Capítulo 7

Cuando Jim Lovell llegó al Centro de Pruebas de Aviación de la Armada de Patuxent River, en Maryland, no estaba relajado en absoluto. El teniente de veintinueve años acababa de realizar un viaje en coche de costa a costa desde el norte de California con su esposa, embarazada de seis meses, un hijo de dos años, una hija de cuatro y un Chevrolet de cinco que había amenazado con dejarle tirado en prácticamente todos los estados desde la bahía de San Francisco hasta la de Chesapeake. Era una tarde triste y húmeda de enero cuando la familia Lovell entró en Pax River, uno de esos días grises de la costa en que hacía demasiado calor para que nevara, demasiado frío para que lloviera, y el cielo estaba cargado de aguanieve. No fue una acogida muy calurosa para un hombre que acababa de recorrer 4640 kilómetros al volante. Pero si Jim Lovell no estaba de muy buen humor cuando entró despacio en la desconocida base naval, el humor de Marilyn Lovell era mucho peor.

Durante los últimos cuatro años, la familia Lovell había vivido en las afueras de San Francisco, en una pequeña comunidad cercana a la Estación Aeronaval de Moffett Field que a Marilyn le encantaba. A la chica de Milwaukee que se había ido al este, a Washington, para estar cerca de su novio de la Academia Naval, nunca le habían gustado demasiado los crudos inviernos del Medio Oeste ni los veranos abrasadores del Potomac, así que cuando la Armada destinó a su marido a una base aérea en la templada costa de California, le faltó tiempo para hacer las maletas.

Cuando llegó a Sunnyvale, Marilyn se empeñó en encontrar una casa que se ajustara a la idílica imagen que se hacía de la vida en la costa del Pacífico, y no tardó en encontrarla: un chalé muy bonito en una calle con el delicioso nombre de Susan Way. Durante el primer año que pasaron allí los Lovell, Marilyn se ocupó de convertir la modesta casa en un auténtico hogar; empapelando las paredes, poniendo cortinas, comprando todos los muebles que le permitió el salario militar de su marido y sembrando en los dos jardincillos azucenas, tulipanes, geranios y jacintos azules, que crecieron preciosos bajo el sol californiano.

En aquella casa nació su primer hijo varón, Jay, cuando su hija, Barbara, tenía dos años. Cuando la familia tuvo que mudarse en 1958, Marilyn estaba embarazada otra vez. Mientras ella y Jim hacían el equipaje, decidieron que si su próximo hijo era niña, la llamarían Susan en honor de la bonita calle que dejaban atrás.

En Maryland, el alojamiento no era tan idílico. Jim Lovell había sido destinado al Este con el rango de teniente y la tarea de ejercer de aprendiz de piloto de pruebas; y ninguna de las dos designaciones acarreaba demasiados privilegios. Los apartamentos asignados a los jóvenes oficiales y a sus familias se hallaban en un complejo residencial que sus vecinos llamaban Bloques de Cemento. Fieles a su denominación, los edificios eran cuadrados como cajas, estaban construidos con bloques de hormigón del ejército, pintados de un tono excesivamente sucio para ser calificado de blanco, demasiado brillante para el crudo y carecían de la sutileza del tono marfil.

El interior de los apartamentos era todavía más inhóspito, con ventanas muy pequeñas, techos bajos y claustrofóbicos y tuberías vistas que emergían del suelo, trepaban por las paredes y desaparecían en el piso superior. La Armada suministraba ochenta y cuatro metros cuadrados de vivienda poco acogedora, cifra que no era negociable, se tuvieran hijos o no. Cuando el Chevrolet se detuvo frente a esos bloques de estilo Bauhaus, a la familia Lovell se le cayó el alma a los pies.

Jim miró a su mujer un poco nervioso, de pie bajo la llovizna, frente a su nueva casa, mientras descargaban las cajas sobre la acera mojada.

—Bueno, admito que no es como California —dijo.

—No —corroboró Marilyn, buscando por quinta vez la dirección en la tarjeta mojada por la lluvia que le había dado el empleado de la oficina de alojamiento—, para nada.

