulo de mando cuarenta horas de viaje por el vacío helado del espacio, Gary Coen, el oficial de dirección, navegación y control, o GNC del Equipo Dorado, decidió averiguar cuánto frío podrían soportar sus sistemas. La primera persona con la que habló fue el técnico enviado por el fabricante de la plataforma de guiado.

—Necesito que me haga un favor —dijo Coen al ingeniero cuando lo encontró en la sala de apoyo del GNC, por donde campaban todos los representantes de la compañía—. Quiero que consulte sus datos de fabricación y averigüe qué experiencia tienen sobre la puesta en marcha de una unidad inerte completamente fría para que esté plenamente operativa.

—¿Completamente fría? —preguntó el técnico.

—Completamente. Sin termorregulación —respondió Coen.

—Es muy sencillo. No tenemos ninguna experiencia al respecto.

—¿Ninguna?

—Ninguna. ¿Para qué? Si se presupone que la unidad se mantiene a una temperatura adecuada… Sabemos perfectamente que sin termorregulación, el sistema no funcionará.

—¿Entonces no tiene datos sobre este particular? —le preguntó Coen.

—Bueno… —prosiguió el ingeniero después de una pausa—. Uno de los técnicos de Boston se llevó una plataforma de guiado a su casa una tarde y se la dejó accidentalmente toda la noche en la furgoneta. La temperatura descendió hasta un grado bajo cero, más o menos, pero al día siguiente la puso en marcha sin el menor problema.

Coen se lo quedó mirando.

—¿Eso es todo?

—Pues sí… lo siento —le contestó el otro encogiéndose de hombros.

Con semejante escasez de datos, todos los GNC, Fido, Guido y Eecom sabían que sólo había una respuesta. Cierto tiempo antes de la reentrada, habría que encender los sensores caloríficos y la telemetría del módulo de mando durante un rato para que los controladores comprobaran el estado de los aparatos. Si descubrían que los sistemas estaban demasiado fríos, tendrían que pensar en cómo utilizar los termorreguladores.

El mero hecho de reactivar el módulo de mando, aunque sólo fuera el tiempo suficiente para tomarle la temperatura a la nave, consumiría una energía valiosísima para las baterías de reentrada, pero como disponían del LEM para recargarlas, podían permitirse gastar un amperio o dos. A las siete de la tarde del miércoles comunicaron a Jack Swigert que debía resucitar momentáneamente la Odyssey.

—Aquarius aquí Houston —llamó Vance Brand desde su consola de Capcom.

—Adelante, Houston —respondió Lovell.

—Mientras nos preparamos para el encendido de medio curso, queremos que copiéis el procedimiento para reactivar el módulo de mando y poner en marcha los instrumentos, pues hay que comprobar la telemetría.

—¿Dices que hay que reactivar el módulo de mando?

—Afirmativo —repuso Brand.

Lovell cortó la comunicación con tierra y miró por encima del hombro a Swigert, que estaba revolviendo entre los paquetes de comida y haciendo inventario de las provisiones, y que levantó la cabeza, sorprendido.

—¿Te has enterado? —le preguntó el comandante.

—Claro —le contestó Swigert—. Pero me imagino que es un error.

—No me lo explico —le dijo Lovell. Después reanudó la comunicación—: De acuerdo, Houston. Jack va a coger papel y lápiz para anotar todos esos procedimientos.

Swigert cogió un cuaderno de planes de vuelo, se sacó el bolígrafo del bolsillo del mono y se puso al micrófono.

—Vance, soy el tercer oficial del LEM, listo para copiar.

—Bien, Jack, es un procedimiento largo. Probablemente necesitarás dos o tres páginas.

Swigert usó el dorso en blanco de las páginas del cuaderno de planes de vuelo. Mientras Vance le iba dictando, Swigert anotaba furiosamente, y los dos advirtieron que evidentemente, tardarían un buen rato en acabar. Había que poner en marcha baterías, conectar enlaces, accionar interruptores, activar sensores, mover antenas, encender aparatos de telemetría… Y además, a diferencia de cualquier otro proceso de reactivación que hubiera acometido Swigert anteriormente, aquél era completamente improvisado y parcial, y Swigert nunca lo hubiera soñado ni siquiera intentarlo. No obstante, media hora después de empezar a escribir, Swigert terminó, se quitó los auriculares y se coló por el túnel hacia la Odyssey para poner en práctica lo que Brand le había dictado.

