Capítulo 10

Era poco probable que Mel Richmond se mareara en el Pacífico Sur. En primer lugar, el portahelicópteros Iwo-Jima en el que navegaba era demasiado grande para que pudiera balancearse mucho ni siquiera en aguas muy movidas. Además, Richmond ya había salido muchas otras veces al mar, y había colaborado, literalmente, en la redacción del libro sobre el rescate de naves espaciales en el mar.

Los días previos al lanzamiento de un Mercury, un Gemini o un Apolo, la NASA enviaba a un equipo de técnicos en rescate naval a los buques destinados a la zona prevista de amerizaje para que dirigiera el rescate de la nave y la tripulación. No siempre se producía un acuerdo absolutamente amistoso. Los marines, acostumbrados a trabajar sólo con otros marines, se sentían irritados frente al escuadrón de ingenieros civiles que les invadía y encima gobernaba su barco. Los ingenieros, a su vez, parecían no darse cuenta del resentimiento que despertaban mientras trastornaban alegremente la rutina normal del buque para llevar a cabo su extraordinario rescate.

Richmond, el segundo responsable del equipo visitante de la NASA, estaba más sumido en su trabajo que la mayoría. Mucho antes de que el cohete tripulado saliera de la plataforma, el antiguo piloto de las Fuerzas Aéreas y actual especialista en trayectoria se encerraba con los planes de vuelo de la misión, cartas de los potenciales puntos de reentrada y previsiones meteorológicas del mundo entero. A partir únicamente de sus datos, trazaba una lista con todos los puntos de amerizaje concebibles a los que pudiera llegar la nave y con todas las técnicas de rescate que hubieran de usarse para sacar el vehículo y a la tripulación del agua. Su informe se convertía en el Libro, el libro mayor de rescate, de esa misión, y a medida que se avecinaba la reentrada y el punto probable de amerizaje se definía, era ese manual de instrucciones el que dictaba cada paso que había que dar para llevar a cabo el complicado rescate.

Mel Richmond no era la única persona que hacía esa esmerada tarea. Sucesivos equipos de rescate se ocupaban de los siguientes viajes espaciales, uno de cuyos componentes escribía el manual de esa misión en concreto. Pero Richmond lo había hecho más veces que la mayoría, participando en el rescate de las naves Gemini 6 y Gemini 7, Apolo 9 y Apolo 11, y sabía que esa investigación no podía hacerla cualquiera. El equipo de la NASA que se embarcó para esas dos semanas de servicio en el mar no vivía mejor que el resto de la dotación: compartían las reducidas cabinas para cuatro hombres, comían el rancho de los oficiales y perdían todo contacto con los suyos, aparte de las breves conferencias telefónicas con Control de Misión que realizaban dos veces al día.

La rutina diaria de esas dos semanas alternaba entre momentos de aburrimiento aplastante y de actividad frenética, según los ejercicios previstos. El trabajo más duro eran los simulacros de rescate, que efectuaban en días alternos: echaban una nave ficticia por la borda, se alejaban unos cientos de metros y toda la dotación de rescate, hombres rana, pilotos de helicópteros, marines y vigías, hacían las prácticas de rescate.

Los ejercicios de rescate previstos para el Apolo 13 fueron desarrollándose durante varios días, ajustándose lo más posible a las directrices del libro de rescate de Richmond. Pero al cuarto día de viaje, los procedimientos cuidadosamente planeados y los ejercicios prescritos en el libro se habían trastocado por completo.

Según el plan de vuelo original, el módulo de mando Odyssey tenía que amerizar a 207 millas al sur de la isla Christmas el martes 21 de abril a las 15:37 horas, cuatro días después de despegar del pie de Fra Mauro en la Luna. Pero los planes iniciales habían cambiado y según la gente de Houston el Apolo 13 llegaría a la Tierra el 17 de abril por la tarde, o tal vez por la noche, o incluso a primeras horas del día 18, y podía amerizar en el Pacífico Sur; el océano Índico o el Atlántico. El lugar y la hora exactos dependían del éxito del encendido de aceleración PC+2 que habían calculado los expertos en guiado. Si el encendido salía según lo previsto, el equipo principal de rescate de Mel Richmond pescaría la nave el viernes 17 de abril en el Pacífico, sobre la una de la tarde. Si las cosas se torcían, la NASA tendría que apañarse con quién sabe qué barcos para rescatar a la Odyssey en un océano a determinar a una hora desconocida en ese momento. A Richmond no le gustaba trabajar así.

El módulo lunar Aquarius encendería su motor de descenso durante cuatro minutos y medio a las 20:40 horas de Houston, o sea después del anochecer, pero en la isla Christmas, al sur de Oahu, eran sólo las 15:40 horas de una tarde soleada. Aunque el mundo entero podía oír las comunicaciones tierra-aire del Apolo 13, gracias a la eficacia de la oficina de relaciones públicas de la NASA, el equipo de rescate no podía oírlas. Uno de los oficiales de radio del Iwo-Jima podía captar las conversaciones entre el Capcom y los astronautas a través de un satélite de comunicaciones, pero la conexión era mala y no se podía retransmitir al resto del barco. Así que el oficial de transmisiones era la única persona a bordo capaz de espiar el encendido. En otra parte del barco, otro oficial de comunicaciones estaba en contacto con Control de Misión a través de otra radio. Era ese oficial quien se encargaba de las conferencias telefónicas regulares entre el Iwo-Jima y Houston y él sería el primero en enterarse de si el PC+2 se había realizado con éxito… o no. Poco después de las 15:30 horas, Mel Richmond y un puñado de hombres del equipo de rescate se dirigieron a esa segunda emisora a esperar noticias. Al otro extremo del barco, el otro oficial escuchaba en solitario por la emisora del satélite las conversaciones tierra-aire que el resto del barco no podía oír.

—Dos minutos y cuarenta segundos en mi cronómetro —oyó decir a Vance Brand desde Houston cuando el encendido era inminente.

—Recibido —respondió Jim Lovell a través de los refritos de las interferencias.

Se produjo un prolongado silencio.

—Un minuto —anunció Brand.

—Recibido —respondió Lovell. Y sesenta segundos más de silencio.

—Estamos funcionando al cuarenta por ciento —se oyó explicar a Lovell.

—Lo copio —dijo Houston, Pasaron quince segundos.

—Al ciento por ciento —dijo Lovell.

—Recibido. —Las interferencias crepitaban en la línea—. Aquarius, aquí Houston. Todo va bien.

—Recibido —crepitó la voz de Lovell en respuesta. Transcurrieron otros sesenta segundos.

—Aquarius, todo sigue bien a los dos minutos.

—Recibido. —Más refritos. Más silencio.

—Aquarius, estáis llegando a los tres minutos.

—Recibido.

—Aquarius, diez segundos más.

—Recibido —repuso Lovell.

—Siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno —contó Brand.

—¡Fuera! —exclamó Lovell.

—Recibido. Fuera. Buen encendido, Aquarius.

—Repítemelo —gritó Lovell entre los crujidos de la radio.

