Marilyn Lovell pensó en Charlie Bassett y Elliot See cuando se despertó a la mañana siguiente del accidente del Apolo 13. Hacía mucho tiempo que Marilyn no pensaba en Bassett y See; como muchas personas relacionadas con la NASA, prefería olvidarse de esas cosas. Pero la mañana del martes 14 de abril, aquello era imposible.
En realidad, Marilyn no se despertó el día 14, porque esa noche no había dormido. El martes, Marilyn se puso en marcha a las siete y abandonó su dormitorio tras una inquieta duermevela de poco más de una hora. A las seis, Betty Benware y Elsa Johnson la habían echado de delante del televisor, donde Marilyn había pasado la noche, la habían acompañado a la escalera y la habían obligado a acostarse. Marilyn protestó e insistió en que no estaba cansada, pero Betty y Elsa le recordaron que sus hijos no tardarían en levantarse y que al menos les debía a ellos, si no a sí misma, un breve descanso. Marilyn accedió de mala gana, se tumbó en la cama y al cabo de una hora se levantó y regresó al cuarto de estar, sin dejar de pensar en Bassett y See.
Charlie Bassett y Elliot See murieron el 28 de febrero de 1966. Ese día Marilyn estaba en casa cuidando a Jeffrey, su cuarto y último hijo, según se había prometido, de sólo siete semanas. El invierno que terminaba había sido frenético, con el primer viaje espacial de su marido, una misión de dos semanas en el Gemini 7, durante su octavo mes de embarazo y el acoso de los periodistas a la esposa estoica en estado de buena esperanza. Jim regresó poco antes de Navidad, poco después nació Jeffrey, y Marilyn se prometió pasar en la mayor tranquilidad posible las semanas que faltaban para la primavera. Ella no podía decidir por su marido astronauta, pero estaba decidida a ocupar todo el tiempo que fuera necesario en cuidar a su recién nacido. Sólo recurriría ocasionalmente a una niñera si la fiebre de la cabaña de Timber Cove se agudizaba.
El 28 de febrero estaba la niñera y Marilyn disfrutaba de un ratito de tranquilidad mientras Jeffrey echaba un sueñecito a última hora de la mañana. Entonces sonó el teléfono.
—Marilyn —le dijo una voz serena—, soy John Young. Te llamo desde el Centro.
Marilyn habría reconocido la voz de Young aunque él no se hubiera identificado. Se había incorporado a la NASA al mismo tiempo que su marido, hacía cuatro años, y fue el primero del grupo nuevo que salió al espacio: en marzo del año anterior voló en el Gemini 3 con Gus Grissom.
—¡Hola, John! ¿Cómo estás? —preguntó Marilyn, contenta de que la llamara.
—No muy bien. Se ha producido un accidente. No ha afectado a Jim —se apresuró a añadir—. Jim está perfectamente. Son Charlie Bassett y Elliot See.
Cuando intentaban aterrizar su T-38 en la niebla, en St. Louis, se han pasado la pista de largo y se han estrellado en el aparcamiento de la fábrica McDonnell. Han muerto instantáneamente.
Marilyn se sentó lentamente. Conocía bastante bien a los Bassett. Charlie y su esposa vivían al otro lado del lago Taylor, en la cercana comunidad de El Lago, pero como Charlie pertenecía al tercer grupo de astronautas que ingresó en el programa, el siguiente al de Jim, Marilyn sólo había tenido ocasión de charlar con la pareja en los actos de la NASA. Sin embargo, los See eran vecinos de Timber Cove y vivían muy cerca de los Lovell Elliot y Jim pertenecían a la segunda promoción de astronautas y Marilyn Lovell y Marilyn See se habían hecho buenas amigas y bromeaban acerca de sus coincidencias: nombre, dirección y matrimonio con un astronauta. Las visitas de Marilyn See a casa de Marilyn Lovell después de dar a luz habían sido muy bien recibidas.
—¿Ha hablado alguien ya con Marilyn? —le preguntó a Young.
—No —respondió él—. Por eso te llamo.
—¿Quieres que le diga yo que Elliot se ha matado? —le preguntó Marilyn alzando la voz.
—No —le dijo Young—. Quiero que hagas algo más difícil… No decírselo. Tendría que haber alguien con ella ahora mismo, pero no se le puede decir nada hasta que vaya yo y se lo comunique oficialmente. No queremos que se presente algún periodista impaciente en la puerta.
¿Recuerdas lo que pasó cuando se mató Ted Freeman?
—Sí, John —contestó Marilyn, recordando el horror que sintieron las esposas de la NASA hacía unos meses, cuando empezó a correr el rumor de que un periodista había llamado a la puerta de los Freeman, en busca de una declaración de la familia antes de que ésta se enterara de que había algo que comentar.
—Bien. Gracias por tu ayuda —le dijo Young.
Marilyn colgó, subió a buscar a la niñera y le dijo que salía un momento a tomarse una taza de café con una amiga. Después se puso el abrigo y bajó lentamente por la calle. Marilyn See estaba en la cocina cuando llegó Marilyn Lovell y al ver que su amiga se dirigía hacia su casa, se le alegró el semblante y la saludó con la mano.
—Precisamente estaba a punto de ir a verte. Así no habrías de salir a la calle…
—No pasa nada. Así aprovecho el descanso. Además Jeffrey tardará todavía una hora en despertarse —le dijo la señora Lovell.
—¿Ha ido la niñera hoy?
—No —respondió Marilyn, ausente—. Quiero decir que sí. Sí, sí.
Marilyn See la miró extrañada.
—¿Estás bien? Pareces distraída.
—No, no, estoy perfectamente.
Las dos amigas pasaron unos veinte minutos charlando y tomando café. Después oyeron un chirrido de neumáticos fuera y se volvieron a mirar por la ventana. Un coche oscuro se detuvo frente a la casa. Dentro iban John Young y otro hombre desconocido. El personal de la NASA no visitaba a los familiares de los astronautas sin avisar a menos que hubiera algún motivo. Y en general, el motivo era malo. Las dos mujeres se miraron a los ojos. Marilyn Lovell bajó los ojos sólo un segundo, el tiempo suficiente para que Marilyn See adivinara lo ocurrido.
Sin decir palabra, Marilyn Lovell se levantó, abrió la puerta, acompañó a los visitantes a la cocina de Marilyn See y permaneció a su lado mientras le daban la noticia. Después acompañó a los hombres a la puerta, se sentó con su amiga, la abrazó y finalmente hizo lo único que podía hacer una amiga y la esposa de un piloto en una situación semejante: telefonear a otras amigas y a otras esposas de aviadores para explicarles lo sucedido.
A los pocos minutos empezaron a llegar las amigas y Marilyn Lovell regresó corriendo a su casa, subió a su coche y se dirigió a la escuela primaria a buscar a los hijos de los See para llevarlos a su casa antes de que se enteraran de la noticia por otros canales. Cuando regresó, la casa estaba, como ella suponía, llena de mujeres, con sus maridos astronautas, muy incómodos, que rodeaban a Marilyn See e intentaban consolarla. Marilyn Lovell se quedó atrás un momento, observando la escena y sin poder remediarlo se preguntó qué estaría viendo y oyendo su amiga en ese momento y si se daría cuenta de quiénes estaban allí. Marilyn Lovell, como todas las demás mujeres de la NASA, sabía que sólo había un modo de saber exactamente lo que estaba experimentando su amiga, pero siempre se había obligado a no pensar en esa posibilidad.