En el Aquarius Lovell y Haise no tenían noción de lo que iba haciendo Swigert, aparte de oír de vez en cuando los chasquidos de los interruptores. Pero en tierra era otra cosa. A las siete de la tarde del miércoles estaba de servicio el Equipo Dorado, con Buck Willoughby en la consola del GNC, Chuck Deiterich en la del Retro, Dave Reed en la del Fido y Sy Liebergot, que había cambiado de equipo puesto que John Aaron estaba en el Equipo Tigre, en la del Eecom. La pantalla de Liebergot, que llevaba las últimas cuarenta y ocho horas mostrando ceros, inició un baile de píxeles. A los pocos segundos el parpadeo se convirtió en números y los números en datos claros y coherentes.

—¿Estás recibiendo datos? —preguntó Liebergot a Dick Brown, de la sala de apoyo del Eecom.

—Afirmativo.

—Tienen buena pinta —dijo Liebergot.

—Muy buena —coincidió Brown.

En las demás pantallas de la sala fueron apareciendo lecturas similares relativas a los propulsores, los conductos de combustible y el equipo informático de guiado. Los controladores, que ya se habían acostumbrado a dar por supuesta la ausencia de la Odyssey de la misión, se quedaron tan hipnotizados como el Eecom. Por su parte, Swigert, que era quien había llevado a la práctica la magia de la resurrección de la nave, terminó su tarea, se coló por el túnel hasta el LEM y se puso los auriculares.

—Muy bien, Vance —llamó por radio—, he concluido el procedimiento. ¿Cómo van las lecturas?

—Bien. Nos llegan todos los datos, Jack —le contestó Brand.

—¿Cómo va la telemetría en la vieja Odyssey?

Brand repasó las lecturas de su pantalla y escuchó los comunicados de los demás controladores a través el circuito cerrado del director de vuelo.

—Pues no tiene mala cara —le contestó al cabo de un momento—. Todo lo contrario. Habéis subido de 29 a 6 grados bajo cero, según el ángulo del Sol, así que no hay exudación.

—Recibido. Gracias —dijo Swigert.

—Ahora debes volver allá, repetir el procedimiento en sentido inverso y apagarla otra vez.

—Recibido —contestó Swigert—, voy para allá —y se quitó los auriculares.

Mientras Jack Swigert desaparecía otra vez por el túnel, Jim Lovell retrocedió flotando hasta el mamparo y se apoyó en él. Era un alivio, aunque leve, enterarse de cómo estaba su módulo de mando… Los datos sobre la moderación de la temperatura de la nave eran muy alentadores, indiscutiblemente, pero 6 grados bajo cero seguían siendo 6 grados por debajo de la temperatura de congelación, y aquello distaba mucho de ser óptimo para un equipo tan sensible a las bajas temperaturas. Además, aunque el módulo de mando estuviera temporalmente sano, el LEM evidentemente, no lo estaba.

Poco después de empezar la reactivación de la Odyssey, Brand les había comunicado por fin que la pequeña explosión y los cristales de la fase de descenso procedían de la batería número dos, pero por más que el Capcom se apresurara a pasarles el diagnóstico de Don Arabian sobre la escasa importancia del problema, el comandante se sentía inquieto. La batería enferma seguía disparando una luz de alarma en el panel de instrumentos, y el hecho de que los ingenieros no hubieran logrado predecir la explosión de la batería hacía sospechar de su pronóstico sobre su futuro funcionamiento. Pero todavía le preocupaba más el inminente encendido de medio curso. Aunque la batería del LEM lograra seguir produciendo energía, y el módulo de mando conservara la temperatura mínima para funcionar cuando llegara el momento, todo aquello sería inútil si la nave no volvía al centro del corredor de reentrada cuanto antes. Lovell pulsó el mando del micrófono para preguntarle a Brand la hora exacta en que los técnicos de Houston habían calculado iniciar los preparativos para el encendido. Pero antes de que Lovell abriera la comunicación, le llamó Brand. El Capcom por lo visto tenía lo mismo en mente.

—Oye, Jim, busca la página veinticuatro del cuaderno de sistemas y prepárate para el encendido a la hora ciento cinco.

