Capítulo 9

Cuando Gene Kranz entró en la sala de personalidades horas después de haberse celebrado la reunión sobre el encendido PC+2, a los dos periodistas de las consolas ni se les ocurrió siquiera hablar con él. Un periodista novato lo hubiera hecho; es más, un periodista novato tendría que estar loco para no hacerlo. Cuando el hombre que está en el ojo de un huracán como el del Apolo 13 aparece, solo, entre la niebla, sin prácticamente periodistas rivales por los alrededores, uno hace lo que le dictan sus instintos reporteriles: intentar sacarle una predicción, una impresión o al menos una cita textual de relleno. Pero los enviados especiales de las consolas eran ya gatos viejos. Cuando Kranz aparecía en la galería de personalidades en mitad de una misión, no iba allí a hablar, sino a dormir.

Desde el inicio del Programa Gemini, cuando la NASA empezó a dirigir misiones que duraban cuatro, ocho o catorce días, los médicos de la Agencia habían solicitado, y se les había concedido, que se facilitara un lugar para dormir a los controladores de vuelo que tenían que estar de guardia las veinticuatro horas. La acomodación era poca cosa, tan sólo una habitación pequeña, sin ventanas, en el edificio de Control de Misión, con una ducha, un lavabo y dos catres militares, pero para los controladores, que estaban acostumbrados a colarse en la sala de conferencias vacía cuando necesitaban dar una cabezada entre dos turnos, aquello era un lujo inimaginable.

El modesto dormitorio fue bautizado a bombo y platillo, y en cuanto despegó la siguiente misión los controladores reclamaron a voces su derecho a descansar allí, aunque los primeros que lo intentaron se arrepintieron rápidamente. La habitación daba a un pasillo muy concurrido. El ruido de los pasos y las conversaciones incesantes se colaba por los tabiques de cartón-yeso y si no, cuando se abría la puerta, que tenía un muelle hidráulico que por lo visto nunca había ajustado convenientemente. Cuando alguien entraba o salía, la puerta chirriaba de mala manera y luego se cerraba de un portazo, y hasta las cañerías de la ducha gorgoteaban y retumbaban ruidosamente.

A pesar de ello, en casi todos los vuelos había alrededor de media docena de celosos controladores, incluido Gene Kranz, que insistían en quedarse en el Centro permanentemente, así que la lucha por las dos camas solía ser reñida. Sin embargo, cuando las misiones a la Luna se tornaron casi rutinarias y ya muy pocas personas trabajaban en turnos consecutivos, Kranz juró que renunciaba para siempre al ruidoso dormitorio de los controladores. Decidió que si necesitaba dormir se retiraría a la galería de personalidades, elegiría una butaca de uno de los rincones más oscuros y se echaría una siestecita durante el tiempo que se lo permitieran los horarios. El martes por la tarde Kranz llevaba trabajando más de veinticuatro horas seguidas y decidió darse un respiro. Dedicó una inclinación de cabeza a los periodistas de las consolas y se acomodó en una butaca. Ya sabía que la siesta sería muy corta.

Desde el momento en que había cedido su consola a Glynn Lunney, a última hora de la noche, Kranz se había encerrado en la sala 210 con el Equipo Tigre a estudiar los gráficos y los perfiles de las reservas. Aunque según los datos la situación era bastante lamentable, la parte del cuadro que se refería al LEM era al menos algo más prometedora. Tras realizar sus rápidos cálculos sobre el aprovechamiento de las reservas después de la puesta en marcha del Aquarius, Bob Heselmeyer, Telmu del Equipo Blanco, repasó las cifras con Kranz y después fue enviado de nuevo a las consolas, a diferencia de los demás miembros del Equipo Blanco.

Heselmeyer era un buen Telmu, aunque también era el más joven de todos los que intervenían en la misión Apolo 13. Para trabajar en las reservas del LEM, Kranz prefería a Bill Peters, el Telmu del Equipo Dorado de Gerry Griffin, que había colaborado en todos los vuelos desde el Gemini 3 de Gus Grissom y John Young, en 1965. La confianza que depositó el director del Equipo Tigre en Peters resultó ser justificada.

Después de pasarse media mañana con Kranz, y de discutir con Tom Kelly, de Grumman, la otra media, Bill Peters hizo grandes progresos para la resolución de la crisis de reservas vitales del Aquarius.

Abordó primero los problemas del agua y la energía, los dos recursos más escasos, y logró un ahorro mucho mayor de lo que Kelly y Heselmeyer creían posible. Según las tablas que determinaron Peters y sus especialistas eléctricos, parecía posible hacer operativo el LEM, que normalmente necesitaba unos 55 amperios para funcionar, con una ración reducida a 12 amperios. Un módulo a pleno rendimiento podía jugar con unos 1800 amperios, divididos entre las cuatro baterías de la fase de descenso y las dos de la de ascenso. Doce amperios no era gran cosa en comparación con esas cifras, pero al dividir esas exigencias de energía por el tiempo que tardaría el LEM en llegar a la Tierra, más una pequeña reserva para posibles emergencias, Peters comprendió que no podría usar mucha más. Cuanta más energía ahorrara el Telmu, más agua ahorraría, y el estricto régimen de baterías ideado por Peters también conservaba muchos litros de ese escaso bien.

No obstante, la frugalidad que proponía tenía un precio. El recorte parcial de sistemas ordenado por los ingenieros del LEM entre el encendido de regreso libre y el PC+2 era una nadería comparado con los planes que Peters había ideado para el largo camino de regreso. En cuanto terminaran la maniobra de aceleración a las 20:40 horas de esa noche, ordenaría la desconexión de casi todos los componentes eléctricos del módulo lunar, excepto tres: el sistema de comunicaciones y una de las antenas; el ventilador de la cabina, que hacía circular el oxígeno disponible; y las bombas de refrigeración de agua-glicol para que no se recalentaran los otros dos sistemas. Se desconectarían el ordenador; el sistema de guiado, la calefacción de la cabina, el radar de acoplamiento, el radar de alunizaje, las luces del panel de instrumentos y cientos de elementos del equipo informático. Todo el equipo sacrificado podría conectarse de nuevo si hiciera falta para realizar encendidos posteriores u otras maniobras, pero hasta donde fuera posible, permanecería desconectado durante todo el viaje de regreso.

Desde luego, el plan draconiano de Peters tenía sus fallos. En primer lugar, las incomodidades del LEM, ya bastante serias, prometían agravarse con la oscuridad de los instrumentos y la cabina y el consiguiente enfriamiento del ambiente. Y en segundo lugar, todavía no se había resuelto el problema de la depuración del dióxido de carbono del aire sin los cartuchos de hidróxido de litio necesarios para absorber el gas nocivo. Otra cuestión muy preocupante era que el LEM no sólo tenía que suministrar energía a sus propios sistemas. Antes de que Lovell, Swigert y Haise abandonaran la Odyssey, el módulo de mando agonizante había empezado a canibalizar una de sus tres baterías de reentrada, bebiendo automáticamente de ella cuando los tres vasos de acumulador se agotaron. Como había que utilizar de nuevo la nave para la reentrada, tendrían que recargar la batería, y la única fuente disponible era el sistema eléctrico del Aquarius, ya de por sí esquilmado. Mientras Peters seguía intentando averiguar cómo mantener la vida en su nave durante la media semana que necesitaban, John Aaron tuvo que pedirle prestados unos cuantos amperios para la otra.

—Bill —le dijo Aaron con su acento de Oklahoma más seductor, acorralando a Peters en un rincón de la sala 210—, ya sabes que el módulo de mando no puede funcionar sólo con dos baterías y media…

—Ya lo sé, John —le dijo Peters.

—Y sabes que te las voy a tener que pedir a ti.

—Sí, también lo sabía.

—¿Cuánto puedes darme?

—¿Cuánto necesitas? —le preguntó Peters con voz cansada—. Las baterías del LEM son enanas. No necesitarás mucho, ¿verdad?

—Hay que cargar la que se ha descargado a cincuenta amperios —le explicó Aaron—, y cuando abandonaron el módulo estaba a dieciséis. Así que te voy a pedir unos treinta y cuatro.

Peters reflexionó un momento.

—Treinta y cuatro… Treinta y cuatro podría ser, pero en realidad me estás pidiendo mucho más. Mis cargadores y mis umbilicales sólo funcionan al treinta o al cuarenta por ciento. Mandarte treinta y cuatro amperios a la Odyssey me va a costar unos cien.