—Me temo que aquí no vas a poder cuidar muchas flores —le dijo Lovell.

—Mmm, hum…

—¿Podrás soportarlo durante algún tiempo?

—Me he casado con un aviador naval. Son gajes del oficio.

—Supongo que sí —musitó Lovell, aliviado.

—Aunque te voy a decir una cosa: si tenemos otro hijo, no le llamaremos «Bloque de Cemento».

La Armada creía que podía ir tirando con aquellos barracones pelados, principalmente porque las esposas de los pilotos de pruebas como Marilyn Lovell estaban educadas en la tradición militar de aprovechar las cosas sin crear problemas, y los propios pilotos de pruebas, que estaban inmersos en su trabajo de aprender a volar en aviones no probados, no pasaban en casa el tiempo suficiente para darse cuenta de su entorno.

El trabajo que iba a desempeñar Lovell tenía escaso atractivo para un piloto ordinario. Sin embargo, para los aviadores con un poco de ánimo guerrero, era una auténtica perita en dulce, aunque peligroso.

Los pilotos de pruebas sabían que el día menos pensado, mientras sesteaban en su casa o estaban terminando de escribir un informe en su mesa, podían oír, o mejor dicho, sentir, el inconfundible topetazo de un avión al estrellarse en la hierba a dos o tres kilómetros de distancia, seguido por el rugido de los camiones de rescate, el aullido de las sirenas y la densa columna de humo negro ascendiendo por el horizonte.

En general, el piloto podía salir a tiempo del aparato averiado, abrir sin problema el paracaídas y contar a los ingenieros qué era lo que iba mal en el vehículo que le habían dado a probar. Pero también con bastante frecuencia, aquello no se producía, y un piloto más, voluntario para la arriesgada vida de Pax River, perdería toda oportunidad de volver a ofrecerse voluntario para nada. Aunque siempre había unos cuantos pilotos aficionados a los trabajos peligrosos como aquél, las esposas, y sobre todo las esposas con un niño de dos años, una niña de cuatro y un Chevrolet de cinco, que nunca lograría funcionar sin un hombre por los aledaños, no se lo tomaban con tanto entusiasmo.

Para intentar lograr las más altas probabilidades de que tanto los aviones como los pilotos sobrevivieran a sus excursiones, los aviadores recién llegados a Pax River pasaban seis penosos meses en la escuela de pilotos de pruebas. En enero de 1958, cuando llegaron Jim Lovell y el resto de sus compañeros, el ejército estaba estrenando una nueva generación de aviones de combate, los A3J Vigilante, F4H Phantom y F8U-2N Crusader. Cuando los pilotos de pruebas novatos no estaban a bordo de los vehículos de entrenamiento aprendiendo las habilidades que les permitirían probar esos nuevos reactores en el futuro, estaban encerrados en las aulas estudiando los arcanos de la aeronáutica, como diseño gráfico de trayectorias, matemáticas de ondas de choque, ritmos de ascenso y estabilidad longitudinal dinámica. Al final de su jornada laboral, cuando los estudiantes se retiraban a sus diminutos cuarteles, todavía tenían más cosas que hacer: preparar informes para sus instructores sobre su vuelo de la tarde o las clases de la mañana.

Lovell se sumió en su entrenamiento intensivo, robando por lo menos una o dos horas para el estudio todas las noches. Usaba el armario de un dormitorio como estudio, una tabla de madera de balsa como mesa y un casco de helicóptero relleno de algodón para amortiguar las voces de sus dos parvulitos y su niñita recién nacida. El aislamiento autoimpuesto dio fruto, y cuando terminó el semestre de entrenamiento, anunciaron que Lovell era el primero de su clase, poniéndose al nivel de otros dos wunderkinder (hijos maravillosos) de Pax River, Wally Schirra y Pete Conrad.