—Bien, Vance —respondió Lovell, agradecido, cogiendo el cuaderno—. Medio curso a las ciento cinco. Página veinticuatro…

—La situación actual —prosiguió Brand— es que estáis un poco bajos. Un encendido de catorce segundos al diez por ciento de la potencia os llevará al centro del corredor.

—Recibido. Entendido. —Lovell se sacó el bolígrafo del bolsillo de la manga y lo anotó.

—No queremos que reiniciéis la nave del todo, o sea que no vais a poder usar el ordenador ni el cronómetro de misión. Haremos un encendido manual y tú controlarás el motor con los mandos de «Encendido» y «Apagado».

—Recibido —respondió Lovell sin dejar de escribir.

—En cuanto a la posición, tendrás que orientar la nave hasta tener la Tierra en el centro de tu ventanilla. Coloca la línea horizontal de la cruceta de la lente paralela al terminador de la Tierra. Y mantenla ahí a lo largo de todo el encendido, así tendrás la nave en la posición correcta. ¿Recibido?

—Creo que si.

Lovell se puso a escribir las instrucciones, pero al tomar conciencia de lo que había oído, se interrumpió bruscamente. Cuando recortaron el consumo del LEM después del encendido PC+2, también desactivaron el sistema de guiado. Con eso, la alineación que Lovell había transmitido con tanto esmero desde el módulo de mando el lunes por la noche, y comprobado con tantas dificultades respecto al Sol el martes, se había borrado. Eso hubiera sido catastrófico antes del encendido de regreso libre o del PC+2, aún más prolongado, pero no presentaba mayores problemas para el breve encendido de 14 segundos que tenía que realizar seguidamente. Para emprender una maniobra tan corta, sólo hacía falta una alineación aproximativa con un margen de error de hasta 5 grados.

Casualmente, Lovell sabía cómo efectuar exactamente dicha maniobra. Dieciséis meses atrás, durante las pruebas del Apolo 8, los técnicos Fido y Guido de Houston se habían preguntado qué ocurriría si una nave perdía repentinamente su plataforma de guiado al regresar de la Luna y ya no pudiera alinearse respecto a las estrellas. ¿Sería posible apuntar el objetivo óptico hacia la Tierra, alinear la línea horizontal de la lente con el terminador del planeta, la línea divisoria entre el hemisferio iluminado por el Sol y el hemisferio oscuro, y poner el motor en marcha con la precisión necesaria para regresar a la Tierra?

La tripulación, con Jim Lovell de navegante, llevó a cabo algunas pruebas, demostrando con bastante certeza que la navegación por referencia visual podía funcionar en el cosmos, por lo menos durante un encendido corto. El procedimiento, decididamente desesperado, se anotó en los archivos de los planes de vuelo contingentes y cayó rápidamente en el más absoluto olvido. Mientras Lovell copiaba las instrucciones de Brand, comprendió que el procedimiento que había improvisado personalmente la primera vez que salió al espacio podía ayudarle a salvarse en esa segunda oportunidad.

—Oye, parece lo mismo que inventamos en el Apolo 8.

—Sí, todos nos preguntábamos si te acordarías, y veo que sí, caray —le dijo Brand—. Otra cosa, Fred: cuando Jim tenga la Tierra centrada en su ventanilla, tendrías que ver el Sol por el telescopio de alineación. Tendría que aparecer por el extremo superior del campo visual, rozando apenas el cursor. Eso os confirmará la posición.

—Entendido, Vance —le dijo Haise.

—Freddo —preguntó Lovell, volviéndose hacia su segundo—, ¿qué te parece si detenemos la rotación PTC e intentamos buscar la Tierra?

—Cuando quieras.

Lovell tardó unos minutos en repasar la lista de conexiones de la página 24 y puso en marcha todos los instrumentos que necesitaría para emprender el encendido, incluidos los interruptores de los propulsores. Cuando terminó, asió el mando de control de posición, lo movió ligeramente hacia la derecha y soltó una pequeña descarga propulsora por las toberas en dirección contraria a la rotación de la nave. El Aquarius obedeció con sorprendente agilidad y se detuvo. Swigert sintió el traqueteo desde la Odyssey, conjeturó lo que estaban haciendo sus compañeros, dejó de pulsar los interruptores que desconectaban el módulo de mando, bajó hasta el LEM y ocupó su puesto sobre la tapa del motor. Mientras Lovell hacía cabecear la nave en busca del planeta Tierra, Haise escudriñaba por su ventanilla triangular.