Cuatro años más tarde, el cuarto día de la misión del Apolo 13, Marilyn averiguó las respuestas a aquellas preguntas y deseó de todo corazón no saberlas. La víspera había sido una locura desde el momento en que los Borman, los Benware, los Conrad, los McCullough y otros colegas de la NASA llegaron a casa de los Lovell, aparcando sus coches en cualquier hueco de la calle, la acera o el césped. Marilyn no podía calcular cuántas personas habían ido a su casa, pero al ver el número de ceniceros llenos y de tazas de café medio vacías diseminados por todo el cuarto de estar esa mañana, sin contar la docena de personas que seguía aún vagando por la casa o hablando en voz baja ante el televisor, se hubiera atrevido a apuntar la cifra de sesenta.
Pese a todos los amigos, vecinos y funcionarios de la NASA que poblaban la casa de Marilyn, quienes más necesitaban su atención, aunque no se la habían pedido, eran sus hijos. Jeffrey fue el primero de los Lovell que resultó francamente afectado por el tumulto del cuarto de estar, pero al parecer Adeline Hammack había satisfecho su curiosidad sin preocuparlo. Las dos niñas todavía no habían pedido explicaciones y Marilyn se lo agradecía muchísimo. Barbara Lovell, evidentemente, había deducido el peligro que corría su padre y, a juzgar por la oscuridad de su cuarto, la Biblia que asía y su decisión de ampararse en el sueño, manejaba el asunto a su manera y con autosuficiencia. Marilyn era reacia a molestarla con las palabras de aliento que la niña todavía no había buscado. Tampoco quería molestar a su hermana menor, Susan, quien, admirablemente, seguía dormida a pesar del revuelo que había en la casa. Susan no tardaría en despertarse, y se enteraría de lo que sabían los vecinos, los periodistas y casi todo el resto del mundo, pero hasta ese momento Marilyn no creía que hubiera motivos para privar a su hija del que seguramente sería el mejor sueño que disfrutaría en varios días.
Sin embargo, el caso de Jay, de catorce años, era muy distinto. Marilyn había telefoneado a la Academia Militar de St. John a las tres de la madrugada, había despertado a uno de los miembros del cuerpo docente del dormitorio de Jay, le había explicado la situación con la mayor brevedad posible y le había pedido que le diera la noticia a Jay inmediatamente, antes de que algún cadete madrugador la oyera por la radio y se lo comunicara. Marilyn habría preferido hablar personalmente con su hijo, pero sabía que aquello se lo habría hecho más difícil. Los varones adolescentes son propensos a lanzar más bravatas de las estrictamente necesarias, y los adolescentes que además son cadetes, aún más. Si Jay se enteraba de la noticia por su madre, seguramente se sentiría inclinado a hacer gala de más entereza de la que le convenía. Era mejor que se lo dijera un tercero y que después llamara a su casa para pedir información una vez hubiera digerido la noticia. El interlocutor de Marilyn lo comprendió y le aseguró que iba enseguida al cuarto de Jay; desde entonces, Marilyn había intentado mantener una línea libre para recibir su llamada.
La otra persona de la familia que preocupaba a Marilyn esa mañana era Blanch Lovell, la madre de Jim, de setenta y cinco años. Blanch, que había sido lo bastante fuerte e independiente para criar a su único hijo sola, había sufrido una apoplejía recientemente y se hallaba en la residencia de ancianos Friendswood. Que Marilyn supiera, Blanch entendía que su hijo iba a realizar un viaje espacial esa semana y también parecía que entendía que iba a la Luna, pero no estaba claro si sabía que iba a alunizar o pensaba que sólo iba a efectuar unas órbitas, y Marilyn pensó que era mejor así. Una vez cancelado el alunizaje, cabía la posibilidad de que, cuando Blanch pusiera la televisión, ni siquiera se diera cuenta de que no decía nada de excursiones lunares. Sin embargo, sí se enteraría de las noticias acerca de los infortunios de la nave. Así que para librarla de las preocupaciones que atenazarían al resto de los Lovell, Marilyn telefoneó a Friendswood e instruyó al personal de la residencia para que retiraran, hasta nueva orden, el aparato de televisión de la habitación de Blanch y les indicó que, si Blanch hacía alguna pregunta sobre el vuelo, le respondieran sólo con una sonrisa y alzando el pulgar confiadamente.
Mientras el Sol empezaba a ascender, Marilyn Lovell se fue a la cocina a tomarse una taza de café, que no le apetecía especialmente, y percibió que su casa empezaba a despertarse otra vez. Se asomó a la ventana y vio que también se despertaba la calle. La acera, la calzada y el césped estaban invadidos de hombres con blocs de notas, micrófonos y cámaras de televisión. Había varias unidades móviles de televisión, aparcadas en todos los rincones libres. Marilyn contempló la escena con cierta incredulidad puesto que esa misma gente no había aparecido para nada los dos últimos días… Eran los mismos que no habían transmitido la emisión de su marido la víspera, que habían enterrado la noticia del alunizaje inminente en la página de información meteorológica y quienes habían dedicado más tiempo a los chistes de Dick Cavett que a los noticiarios de Jules Bergman.
El teléfono directo que le habían instalado en el estudio y que conectaba directamente con el Centro Espacial empezó a sonar y Marilyn oyó que contestaba un funcionario de protocolo. Hubo un minuto de conversación en voz baja y luego el hombre, a quien no recordaba de la víspera, la fue a buscar a la cocina.
—Señora Lovell —le dijo el hombre, indeciso—, llaman de la oficina de Relaciones Públicas. Las cadenas de televisión nos han llamado para preguntar si usted accedería a que instalen una torre de emisión en el jardín para realizar las transmisiones que quieren hacer.
—¿Una antena emisora? ¿En mi jardín?
—Em… sí. Siguen al teléfono esperando su respuesta.
Marilyn reflexionó un momento.
—Ni hablar.
—Señora Lovell, tengo que contestarles algo.
—No, usted no tiene que decirles nada, pero yo pienso decirles un montón de cosas.
Marilyn se dirigió al estudio y el hombre la siguió pegado a sus talones.
—Soy Marilyn Lovell Por lo visto los de la televisión quieren montar una antena en mi jardín. ¿Es así?
—Pues sí —le contestó la voz de Relaciones Públicas—. ¿Está de acuerdo?
—¿No podían haberla montado ayer o anteayer?
—Pues… sí. Pero ahora es distinto.
—¿Ah, sí?
—Bueno, el vuelo transcurría sin incidentes. Pero ahora… ya sabe, es más noticia.
—Si un alunizaje no era suficiente noticia para ellos, no veo por qué va a serlo un no alunizaje —respondió Marilyn—. Diga a las emisoras que no pongan ni una pieza de su equipo en mi propiedad hasta que esto termine. Y si alguien tiene algún problema, dígale que hable con mi marido. Lo estoy esperando para el viernes.
Marilyn Lovell colgó, salió del estudio y regresó a la cocina a acabarse el café. No habría más discusiones sobre antenas durante el resto del día.