Generalmente, una calificación como aquélla significaba mucho para un piloto de Pax River. Los diversos destinos de vuelo disponibles para los recién graduados no eran en absoluto equiparables en prestigio con los afortunados aviadores enviados a la División de Pruebas de Vuelo, el escuadrón que estrenaba los aviones recién entregados para averiguar la rapidez y la agilidad de aquellas máquinas. El grupo siguiente, la División de Pruebas de Servicio, no juzgaba la agilidad de los aparatos sino su resistencia, y surcaba laboriosamente los cielos para determinar hasta dónde podían apurarlos antes de requerir mantenimiento y reparaciones. Bajando un nuevo peldaño venía la División de Pruebas de Armamento, donde, como su nombre indica, los pilotos se ocupaban principalmente de probar las armas, las bombas y los cohetes de los nuevos aviones. Y por fin, aunque menos codiciada, estaba la División de Pruebas de Electrónica, cuyos aviadores hacían poco más que sobrevolar perezosamente las bases militares y las ciudades cercanas, reuniendo datos sobre los modelos de antena y los radares.

Todos los pilotos de Pax River vivían en el temor de los destinos, en realidad exilios, de la División de Pruebas de Electrónica; bueno, todos menos el número uno de su promoción. Regía la política, no escrita pero establecida a lo largo de los años, de que el mejor calificado era enviado al destino que pedía. Pero lo que nadie sabía en la promoción de 1958 era que ese año había cambiado esa política. El comandante de la División de Pruebas de Electrónica afirmó, tajantemente que ya estaba harto de que le negaran por rutina a los primeros de cada promoción y que le gustaría, por lo menos una vez, elegir en la camada de pilotos. Amablemente, el comandante de la base, Butch Satterfield, le prometió que el número uno de la siguiente promoción, el grupo de Lovell, iría a las Pruebas de Electrónica.

—Señor… —dijo Lovell, presentándose en el despacho de Satterfield la misma tarde en que se publicaron los destinos— me pregunto si ha habido algún error.

—¿Error, teniente?

—Sí, señor —repuso Lovell—. Yo… pensaba que me iban a destinar a Pruebas de Vuelo.

—¿Y qué le hacía pensar tal cosa? —le preguntó Satterfield.

—Bueno, señor, he sido el primero de mi promoción y…

—Teniente, ¿tiene algo en contra de las Pruebas de Electrónica?

—No, señor —mintió Lovell.

—¿Sabía usted que el comandante de las Pruebas de Electrónica ha requerido especialmente al mejor piloto de su clase?

—No, señor. No lo sabía.

—Pues sí. Ya puede presentarse allí a paso ligero. Y cuando llegue, no se olvide de darle las gracias.

—¿De darle las gracias, señor?

—Por llamarle a usted personalmente.

Mientras Lovell se hacía cargo de su puesto como comprobador de radares, los acontecimientos que sucedían a 56 kilómetros Potomac arriba conspiraban de nuevo para cambiar su fortuna. Medio año después de que la Unión Soviética asombrara al mundo con el lanzamiento del Sputnik, el gobierno de Estados Unidos seguía luchando por cerrar las heridas de su orgullo tecnológico. Impaciente ante los fracasos americanos y preocupado por los éxitos soviéticos, entró en escena de mala gana el presidente Eisenhower. A partir de la Primera Guerra Mundial, el gobierno había creado una agencia federal de contornos difusos, llamada National Advisory Committee on Aeronautics (Comité Nacional de Asesoramiento sobre Aeronáutica), o NACA, cuya función era estar informada de la tecnología de ese campo y ayudar a la administración a determinar cómo gastar su dinero de Investigación y Desarrollo. Eisenhower pretendía ampliar las funciones de la NACA e incluir vehículos que pudieran volar fuera de la atmósfera, convirtiendo la agencia en algo más parecido a la National Aeronautics and Space Administration (Administración Nacional Espacial y de Aeronáutica).

Una de las mayores prioridades de la NASA era construir una nave que pudiera poner en órbita a un ser humano. El supervisor del proyecto era el doctor Robert Gilruth, ingeniero aeronáutico de Langley Research Facility, empresa ubicada en Virginia. Aunque todavía no existía ningún aparato capaz de realizar una misión tan improbable, una de las prioridades de Gilruth era empezar a seleccionar a los «astronautas», o navegantes estelares, que pudieran pilotar en su día cualquier nave que construyera la agencia espacial.