—¡Uah! —exclamó—. ¡Ya la tengo!

—¡Yo también! —añadió Lovell.

—Jim, acabarás aprendiendo a navegar…

Lovell culebreó para captar la Tierra por sus instrumentos ópticos y Haise miró por el telescopio. Como les había prometido Houston, el Sol mordía el cursor y no soltaba presa.

—Houston —llamó—, Jim tiene la Tierra alineada y teníais razón: el Sol está en el AOT.

—Recibido. Os felicito, Trece —respondió el Capcom.

Haise advirtió que ya no era la voz de Brand, sino la de Jack Lousma.

—Si os parece que la posición está bien, supongo que podéis decidir vosotros mismos cuándo hacer el encendido.

Lovell consultó el reloj. Todavía faltaba bastante para la hora del encendido.

—Estamos en la cuenta atrás, ¿verdad? —preguntó—. ¿O queréis que empecemos en cualquier momento?

—Tú mismo —respondió Lousma.

—Pues vaya ayuda…

—No es una hora crítica, Jim.

—Entiendo. —Lovell se dirigió a sus dos tripulantes—: ¿Estáis listos para la maniobra?

Haise y Swigert asintieron.

—De acuerdo. Jack, puesto que no tenemos cronómetro de cuenta atrás, tú controlarás el tiempo en tu reloj. El encendido es de catorce segundos al diez por ciento. Freddo, como no tenemos piloto automático, coge el mando de posición y mantén el rumbo lo más estable posible.

—Yo me ocuparé del cabeceo y la escora y también del encendido y el apagado. ¿Entendido?

Haise y Swigert asintieron otra vez.

—Espero que la gente de la sala de apoyo que lo ha calculado todo supiera lo que estaba haciendo —murmuro Lovell—. Houston —llamó después—, encenderemos dentro de dos minutos.

—Dos minutos. Recibido.

Lovell, en su puesto de mando, programó el propulsor a un diez por ciento y colocó una mano sobre los botones de «Encender» y «Apagar» y la otra en el mando de control de posición. A su derecha, Haise centró la Tierra en su ventanilla y llevó la mano derecha a su mando de posición.

A su espalda, Swigert se concentró en su reloj de pulsera.

—Dos minutos en mi señal —dijo—. Preparados.

Transcurrieron sesenta segundos de silencio.

—Un minuto —anunció Swigert.

—Un minuto —repitió Haise por la radio.

—Recibido —repuso Houston.

—Cuarenta y cinco segundos —dijo Swigert.

—Treinta segundos. —Y luego—: Diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno, ¡cero!

Lovell pulsó suavemente el gran botón rojo del motor montado en el panel y sintió una vez más la vibración bajo sus pies.

—¡Fuego! —anunció el comandante.

Swigert seguía con los ojos el segundero de su reloj.

—Dos segundos, tres…

Haise miraba la Tierra por la ventanilla. El planeta empezó a desviarse hacia la izquierda y el piloto del LEM encendió sus propulsores para ajustar el rumbo.

—Corregida la guiñada —murmuró.

—Cinco segundos, seis… —prosiguió Swigert.

—Cabeceo y escora bien —dijo Lovell mientras la Tierra temblaba en su visor.

—Ocho, nueve… —seguía Swigert.

—¡Eh, cuidado! —exclamó Lovell.

La Tierra dio un brinco, pero el comandante levantó el morro y lo estabilizó.

—Yo voy aguantando —dijo Haise.

—Diez, once… —contaba Swigert.

—Fred, ya casi estamos —dijo Lovell, llevando el dedo índice al botón de «Apagado».

—Doce, trece…

El planeta se estremeció.

—¡Catorce!

Lovell apretó el botón con más fuerza de lo que pretendía.

—¡Fuera! —lanzó.

—¡Fuera! —coreó Haise.

El módulo lunar enmudeció al instante y su vibración cesó. La medialuna iluminada de la Tierra se detuvo en el visor, justo en la línea horizontal de la cruceta.

—Houston, encendido concluido —anunció Lovell.