—Ya lo sé, Bill —dijo Aaron con franca simpatía—. Pero ¿aun así puedes hacerlo?

Peters pensó en sus mil ochocientos amperios disponibles y realizó unos breves cálculos mentalmente.

—Sí —dijo cautelosamente—, creo que podré.

Para los técnicos que estaban a cargo del módulo de mando, las cosas eran aún más complicadas y la capacidad de negociación y engatusamiento de Aaron habría de ser esencial. Lo más laborioso para el Eecom no era cómo recargar sus baterías, sino cómo poner la Odyssey en marcha, con los amperios extra de Peters o sin ellos. Ordinariamente, el proceso de poner en marcha el módulo de mando de un Apolo era extraordinariamente costoso, en términos de potencia y de tiempo. Antes del lanzamiento, los técnicos de la plataforma necesitaban generalmente un día entero para lograr esa hazaña, empleando miles de amperios suministrados por tierra para dar vida a los sistemas y comprobar sus signos vitales antes de dar su visto bueno para volar. El proceso era muy delicado, pero sin limitación de amperios ni de tiempo, los ingenieros de la NASA preferían ser extremadamente cuidadosos.

Aaron no gozaría de esos lujos con el Apolo 13. Kranz y él hicieron algunas proyecciones preliminares de energía cuyos resultados fueron inquietantes. Suponiendo que la tercera batería de la Odyssey se recargara con éxito, Aaron sólo dispondría de dos horas de electricidad para trabajar cuando llegara el momento de reactivar la nave. Para un ingeniero de la escuela de la NASA, hiperprudente después del Apolo 1, aquello parecía una temeridad de primer orden, pero Aaron creía que podrían lograrlo.

Lo que más le preocupaba era cómo explicárselo a los controladores de vuelo encargados de los sistemas de la nave. En teoría, todos los presentes en la sala 210 comprendían que habría que realizar muchos recortes de ingeniería para que el módulo de mando regresara intacto a la Tierra. Pero en la práctica, nadie quería aceptar que recortaran su parcela… Y a Aaron no le hacía ninguna gracia participarles la noticia. Con Kranz a su lado, reunió a los controladores del módulo de mando en torno a la mesa de juntas y empezó a hablar con su modestia sureña, mitad innata y mitad estrategia de ventas calculada.

—Chicos, ya sé que no tengo por qué conocer todos vuestros sistemas, así que paciencia y corregidme cuando me equivoque, pero creo que tengo varias ideas para poner en marcha la nave cuando llegue el momento. Bien, en mi opinión, dispondremos de dos horas de electricidad para reactivar totalmente la nave desde cero.

—John, en tan poco tiempo es imposible —le dijo Bill Strable, el oficial de dirección y navegación.

—Ya, Bill, eso era precisamente lo que creía yo —dijo Aaron, riéndose de su propia tozudez—. Pero creo que con algunos recortes, seremos capaces de conseguirlo.

—Claro que puedes conseguirlo —dijo Strable—, pero ¿puedes conseguirlo sin peligro?

—Creo que tal vez sí —respondió Aaron—. Se me han ocurrido unas cuantas ideas. Es sólo un esbozo, nada definitivo. Pero si las discutimos entre todos, tal vez podamos desbrozarlas un poco.

Casi como disculpándose, Aaron sacó una ristra de gráficos toda garabateada a lápiz. Sus anotaciones cubrían hoja tras hoja, con docenas de proyecciones, predicciones y cómputos, que Aaron había realizado con ayuda de Jim Kelly, su especialista en sistemas eléctricos. Saltaba a la vista que aquello no era «un esbozo», ni «unas cuantas ideas». Era un análisis exhaustivo y brutalmente realista de las magnitudes exactas de energía y de tiempo con las que habría de trabajar la nave, les gustara o no a los controladores. Aaron sabía que las cifras eran correctas y sospechaba que los controladores también lo sabían.

Pasó sus papeles a la concurrencia, dejó que los controladores los digirieran y así empezó lo que prometía ser una sesión de horas y horas de negociaciones, regateos y tratos. Los controladores tenían objeciones e ideas, pero lo que no tenían era mucho tiempo. Según la trayectoria que seguía en ese momento el Apolo 13, la nave llegaría a la atmósfera terrestre en menos de setenta y dos horas. Suponiendo que el encendido PC+2 se llevara a cabo esa noche según los planes previstos, la cifra podría recortarse a sesenta y dos. Si Aaron no tenía una lista de reactivación preparada en cuarenta y ocho horas como máximo, el hombre misil de ojos de acero corría el peligro de perder a su primera tripulación.

El Equipo Dorado de Gerald Griffin no pensaba en las reservas consumibles. Griffin sabía que lo acabarían haciendo; al Equipo Dorado, como a todos los demás, le quedaban varios días de organización de recursos. Pero en ese momento no tenían esa preocupación.

Griffin ya llevaba más de cinco horas a cargo del vuelo y hasta el momento todo había funcionado con relativa tranquilidad. El accidente de la explosión del tanque del Apolo 13 se había producido durante el turno de Kranz y el Equipo Blanco, el recorte de energía y el encendido de regreso libre se habían efectuado durante el de Lunney y el Equipo Negro, y el encendido PC+2 se intentaría durante el turno de Windler y el Equipo Marrón. Se rumoreaba que el Equipo Tigre de Kranz, ex Equipo Blanco, saldría de su aislamiento un rato para dirigir la maniobra del encendido PC+2 esa noche y después cedería las consolas a Windler. Y si eso era lo que Kranz quería, nadie se lo iba a impedir. Pero fuera cual fuese el equipo que sustituyera al de Griffin, la tarea del jefe del Equipo Dorado estaba clarísima: mantener la nave en funcionamiento, evitar en todo lo posible cualquier otra crisis técnica y tenerla a punto para el encendido PC+2. Hasta el momento Griffin estaba realizando bien todas sus funciones con excepción de la última.

Los primeros intentos del Equipo Negro de Lunney por ajustar con precisión la plataforma del Aquarius a pesar de la nube de residuos que rodeaba la nave habían fracasado, y cuando Lunney decidió intentar el encendido de regreso libre basándose sólo en la alineación transmitida desde el módulo de mando, los hombres de la sala de control se encogieron de hombros y se encomendaron a la suerte. Sabía que el encendido sería breve y que los errores de alineación de la plataforma no se magnificarían mucho, pero con el encendido PC+2 era diferente. El encendido planeado no sería sólo sostenido, más de nueve veces más largo que el leve suspiro que había situado a la nave en el rumbo de regreso, sino que además se llevaría a cabo unas dieciocho horas más tarde. Las plataformas de dirección tendían a desviarse con el tiempo, y aunque las coordenadas transmitidas por Lovell desde la Odyssey a las 22 horas de la víspera siguieran siendo las mismas a las 2:43 de la mañana, a las ocho y diez de esa tarde seguramente habrían variado.

Griffin y el Equipo Dorado habían pasado las últimas horas en contacto constante con los técnicos de la sala de simulación, que se hallaba al otro extremo del campus del Centro Espacial, donde Charlie Duke y John Young estaban intentando dar con alguna nueva solución de alineación.

Hasta el momento, los resultados no eran alentadores. Con mapas estelares proyectados por las ventanillas del simulador, y una fuente de luz adicional que representaba el Sol, los dos pilotos habían tripulado su LEM ficticio en todas las orientaciones que se les ocurrieron, intentando situar las ventanillas del Aquarius en la oscuridad para cubrir la nube de gases y permitir que aparecieran las estrellas de verdad. Pero hicieran lo que hiciesen, el sol artificial seguía bañando el LEM, hacía brillar las partículas e imposibilitaba toda observación de las estrellas. Pasado el mediodía, cuando les llegó el último informe negativo del edificio de simulaciones, Chuck Deiterich, Dave Reed y Ken Russell, Retro, Fido y Guido de Griffin, respectivamente, estaban hundidos ante sus consolas de la primera fila de Control de Misión, totalmente apabullados.

—¿Qué estrategia vamos a seguir? —preguntó Reed a sus dos colegas, apartándose de su consola central y mirando a Deiterich a la izquierda y a Russell a la derecha—. ¿Qué me proponéis que intentemos ahora?

—Dave, se aceptan sugerencias —le dijo Deiterich.

—Supongo que abandonaremos la idea de la alineación respecto a las estrellas —dijo Russell.

—Si no las vemos, no podemos guiarnos por ellas —dijo Deiterich.