Gilruth y su equipo pasaron varias semanas determinando qué cualidades debían reunir esos pilotos: altura, peso, edad, formación; y cuando terminaron, pasaron esas exigencias a la Armada y a las Fuerzas Aéreas. El ejército introdujo esos criterios en sus nuevos ordenadores, que eran del tamaño de uña habitación, y extrajo una lista de 110 nombres que parecían ajustarse a lo requerido. Ese día, se enviaron télex a los primeros 34 de esos hombres, algunos de los cuales estaban realizando el servicio militar en el Centro de Pruebas de Aviación de Patuxent River, en Maryland.

Los hombres que llenaban el auditorio de Dolley Madison House, en la esquina de la calle H y la avenida East Executive, en Washington DC., formaban un grupo algo desconcertado. Les habían dado a entender que aquello iba a ser una sesión de información militar; y estaban seguros de que versaría sobre temas militares. Pero la reunión que acababa de iniciarse no se parecía a ninguna otra sesión informativa a la que hubieran asistido.

De hecho, les habían dado muchas pistas de que la conferencia de ese día sería más que extraordinaria. En primer lugar, habían pedido a los pilotos que no fueran de uniforme. La orden era: traje de paisano, preferiblemente formal. En segundo lugar, les habían instruido que no dijeran a nadie a dónde iban, ni a sus esposas, ni a sus compañeros de escuadrón, ni tampoco a ninguna otra persona que supuestamente fuera a acudir. La orden que recibió Jim Lovell era muy específica en este punto.

«Preséntese en la Oficina de Personal para Asuntos de Proyectos Especiales CNO OP5». CNO eran las siglas de jefe de operaciones navales; OP5 significaba quinta División de Operaciones, la que dirigía Pax River; y «Asuntos de Proyectos Especiales» era el código de «No hagas preguntas, simplemente preséntate, ya te lo explicaremos más adelante».

Tan asombrosa como el secreto del télex era la dirección a la que había que ir. No era inusual que un oficial de la Armada fuera convocado a Washington para asuntos profesionales, pero en tales casos, se le solía indicar que se presentara en el Pentágono o en alguna de las oficinas que la Armada tenía distribuidas por todo el distrito. El télex de Lovell le ordenaba presentarse en un sitio llamado Dolley Madison House, un edificio de Washington que había sido en su día la residencia de la cuarta primera dama y albergaba desde entonces una oficina administrativa.

Jim Lovell estaba en su mesa de la División de Pruebas de Electrónica cuando recibió el télex. Era miércoles, y la orden especificaba que estuviera en Washington a la mañana siguiente. Lovell tuvo la tentación de dirigirse a sus compañeros de clase de pruebas, mostrarles el despacho y preguntarles si lo había recibido alguien más y qué les parecía que podía ser. Pero el joven teniente se tomó en serio los protocolos militares y si el jefe de operaciones navales le pedía que guardara silencio sobre algo, no pensaba desobedecer. Además, a la mañana siguiente tendría la respuesta.

Lovell se despertó el jueves antes del amanecer y se puso su extraño traje de paisano. Mientras echaba su bolsa de viaje al asiento trasero del coche supo que no era el único piloto de Pax River que salía furtivamente de casa antes del alba. Vio a Pete Conrad, que le saludó con la mano tímidamente, enfundado en una camisa blanca almidonada, camino del aparcamiento, y Wally Schirra, que salía de la base sin decir una palabra a nadie y saludaba con la mano al guardia de la puerta.

Todos los oficiales respetaron escrupulosamente el secreto exigido en el télex del CNO, pero pocas horas más tarde, cuando se congregaron en el auditorio de Dolley Madison House con otros treinta pilotos de la Armada y las Fuerzas Aéreas, tuvieron libertad para especular sobre las razones de su presencia. Hasta el momento, nadie había averiguado nada. Los enteradillos decían que el Departamento de Defensa estaba desarrollando algún nuevo tipo de cohete, tal vez para sustituir el X-15. Otros propusieron la fantasía de que la reunión tenía algo que ver con el espacio. Lovell apostaba más por eso, pero lo hizo para sí mismo: era una tontería compartir semejante fantasía con sus compañeros.