—Muy bien, chicos. Muy buen trabajo —les dijo Lousma.

Lovell echó un último vistazo por el retículo, después al panel de instrumentos apagado y finalmente a la Tierra otra vez, encogida en el visor.

—Bueno, esperemos que así sea —respondió a Lousma.

—Quiero que todos los presentes terminen lo que estén haciendo y se vayan a casa.

De pie, al frente de la sala 210, Gene Kranz se expresó en un tono lo bastante alto para interrumpir el parloteo de las dos docenas de controladores que se inclinaban sobre los gráficos y los perfiles. Pero se dio cuenta de que nadie le había oído.

—Quiero que todos terminéis lo que estáis haciendo y os vayáis a casa —repitió, más fuerte. Pero no hubo respuesta.

—¡Eh! —gritó el viejo piloto.

Esta vez los controladores se interrumpieron y se volvieron hacia él.

—El Equipo Tigre echa el cierre. Quiero que os vayáis todos a descansar seis horas y no quiero veros por aquí hasta mañana por la mañana.

Un breve silencio recorrió la sala y después algunos controladores iniciaron un gesto de protesta. Pero al mirar a Kranz cambiaron de opinión. El director jefe de vuelo estaba sumido en sus gráficos dejando bien claro que no pensaba escuchar a ningún disidente. Era poco más de medianoche, las primeras horas de la madrugada del jueves, faltaban treinta y seis horas para el amerizaje, y excepto algunas breves escapadas de una hora o dos, el Equipo Tigre no había abandonado la sala 210 desde la noche del lunes. Su misión había consistido, y consistía aún, en idear la forma de reactivar y operar el módulo de mando con las dos horas de energía que podrían suministrarle sus tres baterías de reentrada. Con la diferencia de que esa noche parecían haber solucionado el problema.

Por supuesto, la tarea de racionar la electricidad de la Odyssey había recaído en John Aaron. La mayoría de los controladores de la sala, que no tenían dificultad en imaginar los sistemas ajenos funcionando a medio gas, no querían ni soñar en que les ocurriera a los suyos y no creían que Aaron consiguiera la hazaña de estirar de aquel modo la energía, pero al cabo de las horas, los gráficos garabateados por el primer Eecom sugerían que así era.

Sin embargo, la labor de Aaron significaba sólo la mitad del trabajo realizado en la sala 210. Tan importante como determinar cuánta energía consumiría cada aparato del módulo de mando cuando lo reactivaran era determinar el orden en que se procedería a tal reactivación.

En una misión normal, la puesta en marcha del módulo de mando seguía una secuencia establecida por una razón muy sencilla. Por ejemplo, los técnicos de tierra difícilmente podían poner en marcha el sistema de guiado de la nave sin encender los termorreguladores que lo precalentaban, y tampoco podían activar la barra colectiva antes de conectar las baterías que la alimentaban. Pero el Apolo 13 llevaba ya muchas horas en situación anómala, y con tantos sistemas sacrificados y eliminados de toda reactivación habrían de determinar una nueva lista de comprobaciones. Y dicha tarea recayó en Arnie Aldrich.

Aldrich era uno de los ingenieros punteros del módulo de mando dentro del Centro Espacial, y lo mismo que John Aaron en lo relativo a las limitaciones eléctricas de la Odyssey, Aldrich comprendía las limitaciones de la lista de comprobaciones. En cuanto Aaron diseñaba un presupuesto energético para algún sistema o subsistema concretos, se lo pasaba a Aldrich, que ideaba una secuencia de conexiones acorde con sus limitaciones.

A su vez, Aldrich pasaba su plan al Inco, al Eecom o al GNC que estuviera a cargo de esa sección de la nave y que, casi siempre, reaccionaban en primer lugar expresando su desconfianza ante el proyecto, insistían en que aquella reactivación a medias sería inoperante, y finalmente, tras estudiarlo con detenimiento, reconocían que tal vez funcionara. Después, el responsable del Inco, Eecom o GNC pasaba el procedimiento a Kranz, que lo repasaba, daba su conformidad y lo mandaba por mensajero al edificio de entrenamiento de astronautas, donde Ken Mattingly, cuyo temido caso de rubéola no se había declarado aún, lo probaba en el simulador de vuelo del módulo de mando. Mattingly ponía en práctica las instrucciones y después avisaba por radio a la sala 210 si el método creado por Aldrich y Aaron había funcionado o no. Por fin, poco después de la corrección de medio curso y treinta y seis horas antes del amerizaje, la lista de comprobaciones estaba casi acabada, con decenas de páginas y cientos de pasos, y Kranz quería mandar a dormir a su equipo.