En el edificio de Relaciones Públicas del Centro Espacial de Operaciones Tripuladas esperaban a los periodistas de mejor talante, pero hasta el momento la mayor parte de la prensa no había aceptado la invitación. El departamento de Relaciones Públicas ocupaba en realidad dos edificios. A un lado de un patio de grava se alzaba el gran edificio de administración, con despachos para los empleados, sótanos y bibliotecas para los miles de documentos, en papel y en rollos de película, de los archivos de la NASA, y una pequeña sala de conferencias para los comunicados o las ruedas de prensa improvisados. Al otro lado del patio había otro edificio, más bajo y alargado, que albergaba un auditorio con un aforo con capacidad para varios cientos de plazas, donde la NASA celebraba las ruedas de prensa que anunciaban acontecimientos excepcionales, como la decisión de mandar el Apolo 8 a la Luna, la selección de la primera dotación que pisaría el satélite, y las fechas previstas, los astronautas seleccionados y los lugares de alunizaje de las misiones subsiguientes. Era allí donde Chris Kraft, Jim McDivitt y Sig Sjoberg acudían a dar sus conferencias de prensa a medianoche cuando se producía algún desastre en una de esas misiones.
Durante los meses de inactividad entre misión y misión, en que el edificio del auditorio no se utilizaba, el vestíbulo se transformaba en un centro de visitantes que exhibía las cápsulas Mercury y Gemini ya utilizadas y vitrinas llenas de uniformes, cascos y otros artefactos. Durante las misiones, se retiraban los recuerdos, que se sustituían por mesas y máquinas de escribir portátiles para los periodistas que cubrían los vuelos.
En julio de 1969, durante la misión del Apolo 11, los 693 periodistas acreditados compitieron furiosamente por el limitado espacio que podía ofrecerles la Agencia. Para la misión del Apolo 12, en noviembre, la competencia se había reducido notablemente, con sólo 363 periodistas, que encontraron sitio de sobra donde instalarse. Para el seguimiento del Apolo 13, la cifra bajó a 250, y hasta sobraron mesas para el grupo de periodistas.
Las cosas habían cambiado en las últimas diez horas. Con las primeras noticias del accidente, docenas de profesionales de la televisión, la radio y la prensa escrita que habían estado trabajando en el tema a partir de las informaciones de los teletipos, empezaron a presentarse en la puerta del Centro Espacial, pidiendo acreditación y credenciales y acceso a cualquier comunicado que la NASA pensara anunciar. Los funcionarios de relaciones públicas recibieron con los brazos abiertos a los hijos pródigos, les repartieron distintivos y materiales y les abrieron el auditorio, donde pudieron elegir sitio en las mesas que se iban ocupando rápidamente.
En Control de Misión, a unos cientos de metros del edificio del auditorio, Brian Duff se enteró de la afluencia de periodistas y se alegró. Duff era el director de Relaciones Públicas del Centro Espacial y en los diez meses que llevaba en el puesto había dirigido su departamento según una regla infalible: cuando las cosas van bien, decir a la prensa todo lo que quiera saber; cuando van mal, decirles más, si cabe. Esa mañana, estaba intentando ceñirse a la segunda parte del código.
Duff había llegado a respetar el arte de las relaciones públicas por el camino más difícil. En 1967, mientras él trabajaba en el departamento de Relaciones Públicas de la Agencia, en Washington, la NASA llevaba a cabo la investigación de la muerte de Gus Grissom, Ed White y Roger Chaffee. En opinión de los más fervorosos partidarios de la NASA, el tratamiento del incendio del Apolo 1 había sido una debacle para la Agencia. Nadie se quejaba de la investigación científica: se hizo la autopsia de la nave y se descubrieron las causas del incendio en un tiempo récord para un problema de ingeniería tan espinoso. Casi todo el mundo coincidió en que la Agencia cometió una pifia en la cuestión de las relaciones públicas.
Antes de que se hubiera enfriado la nave Apolo, la noche del 27 de enero, Cabo Cañaveral y el Centro Espacial de Operaciones Tripuladas fueron cerrados a cal y canto y se comunicó a los periodistas que no se les daría respuestas sustanciales ni información detallada hasta que una comisión investigadora tuviera la oportunidad de estudiar el accidente y determinar su causa. La NASA reunió rápidamente dicha comisión, aunque a nadie se le pasó por alto que era la propia NASA la que la nombraba. Aquélla era una crisis de la Agencia, cuyos funcionarios habían cometido errores graves, siendo a su vez los propios hombres de la Agencia los responsables de investigarlos.
Los medios de comunicación no reaccionaron bien a la constitución de esa policía interna. En cuestión de días, Bill Hinnes, el periodista especializado en cuestiones del espacio del Washington Star, a quien la NASA consideraba una especie de veleta del talante mayoritario del público, preguntó con mordacidad en una de sus columnas por qué los zorros de la Agencia vigilaban su propio gallinero. Un subcomité del Congreso recogió la pelota de Hinnes y anunció que la investigación que realizaba la NASA acerca de sus propios errores no sería suficiente para enterrar el problema y que la Cámara de Representantes iniciaría pronto consultas propias. El Senado llegó aún más lejos y organizó otra investigación que, según el senador por Minnesota, Walter Mondale, despejara la posibilidad de «negligencia criminal» de la agencia espacial de la nación.
Finalmente no se descubrió nada ni remotamente criminal, pero el episodio se cobró su precio. Cuando la nave Apolo estuvo reparada y una nueva tripulación se disponía a emprender un nuevo vuelo, la Agencia descubrió que había despilfarrado todo el capital de relaciones públicas que había acumulado durante una década. Julian Scheer, el director de Relaciones Públicas que había ayudado a levantar la Agencia al nivel de popularidad que gozaba antes del incendio y tuvo que presenciar cómo los administradores que dirigían la investigación destruían buena parte de sus logros, dimitió en 1969 y Brian Duff fue nombrado para el cargo.
Duff se apresuró a arreglarlo todo. Ante la eventualidad de otras emergencias, el nuevo director propuso, y los jefes de la Agencia aceptaron, que las puertas de la NASA permanecieran abiertas y que la prensa recibiera respuestas sin dilación. A las pocas horas de un accidente se celebraría una rueda de prensa para anunciar todo cuanto sabía la Agencia y cuándo consideraba que podría saber más. Otra medida espectacular fue la instalación de dos consolas de control de vuelo en Control de Misión, en la galería acristalada para las personalidades del fondo de la sala. Las consolas estarían disponibles las veinticuatro horas del día para los periodistas que eligieran los propios medios informativos, que fueran capaces de manejar esos datos, los canales auxiliares y las conversaciones del director de vuelo así como los controladores de servicio para que luego pudieran comunicar todos esos detalles al mundo exterior.
Duff estaba contento con los cambios, pero hasta la noche anterior, de hecho hasta las primeras horas de esa mañana, no había tenido la oportunidad de ver cómo funcionaba. De momento estaba satisfecho. La rueda de prensa de Kraft, McDivitt y Sjoberg había sido convocada a las 12:20 horas, de Houston, menos de tres horas después de que Jack Swigert informara del problema en el módulo de mando. Los demás enviados de los medios de comunicación habían empezado a llegar poco después, y se les informó enseguida de la hora y la fecha de los futuros comunicados. Glynn Lunney ya se estaba preparando para el siguiente paso, una sesión informativa acerca del cambio de turno de rutina, cuando su Equipo Negro dejara las consolas sobre las ocho de la mañana.
Al apuntar el día en Houston, estaban preparando el auditorio de Relaciones Públicas para Lunney, y el propio Duff se encontraba en Control de Misión. Los funcionarios de relaciones públicas tenían una consola propia desde donde controlar el vuelo, así como los periodistas recién admitidos en la galería de personalidades. Sólo había dos diferencias: la consola de Relaciones Públicas estaba abajo, en la sala de control, en el extremo izquierdo de la cuarta y última fila, y sus funcionarios podían usar su consola para algo más que recoger datos y escuchar las comunicaciones.