—Digo… que… buen… encendido —repitió Brand elevando la voz.

—Recibido. Y ahora tenemos que reducir el consumo cuanto antes.

En la sala de transmisiones del portahelicópteros, el oficial se recostó en su silla y se quitó los cascos. Sabía, aunque no lo supiera nadie más en todo el Iwo-Jima, que el Apolo 13 estaba en el camino de regreso. En la otra cabina de radio del barco, Mel Richmond y el resto del equipo de rescate formaban corro en torno al mudo receptor. Por fin, medio minuto después de que concluyera el encendido, la llamada de Houston chisporroteó en el pequeño altavoz de la radio.

—Iwo-Jima, aquí Houston, a las setenta y nueve horas treinta y dos minutos de vuelo —dijo la voz—. Se ha completado el encendido de pericintio más dos.

Amerizaje previsto a seiscientas millas al sur de la Samoa americana, a las ciento cuarenta y dos horas y cincuenta y cuatro minutos de tiempo transcurrido en tierra.

—Recibido —contestó el oficial de radio por el micrófono—. Concluido el encendido.

Los técnicos en rescate se miraron unos a otros sonriendo.

—Bueno —dijo Richmond al oficial que estaba a su lado—, parece que el viernes tendremos mucho que hacer…

En cuanto terminó el encendido PC+2, Gene Kranz, sentado a la consola del director de vuelo, se quitó los auriculares, se levantó y echó un vistazo a la sala. Igual que el Equipo Dorado de Gerald Griffin hacía unas horas, el Equipo Blanco de Kranz respondió al éxito de la maniobra con una espontánea algarabía y palmadas a la espalda que, para los baremos de Control de Misión, sonaba a pandemónium. E igual que Gerald Griffin varias horas atrás, Gene Kranz estuvo dispuesto a dejar que el jolgorio siguiera su curso; pensó que el equipo se merecía su momento de congratulación. Además, no tardaría en tener entre las manos otras cosas. Conociendo al personal de la sala, Kranz estaba seguro de que tres hombres, al menos de momento, se dirigirían a su puesto. Y como podía predecir lo que le dirían, se imaginaba que la discusión sería borrascosa.

Miró la fila de delante, a su izquierda, y vio que Deke Slayton se le acercaba desde la consola del Capcom donde estaba momentos antes. Se volvió hacia la cuarta fila, a su espalda, y vio a Chris Kraft en el puesto de operaciones de vuelo, quitándose los auriculares y bajando al nivel inferior. Detrás de Kraft, en la galería acristalada, vio a Max Faget, el jefe del departamento de Ingeniería y Desarrollo del Centro Espacial, uno de los primeros hombres que nombró Bob Gilruth para el grupo especial de misiones espaciales que había formado el núcleo de la NASA hacía doce años. Faget se abría camino entre el gentío que atestaba la sala de personalidades, en dirección a la sala principal. Kranz suspiró y apagó la colilla del cigarrillo que había encendido al principio del PC+2, que le estaba abrasando la punta de los dedos. Slayton, que era el que estaba más cerca, llegó primero.

—Bien, ¿cuál es el paso siguiente, Gene?

—Bueno, Deke —respondió Kranz, sopesando sus palabras—, en eso estamos.

—No estoy seguro de cuánto queda por hacer —dijo Slayton—. ¿Mandamos a los astronautas a la cama?

—Desde luego, más tarde.

—Más tarde no, Gene. Su último período de sueño fue hace más de veinticuatro horas. Necesitan descansar.

—Ya lo sé, Deke… —empezó Kranz, pero no pudo terminar porque otra voz sonó a su espalda.

—¿Cómo están los planes de recorte de consumo, Gene? —Era Kraft.

—Estamos en ello, Chris —le contestó Kranz con voz pausada.

—¿Estamos listos para ejecutarlo?

—Estamos listos, pero es un proceso largo y Deke cree que deberíamos dejar dormir un poco a la tripulación.

—¿Dormir? —exclamó Kraft—. ¡Son seis horas! Si dejas a los astronautas fuera de combate todo ese tiempo antes de reducir el consumo, estarás perdiendo seis horas de energía, que no nos podemos permitir. Además, Lovell está de acuerdo. ¿No lo has oído por la radio?

—Pero si los mantenemos en vela y soñolientos para efectuar un complicado proceso de reducción de consumo, alguien puede cometer una pifia —intervino Slayton—. Yo preferiría gastar ahora un poco de energía de más para prevenir un desastre más tarde.

A la espalda de Slayton, Faget, que ya había alcanzado al grupo, saludó a Kranz con la cabeza.

—Max —le dijo Kranz—, Deke y Chris me estaban dando su opinión sobre nuestro siguiente paso.

—Control térmico pasivo, ¿no?

—¿PTC? —preguntó Slayton, alarmado.

—Desde luego. La nave lleva horas ofreciendo el mismo costado al Sol. Si no damos pronto la vuelta a la tortilla, la mitad del equipo se va a congelar y la otra mitad se va a freír.

—¿Tienes idea de la presión que van a sufrir los astronautas si les pedimos que ejecuten una rotación PTC ahora? —le preguntó Slayton.

—¿Y en la presión que va a sufrir la energía disponible? —añadió Kraft—. No estoy seguro de que nos podamos permitir una cosa así por el momento.

—Y yo no estoy seguro de si nos podemos permitir aplazarla —arguyó Faget.

La discusión se prolongó durante varios minutos ante el puesto del director de vuelo; mientras Kraft, Slayton y Faget defendían su postura ferozmente, los controladores más próximos, en la consola del Capcom y del Inco, volvían ocasionalmente la cabeza para mirarlos de refilón. Al final, Kranz, que había permanecido inusualmente callado durante toda la discusión, levantó una mano y los otros tres, todos ellos técnicamente superiores de Kranz, dejaron de hablar.

—Caballeros, gracias por vuestra colaboración. La próxima tarea de la tripulación va a ser efectuar una rotación de control térmico pasivo. —Se volvió hacia Faget, dedicándole una inclinación de cabeza, que éste le devolvió—. Y después —prosiguió Kranz mirando a Slayton como pidiéndole disculpas—, les dejaremos dormir un poco. Un hombre cansado puede superar su agotamiento, pero si la nave sufre mayores daños, nunca lograremos salvarlos.

Kranz se volvió hacia su consola y Faget y Slayton se dieron media vuelta para alejarse. Sin embargo, Kraft permaneció en su sitio. Detrás del puesto que había ocupado de 1961 a 1966, el hombre que había enseñado a Gene Kranz el oficio que estaba desempeñando no se mostraba de acuerdo con la decisión que había tomado su antiguo pupilo. Pero antes de decir palabra, cambió de opinión y se alejó. Cualquiera que fuera el camino elegido por el director de vuelo «al margen de las reglas de la misión», su palabra era ley. Era el propio Kraft quien había escrito esa regla once años atrás y tendría que atenerse a ella.