Pero poco antes de que lo anunciara hubo que atender otro asunto que, según Aaron y Aldrich, era capaz de desencadenar una tormenta.

Según los datos de los ordenadores, creían que dispondrían justo de la energía suficiente para reactivar y hacer funcionar el módulo de mando, a condición de dejar apagado uno de los sistemas, el de telemetría, que era básico para que tanto los astronautas como los controladores supieran si lo estaban haciendo correctamente.

La puesta en marcha de una nave sin poder controlar las lecturas de temperatura, presión, potencia y posición que permitían comprobar su buen funcionamiento venía a ser lo mismo que pintar un retrato en un cuarto oscuro. Por más talento artístico que tuvieran, era muy probable que al encender la luz se quedaran decepcionados con los resultados. Y lo malo era que la telemetría de la nave, como las lámparas en el estudio de un artista, consumía electricidad, y el Apolo 13 no se lo podía permitir. Mientras acababan de reunir las últimas páginas de la lista de comprobaciones, Aaron y Aldrich convocaron a los demás miembros del Equipo Tigre para explicarles ese acertijo.

—Señores —dijo Aaron desde la cabecera de la mesa de juntas de la sala—, Arnie, Gene y yo hemos estado rumiando los números desde todos los ángulos y aunque la lista nos parece muy acertada, nos queda todavía algo que resolver. —Hizo una pausa—. Según los cálculos de amperaje de que disponemos, creo que tendremos que realizar la activación a ciegas.

—¿Qué quieres decir? —preguntó alguien.

—Sin telemetría —repuso Aaron escuetamente.

Los gritos de protesta que surgieron de todas partes sobresaltaron a Aaron, aunque los esperaba.

—John, esto significa buscarse muchos problemas —objetó alguien.

—Pues hacer cualquier otra cosa nos buscará muchos más —arguyó Aaron.

—Pero esto no se ha intentado nunca. Ni siquiera se le ha ocurrido a nadie probarlo.

—Bueno, no sería la primera irregularidad de este vuelo —dijo Aaron.

—Esto no es sólo una irregularidad, John, es francamente peligroso. Imagínate que algún aparato se recalienta o estalla. No lo averiguaremos hasta que sea demasiado tarde.

—¿Y qué me dices en cambio, si gastamos toda la energía en controlar los sistemas y luego no nos llega para traerlos? —contraatacó Aaron—. ¿Dónde estaremos entonces?

Los murmullos prosiguieron alrededor de la mesa Aaron comprendió que no había logrado su propósito. Desdobló sus gráficos, los repasó lentamente, y de repente descubrió algo. Se le distendieron un poco los rasgos, en parte por inspiración, y en parte por rendición.

—Un momento —dijo, enarbolando una sonrisa radiante, como de «¿cómo se me ha podido pasar por alto?»—. ¿Qué os parece esto?

Reservamos unos pocos amperios y cuando esté todo en marcha, conectamos un instante la telemetría sólo hasta comprobarlo todo. Admito que no es lo mismo que controlarlo de cabo a rabo, pero al menos tendremos la oportunidad de descubrir si hay algún problema antes de que cause algún daño. ¿Qué tal?

Los técnicos miraron a Aaron y luego se miraron unos a otros. No sabían si había sido un rasgo de inspiración de Aaron o si tenía planeada esa concesión desde el principio. Pero no se le podía negar que era una concesión y gradualmente los miembros del Equipo Tigre fueron asintiendo y aceptando. Si John Aaron, el hombre misil de ojo acerado, creía ser capaz de poner en marcha un módulo de mando estropeado sin la ayuda de un solo dato de telemetría, ¿quiénes eran ellos, pobres controladores del montón, para discrepar? Además, en pocos minutos Gene Kranz les dejaría irse a dormir y hacía dos días que ninguno de ellos había tenido ocasión de descansar.