Cuando todos los pilotos estaban ya sentados, las puertas del fondo de la sala se cerraron y un tipo calvo con aspecto académico, el doctor Robert Gilruth, subió a la tribuna.

—Caballeros —dijo sin más preámbulo que presentarse—, les hemos pedido que vengan para discutir el Proyecto Mercury.

Durante la hora siguiente, el doctor Gilruth describió al grupo de callados pilotos un plan que era, sucesivamente, la cosa más ambiciosa, más espectacular y más chiflada que habían oído en su vida. Gilruth quería, y así se lo dijo, mandar a un hombre, muy posiblemente a uno de los presentes, al espacio, a orbitar la Tierra, en menos de tres años. La nave que realizaría esa hazaña no sería tanto un vehículo como una especie de… bueno, cápsula, un embudo de titanio, de unos dos metros de base y sólo tres de altura. La cápsula, con el piloto encerrado dentro y atado a un asiento anatómico, sería puesta en órbita por un cohete Atlas, un misil balístico con una potencia de 667,2 HP.

Se elegiría aproximadamente a media docena de hombres para realizar esos viajes, cada uno de los cuales estaría en órbita durante un tiempo algo mayor que el anterior. El último hombre que saliera al espacio permanecería en órbita dos días. Todo el programa sería realizado por la administración civil, así que aunque todos los voluntarios conservarían su posición y su rango militar, ya no dependerían del Ministerio de Defensa. En cambio, serían responsables ante una nueva agencia gubernamental, la National Aeronautics and Space Administration. Hasta el momento, la NASA no había tenido tiempo para desarrollar sus planes mucho más allá de lo que había descrito Gilruth, pero si alguien tenía alguna pregunta, estaría encantado de contestársela.

Los pilotos se miraron unos a otros con indecisión, vacilando entre mostrar un interés genuino y la franca diversión que semejante propuesta les provocaba. Al cabo de un momento se alzó una mano.

Un piloto quería saber si el Atlas, en fin… no tenía fama de estallar en la plataforma.

Con total honradez, Gilruth admitió que sé habían producido algunos accidentes en el pasado, pero que los ingenieros coincidían en que ya estaban resueltos la mayor parte de los problemas.

Otro preguntó si ya se había construido el prototipo de… eh… la cápsula.

—¿Construido? No —reconoció Gilruth—. Pero algunos cerebros privilegiados ya han diseñado los primeros planos.

—¿Cómo controlará el piloto la cápsula durante el vuelo?

—No la controlará —respondió Gilruth—. Toda la misión sería controlada automáticamente desde tierra.

—¿Y el aterrizaje? —quiso saber el cuarto aviador.

—No habrá aterrizaje —dijo Gilruth—. Será un amerizaje. Unos cohetes pequeños despedirán a la cápsula fuera de la órbita y ésta descenderá hasta el mar con un paracaídas.

—¿Y si no funcionan los cohetes?

Para eso quería Gilruth a los pilotos de pruebas.

Cuando terminó el turno de preguntas y respuestas, Gilruth les dijo que tenían toda la noche para pensarlo. Durante los días siguientes habría más reuniones con médicos, psicólogos y otros oficiales del proyecto, que responderían a todas sus preguntas.

Cuando Gilruth dejó la tribuna, los hombres se levantaron y, pidiéndose silencio con los ojos, empezaron a salir y se dirigieron hacia los hoteles que les habían reservado por toda la ciudad. El grupo de Pax River se encaminó al Marriott, en la calle 14, casi sin poder ocultar su impaciencia por llegar allí. Gilruth habría previsto más reuniones para el viernes y el sábado, pero lo que los pilotos necesitaban en ese momento era reunirse solos en privado. Tras registrarse en el hotel y dejar las maletas, Lovell, Conrad y Alan Shepard, un antiguo alumno de Pax River, se dirigieron a la habitación de Wally Schirra, cerraron la puerta y, como pensándoselo mejor; echaron la cadena.

—Bueno —empezó Lovell—, ¿qué les parece, caballeros?

—Pues que no es el X-15, desde luego —dijo Conrad.