Los cansados astronautas pasaron las dos horas siguientes realizando las tareas que les ordenaban desde tierra y después, cuando se lo autorizaron, durmieron. Aun así, los períodos de sueño estaban muy divididos: primero Haise disfrutó de tres horas de descanso, mientras Lovell y Swigert permanecían de guardia en el Aquarius.

Pasada la medianoche, cuando el turno de sueño de Haise estaba casi agotándose, los dos hombres que seguían al timón del módulo de mando empezaron a dar cabezadas. Resultaba difícil aunque no imposible dormir en la fría y ruidosa cabina del Aquarius. El truco consistía en decirse que en realidad uno no estaba intentando dormirse, sino que sólo quería cerrar los ojos unos minutos y que, aun cuando uno flotara ante el panel de instrumentos, con la mente en blanco e invadido por un leve sopor, lo cierto era que uno seguía despierto, en guardia y listo para responder a cualquier emergencia.

—Aquarius aquí Houston —sonó de repente la voz de Jack Lousma, el Capcom del tumo de noche, en los oídos de Lovell.

—¿Eh? Sí… —murmuró Lovell despabilándose—. Aquí Aquarius.

—Es hora de que os vayáis a la cama y Fred se levante —le dijo Lousma.

—Recibido. Lo estamos deseando —contestó Lovell.

—Tenéis tres horas. Volved a las ochenta y cinco horas veinticinco minutos.

—Recibido.

El comandante se frotó los ojos, dio dos pasos hacia el túnel y brincó hacia la Odyssey. Se acercó al asiento de Haise y lo zarandeó para despertarlo. Lovell calculó que la temperatura ambiente del módulo de mando estaría rondando los 4 o 5 grados centígrados. Sin embargo, una delgada capa de aire tibio rodeaba a Haise. La ausencia de gravedad provocaba la falta de convección, y el aire caliente no era más ligero que el aire frío circundante y por lo tanto no ascendía ni se dispersaba.

Al ayudar a Haise a levantarse, Lovell dispersó la manta atmosférica que su piloto había creado durante las últimas tres horas. Después le mandó al LEM. El comandante se instaló en su asiento, se ciñó los brazos al cuerpo y se hizo un ovillo para protegerse del frío que su calor animal todavía no había mitigado.

Un momento más tarde, Swigert flotó hasta su asiento e hizo lo mismo.

Desde su puesto en la Odyssey, Lovell oía los ruidos que hacía Haise en el LEM, todavía medio dormido, al ponerse los cascos y abrir la comunicación con Houston. Aunque Haise hablaba en voz baja por no molestar a sus compañeros, en el reducido espacio de las naves se oían hasta los susurros, y mientras intentaba conciliar el sueño, Lovell no dejaba de oír el monólogo del otro extremo del túnel.

—Acabo de bajar al LEM hace un minuto, Jack —le decía Haise a Lousma—. Por lo que se ve por la ventanilla, la Luna está disminuyendo claramente de tamaño.

Se hizo el silencio en el LEM. Lovell supuso que Lousma estaría felicitando a Haise por su trabajo y asegurándole que la Luna seguiría encogiendo durante las horas siguientes.

—Te lo digo yo —dijo Haise en respuesta a las palabras de Lousma—, este Aquarius ha sido una auténtica joya.

Silencio otra vez. Lousma le estaría diciendo a Haise que la auténtica joya era la tripulación.

—Por las noticias que nos llegan de lo que estáis trabajando ahí abajo —protestó Haise con modestia—, este vuelo ha sido una prueba mucho más ardua para la gente de tierra que para nosotros.

Probablemente Lousma se lo negara, diciendo que sólo estaban haciendo lo que les habían enseñado, y que el peso lo llevaban los hombres de la nave.

—Bueno, solamente intentamos estar a la altura de la situación. Queremos estar preparados para la reentrada el viernes —repuso Haise.

En su puesto del módulo de mando, Lovell cerró con más fuerza los ojos y se volvió hacia el mamparo, dispersando la bolsa de aire tibio que había empezado a formarse. Si el piloto del LEM y el Capcom querían animarse mutuamente charlando de la reentrada, estupendo. Pero Lovell por lo menos, no quería saber nada. Los últimos datos enviados por Houston indicaban que la nave estaba apenas a 28 000 kilómetros de la Luna y avanzaba sólo a 1580 metros por segundo, a menos de 5550 kilómetros por hora. Sabía que su velocidad disminuiría regularmente hasta que recorriera unos 45 000 kilómetros y después aumentaría cuando la gravedad terrestre venciera a la gravedad lunar, atrayéndoles. Hasta que ocurriera eso, Lovell no se sentiría muy cómodo. Una nave a 28 000 kilómetros de distancia de la Luna estaba todavía a más de 400 000 kilómetros de la Tierra, demasiado lejos para echar las campanas al vuelo. Mientras le iba venciendo el sueño, Lovell pensó que desde el lunes por la noche había tenido motivos sobrados para sentir muchas emociones, pero éstas no incluían el optimismo infundado.

Ed Smylie penetró en el ascensor del edificio número 30 del Centro Espacial, dio media vuelta y se quedó mirando cómo se cerraban las puertas metálicas con un susurro. Llevaba una pesada caja metálica bajo el brazo. Se volvió a la derecha, tendió la mano hacia los botones y pulsó sin la menor ceremonia el número 3, el piso de Control de Misión.

Como jefe de la División de Sistemas Vitales, Smylie no tenía por qué sentir modestia por el trabajo que realizaba. Tal vez fueran Sy Liebergot, John Aaron y Bob Heselmeyer quienes se sentaran ante las consagradas consolas de Control de Misión y mantuvieran los equipos ambientales del LEM y el módulo de mando en funcionamiento, pero Ed Smylie y su equipo eran quienes elaboraban y probaban los sistemas vitales en primer lugar. Era una tarea importante pero también anónima. Mientras todos los Liebergot, Aaron y Heselmeyer se pasaban los días en el espacioso auditorio del edificio 30, ante las cámaras de televisión, Smylie y sus hombres trabajaban en la colmena de laboratorios de los edificios 74 y 45.

Pero aquel día era distinto. Aquel día, los hombres de la sala de control estaban deseando ver a Smylie, o más concretamente, el objeto cuadrado que portaba. Desde el lunes por la noche, con la explosión, el escape y los giros del Apolo 13, los técnicos del Centro Espacial y sobre todo los ingenieros de sistemas vitales no habían dejado de rumiar la cuestión del hidróxido de litio. El problema de encajar los cartuchos cuadrados del depurador de aire del módulo de mando en los receptáculos redondos del LEM era una cuestión nimia, tecnológicamente hablando, en una misión con tantas disfunciones graves, pero no por ello menos acuciante. Con tres hombres respirando en el Aquarius, el primero de los cartuchos del módulo lunar se saturaría de CO2 sobre la hora 85 de la misión, lo cual imponía su sustitución por el segundo y último de los cartuchos. Y mucho antes de que la nave llegara a la Tierra, ese segundo cartucho también estaría saturado y los astronautas no tardarían en morir asfixiados por sus propios gases.