El funcionario de servicio tenía acceso al canal tierra-aire durante toda la misión y hacía comentarios de las discusiones, traduciendo la jerga técnica en susurros como si se tratara de un reportero deportivo que transmite un partido de golf. Estas explicaciones del comentarista de relaciones públicas, superpuestas a las voces del Capcom y de los astronautas, eran las que se enviaban a las cadenas de televisión y se transmitían a toda la nación. Los funcionarios de relaciones públicas realizaban ese cometido desde bastante antes de la llegada de Duff, en realidad desde 1961, con el nombre de Control Mercury, Control Gemini y finalmente Control Apolo. En aquella situación, la voz tranquilizadora del relaciones públicas era más importante que nunca y Duff estaba junto a su consola para asegurarse de que todo iba bien.
—Aquí Control Apolo, a las sesenta y siete horas veintitrés minutos —decía Terry White, el funcionario de servicio—. El director de vuelo Glynn Lunney sigue en Control de Misión, y no tenemos noción exacta de cuándo podrá escaparse para atender la sesión informativa. De momento, seguimos decididos a hacer un encendido PC+2 a las setenta y nueve horas veintisiete minutos de la misión, es decir sobre las ocho horas y cuarenta de esta tarde. Quedan unas nueve horas hasta la pérdida de señal, cuando la nave desaparezca detrás de la Luna, pero de momento el Apolo 13 sigue estabilizado. Les mantendremos informados de los cambios que se produzcan y también les comunicaremos el momento en que el director de vuelo esté dispuesto.
Terry White cortó y las comunicaciones tierra-aire llenaron de nuevo el circuito.
—Aquarius, aquí Houston —se oyó a Jack Lousma—. Los últimos datos de trayectoria indican que el futuro pericintio deberá realizarse a unos doscientos cincuenta kilómetros, o sea que vuestro rumbo es bueno. Corto.
El mensaje de Lousma era claro y comprensible, pero las voces que llegaban del Apolo no tanto. Cuando Jim Lovell, o tal vez Fred Haise o Jack Swigert, era imposible determinarlo, respondió a Lousma, fue como si su voz se desintegrara en fuertes crujidos por el espacio.
—Hola, Houston, aquí Aquarius —dijo uno de los astronautas—, repite por favor.
—He dicho que estáis a doscientos cincuenta kilómetros.
—Jack, hay muchas interferencias —dijo la voz desde el Aquarius—. ¿Nos oís?
—Jim, os oímos a pesar de los ruidos, pero apenas —respondió Lousma—. El Inco está comprobando qué se puede hacer desde aquí.
—Recibido —dijo la voz que pertenecía evidentemente a Lovell— esperamos.
Se produjo una pausa crepitante de varios segundos y después volvió a sonar la voz de Lousma:
—Aquarius, aquí Houston. ¿Se oye mejor ahora? —preguntó el Capcom.
—Aquí Aquarius —dijo Lovell entre interferencias—, negativo.
Varios pitidos invadieron la línea mientras el Inco, en la segunda fila, consultaba con su equipo de apoyo. Fuera cual fuese el problema, era irritante, pero no estrictamente vital. No obstante, Duff estaba incómodo ante la consola de relaciones públicas. Muchos espectadores de todo el país estarían poniendo la televisión por primera vez desde la noticia del accidente la noche anterior, y el deterioro de las comunicaciones por la falta de energía de la nave era alarmante. Dejó que transcurriera un minuto de ruidos y después tocó a White en el hombro.
—Entra —le dijo—. Di algo. Repítete si es necesario. Pero no te calles. El silencio suena como si nos hubiéramos muerto todos.
—Aquí Control Apolo —empezó White—. Esperamos que las comunicaciones mejoren un poco cuando la tercera fase del Saturn V se estrelle en la superficie lunar. La frecuencia de radio que transmite la fase está produciendo interferencias, pero después del impacto deberían desaparecer.
Duff sonrió, momentáneamente aliviado. Daba igual qué explicación diera White, siempre y cuando diera alguna. No era mucho, pero al menos evitaría que el país y, lo que era más importante, los medios informativos, creyeran que se les tenía a oscuras. La prensa cuando estaba a oscuras se ponía de muy mal talante, y una prensa de mal talante podía ponerle a uno de vuelta y media. Duff sabía que ese día necesitaría la amistad de la prensa más que nunca en su vida.
En la cabina del Aquarius, lejana y al pairo, Jim Lovell estaba casi tan preocupado como Brian Duff por las comunicaciones tierra-aire, aunque por motivos distintos. Las mejores intenciones de Terry White por tranquilizar al público hacían que contara sólo parte de lo que acontecía.
Era verdad que la tercera fase vacía del propulsor Saturn 5, que se dirigía a estrellarse contra la Luna, donde estremecería el sismómetro que dejó el Apolo 12, estaba interfiriendo las transmisiones de radio del Aquarius. El Saturn, denominado S-4B por la NASA, y el LEM transmitían en la misma frecuencia, pero como no estaba previsto que el módulo lunar se pusiera en marcha y volara por su cuenta hasta que el propulsor se estrellara en la Luna, nunca se llegó a considerar la interferencia de radio entre los dos vehículos. En ese momento, toda comunicación tierra-aire se hacía desde el Aquarius, mientras el S-4B ocupaba ruidosamente la misma banda, así que las conversaciones entre los astronautas y Houston eran mutiladas periódicamente.
Para empeorar las cosas, los sistemas auxiliares de comunicaciones, que de ordinario eliminaban parte de los ruidos, no estaban funcionando como debían. En cuanto se paró el motor de descenso tras el encendido de regreso libre, la NASA ordenó a la tripulación que desconectara parte del equipo no imprescindible para ahorrar energía hasta el encendido PC+2 del motor de descenso del Aquarius, que tendría lugar la noche siguiente. Fueron sacrificados, entre otros, la mayor parte de las antenas del LEM y los sistemas secundarios de comunicaciones, y con la desconexión de cada nuevo aparato, las comunicaciones tierra-aire se deterioraban cada vez más. Cuando terminaron de apagar aparatos, Lovell sólo podía utilizar una sola antena cada vez, cambiando constantemente de una a otra para intentar captar la mejor señal y orientando la nave hacia todos los lados posibles para transmitir lo más claramente posible a la Tierra.
—Houston, aquí Aquarius —gritó Lovell a través de las interferencias de sus auriculares poco después de la última intervención de White—. La comunicación hace un ruido espantoso. ¿Me oís?
—Aquarius, aquí Houston —le contestó Lousma a gritos también—. Te oímos. Aquí también hay mucho ruido. Esperad mientras pensamos qué hacemos.
—Houston, aquí Aquarius —gritó Lovell, manejando los propulsores y escorando un poco la nave a babor—. No puedo oír vuestras transmisiones.
—Jim, aquí Houston —le contestó Lousma—. Nosotros tampoco te oímos apenas. Esperad.
Lovell se ajustó los auriculares y cerró los ojos.
—¿Vosotros habéis entendido algo de lo que ha dicho? —preguntó a sus compañeros, volviéndose a consultar a Haise.
—Apenas —le dijo Haise—. Creo que ha dicho que no te oía.
—Vaya, hombre… No me digas —dijo Lovell.
—Aquarius, aquí Houston —resonó Lousma de repente en los auriculares de los astronautas, sobresaltándolos a los tres.
—Adelante, Houston —contestó Lovell.
—Parece que ahora hemos mejorado ligeramente. ¿Cómo me oyes?
—Aquí sigue habiendo mucho ruido.