—Supongo que siempre podríamos esperar hasta pasar por el otro lado de la Luna. Cuando estén a oscuras, los residuos no brillarán tanto —opinó Russell.

—Ya, pero eso nos recorta muchísimo el tiempo —repuso Reed—. Sólo tendrán media hora de oscuridad y después sólo otras dos horas hasta el encendido. Si sale algo mal, no les dará tiempo para corregirlo.

—Bien —dijo Russell—, habrá que aceptarlo. Lo único que se ve ahí fuera es la causa principal de todos los problemas, el Sol.

—¡Bingo! —exclamó Deiterich—. Y ya que lo tenemos ahí, ¿por qué no lo aprovechamos? Es una estrella, ¿no? El ordenador lo reconoce, ¿no? Por más espesa que sea la nube de residuos, si buscamos el Sol, no vamos a confundirlo con nada.

Miró a Reed y Russell, que le devolvieron una mirada escéptica. De ordinario, la alineación de una plataforma de dirección era una medición extremadamente delicada y precisa. Con la bóveda celestial ampliada a 360 grados en tres dimensiones en torno a la nave, una estrella solitaria era lo más parecido al ideal platónico de un punto geométrico puro: infinitamente pequeño, extremadamente preciso y con un número ilimitado de ellos para trazar un solo grado de arco. Con la visualización de unos cuantos de esos brillantes puntitos cósmicos se podía orientar la plataforma con una precisión tal que eliminaba virtualmente cualquier margen de error de navegación.

Pero hacerlo a partir del Sol en vez de utilizar las estrellas era algo completamente distinto. En primer lugar, el astro era muy grande. Con 1 390 038 kilómetros de diámetro y situado a 149 600 000 kilómetros de distancia de la Tierra, una nadería según los parámetros cósmicos, la estrella reina en el cielo local como una enorme bola blanca, ocupando medio grado de cielo. Dentro de ese disco cabrían docenas de estrellas.

Reed y Russell comprendieron enseguida que lo que Deiterich estaba proponiendo no era utilizar ese blanco enorme para alinear de nuevo la plataforma, sino simplemente para comprobar la alineación que tenían. Si los astronautas ordenaban a la plataforma de dirección que se orientara hacia el Sol y ésta orientaba la nave y, específicamente, su telescopio de alineación, hacia la situación real del astro, con un grado de margen, pongamos, ellos podrían saber si el Aquarius estaba funcionando bien y si podrían confiar en la plataforma cuando llegara el momento del encendido. Pero en cuanto propuso ese plan, Deiterich empezó a cavilar.

—Desde luego, se trata de un objetivo muy ambicioso, ¿verdad? —comentó.

—Muy ambicioso —corroboró Russell.

—¿Y los aparatos ópticos? —preguntó Deiterich—. Si enfocamos hacia el Sol una lente pensada para observar una estrella, se nos va a derretir.

—Para eso están los filtros —comentó Russell—. Aunque todavía no me entusiasma demasiado la idea. Esto es una chaladura, tíos. Está bien en un simulador, pero ¿os fiaríais en un vuelo real?

—No mucho —contestó Deiterich—. Pero ¿qué otra opción nos queda?

Russell y Reed se miraron.

—Ninguna —dijo Russell.

Dos filas atrás, desde la consola del director de vuelo, Griffin no perdía de vista a sus hombres de la primera fila y advirtió que tres de ellos estaban sumidos en una conversación muy seria. Deseó ardientemente que fuera acerca de algún plan de alineación. Como todos los directores de vuelo, Griffin llevaba un diario, donde anotaba las entradas referidas a los pasos clave de la misión. Hasta el momento, él espacio reservado para las anotaciones sobre la alineación seguía en blanco y él estaba empezando a impacientarse. Faltaban siete horas para el encendido PC+2, y sólo cuatro para la pérdida de señal, cuando la nave desaparecería por detrás de la Luna.

Los oficiales de guiado tendrían que pensar por lo menos una buena solución, y además cuanto antes. Deiterich, Reed y Russell pasaron unos minutos más conferenciando en secreto en la primera fila y luego, de pronto, se levantaron y se encaminaron hacia la consola de Griffin.

—Gerry —le dijo Russell cuando se le acercaron—, tendremos que usar el Sol para comprobar la alineación actual.

Griffin se los quedó mirando en silencio.

—¿Eso es lo mejor que se os ha ocurrido? —les preguntó después.

—Lo mejor que hemos podido —contestó Russell—. Cuando estemos detrás de la Luna, tal vez aparezca alguna estrella y entonces podremos hacer otra comprobación muy breve. Pero ésa es una opción de emergencia.

—¿Qué fiabilidad hay sólo con el Sol? —preguntó Griffin.

—Bastante buena —respondió Russell, algo inseguro.

—¿Bastante buena?

—Sí —dijo Deiterich—. No podemos aspirar a mucho más.

Griffin estudió la cara de sus oficiales de guiado y después alzó las palmas de las manos al cielo.

—Llamad a Charlie Duke y John Young y decidles que empiecen a intentarlo en el simulador.

En la cabina del Aquarius, Jim Lovell, Jack Swigert y Fred Haise no pensaban en el Sol sino que estaban pendientes de un cuerpo celeste cuatrocientas veces más pequeño, aunque parecía infinitamente mayor, miles de veces más próximo y cuyo tamaño crecía por minutos. Mientras John Young y Charlie Duke hacían sus pruebas en el LEM de tierra, la tripulación de la nave real se hallaba apenas a 22 000 kilómetros de la Luna, y avanzaba hacia ella a una velocidad de 5550 kilómetros por hora. Cuanto más se aproximaban, más rato pasaban los astronautas, aun a su pesar, mirando furtivamente por las ventanillas. Al principio no cedían mucho a sus impulsos, y de hecho no se lo podían permitir demasiado.

El sistema de comunicaciones seguía requiriendo una atención constante, las naves necesitaban efectuar regularmente su rotación térmica, los preparativos para el encendido PC+2 eran inminentes y tenían que seguir vigilando la nube de residuos por si aparecía algún claro y distinguían las estrellas. Pero por más densa que fuera la nube, no había residuos capaces de ocultar la inmensa esfera plateada suspendida ante ellos.

La Luna que admiraban estaba gibosa, iluminada en un setenta por ciento, con un grueso gajo oscuro por el lado occidental. A esa distancia, la gigantesca mole lunar ya no cabía en las ventanillas triangulares del LEM y los astronautas tenían que inclinarse hacia delante y estirar el cuello para verla entera. Esa proximidad empezó a inquietar a Lovell. En ese momento, las naves acopladas se hallaban a una distancia de las cumbres lunares semejante a la de un avión que despegara desde Lisboa rumbo a, digamos, Sidney. Pero la Odyssey y el Aquarius viajaban a una velocidad seis veces mayor que la de un reactor. El comandante se apartó de su ventanilla y se volvió, incómodo, hacia el piloto del LEM.

—¿Cómo crees que andarán con el tema de la alineación allá abajo, Freddo? —le preguntó.

—Pues no muy bien, o ya nos habrían dicho algo —respondió Haise.

—Bueno, nuestro margen de error se está desvaneciendo muy deprisa.

—A 1452 metros por segundo —dijo Haise tras consultar el velocímetro de su ordenador.

—¿Qué te parece si abrimos la radio a ver si les metemos prisa…? —propuso Lovell.

Pero antes de que Haise pudiera transmitir el mensaje, Houston abrió la comunicación.

—Aquarius, aquí Houston —llamó el Capcom. Por el sonido de la voz, parecía que Vance Brand, otro astronauta novel, hubiera sustituido a Joe Kerwin en la consola del Capcom.

—Adelante, Houston —respondió Haise.

—Bien. Estamos preparando un procedimiento para la alineación. Se trata de una comprobación con el Sol, que intentaréis a las setenta y cuatro horas aproximadamente. Os mandaremos los datos enseguida y creemos que si estáis a un grado del objetivo, la plataforma estará bien y no hará falta otra alineación. Si la verificación con el Sol es correcta, después os daremos una estrella para que realicéis una comprobación suplementaria cuando estéis detrás de la Luna. Corto.

Haise repitió las instrucciones para asegurarse de haberlas entendido bien y después desconectó y se volvió hacia Lovell y Swigert con expresión interrogante. De los tres astronautas, Haise no era precisamente el más cualificado para determinar la sensatez del plan. Swigert, navegante de esa misión, y Lovell primer navegante de cualquier misión semejante, estaban mucho más versados en la ciencia de la navegación espacial.

—¿Qué os parece? —preguntó Haise.