Fred Haise notó que le subía la fiebre alrededor de las tres de la madrugada. Empezó como empiezan casi todas; con sofoco, la piel cenicienta y hormigueos en las extremidades. Aunque la sensación no era desagradable, no le pilló por sorpresa. La primera señal de que debía de estar a punto de caer enfermo se había producido el día anterior, al intentar orinar por la mañana, una de las pocas veces que lo había hecho en los últimos días, y advertir que ese acto tan ordinario le causaba un dolor agudísimo.

En realidad, ninguno de los astronautas había orinado mucho últimamente, por una razón muy sencilla: tampoco habían bebido demasiado.

Desde los momentos más inmediatos a la primera crisis, los Telmu habían avisado a la tripulación del Apolo 13 que el agua era uno de los productos vitales más valioso. Como la provisión de la Odyssey no tardaría en congelarse, sólo podrían utilizar las reservas del Aquarius. Pero el agua potable y la destinada a la refrigeración de los aparatos procedían del mismo depósito, así que los astronautas debían tener cuidado y beber con mucha moderación. Si bebían con excesiva liberalidad de la provisión central, podían acabar saciando su sed a expensas de la nave que les mantenía con vida. Pero aunque hubieran tenido agua de sobra a bordo, había otras razones para no abusar de ella. El módulo lunar, así como el de mando, estaba equipado con un sistema de eliminación de orina y aguas residuales al espacio.

El problema estaba en que la expulsión de esos líquidos, como cualquier otro líquido o gas, creaba una levísima fuerza de propulsión que podía modificar la trayectoria de la nave. Con los problemas que habían tenido para controlar la posición de la Odyssey y el Aquarius, y con el trabajo que les había costado volver al centro del corredor de reentrada, parecía peligroso y ridículo jugárselo todo por orinar una vez más. Así que los astronautas habían almacenado toda la orina que habían producido en las últimas cuarenta y ocho horas en bolsas de plástico procedentes de diversas zonas de la nave, como les indicaron.

En dos días, tres hombres nerviosos, incluso con restricciones de agua, pueden producir muchísima orina, y el interior de la nave estaba atestado de bolsas. En lugar de seguir almacenando más recuerdos fisiológicos, habían decidido por su cuenta dejar casi completamente de beber, reduciendo el consumo de agua a unos 180 cm menos de una sexta parte de la ración diaria de un adulto. La tripulación sabía perfectamente que esa privación podía tener consecuencias muy serias. Repetidas veces durante el entrenamiento, los médicos de la NASA habían advertido a los astronautas que si no consumían y eliminaban agua suficiente en el espacio, no excretarían toxinas. Y si no excretaban toxinas, se les acumularían en los riñones sustancias nocivas que podían provocar una infección, que se declararía al principio por un escozor al orinar y después por una fiebre muy alta. Haise había experimentado el primer síntoma a las diez de la mañana del miércoles, y acababa de advertir el segundo a las tres de la madrugada del jueves, justo treinta y tres horas antes de intervenir en la reentrada en la atmósfera acaso más peligrosa de la historia de los viajes espaciales.

Jim Lovell miró a su compañero, que estaba muy pálido.

—Eh, Freddo…, ¿te encuentras bien?

—Sí, estoy bien —murmuró Haise—. ¿Por qué?

—Pues porque no tienes buen aspecto.

—Estoy bien, tranquilo.

—¿Quieres que te traiga el termómetro, Fred? —propuso Swigert—. Está ahí arriba, en el botiquín.

—No, no, no te molestes.

—¿Seguro? —insistió Swigert.

—Seguro.

—Si no me cuesta nada…

—Te aseguro que estoy bien —repitió el piloto del LEM con firmeza.

—Bueno… Bueno —dijo Swigert cruzando una mirada con Lovell.

El comandante miró a sus dos compañeros y se puso a pensar en lo que debía hacer, pero fue interrumpido antes de llegar a conclusión alguna. Sé produjo un golpe por debajo del suelo del LEM, después un silbido y luego otro golpe sordo y una vibración que recorrió toda la cabina. Lovell dio un brinco hacia su ventanilla. Por debajo del grupo de propulsores del extremo izquierdo de su campo visual, distinguió una familiar nubecilla de cristales helados que ascendía flotando. Lovell se quedó sorprendido un instante, pero enseguida recordó de dónde procedían el sonido y la vibración.