—Bien. Tenemos una sugerencia —le dijo Lousma—. Conecta el interruptor del amplificador de potencia del panel dieciséis. Corto.
Lovell hizo una indicación con la cabeza a Haise, que conmutó la clavija. No notó nada en los auriculares.
—Houston, aquí Aquarius. El ruido continúa.
—Bueno —contestó Lousma—. Vamos a intentar mejorar la comunicación y la telemetría, pero tenemos que cortar y luego volver a abrir.
Perderemos el contacto unos minutos y oiréis ruidos por los auriculares.
—Más ruido que ahora es imposible —le dijo Lovell.
Lousma desconectó y un zumbido constante sustituyó a las interferencias intermitentes. Lovell se apartó los auriculares unos centímetros de los oídos. La pausa le concedió unos instantes para pensar y pensó en dormir. El Sol que estaba saliendo en la hora central sólo iluminaba débilmente las naves acopladas Apolo 13. Con la campana del motor del LEM orientada hacia la Tierra, la luz del Sol se colaba por la ventanilla del comandante y bañaba a los astronautas. Pero cuando los giros excéntricos de la posición de la nave la movían unos grados, quedaban sumidos en la oscuridad.
Esos cambios bruscos de la noche al día no solían molestar a Lovell. Durante el viaje a la Luna, el control térmico rotacional que mantenía a la nave uniformemente caliente hacía que el Sol entrara y saliera a ratos por las ventanillas del LEM y el módulo de mando. Después de veinticuatro horas de deriva translunar, los astronautas se acostumbraban a ese parpadeo continuo y vivían entre sueño y vigilia, según sus horarios de trabajo y descanso, como si el Sol saliera y se pusiera en el espacio igual que en su casa de Houston. Los médicos de la NASA habían descubierto que mientras la tripulación se atuviera a esos horarios, sus ciclos circadianos no se perturbarían.
A las siete de la mañana del martes, sin embargo, dichos ciclos andaban patas arriba. Según las previsiones originales para la misión, el último ciclo de sueño de los astronautas debía de haber empezado a las diez de la noche de la víspera y concluido a las seis de la mañana. Nadie esperaba que los astronautas durmieran ocho horas seguidas, ni siquiera en un vuelo de rutina. La carencia casi total de ejercicio físico y las constantes descargas de adrenalina producidas por los avatares de un vuelo espacial recortaban como máximo a cinco o seis horas los descansos deseados por los médicos, pero esas cinco o seis horas eran absolutamente indispensables para que los astronautas llevaran a cabo una misión sin cometer algún error grave o quizá desastroso. Y en una misión tan accidentada, el descanso era mucho más necesario.
Cuando terminó la maniobra de regreso libre, los médicos aeronáuticos ya tenían preparado un horario de trabajo y descanso que la tripulación debía seguir inmediatamente. Primero debía dormir Haise, retirándose al módulo de mando desde las 63 horas, o las 4, hasta las 69, o las 10. La Odyssey no tenía oxígeno ni para sustentar a un hombre durmiendo, pero con la escotilla de comunicación entre las dos naves abierta, pasaría aire más que de sobra desde el módulo lunar. Mientras Haise dormía, Lovell y Swigert permanecerían en sus puestos, ocupándose de recortar la energía del sistema auxiliar de comunicaciones y los demás aparatos que la NASA quería desconectar. Cuando Haise se despertara, desayunaría, cambiaría impresiones con sus compañeros acerca de los problemas surgidos mientras dormía y se pondría los cascos mientras Lovell y Swigert se retiraban al módulo de mando, de las 70 a las 76 horas. Y a las 5 de la tarde, la tripulación completa se pondría a trabajar, con tiempo más que suficiente para preparar el encendido PC+2 previsto para las 20 horas y 40 minutos.
En cuanto Lousma radió las instrucciones médicas, los astronautas comprendieron que no sería tan sencillo ajustarse al horario de sueño y vigilia recomendado por los doctores. Cuando Haise se metió flotando por el túnel hasta la Odyssey, se quedó asombrado con lo que encontró.
La nave desierta estaba a 14 grados centígrados cuando la habían abandonado, pero en las escasas horas transcurridas, la temperatura había descendido muchísimo. Al meter la cabeza por el vértice del cono del módulo de mando, vio claramente cómo se le condensaba el aliento.
Los trajes espaciales de material Beta de dos piezas estaban diseñados para soportar una temperatura constante de 22 grados, la que supuestamente debía mantener el módulo de mando, así que Haise se cruzó prietamente de brazos y se dirigió a su asiento, donde le esperaba su saco de dormir. Pero los sacos de los astronautas eran muy finos, y prácticamente sólo estaban pensados para mantenerles inmóviles por la noche, para que no levantaran un brazo o una pierna ingrávidos y tocaran algún mando sin querer. Haise abrió su saco, se metió dentro y se acurrucó en su asiento. Pero a pesar de la fina capa de tela que le envolvía, se echó a temblar, incapaz de dormir, con el cuerpo pegado al frío mamparo metálico de la nave.
Tan molesto como la gélida temperatura de la Odyssey era el ruido. La escotilla abierta entre las dos naves no sólo dejaba pasar el aire del módulo lunar hasta el módulo de mando, sino también el sonido ambiente. Como si el borboteo de los sistemas de refrigeración y el zumbido de los propulsores del LEM no fueran ya bastante para impedir el sueño, se oían también los gritos de Lovell y Swigert para comunicarse con tierra por los canales invadidos de interferencias. Haise, que tenía fama en el cuerpo de astronautas por su capacidad para dormirse en cualquier situación, intentó luchar contra todo aquel alboroto, pero al final, a las 4 de la mañana, menos de dos horas después de su ciclo de sueño de seis horas, abandonó, salió de su saco y regresó flotando al LEM.
—¿Ya está? —le preguntó Lovell consultando el reloj cuando Haise apareció entre Swigert y él, flotando cabeza abajo desde el techo del Aquarius.
—Demasiado frío y demasiado ruido. Podéis intentarlo, pero yo no confiaría en descansar demasiado.
A las 7 horas, en el momentáneo silencio de las comunicaciones, Lovell cerró los ojos y sintió que le embargaba el cansancio. Sabía que en tierra el Equipo Dorado de Gerald Griffin estaría sustituyendo al Equipo Negro de Glynn Lunney, y los controladores de refresco se encargarían de las consolas de sus colegas, agotados de trabajar toda la noche. En la consola del Capcom, Jack Lousma, que había realizado dos turnos desde la tarde anterior, cedería por fin su puesto al astronauta Joe Kerwin.
Lovell se alegraba de la llegada del nuevo grupo, pero por más frescos que estuvieran los hombres de Griffin esa mañana, tendrían que trabajar con tres astronautas somnolientos, y sin duda, más irritables que ninguna de las tripulaciones anteriores. Lovell se dijo que intentaría aplacar los ánimos todo lo posible, pero Houston habría de hacerles algunas concesiones.
—Aquarius, aquí Houston —chisporroteó de repente la voz de Lousma en sus oídos—. ¿Qué tal nos oís ahora? —Lovell se sobresaltó y abrió los ojos.
—Todavía hay muchas interferencias —dijo cansadamente—. El ruido parece indicar…
—No he oído la última observación, Jim.
—Digo… que… todavía… hay… muchas… interferencias —repitió Lovell en voz alta y lentamente.
—Sí, aquí también.
—¿Quieres que permanezcamos en esta frecuencia, entonces? —le preguntó Lovell.