El primer gesto de Smylie el lunes por la noche, al poner la televisión y enterarse del accidente del Apolo 13, fue descolgar el teléfono y llamar a la oficina de Sistemas Vitales.

—¿Qué sabes del Trece? —preguntó cuando le contestaron.

—No mucho. Se han quedado sin oxígeno y se van a instalar en el LEM —respondió su interlocutor.

—Pues van a tener un problema con el CO2.

—Y gordo.

—Voy para allá —dijo Smylie.

El laboratorio de Sistemas Vitales del edificio 7 no era moco de pavo. Las instalaciones multimillonarias incluían una cámara de vacío inmensa que se utilizaba para comprobar los sistemas de control ambiental de la nave, las mochilas que usaban los astronautas para evolucionar por la Luna y los propios trajes espaciales. La presión del aire de la cámara podía reducirse desde la del nivel del mar hasta los 0,385 kilogramos por centímetro cuadrado requeridos en la nave, o incluso se podía emular el vacío casi absoluto de la Luna. Esa cámara disponía de un sistema de purificación de aire mediante hidróxido de litio idéntico a los del módulo de mando y el módulo lunar.

Mientras Smylie se dirigía a toda prisa al edificio 7, al cabo de una hora escasa de enterarse de la alerta del Apolo 13, empezó a pergeñar una solución maravillosa y tosca para el problema del dióxido de carbono del Aquarius. Los aparatos de hidróxido de litio del LEM y del módulo de mando funcionaban con ayuda de un ventilador de cabina que empujaba el aire del módulo hacia unos respiraderos que daban a los cartuchos de purificación del aire, y lo hacía salir por el otro lado, a la cabina de nuevo, liberado de su CO2 nocivo. En el mismo mamparo de la cabina había dos juegos de tubos flexibles que suministraban directamente aire puro vital al traje espacial del comandante y el piloto del LEM en caso de que la nave sufriera un escape.

Para que los cartuchos grandes del módulo de mando pudieran aprovecharse en el LEM, a Smylie se le había ocurrido encajar la parte posterior, la de salida, de la caja de hidróxido de litio en una bolsa de plástico y luego sujetarla con cinta aislante. Con un pedazo de cartón combado pegado al interior de la bolsa, se mantendría rígida e impediría que se la llevara la corriente de aire. Después, había que hacer un agujero en la bolsa e insertar por él el extremo de uno de los tubos alimentadores de los trajes espaciales, sujetando la conexión con más cinta aislante. Con el sistema de purificación de aire del LEM en marcha, la atmósfera sería aspirada por la parte frontal de la lata cuadrada, expulsada por la parte posterior hasta la bolsa y luego saldría por el tubo. De ahí pasaría a los tubos de purificación del LEM y volvería a la cabina de la nave.

En esencia, el equipo de purificación de aire del LEM funcionaría exactamente tal y como estaba diseñado, salvo que el apaño provisional con la caja del módulo de mando conectado al tubo de admisión sustituiría al aparato gastado del LEM en el recorrido de salida. Cuando la lata nueva se agotara a su vez, podrían preparar otra e instalarla en su lugar.

Smylie llegó el lunes por la noche al edificio 7, en cuyo vestíbulo le estaba esperando su ayudante Jim Correale. Los dos se dirigieron apresuradamente al laboratorio, pusieron en marcha la cámara ambiental, empezaron a trabajar con una caja de hidróxido de litio simulada, que no contenía cristales de depuración, y construyeron el ingenio que Smylie había ideado. Cuando los dos ingenieros conectaron el artilugio al sistema ambiental simulado y pusieron en marcha el ventilador, descubrieron que su humilde invento parecía funcionar. Pero necesitaban cartuchos auténticos para probar el sistema definitivamente.

El problema era que no los había en Houston. A las tres de la madrugada del martes, Smylie habló por teléfono con Cabo Cañaveral para ver si alguien disponía de cartuchos activos. A las cuatro Cabo Cañaveral había logrado reunir unos cuantos, que estaban destinados al Apolo 14 o 15, y los mandaba inmediatamente al Centro Espacial en un avión especial. Smylie y Correale se pasaron la mayor parte del día siguiente encerrados en el laboratorio: llenaron la cámara del LEM de dióxido de carbono y después observaron cómo los cartuchos recién llegados, con sus modificaciones y sus chapuzas, filtraban el gas tóxico y dejaban pasar sólo oxígeno respirable.

A primeras horas de la mañana del miércoles, el ascensor del edificio 30 se detuvo bruscamente en la tercera planta. Smylie se apeó, cargado con su extraño y pesado artilugio. Recorrió un pasillo blanco y sin ventanas hasta llegar ante un par de pesadas puertas metálicas cuyo rótulo decía «Sala de Control de Operaciones». Abrió una de las hojas, entró y luego, incómodo, escrutó toda la sala. Allí no había humildes ingenieros ni técnicos anónimos de Sistemas Vitales, sino los famosos Eecom, Telmu, Fido y directores de vuelo. Smylie salió al pasillo en busca de Deke Slayton, Chris Kraft o Gene Kranz. Pensó que, con cada minuto que pasaba, los tres astronautas encerrados en la nave estaban más cerca de morir asfixiados por su propio dióxido de carbono. Smylie se daba cuenta de que la sencilla caja que había inventado probablemente les salvaría la vida. Y no tuvo necesidad de recordarse que aquello nunca se podría lograr con unos auriculares, una consola o un título de Telmu.

Fred Haise casi prefería estar solo en su LEM. Le gustaba su silencio inhabitual, el espacio libre del que podía disfrutar y más que nada, le gustaba esa breve oportunidad de estar al mando de su nave. A diferencia del comandante de la tripulación lunar, que gozaba de una autoridad casi absoluta sobre los vehículos y los hombres que estaban bajo su mando, y en contraposición al piloto del módulo dé mando, que se hacía cargo de la nave nodriza mientras sus dos compañeros se iban a alunizar, el piloto del módulo lunar nunca estaba al timón de las naves en las que viajaba. Para los hombres que antes de entrar en la NASA se ganaban la vida probando aviones, aquello podía ser un poco doloroso. Sin embargo, a las tres de la madrugada del miércoles, mientras Jim Lovell y Jack Swigert iban por su segunda hora de sueño en la Odyssey, Fred Haise, el tercero en el escalafón de una tripulación de tres hombres, estaba navegando solo en su querido Aquarius.

—Houston, aquí Aquarius —radió Haise en voz baja a Jack Lousma, mientras flotaba hacia el puesto vacante de Lovell.

—Adelante, Fred —le contestó Lousma.

—Estoy viendo el extremo izquierdo de la Luna y apenas se distinguen las estribaciones de Fra Mauro. No logramos verlas cuando estábamos más cerca.

—Claro —repuso Lousma—, ya no estáis tan cerca… Veo en mi monitor; Fred, que estáis a 29 995 kilómetros de la Luna, y vuestra velocidad es de 1485 metros por segundo.