Lovell soltó un silbidito.

—Bueno, eso tendría que confirmar nuestra alineación… —Se dirigió a Swigert—: ¿Tú qué crees?

—Pues es un método un poco impreciso, ¿no te parece? —dijo Swigert.

—Muy impreciso —coincidió Lovell—. ¿Qué margen de error dicen que van a darnos?

—Un grado.

—Que son dos soles. Es como apuntar al bulto.

—La cuestión es: ¿se os ocurre algo mejor? —dijo Swigert, haciéndose eco, sin saberlo, de las palabras de Reed en Houston.

Lovell hizo una pausa.

—No, nada. ¿Y a ti…?

—Tampoco.

—Llama a tierra —ordenó Lovell a Haise—. Y empecemos.

Haise llamó a Brand y el Capcom empezó a leer al piloto del LEM las técnicas para la alineación con el Sol. Según lo que habían concebido Deiterich, Russell y Reed, y lo que habían probado Duke y Young, el procedimiento sería bastante sencillo. En primer lugar, Lovell comunicaría al ordenador que quería mirar por el telescopio de alineación hacia el Sol. Debería especificar, para mayor precisión, qué cuadrante del Sol, o, en la jerga de los oficiales de guiado, qué «limbo»; en aquel caso, Reed, Russell y Deiterich habían elegido el limbo nordeste. El sistema de dirección no estaba acostumbrado a considerar el Sol un objetivo de alineación, pero sabía dónde encontrarlo. Cuando el ordenador hubiera procesado la orden, Lovell pulsaría la tecla de «proceder» y los dieciséis reactores del módulo lunar se encenderían automáticamente, haciendo girar la nave hacia la posición del Sol calculada por el ordenador. Si el limbo superior derecho del astro gigante flotaba a un grado de la cruz del telescopio de Lovell, que iba provisto de potentes filtros, sería que su alineación era satisfactoria. Si no, estarían en apuros.

Lovell escuchó las instrucciones de Brand, permitió que Haise se las repitiera y después empezó a acosar a Houston con preguntas.

¿Habían realizado Duke y Young las simulaciones en el LEM de tierra en configuración de acoplamiento? Sí, el Capcom le aseguró que sí.

¿Habían descubierto algún problema en el sistema de guiado al maniobrar la nave con todo aquel peso añadido? No. ¿Obstruiría el radar de acoplamiento, que sobresalía por la parte superior del módulo lunar, el funcionamiento del telescopio de alineación? No si lo retraían antes de la maniobra. El interrogatorio duró casi una hora, durante la cual Swigert y Haise intervinieron cuando pudieron y los astronautas Duke, Young, Neil Armstrong, Buzz Aldrin y David Scott respondieron desde Control de Misión a todo lo que el Capcom y los oficiales de guiado no sabían.

Finalmente, a las 14:30, o las 73 horas y 31 minutos de tiempo total transcurrido, Lovell se quedó tranquilo.

—De acuerdo, Houston —dijo animadamente a Brand—, ¿a qué hora va a realizarse la pequeña comprobación con el Sol?

—A las setenta y cuatro horas veintinueve minutos —respondió Brand.

Lovell consultó su reloj.

—¿Y qué pasa si la hacemos ahora? ¿Por qué no?

—Muy bien —dijo Brand—. Podéis empezar cuando queráis.

Con la autorización, los astronautas tomaron sus posiciones y por primera vez desde que apagaron el Odyssey Swigert tuvo algo que hacer.

Decidieron que Lovell se situaría en el centro del panel de instrumentos y se encargaría del ordenador de guiado, tecleando los datos necesarios para iniciar la comprobación con el Sol y vigilando los indicadores de posición para ver si la nave se movía en la dirección correcta. Swigert miraría por la ventanilla de la derecha de Haise, buscando el Sol y avisando a Lovell cuando apareciera. Y Haise se dirigiría al lado de Lovell a observar por el telescopio de alineación y ver si la cruz se posaba en el Sol.

La tripulación de tierra también tomó posiciones. Griffin, como Lunney la noche anterior, pidió silencio por el circuito cerrado y solicitó a los hombres de detrás de las consolas que dejaran tranquilos a los que estaban de servicio para que pudieran concentrarse en lo que estaban haciendo. Cogió su diario de vuelo, anotó: «73.32» en la columna «Tiempo transcurrido en tierra», y en la columna «Observaciones» escribió: «Empezamos la comprobación con el Sol». En la nave, Fred Haise hizo un ajuste final al equipo informático de comunicaciones y, adrede o por casualidad, conmutó el sistema a modalidad de micrófono automático otra vez. Instantáneamente, las voces fracturadas de los astronautas, que hablaban entre ellos, llegaron a Houston.

—Yo no me fío un pelo de esto —decía Lovell sotto voce.

—Lo conseguiremos —auguraba Haise.

—No estés tan seguro. Podría haberme equivocado con los números anoche…

Instalado entre su puesto y el del piloto del LEM, Lovell introdujo en el ordenador del Aquarius la información que les había dado Brand. El ordenador aceptó los datos, los procesó lentamente y después, paciente como siempre, esperó a que el comandante pulsara «Proceder».

Después de mirar a Haise y a Swigert, Lovell pulsó la tecla.

Durante un segundo no ocurrió nada y luego, de repente, apareció por las ventanillas una leve bruma de gas hipergólico del encendido de los reactores del módulo. En su interior, los astronautas sintieron cómo la nave empezaba a rotar perezosamente. En el centro de la cabina, Lovell no quitaba ojo a las agujas de posición.

—Rotación horizontal —exclamó—. Ahora desviación lateral… horizontal… inclinación longitudinal… lateral otra vez. ¿Houston, lo veis?

—Negativo, Jim —repuso Brand—. No tenemos suficiente velocidad de transmisión de bits desde el ordenador.

—Recibido —respondió Lovell; después se volvió a su derecha—: ¿Ves algo, Jack?

—Nada —contestó Swigert.

—¿Y por ese lado? —preguntó a Haise.

—Nada de nada.

En la primera fila de Control de Misión, Russell, Reed y Deiterich escuchaban a los astronautas sin decir nada. En la emisora del Capcom, Brand se mordió la lengua hasta que volvieron a llamarle. En el puesto del director de vuelo, Griffin cogió su diario de vuelo y anotó: «Se inicia la comprobación con el Sol». Las conversaciones entrecortadas de la tripulación seguían fluyendo por el circuito tierra-aire.

—Guiñada a la derecha —se oyó a Haise—. Indicador de rumbo de vuelo del comandante.

—Opción de banda muerta… —le respondió Lovell.

—Tenemos +190, +08526 —dijo Haise.

—Dame dieciséis…

—Tengo paraláctico horizontal en el indicador de rumbo…

—Dos diámetros fuera, no más…

—Cero, cero, cero…

—Dame el AOT, dame el AOT… Los murmullos de los astronautas duraron casi ocho minutos, mientras el Aquarius se mecía y cabeceaba y los controladores les escuchaban en silencio. Después Swigert creyó ver algo por la derecha de la nave: un leve destello, luego nada y después otro breve destello. Y de repente, sin ningún género de dudas, un estrecho arco de disco solar apareció por el extremo de su ventanilla. Clavó la vista a la derecha, luego se volvió a la izquierda para avisar a Lovell, pero antes de que le diera tiempo a decir nada, un rayo de Sol iluminó el panel de instrumentos y el comandante, que vigilaba sus marcadores, levantó la cabeza sobresaltado.

—¡Lo tienes, Jack! ¿Qué ves? —exclamó.

—Tenemos un Sol —dijo Swigert.

—Un Sol muy gordo —añadió Lovell sonriendo—. ¿Ves algo, Freddo?

—No —contestó Haise escudriñando por el telescopio. Después se le llenó la lente de luz—. Sí, como un tercio del diámetro.

—Está entrando —dijo Lovell mirando por la ventanilla y apartándose un poco, deslumbrado—. Creo que está entrando.

—Justo ahí —dijo Haise.

—Lo tenemos —exclamó Lovell—. Creo que lo tenemos.

—Sí, sí, justo ahí —dijo Haise, viendo cómo el disco solar llegaba a la cruceta del telescopio y se deslizaba hacia abajo.

—¿Lo tienes? —le preguntó Lovell.

—Justo ahí —repitió Haise.

El Sol se deslizó otra fracción de grado por el telescopio, y luego una fracción de fracción. Los propulsores soltaron hipergólico durante un segundo más y por fin se detuvieron.