—Espera un par de minutos, Jim —respondió Lousma—. Ahora lo evaluaremos.
En ese momento el frío, las interferencias y el consejo incierto del Capcom fueron demasiado para el propio Lovell que, con gran sorpresa, se oyó exclamar:
—Te voy a decir lo que necesitamos —estalló Lovell—. Necesitamos que arregléis esto ahora mismo. Intenta darnos instrucciones válidas antes de que nos liemos todos.
La bronca fue muy leve, pero en el contexto atonal y neutro de las comunicaciones tierra-aire, era lo más agresivo que Houston había oído en su historia. Lovell miró a sus colegas, que menearon la cabeza solidariamente; Lousma miró a su vecino de mesa, que le respondió del mismo modo. Tanto él como Lovell sabían que lo que el Capcom había intentado hacer era precisamente mandar a la nave instrucciones válidas. Y uno y otro sabían que el comandante se lo agradecía. Sencillamente, Lovell, igual que su nave la noche anterior, estaba soltando presión, para lo cual tenía motivos de sobra desde las diez últimas horas, y ambos sabían que debía haberlo hecho ya. Lousma miró por encima del hombro a Kerwin, que estaba de pie a su espalda, esperando para relevarle, y pensó que aquél era tan buen momento como cualquier otro para ceder el micrófono.
Se encogió de hombros, se levantó, se quitó los auriculares y apartó su silla para dejársela a Kerwin, que conectó sus auriculares a la consola, se sentó y salió al aire con el mejor ánimo que pudo.
—Jim… ¿qué tal ahora?
—Bueno —gruñó Lovell, reconociendo el cambio de voz y suavizando su tono—, siguen los ruidos de fondo.
—De acuerdo, seguimos en ello —le prometió Kerwin—, pero nosotros os oímos perfectamente.
—Recibido —respondió Lovell rotundamente. Volvió a cerrar los ojos.
El comandante no dijo nada más en respuesta al aliento de Kerwin. Si el canal de comunicaciones estaba limpio de momento, estupendo.
Pero el apaño, como todos los demás apaños que había logrado tierra hasta entonces, probablemente sería pasajero. Lovell creía que a no tardar, las comunicaciones se estropearían de nuevo quién sabe con qué otro sistema.
Abrió los ojos y miró por la ventanilla: la Luna blancuzca estaba a menos de 74 000 kilómetros y llenaba casi completamente el ojo de buey triangular. Según los planes originales, aquél era el día en que Fred Haise y él debían posar su vehículo lunar sobre la cara del gigante. Y evidentemente aquello ya no sucedería. Probablemente, al menos para Jim Lovell, no sucedería nunca. Había estado dos veces en aquel entorno celeste y sabía que tenía escasas probabilidades de volver. Si Swigert, Haise y él no regresaban a casa, dudaba de que nadie volviera a viajar por aquellos andurriales.
—Freddo —dijo Lovell, volviéndose hacia Haise—, me temo que ésta será la última misión lunar en mucho tiempo.
Los micrófonos del Aquarius estaban en posición de automático, y la melancólica observación del comandante recorrió los 370 000 kilómetros hasta Control de Misión y de allí se propagó al mundo entero.
Glynn Lunney seguía de servicio como director de vuelo pero apenas prestaba atención cuando Lovell soltó su predicción acerca del futuro de la exploración lunar. Era raro que el hombre que dirigía la misión no tuviera un oído pegado permanentemente a las conversaciones entre los astronautas y su Capcom. Pero con las interferencias de la línea tierra-aire y el atasco de comunicaciones del circuito del director de vuelo, Lunney tenía que dejar en manos de Kerwin los mensajes base-espacio. La mayoría de los controladores de las otras consolas tenían más libertad para escuchar las comunicaciones de Kerwin, incluido Terry White, que estaba a punto de terminar el turno en la estación de relaciones públicas e irse a su casa.
White, como todas las demás personas de Control de Misión y la nación entera, oyó el comentario de Lovell y se sobresaltó, como toda la NASA. Para una institución que vivía de las donaciones, que a su vez dependían de una buena gestión de relaciones públicas, aquello era peor que un «joder» accidental o una «puñeta» en un descuido. Era una afirmación de duda, expresada con calma y frialdad, duda de la misión, del programa, de la misma Agencia. Para la NASA era una profanación del más alto nivel.
Kerwin, que por otra parte era un Capcom con buenos instintos, reaccionó ante el comentario de Lovell, público aunque no a propósito, de la peor manera posible: callándose. Para no llamar la atención sobre el comentario, lo dejó pasar como quien no lo ha oído. Pero se quedó flotando pesadamente en el aire, adquiriendo más significado con cada segundo que transcurría. White dejó que el silencio se prolongara durante varios segundos interminables y después empezó a transmitir.
—Aquí Control Apolo, a las sesenta y ocho horas trece minutos —dijo—. El director de vuelo Glynn Lunney y cuatro de sus controladores de vuelo no tardarán en dirigirse al edificio de relaciones públicas para iniciar la rueda de prensa. A Lunney le acompañarán Tom Weichel, oficial de Retropropulsión; Clint Burton, Eecom; Hal Loden, Control, y Merlin Merritt, Telmu. También participará el general de división David O. Jones, de las Fuerzas Aéreas estadounidenses, quien está al mando de las fuerzas de rescate del Departamento de Defensa.
White tenía buenos reflejos. Las palabras que eligió no eran sólo parloteo de relleno para distraer a los oyentes. Estaban destinadas más bien a suplicar a los medios informativos: ayudadnos a soportarlo, trabajad con nosotros, decían. Hemos oído lo mismo que vosotros y nos encantará hablar de ello con vosotros, pero dadnos la oportunidad de discutirlo juntos antes de llevarlo a la imprenta.
No estaba muy claro si los medios de comunicación entendieron el mensaje de White, y así seguiría la cosa hasta que Lunney y su equipo se enfrentaran a la asamblea de periodistas. De momento, sin embargo, Lunney seguía distraído y probablemente así seguiría en lo sucesivo. Desde que terminó el encendido de regreso libre de esa noche, los hombres de la sala de control habían concentrado toda su energía en el encendido PC+2, previsto para diecisiete horas más tarde. Con Lunney ante su consola y Kranz encerrado con su Equipo Tigre, el director de vuelo del Equipo Dorado Gerald Griffin y Milt Windler, del Marrón, habían supervisado el esfuerzo y habían logrado muchas cosas en un tiempo increíblemente breve, se mirara como se mirase.
Los dos directores de vuelo fuera de servicio se habían pasado las últimas cuatro horas patrullando por la sala de control como un solo hombre, deteniéndose en cada consola, interrogando a todo el que encontraban allí, y recogiendo ideas sobre el encendido, largo y complicado, del motor del módulo lunar, con su excrecencia de 29 000 kilos del módulo de mando-servicio. En casi todas las consolas, el controlador del Equipo Negro de servicio no estaba solo, sino apoyado por los miembros de los equipos Dorado y Marrón de dicha estación, que habían ido llegando a lo largo de la noche. Cuando se presentaron Griffin y Windler, se movieron en direcciones distintas: Griffin hacia el controlador Dorado, cuyas ideas y talentos conocía mejor, y Windler hacia el Marrón. En ocasiones, el controlador del Equipo Negro, a cuya espalda se desarrollaban las conversaciones, supuestamente fuera del alcance de su oído, oía un retazo de la conversación, tapaba su micrófono y se giraba en la silla para corregir lo que decían los otros o añadir una sugerencia técnica de su cosecha. Las conferencias improvisadas se sucedieron desde las tres a las siete de la mañana, y cuando los controladores del martes por la mañana estaban a punto de relevar al equipo de la noche, Griffin y Windler habían esbozado tres guiones para el PC+2. Aunque sabían que ninguno de los tres era perfecto, pensaban que los tres podían llevar a la tripulación a casa más pronto que con la trayectoria que hasta entonces estaban siguiendo.