—Cuando este viaje termine —dijo Haise meneando la cabeza— sabremos de qué es capaz un LEM. Si tuviera pantalla térmica, yo os pediría que lo recuperarais.

—Bueno, por lo menos mandasteis al público un buen documento del interior del vehículo en la última transmisión, el lunes por la noche —dijo Lousma—. Lograsteis un programa fantástico.

—Pues diez minutos más tarde habría sido mucho mejor.

—Sí —le respondió el Capcom—. Después de aquello las cosas se complicaron en un abrir y cerrar de ojos.

Haise se alejó de la ventanilla y flotó hacia el puesto de Swigert, sobre la tapa del motor de ascenso. Abrió un cofre y revolvió entre los paquetes de comida que Swigert se había traído de la Odyssey el día anterior.

—Y sólo para tu información —radió Haise—, me voy a entretener con un poco de buey en salsa y otras exquisiteces.

—Supongo que lo harás con permiso de tu comandante —le dijo Lousma.

—¿Dónde crees tú que está el comandante en este preciso momento?

—Me da igual. Yo de él te haría firmar todo lo que te comes para llevar la cuenta —bromeó Lousma.

—Recibido.

—Y Fred… Cuando no estés tan ocupado masticando, ¿por qué no nos lees los datos de CO2?

La tranquilidad de Lousma ocultaba la urgencia de su pregunta. La visita de Ed Smylie a la sala de control había dado una alegría al ingeniero y a los controladores. El improvisado depurador de aire había intrigado a Slayton, Kranz, Kraft y a todos los oficiales de sistemas ambientales del LEM que se apiñaban en torno a la mesa del Capcom. El informe sobre el éxito de la prueba en la cámara de vacío del edificio 7 les había convencido de que aquel destartalado artilugio podría funcionar, efectivamente. Smylie ya se había marchado, pero había dejado sobre la consola de Lousma su prototipo, que atraía a los controladores que pasaban por allí y se detenían a curiosean El hecho de que la caja de Smylie pudiera ensamblarse fácilmente en su laboratorio no garantizaba que eso fuera una tarea sencilla en el espacio y se les estaba echando el tiempo encima para intentarlo. La concentración de dióxido de carbono de los dos módulos la reflejaba un instrumento que no consumía electricidad, parecido a un termómetro, y que medía la presión del gas tóxico en la atmósfera general. En una situación normal la aguja no debía marcar más de 2 o 3 milímetros, de mercurio. Cuando subía a 7, los astronautas debían cambiar los cartuchos de hidróxido de litio. Si alcanzaba los 15 significaba que los cartuchos ya se habían agotado y no tardarían en aparecer los primeros signos de envenenamiento por CO2, mareos, vértigo y náuseas. Fred Haise cerró su paquete de carne asada, lo dejó flotando en la cabina y se dirigió al indicador de dióxido de carbono. Lo que vio le dejó de piedra.

—Oye —dijo Haise con voz suave— el indicador marca trece. —Fijó bien la vista para cerciorarse—. Sí… trece.

—Bueno —dijo Lousma—, es lo mismo que tenemos aquí, así que vamos a empezar a armar la caja de emergencia que hemos ideado.

—¿Quieres que vaya a la Odyssey y empiece a reunir materiales?

—No —contestó Lousma—. No queremos que molestes al patrón todavía. Le dejaremos dormir unos minutos más.

Mientras Lousma le decía eso, Haise oyó un ruidito en el túnel. Levantó la vista y vio a Lovell, con los ojos enrojecidos por el sueño, saliendo cabeza abajo de la Odyssey. El comandante bajó hasta la tapa del motor de ascenso, dio una voltereta y se sentó. La carne de Haise se le quedó a la altura de los ojos; la miró con curiosidad, la cogió y se la lanzó a su piloto desde el otro lado de la cabina. Haise agarró el paquete y lo metió apresuradamente en una bolsa de basura.

—Has vuelto demasiado pronto —dijo Haise.

Lovell bostezó.

—Hace demasiado frío ahí arriba, Freddo.

—Tienes que quedarte muy quieto.

—He intentado quedarme muy quieto, pero es inútil. Me extrañaría que hiciera más de uno o dos grados ahí dentro. —Lovell se puso los auriculares y llamó a Lousma—: Hola, Houston, aquí Aquarius. Soy Lovell, de servicio otra vez.

—Recibido, Jim. ¿Está Jack contigo?

—No, sigue durmiendo.

—Bueno —dijo Lousma—. En cuanto se despierte, os sugiero que empecéis a fabricar un par de cajas de hidróxido de litio. Creo que os harán falta los tres pares de manos.

—De acuerdo —respondió Lovell, sacudiendo la cabeza para despejarse y dirigiéndose a su puesto—. Entonces, el plan siguiente es solucionar lo de las cajas.

A Swigert todavía le quedaba una hora de descanso, y aunque, a diferencia de Lovell, había conseguido quedarse profundamente dormido en la nevera de la Odyssey, la conversación y los ruidos procedentes del LEM no tardaron en despertarle. A los pocos minutos de aparecer Lovell por el túnel bajó también Swigert. En tierra, Joe Kerwin, que tenía que empezar el cuarto turno de Capcom como todos los días, entró de servicio y ocupó el puesto de Lousma ante su consola.

—Bueno —llamó Lovell al hombre de refresco—, Jack ya se ha levantado y está aquí. Así que, en cuanto se ponga los cascos, estaremos listos para tomar nota.

—Recibido, Jim —respondió Kerwin, limitándose a darse por enterado para saludarles—. Cuando queráis…

Durante la hora siguiente, las tareas realizadas a bordo del Apolo 13 no fueron más ordenadas ni más elegantes que las de registrar un vertedero. Kerwin iba leyéndoles la lista de materiales que le había dado Smylie, mientras Kraft, Slayton, Lousma y otros controladores, de pie a su espalda, consultaban listas similares. Los astronautas recorrían las dos naves reuniendo cosas que nunca habían tenido el propósito que les iban a dar.

Swigert subió a la Odyssey y recogió unas tijeras, dos de las grandes cajas de hidróxido de litio del módulo de mando y un rollo de cinta adhesiva gris prevista para sujetar las bolsas de basura al mamparo de la nave durante los últimos días de la misión. Haise sacó su carpeta de instrucciones del LEM, buscó las páginas rígidas con los procedimientos de despegue de la Luna, que eran absolutamente inútiles, y las sacó de las anillas. Lovell abrió el cofre de popa del LEM y extrajo la ropa interior térmica envuelta en plástico que Haise y él hubieran tenido que ponerse debajo del traje espacial para salir a la Luna. No eran calzoncillos vulgares, sino unos monos recorridos por metros de conductos finísimos entretejidos en la tela, por donde circulaba agua, para mantener frescos a los astronautas mientras trabajaran bajo las achicharrantes temperaturas diurnas de la Luna. Lovell cortó el envoltorio de plástico, guardó los trajes térmicos inservibles en el cofre y se llevó el valioso plástico.