—¿Qué tienes? ¿Qué tienes? —preguntó Lovell.

Haise no le contestó, se apartó lentamente del telescopio y después se volvió hacia sus compañeros con una sonrisa radiante.

—Cuadrante derecho superior del Sol —anunció.

—¡Lo hemos conseguido! —gritó Lovell, lanzando un puñetazo al aire.

—¡Diana! —exclamó Haise.

—Houston, aquí Aquarius —llamó Lovell.

—Adelante, Aquarius —respondió Brand.

—Señores, parece que la comprobación con el Sol da positivo —dijo Lovell.

—Recibido. Nos alegramos muchísimo de oírlo —dijo Brand.

En Control de Misión, donde momentos antes Griffin había pedido silencio absoluto, se elevaron las exclamaciones de los controladores de Retro, Fido y Guido, en la primera fila. Les corearon el Inco, el Telmu y el médico de la segunda fila y no tardó en extenderse por toda la sala una ovación descontrolada, completamente sin precedentes en el ámbito de la NASA.

—Houston, aquí Aquarius. ¿Lo habéis recibido? —llamó Lovell a través del clamor.

—Recibido —respondió Brand con una sonrisa de oreja a oreja.

—No está perfectamente centrado —comunicó el comandante—. Hay algo menos de un radio por un lado.

—Perfecto, perfecto.

Brand, sonriente, se volvió a mirar a Griffin, que le devolvió la sonrisa y dejó que prosiguiera el tumulto. El desorden era inaceptable en Control de Misión, pero Griffin pensaba permitirlo durante unos segundos más, por lo menos. Cogió el diario de vuelo y escribió en el espacio en blanco debajo de la columna «Tiempo transcurrido en tierra»: «73.47». En la columna «Comentarios» anotó: «Realizada comprobación con el Sol». Al bajar la vista, el director de vuelo descubrió que le temblaban las manos. Y al releer la página, descubrió también que sus últimas tres anotaciones eran ilegibles.

Según quienes la rodeaban, Marilyn Lovell, sorprendentemente, pareció emocionarse muy poco por el éxito de la comprobación con el Sol realizada por el Aquarius. Los amigos, reunidos frente al televisor en el cuarto de estar de los Lovell, eran todos gente de la NASA, con conocimientos sobre los viajes espaciales y conscientes de la importancia de ese acontecimiento. Y para quienes no lo eran, los locutores de televisión lo dejaron sobradamente claro. Las probabilidades de regreso de los astronautas dependían ampliamente de los resultados del encendido y éstos dependían casi absolutamente de los resultados de la alineación con el Sol Así pues, cuando Jim transmitió el éxito de la maniobra, las reacciones en su casa fueron muy similares a las de Control de Misión: vivas, abrazos y efusivos apretones de manos. No obstante, Marilyn se limitó a asentir con la cabeza y a cerrar los ojos.

Aunque muchos de los presentes contemplaron la reacción de Marilyn con preocupación, tanto Susan Borman, que estaba sentada a su izquierda, como Jane Conrad, a su derecha, la entendieron. Ellas, como Marilyn y todas las mujeres que habían vivido vigilias parecidas desde los primeros días de los Mercury, habían aprendido que una de las cosas más importantes que debía recordar la esposa de un astronauta durante los viajes espaciales era racionar sus reacciones. Aunque las cadenas de televisión podían permitirse dramatizar cada suspiro de un propulsor o cada momento de torsión de una plataforma ante la audiencia, las personas cuyo padre, marido o hijo estaba en la nave no tenían esa libertad. Para ellas, el vuelo no era una noticia nacional sino doméstica, en su sentido más literal. No era el futuro de la nación lo que se jugaba allí, sino el de la familia. Frente a una apuesta tan alta, la esposa, por lo menos, no podía permitirse el lujo de mostrar una respuesta tan emocional en cada momento crítico. Como máximo, podía lanzar exclamaciones o llorar durante el lanzamiento; llorar o reír en el amerizaje; aplaudir con los niños el ascenso desde la Luna. Pero aparte de esas ocasiones, sólo cabía asentir con la cabeza y esperar.

La única concesión que se permitió Marilyn en cuanto a expresiones de emoción menos estoicas fueron algunos lapsos de reminiscencias, casi ensoñaciones, de las primeras y menos televisivas épocas de la carrera de su marido. Dos o tres veces, la cara de Marilyn había adquirido una expresión lejana y serena y, con un gesto parecido a una sonrisa, se había vuelto hacia quien tenía más cerca, recordando los días felices y menos peligrosos de hacía años.

—¿Sabías que a Jim le encantaban los cohetes cuando era pequeño? —le preguntó a Pete Conrad esa mañana en el estudio de Lovell, delante de otros amigos.

—Sí, ya me lo había dicho —respondió Conrad—. Cuando estaba en el instituto construyó un cohete que explotó o algo así.

—Y el trabajo de fin de carrera también lo hizo sobre cohetes… —Marilyn cogió su cuaderno de notas de Annapolis—. Lee el último párrafo —le dijo, abriendo un fajo de hojas amarillentas, cosidas con una grapa por una esquina.

—Marilyn… —le dijo Conrad, dudando de que aquella fantasía pudiera ser conveniente en ese preciso instante.

—Por favor, léelo.

Conrad cogió los papeles y leyó:

—El gran día de los cohetes, el día en que la ciencia haya avanzado hasta el punto en que viajar al espacio sea una realidad y no un sueño, aún está por venir. Ese día, las ventajas de la propulsión de cohetes, simplicidad, alta potencia y la posibilidad de operar en el vacío, se sabrán aprovechar.

—No está mal para ser de 1951, ¿eh? —dijo Marilyn.

—Nada mal.

—Aunque, si la NASA llega a salirse con la suya la primera vez que Jim se presentó, nunca hubiera llegado a volar en un cohete.

—Ni Jim ni yo —dijo Conrad.

—Sabes, siete años después de ser rechazado por los médicos, el doctor responsable fue a visitar el Centro Espacial. Por aquel entonces, Jim ya había realizado das vuelos en el Gemini y tenía sus certificados en la pared. Cuando entró el doctor, Jim se los enseñó y le dijo: «Ustedes sabrán mucho de medir la bilirrubina, pero nunca se les ha ocurrido medir la persistencia y la motivación».

Conrad sonrió.

—Le encanta contar esa historia, Pete —dijo Marilyn. Se le quebró la voz y desvió la mirada bruscamente.

—Marilyn —sentenció Conrad reuniendo toda la convicción que pudo—, volverá a casa.

Nadie sabía si era buena o mala idea que Marilyn se permitiera rumiar aquellos recuerdos, pero esa tarde, cuando su marido terminó su comprobación de emergencia, ella por lo visto no los necesitaba. En cambio, mientras sus amigos se abrazaban y se alegraban, ella se levantó, se disculpó y se dirigió a la cocina.

Unas horas antes, el padre Donald Raish, un pastor episcopaliano que conocía a la familia Lovell desde hacía años, había telefoneado ofreciéndose a pasar por allí a impartir una comunión improvisada. A Marilyn le gustaba la compañía del padre Raish, agradecía su visita, puesto que por lo menos durante una hora habría otro pilar espiritual en su cuarto de estar, y quería ofrecerle algo mejor que el café recalentado que llevaban bebiendo todo el día. Pero antes de que Marilyn llegara a la cocina sonó el timbre de la puerta y Dot Thompson salió a abrir.

El padre Raish entró, saludó afectuosamente a Marilyn y luego se sumó a la concurrencia que atestaba el cuarto de estar. Con su llegada cambió de forma espectacular la atmósfera de la sala. Bajaron el volumen del televisor y el de las voces y la casa recuperó, al menos por un momento, parte de la normalidad que prevalecía antes de las nueve y media de la noche anterior.

Cuando Marilyn y sus amigos se reunían alrededor de la mesa de café donde se celebraría el servicie religioso, Betty se le acercó y le susurró al oído:

—Marilyn, ¿has avisado a los niños de que iba a venir el padre Raish?

—Pues claro —repuso Marilyn—. Bueno, creo que sí. ¿Por qué?

—Bueno, si se lo has dicho a Susan, se le habrá olvidado. Acaba de bajar, ha visto a todo el mundo hablando con un pastor y se ha puesto histérica. Cree que lo dais todo por perdido y que Jim no volverá.