—Es un servicio peligroso, desde luego —dijo Schirra.

—Yo preferiría que usaran otra cosa en vez del Atlas —prosiguió Lovell—. Ese trasto tiene las paredes tan finas que se hunden si no están bien presurizadas.

—Pero cuanto más ligero, más rápido —dijo Shepard.

—Y mejor revienta —añadió Lovell.

—A mí no me preocupa tanto jugarme el pellejo como jugarme la carrera —dijo Schirra.

Los demás se miraron unos a otros y asintieron: Schirra había expresado exactamente lo que pensaban todos. Aunque ninguno de ellos tenía demasiadas ganas de amarrarse a la proa de un cohete y seguir el camino del infortunado satélite que había reventado en la plataforma de lanzamiento con la explosión del Vanguard, tampoco le tenían miedo. En la profesión de piloto de pruebas, siempre existía la posibilidad real de que la próxima cabina en la que uno se montara fuera la última. Sin embargo, los aviadores tenían en cuenta las compensaciones profesionales por correr ese nesgo tan grande. Creían que si seguían el camino trazado, si regresaban a tierra con su aparato de pruebas y su físico intactos, su ascenso en el escalafón militar se aceleraría en gran medida: de aviador pelado a mandar un escuadrón de dieciocho aparatos; luego, un grupo de cuatro escuadrones aéreos; posteriormente, realizarían un servicio en el Pentágono; mandarían un buque pequeño como un petrolero o un transporte de tropas, y por fin llegarían al mando de un portaaviones o incluso podían alcanzar el rango de general. Era un largo camino, con incontables oportunidades de meter la pata, pero también estaba muy bien definido. La clave era no quedarse atrás. Si alguien permanecía varios años haciendo una tarea tonta y marginal, como por ejemplo, presentarse voluntario para un grupo espacial disparatado, podía perder el tren.

Wally Schirra, por de pronto, había trabajado duramente para llegar a donde estaba, y no quería perder el tiempo con ciertas cosas. Y cuanto más reflexionaba sobre aquello, cuanto más ponía en tela de juicio ante sus compañeros si los funcionarios de Dolley Madison comprendían realmente el sacrificio que les estaban pidiendo, más crecieron las reservas de los hombres que estaban en su habitación del Marriott.

O por lo menos al principio. Al cabo de un rato, Lovell empezó a vacilar. ¿Y si esa chifladura de programa resultaba ser el modo más rápido de ascender? ¿Sería posible saltarse el mando de escuadrones, el de grupos aéreos y el mando de buques de guerra para llegar a general pilotando un cohete Atlas? ¿Y qué sabría Wally, por mejor compañero que fuera, de todo eso? ¿Estaría intentando acaso sembrar la duda suficiente, de manera encubierta, entre sus primeros competidores para que se retiraran antes de empezar?

Era imposible saberlo. Pero Lovell, que había soñado, respirado y estudiado los cohetes durante veinte años, que había construido su propio «Atlas», hasta que explotó, hacía más de quince años, no estaba muy dispuesto a que unas cuantas preocupaciones sobre su carrera le impidieran montarse en un cohete de verdad. A la media hora de llegar al hotel, todos los pilotos que estaban en la habitación de Wally habían aceptado que el Proyecto Mercury podía muy bien representar el fin de su carrera naval. Y todos habían decidido que harían lo que fuera para participar en él.

El examen médico preliminar para el Proyecto Mercury se llevó a cabo en la clínica Lovelace de Albuquerque, Nuevo México. Treinta y dos de los hombres del grupo de élite seleccionado para participar en el programa aceptaron la invitación. El grupo se dividió en unidades menores de seis o siete individuos, que fueron enviadas de una en una a Lovelace, a pasar distintas pruebas médicas durante una semana. De los seis hombres del grupo de Jim Lovell, cinco pasaron con éxito la dura prueba de siete días.