Cuando hubieron reunido los materiales, Kerwin les leyó las instrucciones de montaje de Smylie. La tarea, en el mejor de los casos, era laboriosa y lenta.

—Dale la vuelta a la caja para que quede hacia arriba la parte del respiradero —dijo Kerwin.

—¿Qué respiradero?

—El de la rejilla. La llamaremos parte superior y a la otra, parte inferior.

—¿Cuánta cinta vamos a necesitar ahora? —preguntó Lovell.

—Aproximadamente un metro —le respondió Kerwin.

—Un metro… —calculó Lovell en voz alta.

—Como la longitud del brazo.

—¿Cómo quieres la cinta, con el pegamento hacia abajo? —preguntó Lovell.

—Sí, se me había olvidado. El pegamento hacia abajo —dijo Kerwin.

—¿Meto la bolsa de plástico por los lados del arco del respiradero? —preguntó Swigert.

—Depende de lo que entiendas por «lados» —dijo Kerwin.

—Muy agudo —dijo Swigert—. Las partes abiertas.

—Exacto.

El trajín duró una hora, hasta que por fin estuvo lista la primera caja. Los astronautas, cuyas hazañas técnicas para esa semana consistían nada menos que en realizar un alunizaje suave en las estribaciones de Fra Mauro, retrocedieron, se cruzaron de brazos y miraron muy contentos el extravagante objeto de plástico y cinta adhesiva enganchado al conducto de oxígeno del traje espacial.

—Bueno —proclamó Swigert por radio, más orgulloso de lo que pretendía—, nuestra caja casera de hidróxido de litio está lista.

—Recibido. Mirad si pasa aire por ella —dijo Kerwin.

Mientras Lovell y Haise se lo quedaban mirando, Swigert aplicó el oído a la parte abierta de la caja. Suave, pero inconfundiblemente, oyó pasar el aire a través de la rejilla y, presumiblemente, a través de los prístinos cristales de hidróxido de litio. En Houston, los controladores se apiñaban alrededor de la pantalla de la consola del Telmu, que mostraba los datos sobre el dióxido de carbono. En el Apolo, Lovell, Swigert y Haise se volvieron hacia su panel de instrumentos e hicieron lo mismo. Lenta, casi imperceptiblemente al principio, la aguja del nivel de CO2 empezó a bajar, primero a 12, luego a 11,5 y después a 11. Los técnicos de Control de Misión se miraron unos a otros, sonrientes, al igual que los astronautas de la cabina del Aquarius.

—Creo que ya puedo acabarme esa ración de carne —dijo Haise.

—Me parece que te voy a acompañar —añadió el comandante.

Cuando el amanecer del miércoles dio paso a la mañana, y la mañana a la tarde, no reinaba tanto optimismo en las consolas de la sala de Control como en la nave que se alejaba de la Luna.

Ciertamente, alguna causa de optimismo había en Control de Misión. En la pantalla del Telmu que registraba los signos ambientales vitales del LEM, los datos sobre la concentración de dióxido de carbono a bordo del Aquarius habían estado bajando regularmente a lo largo del día.

Menos de seis horas después de poner en marcha el ingenioso depurador de Smylie, el CO2 de la cabina había caído al 0,2% del volumen de aire global: un mero rastro gaseoso que apenas podían detectar los sensores y mucho menos causar daño alguno a los astronautas. En la consola del Inco, las cosas también parecían estar bajo control. La rotación PTC en la que tanto había insistido Max Faget se había realizado con éxito poco después del encendido PC+2, y había permitido al LEM apuntar su antena de alta ganancia directamente hacia la Tierra, con lo cual los astronautas podían comunicarse constantemente con Houston sin tener que pasarse el tiempo orientando frenéticamente las antenas, como el día anterior. Sin embargo, en los demás puestos de Control de Misión, las cifras de las pantallas no eran tan prometedoras como las del Inco y el Telmu Los datos más agobiantes aparecían en la primera fila, en las consolas de Fido, Guido y Retro.

Cuando el Aquarius encendió el motor de descenso para el PC+2, la maniobra no sólo tenía la función de incrementar la velocidad de la nave, sino de corregir su trayectoria. Para que la reentrada en la atmósfera terrestre no tuviera peligro, el Apolo 13 tenía que acercarse con una inclinación de entre 5,3 y 7,7 grados. Si llegaba a 5,2 grados o menos, el módulo de mando, orientado en ángulo demasiado obtuso, rebotaría contra la atmósfera y saldría repelido al espacio, iniciando una órbita permanente alrededor del Sol. Si llegaba a 7,8 grados o más, la nave entraría en la atmósfera, pero en un ángulo tan agudo y con tanta fuerza de gravedad que probablemente los astronautas reventarían antes de llegar al mar. En cualquier caso, el feliz amerizaje que estaban esperando las fuerzas de rescate en el Pacífico Sur no se produciría.

El encendido PC+2 estaba calculado para prevenir esas dos catástrofes, colocando al Apolo 13 en el centro del estrecho corredor de reentrada, en un ángulo de aproximación de 6,5 grados. Los datos de trayectoria que aparecían en las pantallas de dinámica de vuelo justo después del encendido indicaban que se había logrado dicho ángulo. Sin embargo, dieciocho horas después del encendido, las cifras revelaron que la trayectoria se había desviado muy levemente, cayendo a 6,3 grados o menos. Fue Chuck Deiterich, en la consola de Retro, quien advirtió el problema en primer lugar.

—¿Estás siguiendo los números de trayectoria? —preguntó a Dave Reed, el oficial de dinámica de vuelo, volviéndose a su derecha y apartando el micrófono del circuito cerrado.

—Eso estoy haciendo —respondió Reed.

—¿Y qué te parece?

—No tengo ni puñetera idea —contestó Reed.

—Se ha estrechado, está clarísimo.

—Definitivamente.

—¿Crees que hicimos bien el encendido? —le preguntó Deiterich dubitativo.

—Oye, Chuck, el encendido tuvo que estar bien. Las cifras eran consistentes. Lo único que se me ocurre es que estén mal los datos de trayectoria. A la distancia que está la nave todavía, es posible que no controlemos bien todos los arcos de trayectoria.

—Los números llevan un rato bajando, Dave. Los datos están bien —afirmó Deiterich obstinadamente.

Si Deiterich y Reed tenían razón y los números y el encendido eran satisfactorios, no quedaban muchas explicaciones válidas para la desviación de la trayectoria. La respuesta evidente, la única, en realidad, era que en alguna parte de la Odyssey o el Aquarius había un escape que producía una leve fuerza propulsiva que estaba desviando las naves acopladas.

Pero no sabían de dónde procedía ese escape. El módulo de servicio se había vaciado del todo desde hacía mucho tiempo, y todos los dispositivos que podían dar pie a un escape, como los tanques de hidrógeno o los reactores de control de propulsión, estaban cerrados. El módulo de mando cónico no poseía equipos de vapor, con excepción de los pequeños propulsores de posición, y éstos estaban cerrados como el resto de los aparatos de la nave. Y las probabilidades de que el LEM sufriera un escape inexplicable de gas eran tan pequeñas como las que regían para el módulo de mando. Prácticamente todos sus sistemas estaban desconectados desde el encendido PC+2, y los que seguían en marcha eran controlados atentamente por los oficiales de Telmu y Control. Si se hubiera producido algún escape de gas anómalo de algún tanque o alguna conducción, ya lo habrían detectado.