Marilyn se disculpó, subió corriendo al cuarto de Susan y se la encontró llorando desconsolada. Marilyn sacó fuerzas de flaqueza y le aseguró que no, que nadie había perdido la esperanza, que el Centro Espacial lo tenía todo controlado y que el pastor sólo había ido a ocuparse de las cosas que estaban más allá de todo lo humano y del Centro Espacial.

Como su hija no parecía quedarse tranquila, Marilyn la cogió de la mano y se la llevó al piso de abajo donde le indicó a Betty que volverían las dos en pocos minutos. Salieron por la puerta de la cocina, bajaron hasta el lago Taylor y se sentaron en la hierba a la sombra de un árbol.

—Y ahora dime qué es exactamente lo que te preocupa —le dijo Marilyn.

—¿Qué quieres decir? —le preguntó Susan, confundida—. Me preocupa que papá no vuelva.

—¿Eso? —le preguntó Marilyn asombrada—. ¿Es eso lo que te preocupa?

—Pues claro.

—¿No sabes que mala hierba nunca muere? —le dijo Marilyn sonriente.

—Papá no es una mala hierba —protestó Susan.

—No, desde luego. Pero es muy terco, ¿no? —Susan asintió—. Y es muy listo, ¿no? —Susan volvió a asentir—. Y es el mejor astronauta que conozco.

—Sí, y yo también —afirmó Susan.

—¿Y tú crees que el mejor astronauta que conocemos las dos no va a ser capaz de hacer algo tan sencillo como dar la vuelta a la nave y volver a casa?

—No —repuso Susan, riéndose con vacilación.

—No, ni yo tampoco —le dijo Marilyn—. Me preocupan más quienes no lo han pensado aún. ¿No crees que deberíamos regresar allí y decírselo, sencillamente?

Susan estuvo de acuerdo y entonces volvieron las dos despacio a la casa. Cuando llegaron, parecía que el servicio había concluido y la primera voz que oyó Marilyn no fue la del padre Raish, sino la de Jim, casi con total seguridad. Marilyn y Susan se quedaron desorientadas un momento en el umbral hasta que se dieron cuenta de que la voz procedía del televisor. Todo el mundo se había reunido alrededor del aparato del cuarto de estar, en cuya pantalla aparecía Lovell, muy guapo con un blázer azul y encorbatado, sentado cómodamente en el estudio de la ABC y hablando con Jules Bergman. Marilyn recordó que el mes anterior su marido había grabado una entrevista que, según el propio Jim, había consistido principalmente en las reiteradas preguntas de Bergman sobre si había pasado más miedo en su carrera como piloto de pruebas o haciendo de astronauta. Marilyn le había elegido aquella corbata, pensando que quedaría bien en la televisión. Y en ese momento, a pesar de todo, no pudo evitar pensar que así era.

—Sabes, Jules —decía Jim—, creo que todos los pilotos han pasado miedo alguna vez. Creo que quienes lo niegan se están engañando a sí mismos. Pero confiamos en el equipo que llevamos y eso supera todos los miedos que nos puedan acosar al usarlo.

—¿Hay algún ejemplo concreto sobre una emergencia de aviación que recuerdes? —le preguntó Bergman.

—Oh, en una ocasión el motor de un avión empezó a echar llamas intermitentemente y yo tenía curiosidad por saber si se iba a incendiar definitivamente… Cosas de ésas. Pero parece que se resuelven.

—¿Piensas que el cálculo de probabilidades tendrá efecto sobre ti después de tantos años? ¿Te preocupa estrellarte contra la Luna, por ejemplo?

—No, más bien pienso que cada vez que emprendemos un viaje contamos con dos factores. Primero, nos entrenamos a fondo para resolver las emergencias. Eso es como guardar el dinero en el banco. Y segundo, hemos de recordar que cada vuelo es como tirar los dados de nuevo.

No es una cosa acumulativa, donde siempre acaba saliendo un siete antes o después. Cada vez se vuelve a empezar.

—¿Entonces no te preocupa que el motor de ascenso no se ponga en marcha, o cosas así?

—No —respondió Lovell meneando la cabeza—. Si me preocuparan, no iría.

—Digámoslo de otra manera —insistió Bergman—. ¿Cómo son los riesgos que tú corres en comparación con los de un piloto de guerra, digamos… los de un piloto de un F4 en Vietnam?

Lovell respiró hondo y reflexionó un momento.

—Desde luego, corremos riesgos —contestó al fin—. Ir a la Luna y usar los sistemas que usamos es arriesgado. Pero empleamos la mejor tecnología para reducir los riesgos al mínimo. Cuando uno entra en combate, el otro bando está usando la mejor tecnología que tiene para lograr que tu riesgo sea el máximo. Evidentemente, creo que es un asunto muy peligroso.

—Entonces, ¿crees que tienes la mejor parte del pastel en este caso? —inquirió Bergman.

—Creo —respondió Lovell, notablemente cansado del cariz de la entrevista— que la posición de un piloto de combate en Vietnam es muy peligrosa.

La entrevista concluyó y las cámaros regresaron al directo de los estudios de la ABC en Nueva York, con Bergman y Frank Reynolds. Marilyn miró a Susan y le sonrió.

—¿Ves? Papá está mucho más seguro que los pilotos que van a la guerra y éstos suelen regresar con vida.

Susan pareció aliviada y salió corriendo al jardín. Marilyn también se sintió un poco mejor. Ciertamente, miles de mujeres estadounidenses vivían todos los días con la certeza de que su marido iba a entrar en combate en el otro extremo del mundo, y la incertidumbre de saber si volvería.

Y esas mujeres no tenían a Jules Bergman para ponerlas al día de cómo iban las cosas, ni a los buques de la Armada movilizados para sacarlos del agua, ni a docenas de hombres en una gigantesca sala de control vigilándoles hasta la respiración. Aunque tampoco sus maridos estaban a 462 000 kilómetros de la Tierra, rodeados por el vacío absoluto, volando en una nave estropeada, en peligro no sólo de no volver a la base aérea o a su carrera, sino enfrentados a la posibilidad de no volver nunca al planeta donde iniciaron su viaje. Marilyn se sentó en el sofá y sintió que se le caía el alma a los pies. Pensándolo bien, ya no estaba segura del todo de dónde prefería que estuviera su marido.

El Sol empezó a ponerse sobre la casa de Marilyn Lovell en Houston casi al mismo tiempo que se ponía sobre la nave de Jim Lovell, a 444 000 kilómetros de allí. Había sido una presencia constante, con excepción de las dos veces que el Apolo 13 había pasado por detrás de la Tierra durante sus órbitas de estacionamiento. No siempre era visible directamente, pero estaba allí: calentaba la nave durante sus rotaciones térmicas, iluminaba los restos de la explosión del módulo de servicio y brillaba en el panel de instrumentos durante la comprobación de alineación. A las seis y media de la tarde los visitantes de Marilyn se congregaban junto al televisor, el Apolo 13 se aproximaba a unos 2775 kilómetros de la Luna, una distancia menor que el propio diámetro lunar, y la nave y el Sol empezaron a alejarse.

Como todas las demás naves lunares, la Odyssey y el Aquarius se estaban acercando a la Luna por el oeste; en la Luna de esa noche, significaba el lado oscuro. Cuanto más cerca estaba la nave, más se sumía en la oscuridad, y aunque parte del resplandor solar bañaba aún la nave, todo lo que se reflejaba desde la superficie lunar hasta las ventanillas de la cabina era un débil claro de tierra, la luz que reflejaba el planeta, que a su vez reflejaba la luz del Sol. La creciente penumbra significaba también que las partículas en suspensión de la nube que seguía envolviendo la nave iban perdiendo brillo.

Hacía una hora que Lovell, Haise y Swigert habían regresado a sus puestos, la izquierda, la derecha y detrás, respectivamente, y mientras Haise repasaba sus listas de comprobación del encendido y Swigert echaba una mano en lo que podía, Lovell volvió a mirar por la ventanilla.

—¡He visto Escorpio! —anunció el comandante.

—¿Ah, sí? —preguntó Haise, dejando lo que estaba haciendo y mirando por la ventanilla.

—Sí, y Antares.

—Están saliendo todas —confirmó Swigert, estirándose para asomarse a la ventanilla de Lovell.

—Exactamente. Allí está Nunki, y allí Antares —dijo Lovell—. Con eso tenemos bastante para corroborar la comprobación.

—Probablemente más que de sobra —coincidió Swigert.

—¿Se lo decimos? —preguntó Haise.

—Sí —repuso Lovell. Luego llamó—: Houston, aquí Aquarius.

—Adelante, Jim.