—Eso era el final de nuestro problema con el helio —dijo a sus compañeros.

—Muy puntual —observó Haise consultando su reloj.

—Casi se me había olvidado —admitió Swigert.

—Aquarius, aquí Houston —llamó Jack Lousma—, ¿habéis advertido algo en los dos últimos segundos?

—Sí, Jack —respondió Lovell—, ahora mismo iba a llamarte. He visto salir una nube por debajo del cuadrante cuatro. Supongo que es el helio.

—Recibido. Nuestras lecturas indican que la presión había subido a ciento treinta y cinco kilos. Ahora ha bajado a cuarenta y dos y sigue en descenso.

—Me alegro de oírlo —dijo Lovell—, aunque probablemente signifique que habremos de ocuparnos de restablecer la rotación térmica.

Cuando el comandante volvió a mirar por la ventanilla la nube de helio que se extendía, advirtió que la Tierra y la Luna, que habían estado pasando aproximadamente por el centro de su ventanilla durante las rotaciones PTC establecidas a partir del último encendido, se habían movido notablemente, y que la Tierra pasaba mucho más arriba, y la Luna mucho más abajo, amenazando ambas con salirse completamente de su campo visual.

—Es como si el escape hubiera contrarrestado totalmente la desviación lateral y producido un leve cabeceo. ¿A esto lo llaman escape no propulsivo?

—Exacto —contestó Lousma—. Imagínate cómo será un escape propulsivo…

—No quiero ni pensarlo.

—Bueno, la presión ha descendido ya a 3,5 kilos… Deberías ver menos cristales, Lovell miró por la ventanilla.

—Sí, muchos menos.

—Bien. Entonces, de momento limítate a controlar la posición de la nave, comprueba las inclinaciones longitudinal y lateral y tennos informados. Ya te indicaremos después si debes restablecer o no la PTC.

—Recibido. Sigo atento.

Lovell se recostó ante la ventanilla, cruzó los brazos para protegerse del frío de la nave y empezó a vigilar la trayectoria de la Tierra y la Luna.

A esas horas de la madrugada del jueves, el movimiento del planeta y su satélite era casi hipnótico y Lovell experimentó una extraña serenidad.

Sabía que en las próximas dos horas habría de encender los reactores de control de posición y pasar otra vez por la tediosa rutina de restablecer la rotación PTC, pero en ese momento no le preocupaba. Mientras el comandante observaba el panorama estelar por la ventanilla, sus dos tripulantes se sintieron aparentemente embargados por la misma serenidad y decidieron bajar a la Odyssey a echar un sueñecito no programado.

Haise, febril, quiso evitar los rigores helados del módulo de mando y regresó al LEM, apoyó la cabeza en la tapa del motor de ascenso y se quedó dormido al momento. Swigert buscó el puesto de pilotaje del LEM que Haise había abandonado, se hizo un ovillo en el suelo del costado de estribor y se ató una correa al brazo para no moverse. Lovell les estuvo observando un momento y al cabo de un rato llamó a tierra.

—Houston… —llamó en voz baja.

—Aquí Houston —respondió Lousma, imitando inconscientemente el tono de Lovell—, ¿qué tal, Jim?

—No está mal, nada mal…

—¿Estás ahí solo o están Jack y Fred contigo?

—Jack y Fred están durmiendo —contestó Lovell. Después vio que la Tierra y la Luna parecían estabilizadas—. De momento parece que no hay ningún problema con la PTC…

—Estupendo. Por aquí todo pinta bien. Seguiremos vigilando y ya te diremos si hay que hacer algo más.

—Recibido —contestó Lovell.

—En realidad —añadió Lousma—, sí que hay una cosa de que hablar, si tienes tiempo. Los oficiales de guiado me acaban de pasar unas notas para que las vayas pensando —el Capcom hizo una pausa—. ¿Te gustaría que comentáramos unos puntos acerca de la reentrada y el amerizaje?

Lovell no le respondió inmediatamente. Dejó vagar la mirada por la cabina. Primero miró el panel de instrumentos apagado, después a su tripulación inconsciente, la Tierra y la Luna que iban pasando descentradas por la ventanilla del LEM y, finalmente, los, restos de copos de nieve que se dispersaban por el espacio desde su motor de descenso averiado.

Y decidió que le encantaría comentar el amerizaje.