Tenían pocas opciones para corregir el error de trayectoria. Si descubrían efectivamente algún escape, y si lograban localizar el orificio, sería posible hacer girar la nave para que el escape la desviara en sentido contrario. Ello aumentaría presumiblemente el ángulo del Apolo 13 y colocándolo en el otro extremo del corredor. No obstante, no era fácil que descubrieran la fuente del escape y si la misteriosa desviación no cesaba bruscamente, la única alternativa para los Fido, Guido y Retro, que, absolutamente desbordados de trabajo, no querían ni considerar siquiera, era volver a reactivar el LEM, realinear su rebelde plataforma de guiado y poner de nuevo en marcha el motor de descenso.

—Si el ángulo de reentrada no se estabiliza solo, tendremos que provocar otro encendido —dijo Deiterich.

—Pues esperemos que se estabilice —contestó Reed.

Pero para que los Guido, Fido y Retro encendieran el motor de descenso del Aquarius, los números de la pantalla del oficial de Control, el encargado de vigilar los sistemas no ambientales del LEM, habrían de cooperar. Y de momento no estaban cooperando. Como se temía Milt Windler antes del encendido PC+2, la presión del tanque de helio supercrítico, utilizado para introducir el combustible del motor por su conducción, estaba empezando a aumentar.

El gas, a 233 grados bajo cero, se guardaba generalmente a una presión de 5,62 kilogramos por centímetro cuadrado, pero el helio se expande muy deprisa, así que los tanques podían soportar fuerzas mucho mayores. Sólo cuando el contenido del tanque hirviera a más de 126,54 kg/cm2, sus tabiques de doble casco empezarían a gemir bajo la tensión. En tal circunstancia, la válvula de aliviadero instalada en los conductos de gas reventaría y liberaría el gas al espacio.

Aunque ello aliviaría el incremento de presión, la nave se quedaría sin medios para introducir el combustible en la cámara de combustión, y por lo tanto, sin la posibilidad de volver a encender el motor si había que usar esa maniobra. Y entonces, la única posibilidad de poner en marcha el motor de descenso dependería de que hubiera quedado suficiente combustible en los conductos después del encendido anterior para soportar otro encendido. Pero nunca existía una absoluta seguridad sobre cuánto combustible quedaría en los tubos de alivio de presión, y contar con él para futuros encendidos era muy aventurado. Mientras Deiterich y Reed discutían concienzudamente la posibilidad de poner el motor en marcha para realizar otro ajuste de medio curso, Dick Thorson, el oficial de Control, advirtió que el indicador del helio empezaba a subir.

—Control —le llamó Glenn Watkins, el oficial de propulsión de la sala de apoyo.

—Adelante, Glenn —respondió Thorson.

—No sé si estás siguiendo los datos, pero el helio supercrítico está subiendo…

—Sí, los estoy siguiendo —repuso Thorson—. ¿Cuáles son tus cálculos sobre la presión máxima?

—Aún no los tengo del todo, los estamos estudiando. Pero ahora mismo yo apuntaría 132 kilos.

—¿Y cuándo los alcanzaremos?

—Tampoco estoy muy seguro… Pero creemos que sería alrededor de la hora ciento cinco.

Thorson consultó el cronómetro de tiempo transcurrido: estaban en la hora 96 de la misión.

—Apurad los esquemas para averiguar qué está pasando. Quiero saber cómo y cuándo se va a disparar la válvula de aliviadero y cómo va a suceder exactamente. No quiero sorpresas.

Los astronautas, en la nave medio desactivada y con el panel de instrumentos funcionando bajo mínimos, no podían detectar la subida de presión del tanque de helio que estaba a sus pies, ni la desviación de la trayectoria, que les acercaba cada vez más al extremo del corredor de reentrada. A la una de la tarde del miércoles, Houston era bastante reacio a darles las malas noticias.

No habían parado en las diez horas posteriores a la instalación de la caja de hidróxido de litio: vigilar la rotación de control térmico pasivo, discutir los procedimientos de reactivación que habrían de efectuar en la Odyssey dos días más tarde y consultar con tierra varios métodos para recargar la batería agotada del módulo de mando con las cuatro baterías sanas del LEM. Aunque Haise había conseguido hilvanar varias horas seguidas de sueño antes del largo turno de trabajo, que había durado desde antes del amanecer hasta pasado el mediodía, Lovell y Swigert no lo habían hecho y, alrededor del mediodía, Deke Slayton y el médico espacial Willard Hawkins habían ordenado que el comandante y el piloto del módulo de mando subieran a la Odyssey a probar suerte. A primeras horas de la tarde del miércoles, como en las primeras horas de esa mañana, los dos oficiales de mayor graduación estaban durmiendo, y el Aquarius estaba de nuevo a cargo de Fred Haise.

—Aquarius, aquí Houston —llamó Vance Brand, que acababa de relevar a Joe Kerwin del puesto de Capcom.

—Adelante, Houston.

—Sólo quería deciros que en este momento estáis navegando por el centro del pasillo, a unos 6,5 grados —le comunicó Brand animadamente. Luego hizo una pausa—. Pero hemos detectado una leve desviación y si no la corregimos, os vais a arrimar mucho al extremo.

—De acuerdo —repuso el comandante en funciones—. ¿Y qué vamos a hacer al respecto?

—Estamos pensando en realizar un encendido de medio curso a la hora ciento cuatro. Muy breve, sólo a 2,31 metros por segundo —dijo el Capcom.

—Bien, me parece correcto —dijo Haise.

—La única complicación —añadió Brand— es que también estamos vigilando la presión del tanque de helio supercrítico, y esperamos que se dispare el aliviadero. No sabemos cuándo ocurrirá exactamente… tal vez sobre la hora ciento cinco. Pero aunque se produzca antes, hemos calculado que hay combustible de sobra en los conductos, así que tranquilos.

—Bueno, eso también me parece bien —contestó Haise.

El tono desapasionado de Haise por la radio no indicaba si estaba conforme o no. Un cambio en la trayectoria que requiriera poner el motor en marcha no era en absoluto «una leve desviación». Además, la idea de que hubiera otro escape incontrolado en uno de los tanques de gas del Apolo 13 desde la fase de descenso del querido módulo lunar de Haise no podía sentarle nada bien al piloto del LEM.

Pero si Haise, en funciones de piloto auxiliar, se preocupó por la situación, no estaba dispuesto a revelarlo. No lo hubieran hecho Lovell, Conrad ni Armstrong, ni ninguno de los astronautas que habían tripulado sus naves hasta allá, y él tampoco estaba dispuesto a hacerlo. Ellos asumían las situaciones que se les presentaban y se ponían a trabajar.