—Os comunico que vemos Antares y Nunki por la ventanilla. Quería saber si queréis que hagamos la comprobación de alineación.

—Recibido —respondió Brand—. Anoto las estrellas que estáis viendo. Espera a recibir conformidad para la comprobación.

En Control de Misión, Brand conmutó al circuito cerrado del director de vuelo para hablar con el Guido. Conforme a los rumores que habían corrido por la sala durante casi todo el día, el grupo de Kranz había regresado a sus consolas hacía unas dos horas con la intención de quedarse unas cuantas más. El Equipo Marrón de Milt Windler se había pasado casi toda la tarde desperdigado por las esquinas del auditorio de Control de Misión como jugadores de fútbol en el banquillo, dispuestos a relevar al grupo de Griffin cuando terminara su turno poco después del atardecer. Pero Kranz comunicó a toda la sala y a su amigo Windler en particular que, a riesgo de herir sentimientos, pensaba poner a sus hombres a controlar el encendido PC+2 y después ceder el sitio al equipo de Windler. A las 16:30 horas, el Equipo Tigre salió de la sala 210 casi al trote, se desperdigó por la sala de control y, con todos los perdones, se instalaron frente a las consolas que habían abandonado a las 22:30 horas de la noche anterior. Los controladores Dorados de Griffin, que de todos modos estaban a punto de ser relevados, cedieron su puesto y se retiraron a los pasillos a acompañar a los hombres Marrones de Windler.

Entonces, mientras Brand repasaba los planes de alineación con Bill Fenner, el Guido del Equipo Blanco, y éste los repasaba con Kranz, emergieron las primeras divergencias de organización entre los equipos Blanco y Dorado. Kranz comunicó por el circuito cerrado que la comprobación con las estrellas que podía confirmar la precisión de la plataforma se cancelaba. La alineación que había transmitido Lovell desde la Odyssey la noche anterior había demostrado que era la correcta durante el encendido de regreso libre y después se había comprobado con el Sol. Kranz creía que insistir en ello serviría para crear más problemas y para malgastar combustible y tiempo. Transmitió su decisión a Fenner, que se la pasó a Brand, que llamó a la tripulación.

—Aquarius —anunció el Capcom—, estamos más que contentos con vuestra alineación actual. No queremos desperdiciar combustible en más comprobaciones, así que dejémoslo tal y como está.

—De acuerdo, entendido —repuso Lovell, que se apartó el micrófono y se volvió hacia Haise poniendo los ojos en blanco—. La primera vez en todo el vuelo que logramos ver las estrellas, y ahora no quieren que las usemos.

—Están nerviosos con los problemas del encendido —dijo Haise, intentando ser diplomático.

—Pues yo estoy nervioso por los problemas previos al encendido.

La cuestión de la comprobación con las estrellas se estaba quedando obsoleta, puesto que el tiempo necesario para llevarla a cabo se estaba agotando. La proximidad de la nave con la Luna significaba que les quedaba menos de una hora y media antes de pasar por detrás del satélite y perder el contacto por radio. La pérdida de señal sería más breve que en el anterior viaje de Lovell: los astronautas del Apolo 8, tras desaparecer por detrás de la esfera lunar tenían que aplicar un frenado hipergólico para ponerse en órbita; en cambio, esta vez, no tendrían que hacer nada en absoluto. Pasarían por el extremo occidental de la Luna a las 75 horas 8 minutos, y 25 minutos después saldrían zumbando por el otro lado, a causa del aumento gravitacional de velocidad mientras permanecían sin contacto con la Tierra. Y dos horas después, habrían de prepararse para poner en marcha el motor.

—Aquarius, aquí Houston —les llamó Brand—. Si estáis dispuestos a anotarlos, os paso los datos de la maniobra de PC+2. Luego preparaos para la pérdida de señal.

—De acuerdo —contestó Haise, armado de lápiz y papel—, estoy listo para copiar.

Brand les leyó todos los datos, con vectores, ángulos de inclinación, futuros puntos de amerizaje, y Haise los anotó y se los repitió.

Lovell captó cierta preocupación en la voz del Capcom, pero descubrió satisfecho que él se sentía relativamente tranquilo ante la proximidad de la pérdida de señal y el encendido. Ese encendido, a diferencia del de regreso libre, sería largo y potente: 5 segundos a mínima potencia, 21 segundos al cuarenta por ciento de potencia y finalmente 4 minutos a plena potencia. Pero, al igual que el encendido de regreso libre, sería iniciado y terminado por el ordenador; y Lovell sólo manejaría el mando que controlaba la potencia. Si el motor no se ponía en marcha precisamente a las 79.27.40,07, él tendría que hacerse cargo también de esa función, utilizando dos botones grandes rojos y brillantes, rotulados «Arranque» y «Fin», situados en la zona del puesto del comandante. Los botones conectaban directamente el motor de descenso y las baterías y, al pulsarlos, eludían el ordenador y ponían el motor en marcha directamente.

Aunque Lovell sólo necesitaría usar el botón «Arranque» si se producía un retraso en el encendido, eran muchas las situaciones que podían exigirle que pulsara «Fin». Según las reglas de la misión, se pediría al comandante que pusiera fin a la maniobra de encendido si la presión del propulsor o del combustible descendían excesivamente, si la del oxidante subía demasiado, si la posición de la nave se desviaba 10 grados o más, o si se encendían las alarmas de la batería, del ordenador o de la suspensión del motor en el panel de instrumentos.

Lovell sabía que lo peor que podía pasar era que aumentara la presión de los tanques de helio del sistema de alimentación de combustible.

En lugar de usar bombas, susceptibles de averiarse, para inyectar el combustible hasta el motor de descenso del LEM, los ingenieros de la NASA habían ideado un sistema de alimentación mediante helio comprimido, que se hallaba en tanques de alta presión. El gas inerte introducido en los conductos de combustible no reaccionaba con el fluido hipergólico explosivo, sino que lo empujaba hasta la cámara de combustión.

El sistema era casi infalible, con una sola excepción: el helio es el elemento con el punto más bajo de ebullición, así que el más pequeño cambio de temperatura puede hacerlo evaporarse y expandirse. La compresión de un gas que requiere tanto espacio en un tanque muy reducido puede ser una receta desastrosa, y para prevenir las explosiones de presión, la NASA instalaba en el conducto de salida del tanque un «disco de explosión» de diafragma. De producirse un súbito incremento de presión, el diafragma reventaría, liberando el gas antes de que la presión se elevara demasiado.

Si la nave se quedaba sin helio no se podría encender el motor, pero en un vuelo lunar normal eso no era problema. El sistema de helio sólo estaba pensado para usarse justo cuando hubiera que poner en marcha el motor de descenso, que llevaba el LEM desde la órbita lunar al punto de alunizaje. Después, cualquier ruptura del disco de explosión se produciría en la superficie lunar, cuando el motor ya estuviera apagado definitivamente y el gas pudiera propagarse de modo inofensivo por el vacío circundante. Pero lo que nadie había considerado y el comandante del Apolo 13 se planteaba en ese momento era qué sucedería en una situación en la cual hubiera que encender y apagar ese motor y después volver a encenderlo y apagarlo de nuevo. En tal caso, si reventaba el disco de explosión de los conductos de combustible sobrecargados, el sistema de propulsión de descenso quedaría inutilizado definitivamente. A pesar de todo ello, Lovell se sorprendió de la ecuanimidad que sentía ante la inminencia del encendido y, mientras Haise seguía tomando al dictado los datos de Brand, el comandante se permitió mirar un momento por la ventanilla. Y resultó que eligió el momento oportuno. A las 76 horas, 42 minutos y 7 segundos de la misión, el Sol se ocultó detrás de la Luna y el Apolo 13 se quedó completamente a oscuras. Por fin desaparecieron las chispas de residuos que envolvían la nave y de pronto todo el cielo apareció cuajado de estrellas blancas que cubrían todos los ángulos y ejes de la nave.

—Houston —dijo Lovell—, se ha puesto el Sol y… anda… mira… todas las estrellas.

—¿Ésa es Nunki? —preguntó Haise, que se había vuelto hacia la ventanilla, señalando la estrella que Lovell apenas distinguía momentos antes y que entonces resplandecía como un faro.

—Sí. Y Antares se ve mucho mejor —respondió Lovell.

—¿Y aquella nube, qué es? —preguntó Swigert, inclinándose por encima del hombro de Lovell.

—La Vía Láctea —contestó Lovell mirando la nebulosa blanca que partía el cielo en dos.