Mientras Brian Duff planeaba la rueda de prensa de esa mañana, Glynn Lunney acababa su última hora en su consola y Fred Haise se levantaba de su turno de sueño insomne, Griffin y Windler se sentaron cansadamente en el pasillo, junto a la consola del director de vuelo, con los codos apoyados en las rodillas y la cabeza entre las manos, deseando sugerir, aunque sólo fuera por la postura adoptada, que no querían tomar parte en el ajetreo de la sala durante unos minutos. Chris Kraft se les acercó y les puso una mano en el hombro. Los dos hombres se volvieron.
—¿Qué hemos conseguido? —preguntó Kraft.
Griffin y Windler le miraron un instante sin comprender.
—¿Qué clase de encendido se os ha ocurrido? —especificó Kraft—. ¿Sabemos ya cómo vamos a proceder?
—Tenemos varias ideas bastante buenas —le dijo Griffin—. De momento, tenemos tres opciones y las tres pueden ser factibles.
—¿Podrían llevarse a cabo en doce horas? —preguntó Kraft.
—Deberían —respondió Griffin.
—¿Estaréis listos para hablar de ellas dentro de una hora?
—¿Qué quieres decir? —le preguntó Windler.
—Nos vamos a reunir unos cuantos para discutirlo en la sala de observación y tenemos que ser capaces de explicarles las cosas lo mejor posible.
—¿A quiénes, Chris? —le preguntó Griffin.
—Gilruth, Low, McDivitt, Paine… el personal de ese nivel. Más vosotros dos, Deke, Gene y quienquiera que seos ocurra. Probablemente un par de docenas de personas en total.
Griffin se quedó muy sorprendido. Gilruth, por supuesto, era Bob Gilruth, director del Centro Espacial de Operaciones Tripuladas; Low era George Low, director de Misiones Espaciales y de Vuelo; Paine era Thomas Paine, administrador de la NASA. Reunir a hombres como Deke, Kraft, McDivitt, Kranz y el resto de directores de vuelo en Control de Misión era una cosa; durante una misión, los titulares de los cargos de ese nivel se reunían constantemente en la sala de control o en sus aledaños para discutir problemas y procedimientos. Pero Gilruth, Low, Paine y los altos cargos rara vez asistían a las conferencias. Ellos eran los personajes influyentes, que confiaban a Kranz y Kraft y los demás la dirección de las misiones individuales mientras ellos dirigían el programa en su conjunto. Llevarlos a Control de Misión para celebrar una conferencia de altura en la galería de personalidades, acristalada e insonorizada, la sala más privada y menos privada del edificio, no tenía precedentes. Era una reunión del consejo de dirección de la Agencia, como una sesión plenaria del Congreso, y se celebraría ante los ojos de un público de controladores que nunca habían visto a tantos jerarcas de la NASA juntos.
—¿Dentro de una hora? —preguntó Griffin.
—Menos de una hora —respondió Kraft—. Y primero quiero reunirme con todos los directores de vuelo para asegurarme de que está todo bien atado. Tráete a Glynn y busquemos un sitio para hablar.
—Kranz está en el sótano con su Equipo Tigre —dijo Windler—. ¿Quieres que lo llamemos también?
—Sí —respondió Kraft, pero luego lo reconsideró—: No, no. No quiero molestarle hasta que sea necesario. Dejémosle seguir trabajando hasta la hora de la reunión. Después ya le llamaremos.
Griffin y Windler dieron un codazo a Lunney, le dijeron que Kraft le necesitaba y el director de vuelo del Equipo Negro cedió su consola a su ayudante y siguió a los tres hombres a la sala de mantenimiento de personal. Entraron, Kraft cerró la puerta, se sentó e inclinó la cabeza sin decir palabra, invitando a sus controladores a que le contaran lo que sabían. Lunney sabía poco más que el propio Kraft, así que cedió la palabra a Griffin que empezó a explicar los tres encendidos que acababan de planear. Kraft no necesitaba que le explicaran los fundamentos científicos; conocía la jerga de los Fido, los Guido y los directores de vuelo que les supervisaban. Lo que deseaba saber realmente eran las consecuencias de cada maniobra: cuáles eran los riesgos, cuáles las ventajas, cómo afectaría cada una de ellas las probabilidades de recuperar vivos a los astronautas.
Griffin se expresó con sinceridad y parquedad y Kraft le escuchó, asintiendo de vez en cuando, pero sin decir nada. Cuando el director de vuelo terminó, Kraft tomó la palabra y empezó a hacer preguntas, planteó objeciones, hurgó en las concepciones de Griffin, desafió sus cálculos y, en conjunto, intentó anticiparse al futuro interrogatorio de la sala de personalidades. Griffin y Wíndler respondieron a las preocupaciones de Kraft lo mejor posible y Lunney, para quien casi todo aquello era completamente nuevo, asintió expresando su aprobación. Finalmente, en menos de una hora, Kraft pareció satisfecho, abrió la puerta e inició la marcha del grupo hacia la galería de observación. Pero antes de llegar allí, Griffin le detuvo.
—Oye, Chris —le dijo—, yo me sentiría mucho más cómodo si no acudiéramos solos.
—¿A quién más necesitas? —le preguntó Kraft.
—Bueno, todos estos datos me los han dado mi Fido y mi Retro.
—¿Quiénes son?
—Chuck Deiterich y Dave Reed —repuso Griffin—. Si tuviera elección, no iría a ninguna parte sin ellos.
—Pues ve a buscarles. Y a Gene también —le dijo Kraft.
Kraft esperó a que Griffin fuera a buscar a Deiterich, Reed y Gene Kranz, y cuando llegaron se dirigieron todos hacia la sala de personalidades. Al entrar, el cuadro que les estaba esperando era imponente. Habían obligado a salir a los periodistas que trabajaban en las consolas de la derecha de la galería, y en la zona de la izquierda, unas dos docenas de hombres estaban esperando en silencio. Algunos ocupaban los asientos de la sala, pero la mayoría estaba de pie en los pasillos, apoyados en los respaldos de las butacas o en la pared. Por la cristalera del frente de la galería se veía toda la sala de control y, de vez en cuando, un controlador de vuelo levantaba la cabeza y echaba una mirada furtiva al consejo mudo que estaba encerrado detrás del cristal. Kraft no perdió el tiempo en preámbulos.
—En unas doce horas tendremos que realizar un encendido PC+2. Nuestro objetivo será hacer volver a la tripulación a casa tan rápido como sea posible y reducir al máximo el consumo de consumibles. Los directores de vuelo han preparado varias opciones de encendido y el equipo de Gerry, que ha hecho la mayor parte de los cálculos, será quien os los explique.
Griffin se adelantó, carraspeó y empezó a describir, lenta y ordenadamente, los procedimientos que ya había presentado a Kraft más rápidamente. Explicó, y estaba seguro de que los presentes lo entendían perfectamente, que el elemento consumible más valioso para el Apolo 13 no era el oxígeno, ni la energía ni tampoco el hidróxido de litio, sino el tiempo. Si regresaban a la Tierra enseguida, no habría problemas con el resto de las reservas vitales. Así pues, la solución evidente era encender el motor de descenso del LEM a plena potencia durante todo el tiempo que permitieran las reservas de combustible, aumentando la velocidad de la nave al máximo.