Haise flotó hasta el asiento izquierdo del LEM, cortó la comunicación con tierra y después se desplazó hasta el cofre del fondo de la cabina.

Entre los escasos efectos personales que se habían llevado a bordo, había un radiocasete pequeño y unas cuantas cintas elegidas por los astronautas. Nadie había pensado que les quedaría mucho tiempo para escuchar música de camino a la Luna, pero teman previsto disfrutarla a la vuelta, una vez hubieran cargado sus rocas de Fra Mauro en la nave y hubieran desprendido el LEM. En ese momento, desde luego, el Aquarius seguía acoplado a la Odyssey y el cofre reservado para las rocas lunares estaba vacío, pero el Apolo 13 se dirigía indiscutiblemente a la Tierra y Haise iba a escuchar música.

Mientras Vance Brand seguía a la escucha en su puesto de Capcom, lo que rompió el silencio desde el otro extremo del canal tierra-aire no fue una pregunta angustiada del comandante en funciones, sino los primeros acordes de The Age of Aquarius, una de las canciones que habían solicitado los astronautas cuando redactaron su lista. Todos los controladores de la sala que estaban a la escucha se miraron unos a otros sonriendo. Por lo visto Fred Haise no se ponía nervioso así como así.

—Fred, ¿quieres una chica o algo? —le preguntó Brand.

—Huy, no sé cómo me las arreglaría —le contestó Haise riéndose.

—Bueno, pues ya que estás de tan buen humor, déjame que eche un poco de leña al fuego —le dijo Brand—. Me acaban de pasar el último informe de consumo y parece que sólo estáis usando entre once y doce amperios por hora. Son alrededor de dos menos de lo que habían calculado los Telmu, así que va todo sobre ruedas.

—Recibido —contestó Haise coreado por la música.

—Y además, según nuestro marcador de posición, estáis ahora a 81 400 kilómetros de la Luna. El Fido me dice que ya habéis penetrado en el área de influencia de la Tierra y vais a empezar a acelerar.

—Yo también pensaba que ya iba siendo hora… —dijo Haise.

—Recibido.

—Así que estamos de vuelta.

—Sí —dijo el Capcom.

Haise bajó un poco el volumen de la cinta, dejó flotar el aparato a su espalda y se dirigió hacia su ventanilla. Si había cruzado efectivamente la invisible línea gravitatoria entre la Tierra y la Luna, quería echar un último vistazo a sus anchas. Con la popa del LEM apuntando a la Luna y las ventanillas orientadas en la misma dirección, podría verla a placer. Y con sus compañeros dormidos, el silencio de la cabina y la suave música de fondo, habría un ambiente estupendo para despedirse del espectáculo. Pero de pronto el ambiente cambió.

Justo cuando Haise se estaba acercando a la ventanilla de la derecha, se produjo un escalofriante estallido y la nave se sacudió. Haise tendió una mano, se agarró al mamparo y se quedó helado. El sonido fue esencialmente idéntico al de la explosión del lunes, aunque indudablemente más suave; la sensación también fue idéntica a la de aquel día, aunque indudablemente menos violenta. Sin embargo, su localización era completamente distinta. A menos que Haise se equivocara, y sabía que no, el problema no procedía del módulo de servicio, al otro extremo del bloque Aquarius-Odyssey, sino de la fase de descenso del LEM, a sus pies.

Haise tragó saliva. Debía de ser la válvula de alivio del helio; los de tierra le habían dicho que habría un escape y un momento más tarde oyó una explosión y la nave se estremeció, así que lo más probable era que ambas cosas guardaran relación.

Pero Haise, el hombre que entendía el LEM mejor que nadie, de alguna manera sabía que eso no era cierto. Los discos de explosión no hacían ese ruido, ni producían esas sacudidas; ascendió flotando hasta el ojo de buey y al mirar por él se dio cuenta de que tampoco se vaciaban así. Como le había sucedido a Jim Lovell hacía más de cuarenta horas, el piloto del LEM vio alarmado un escape de gas muy parecido pasando por su ventanilla. Una nube blanca y espesa de copos helados que no tenía nada que ver con una fina emisión de helio salía del motor de descenso del Aquarius.

—Vance —dijo Haise por la radio—, acabo de oír una leve explosión, que ha sonado como si procediera del motor de descenso y he visto otra lluvia de copos blancos procedente de esa zona. Me pregunto —añadió esperanzado— cómo está ahora la presión del helio supercrítico.

Brand se quedó helado.

—Recibido. Entiendo que has notado un golpe y ves como un pequeño escape. Ahora mismo lo comprobamos.

Su conversación tuvo efectos electrizantes en Control de Misión.

—¿Has oído eso? —preguntó Dick Thorson desde la consola de Control a Glenn Watkins, su oficial de propulsión de la sala de apoyo.

—Sí.

—¿Cómo está el supercrítico?

—Sin cambios, Dick —contestó Watkins.

—¿Ninguno? —insistió Thorson.

—Ninguno. Sigue subiendo. De ahí no ha sido.

—Control, aquí Vuelo —llamó Gerry Griffin desde el puesto de director de vuelo.

—Adelante, Vuelo —repuso Thorson.

—¿Qué explicación tiene la explosión?

—No hay nada todavía, Vuelo.

—Vuelo, aquí Capcom —llamó Brand.

—Adelante, Capcom —repuso Griffin.

—¿Alguien sabe de dónde procede la explosión?

—Todavía no —respondió Griffin.

—¿Entonces no le puedo decir nada? —preguntó Brand.

—Dile que no ha sido el helio.

Mientras Brand reanudaba la comunicación tierra-aire y Griffin empezaba a sondear a sus controladores por el circuito cerrado del director de vuelo, Bob Heselmeyer, en el puesto de Telmu, empezó a repasar su pantalla. Datos del nivel de oxígeno, del nivel de hidróxido de litio, del de CO2 y de H2O… y entonces descubrió que los niveles de las baterías, las cuatro fuentes de energía de la fase de descenso del Aquarius, apenas suministraban energía suficiente para la nave sobrecargada, que se agotaba. Gradualmente, el nivel de la batería número dos, igual que el fatídico tanque de oxígeno dos de la Odyssey, había sobrepasado los límites mínimos y seguía cayendo.

Si los datos eran ciertos, había un puente o un déficit en la batería del módulo lunar, lo mismo que sucedió en el tanque del módulo de servicio el lunes por la noche. Y si se había producido un déficit, la batería no tardaría en agotarse, así como el tanque, restando una cuarta parte del suministro eléctrico que Houston y Grumman estaban racionando hasta la última fracción de amperio. Era muy precipitado sacar conclusiones de las cifras de la pantalla, incluso para que Heselmeyer se las pasara a Griffin. Y si Heselmeyer no se las daba a Griffin, éste no se las daría a Brand y éste, a su vez, no podría pasárselas a Haise.

De momento, ya estaba bien así. Mirando por la ventanilla la nube de copos que envolvía la base del LEM, Fred Haise tenía más que sobradas responsabilidades de mando.