—No, la que está iluminada no, la oscura —dijo Swigert—. Bueno, en realidad son dos, como dos estelas.

Lovell siguió la mirada de Swigert y vio un par de columnas oscuras y fantasmales que ocultaban algunas de las estrellas que acababan de encenderse.

—No tengo ni idea de qué puede ser eso. Deben de ser restos arrojados al espacio.

—¿De nuestras maniobras? —preguntó Haise.

—No, de la explosión —respondió Lovell.

Los tres astronautas contemplaron las nubes en silencio. Habían pasado cerca de veinticuatro horas desde la sacudida y la explosión de la otra noche y su memoria sensorial de la experiencia había empezado a desvanecerse. Pero aquellas lenguas negras y sobrenaturales que se extendían desde la nave por el espacio la espolearon. Todavía no estaba claro qué había ocurrido en la cola de la nave, pero para que no lo olvidaran, su vehículo supuestamente indestructible había dejado un rastro humeante.

—Aquarius, aquí Houston —la voz de Brand hendió el silencio.

—Adelante, Houston.

—Bien, Jim, nos quedan poco más de dos minutos para la pérdida de señal y por ahora todo pinta bien.

—Recibido —dijo Lovell—. Entiendo que no queréis que activemos ningún sistema ni hagamos más preparativos hasta que se reanude la señal.

—Exacto —dijo Brand.

—De acuerdo, pues. Nos cruzaremos de brazos. Hasta luego.

La tripulación del Apolo 13 enmudeció y 120 segundos más tarde la señal de Houston desapareció.

La nave dejó el claro de la Tierra, se sumió en la oscuridad y el silencio absolutos del otro lado de la Luna y la tripulación se contuvo. En la cara oculta del satélite sólo estaba iluminada, en diagonal, una estrecha franja correspondiente a la parte oscura de su cara visible. Por lo tanto, durante el tránsito del Apolo 13 no veían más que oscuridad a sus pies. Lo único que revelaba que había un cuerpo allá abajo era la absoluta ausencia de estrellas, que empezaba donde debía de estar el suelo y terminaba a lo lejos, donde debía de empezar el horizonte.

Los astronautas navegaron cerca de veinte minutos por esa nada nocturna hasta que, cinco minutos antes de la reanudación de la señal, apareció en la distancia una hoz blancuzca de césped moteado. Haise, situado a la derecha, la vio primero y cogió su cámara. Lovell, a la izquierda, fue el siguiente y asintió, menos por entusiasmo que por reconocimiento. Swigert, que no había visto nada igual en su vida, cogió su cámara y se deslizó hacia el puesto de Lovell. El comandante retrocedió para permitir que su compañero contemplara lo que se desplegaba a sus pies. Por debajo de la nave pasaba, como lo hizo por debajo del Apolo 8 hacía casi dieciséis meses, la misma franja de suelo desolado nunca vista por el ser humano hasta 1968, y que en ese momento habían visto ya más de una docena.

Swigert y Haise, como Borman, Lovell y Anders antes que ellos, se quedaron de piedra. Observaron los mares y los cráteres, las grietas y los montes, el gran barrido de terreno lunar, en respetuoso silencio. A diferencia de las naves de las misiones anteriores, la suya no volaba a 110 kilómetros sino a 257, y si los tripulantes de los Apolo anteriores habían alunizado, ellos no lo harían. En cuanto alcanzaran la parte oriental, empezarían a alejarse. Lovell se dirigió a la parte trasera de la cabina para dejar que sus pilotos más jóvenes se saciaran a gusto. Cinco minutos más tarde, a la hora prevista para reanudar la señal, conmutó su micrófono y llamó a la Tierra en un susurro considerado.

—Buenos días, Houston, ¿me oís?

—Te oímos estupendamente —respondió Brand.

—Muy bien. Nosotros también te oímos estupendamente. —Lovell miró por encima del hombro de Swigert y contempló la formación que se deslizaba a sus pies—. Y para vuestra información, estamos pasando por encima del Mar Smythii y parece que nos estamos elevando.

—Nos estamos alejando vertiginosamente —añadió Swigert, con cierto pesar.

—Oh, sí —respondió Lovell tanto a su compañero como a tierra—. Ya no estamos a 257 kilómetros. Nos vamos.

—Lo anoto, Aquarius —dijo Brand.

—Todavía no me has dado la hora del encendido —reclamó Lovell.

—Bien. Un momento.

Brand cortó la comunicación y mientras Haise y Swigert seguían en las ventanillas con sus cámaras, Lovell empezó a moverse por la cabina, toqueteando interruptores para preparar el encendido. Mientras pasaba de una sección a otra del panel de instrumentos, tenía que alargar el brazo por encima de Haise y Swigert e iba murmurando:

—Perdona, Freddo… —o—, disculpa, Jack.

Los pilotos del LEM y del módulo de mando contestaban a su comandante con un leve asentimiento de cabeza, apartándose distraídamente para dejar que Lovell llegara a donde quería y después regresaban a su puesto flotando. A los dos o tres minutos, Lovell terminó, se subió a la tapa del motor de ascenso, que hasta ese momento consideraba el puesto de Swigert, y se cruzó de brazos.

—¡Señores! —exclamó en voz deliberadamente alta para el tamaño de la cabina—. ¿Qué intenciones tenéis?

Haise y Swigert se volvieron, sobresaltados.

—¿Intenciones? —repitió Swigert.

—Sí —dijo Lovell—. Tenemos que realizar una maniobra de PC+2. ¿Pensáis participar en ella?

—Jim —dijo Haise con poca convicción—, ésta es nuestra última oportunidad para hacer esas fotos. Ya que hemos llegado hasta aquí, querrán que les llevemos alguna foto, ¿no crees?

—Si no volvemos a la Tierra, no las podréis revelar —dijo Lovell—. Bueno, atended. A guardar las cámaras, que hay que prepararse para el encendido. No fastidiemos, el amerizaje es a las ciento cincuenta y dos horas.

Haise y Swigert guardaron las cámaras y regresaron a sus puestos un poco avergonzados, y se pusieron los tres a trabajar en serio durante una hora más o menos. Mientras Brand dictaba las instrucciones del encendido y la tripulación accionaba los interruptores adecuados, los sistemas del Aquarius fueron recobrando vida.

Lo mismo que en el encendido de inserción en la órbita lunar del Apolo 8, los astronautas del Apolo 13 esperaron en silencio que transcurrieran los últimos minutos que faltaban para la maniobra. Esa vez los pilotos no habrían de usar sus cinturones ni sujetarse a sus asientos.

Se limitarían a permanecer de pie, agarrarse a los mamparos, absorber la arrancada y sentir la leve presión de la gravedad en sus cuerpos aclimatados cómodamente a la ausencia de gravedad. Lovell miró a Haise y levantó el pulgar y después se volvió hacia atrás e hizo lo mismo con Swigert.

—Por cierto, Aquarius —anunció Brand, rompiendo el silencio— tenemos los datos del sismómetro del Apolo 12. Parece que vuestra tercera fase acaba de estrellarse en la Luna y la ha sacudido un poco.

—Bueno, al menos está funcionando algo en este viaje —dijo Lovell—. Menos mal que no se han producido explosiones en el LEM también.

Lovell miró la Luna a sus pies como si pudiera ver la nube de polvo y el pequeño cráter creados por el último proyectil caído a la vieja superficie. Pero lo que vio, en cambio, fue una montañita perfectamente triangular encajada entre los cráteres y las colinas que rodeaban el Mar de la Tranquilidad. Era Monte Marilyn, que le saludaba desde lejos, mientras él se alejaba hacia arriba, presumiblemente para siempre.

—Diez minutos para el encendido —anunció Haise.

—Ocho minutos para el encendido —dijo poco después.

—Seis minutos para el encendido.

—Cuatro…

Finalmente Brand reanudó la llamada desde el puesto de Capcom.

—Jim, listos para el encendido. Adelante.

—Recibido —respondió Lovell—. Procedemos al encendido.

—Dos minutos cuarenta segundos en mi cronómetro —dijo Brand—. Marca.

Lovell consultó el cronómetro general de la misión, marcó el tiempo que quedaba, inspiró y contuvo la respiración. Tuvo el macabro pensamiento de que era todo como el vuelo nocturno sobre el Mar del Japón. Con la cabina a oscuras y la proa de su nave apuntando a la rodaja brillante de algas azules de la Tierra, observó cómo el reloj bajaba a cero y después sintió la trepidación del LEM bajo sus pies.