Pero la solución más evidente no tenía por qué ser la mejor. Si mantenían el motor en marcha hasta vaciar los depósitos, se quedarían sin combustible para futuras correcciones de medio curso, que podían ser necesarias: la nave tenía que recorrer más de 460 000 kilómetros, y por lo tanto el más leve error en la trayectoria inicial se multiplicaría por un número muy alto. La fase de ascenso del módulo lunar tenía su propio motor, que siempre podría usarse en una emergencia, pero para eso, los astronautas habrían de deshacerse primero de la fase de descenso… y la fase de descenso albergaba la mayor parte de las baterías y los tanques de oxígeno del módulo.
La duración y la potencia del encendido, prosiguió Griffin, condicionaría no sólo las reservas de combustible del Apolo y el tiempo de regreso a la Tierra, sino la localización de la zona de amerizaje. Sólo algunos de los océanos terrestres eran accesibles desde el espacio y sólo en uno de ellos, el Pacífico, navegaban los buques de rescate convenientemente equipados, así que las opciones eran limitadas. Las tres maniobras planeadas por Griffin y Windler enfocaban esos problemas desde perspectivas distintas.
La primera consistía en realizar un encendido prolongado. Lovell habría de encender el motor de descenso, llevarlo a la máxima potencia y mantenerlo en esa posición durante más de seis minutos antes de pararlo. Con dicha maniobra, que Griffin denominó encendido superrápido por simplificar, los astronautas amerizarían en el océano Atlántico el jueves por la mañana, justo 36 horas después del encendido PC+2 previsto para esa misma noche. Partiendo de los cálculos aún más pesimistas sobre la esperanza de vida del LEM, les daba un margen de tiempo muy holgado, razón que hacía muy atractiva esa opción. Pero el encendido superrápido tenía un precio muy alto: no sólo consumiría una cantidad enorme de combustible y mandaría a los astronautas a un océano donde la Armada no tenía siquiera un barco de pesca en ese momento, sino que requeriría que hicieran todo el camino de vuelta sin una parte esencial de su nave.
Para que la masa de las naves acopladas fuera lo bastante reducida de forma que la maniobra de jugarse el todo por el todo resultara efectiva, Lovell tendría que desprenderse del módulo de servicio inservible. Francamente, explicó Griffin, los directores de vuelo no albergaban esperanzas de que esa parte de la nave, reventada, pudiera volver a funcionar, pero aun así, eran reacios a abandonarla. El módulo de servicio, como bien sabían los administradores de la sala, ajustaba perfectamente en la base del módulo de mando, protegiendo el escudo térmico, que a su vez protegería a la tripulación durante la brutal reentrada en la atmósfera. Nunca se habían realizado experimentos para averiguar qué podía ocurrirle a un escudo térmico después de pasar un día y medio expuesto a los fríos del espacio, y aquél no era el mejor momento para llevar a cabo dicho experimento. Para complicar las cosas, aunque un escudo térmico ordinario pudiera sobrevivir a esas extremadas temperaturas, cabía la posibilidad de que el del Apolo 13 no fuera ordinario. Si el accidente que había destruido los tanques de oxígeno había causado la más mínima fisura en el grueso recubrimiento de resina epoxídica del escudo, las temperaturas glaciales del espacio sin Sol podían rajarlo de arriba abajo. Sin embargo, el regreso superrápido podía ser una opción si la cuestión de las reservas vitales se tornaba insuperable.
La siguiente maniobra era un encendido algo más lento que el superrápido, que permitía conservar un poco de combustible sin prolongar más que unas horas el tiempo de regreso. La mayor ventaja de ese procedimiento era que esas horas de más permitirían que la Tierra diera un cuarto de vuelta y ofreciera un hemisferio distinto para el amerizaje de la nave: el Pacífico, donde la presencia de buques de la Armada era numerosa. La peor desventaja era que, al igual que en la maniobra anterior, ésta requeriría el abandono del módulo de servicio inservible.
La última opción de encendido era la más lenta y la menos espectacular. Sin tocar el módulo de servicio de la Odyssey, Lovell encendería el motor de descenso del Aquarius únicamente durante cuatro minutos y medio, y sólo parte del tiempo a plena potencia. Como el encendido intermedio, esta maniobra más modesta dirigiría al Apolo 13 al Pacífico, pero con una diferencia: el amerizaje no se produciría a mediodía del jueves, sino a mediodía del viernes, al cabo de más de tres días, o sólo diez horas antes que si no procedieran a realizar ningún encendido PC+2.
Si únicamente hubieran de tener en cuenta el escudo térmico y la localización del rescate, concluyó Griffin, esta opción sería la más cómoda. Pero si se introducían en la ecuación las reservas consumibles, el tema se complicaba.
Griffin terminó su exposición y retrocedió para que sus superiores de la Agencia tomaran su decisión. Varias manos se alzaron de inmediato. ¿Qué probabilidades había de que el escudo térmico estuviera deteriorado? La probabilidad era baja, repuso Griffin, pero si se producía una grieta perderían a la tripulación con total seguridad. ¿Hasta dónde se podían estirar las reservas? Griffin admitió que era demasiado pronto para saberlo; Kranz, a su lado, coincidió en lo mismo. ¿Cuáles eran exactamente las horas de encendido de las tres maniobras y las Delta V? Deiterich y Reed se adelantaron y pasaron sus notas manuscritas, explicando el significado de cada dígito.
Los jefes pasaron casi una hora discutiendo las opciones mientras Kraft y su equipo de directores de vuelo esperaban. Deke Slayton, como jefe de astronautas y por tanto abogado principal de todos ellos, proponía insistentemente el encendido más rápido y otras voces no tardaron en sumársele. Pero fueron más numerosas, y pronto arrolladoras, las que optaban por el más lento. De acuerdo, las reservas eran un problema, pero ¿no estaban trabajando en ello Kranz, el Equipo Tigre y el legendario John Aaron? Sí, sería difícil explicar a los medios informativos y a la opinión pública por qué retenían en el espacio a los astronautas una hora o un día más de lo estrictamente necesario. Pero ¿no sería mucho más difícil explicar por qué traían a esa tripulación a tierra sin combustible, la dirigían hacia la atmósfera con el escudo térmico roto y la obligaban a amerizar en un océano donde no tenían barcos?
Kraft y los directores de vuelo les dejaron discutir y vieron, satisfechos, que los directivos optaban por la alternativa más lenta. Era la opción que preferían los propios directores de vuelo, y deseaban que también fuera la elegida por los administradores de la NASA. Cuando las discusiones empezaron a cuajar en consenso, Chris Kraft convirtió el consenso en decisión.
—Entonces, de acuerdo —resumió—. A las setenta y nueve horas y veintisiete minutos haremos un encendido de 280 metros por segundo durante cuatro minutos y medio, para amerizar en el Pacífico a las ciento cuarenta y dos horas. Si todo sale bien, el Apolo 13 estará en casa el viernes por la tarde.
Los presentes asintieron y, casi simultáneamente, se levantaron y empezaron a dirigirse hacia las puertas. Mientras los controladores de vuelo que estaban de servicio en las consolas levantaban la cabeza para ver cómo se dispersaban los gerifaltes, Gerald Griffin se volvió hacia Glynn Lunney:
—¿Qué te parece si nos dejamos de tanta palabrería y empezamos a trabajar?