En cuanto llegaron, los candidatos a astronauta comprendieron que lo que la NASA tenía en mente no se parecía en nada a los exámenes médicos que habían pasado anteriormente. Seis hombres sanísimos y en la flor de la vida se entregaron de todo corazón a los doctores, deseando desesperadamente pasar la criba sanitaria para que les aceptaran en el programa, y por lo tanto, estaban decididos a no poner pegas a ningún procedimiento que hubiera planeado realizar el hospital de Nuevo México. Los médicos estaban entusiasmados ante aquella perspectiva.

Los pilotos se sometieron a análisis de sangre, radiografías de corazón, electroencefalogramas, electromiografías, electrocardiogramas, análisis gástricos, pruebas de hiperventilación, de peso hidrostático, de equilibrio vestibular, pruebas radiológicas generales, de funcionamiento del hígado, de resistencia en bicicleta, pruebas ergométricas en aspas de molino, de percepción visual, de funcionamiento pulmonar, de fertilidad, análisis de orina y pruebas intestinales. Los candidatos a astronauta se sometieron a aquellas violaciones de todo el cuerpo, dejando que les inyectaran contrastes en el hígado, agua fría en el oído interno, les pincharan con agujas electrificadas en los músculos, les llenaran el intestino de bario radiológico, les palparan las glándulas prostáticas, les sondearan los senos, les sondaran el estómago, les sacaran sangre, les pegaran electrodos en el cráneo y en el pecho y les pusieran hasta seis enemas diarios para vaciarles las tripas.

Al término de aquella semana de pesadilla, o bien les entregaban una tarjeta que decía que habían superado las pruebas y que debían presentarse en la Base Aérea de Wright Patterson, en Dayton, Ohio, para pasar otras pruebas, o que no las habían superado y debían regresar a sus antiguos cuarteles, con el agradecimiento del gobierno por haberle dedicado su tiempo y su sacrificio. Los primeros seis días transcurrieron con todas las molestias que les habían anunciado y el séptimo, cinco de los seis pilotos recibieron la tarjeta con las instrucciones de presentarse en Wright Patterson.

—¿Ha estado usted enfermo últimamente, teniente? —preguntó el doctor A. H. Schwichtenberg a Jim Lovell cuando éste entró en su despacho, con sus órdenes de regresar a Maryland.

—Pues no, que yo sepa, señor. ¿Por qué?

—Es por su bilirrubina —le contestó el médico, abriendo una carpeta y repasando la primera hoja—. La tiene un poco alta.

—Ah… Pues yo no sabía ni que tenía bilirrubina —dijo Lovell.

—Pues sí, teniente. Todos tenemos. Es un pigmento natural del hígado, pero usted tiene demasiada.

—¿Y eso es una enfermedad? —preguntó Lovell.

—No exactamente. Generalmente significa que uno ha estado enfermo.

—Bueno, si he estado enfermo, ahora estoy mejor.

—Cierto, teniente.

—Y si estoy mejor, no hay razón para que no siga adelante en el programa.

—Teniente, ahí fuera hay cinco hombres sin problemas de bilirrubina, y veintiséis más en camino, probablemente sin ellos. Yo tengo que basar mis decisiones en algo. Sé que ha pasado usted una semana horrenda, y le agradecemos el tiempo que nos ha dedicado.

—¿No podrían repetirme las pruebas de hígado? —aventuró Lovell—. Tal vez haya habido un error.

—Ya se ha hecho —dijo Schwichtenberg—. No había error. Pero muchas gracias por todo.

—Mire, señor —insistió Lovell—, si sólo aceptan a especímenes perfectos, sólo recogerán una clase de datos. Aprenderán mucho más de los que tengamos una pequeña anomalía.

Schwichtenberg cerró la ficha de Lovell, la apartó y levantó la vista.

—Muchas gracias por todo —repitió lentamente.

Jim Lovell regresó a los Bloques de Cemento y, al día siguiente, a la División de Pruebas Electrónicas de Pax River. Dos semanas más tarde volvió Conrad. Al poco tiempo, los dos pilotos veían en la televisión a su colega de Pax River, Wally Schirra, con Al Shepard, Deke Slayton, John Glenn, Scott Carpenter, Gordon Cooper y Gus Grissom, formados ante un enjambre de periodistas en el mismo auditorio de Dolley Madison donde se habían congregado por primera vez Lovell y los demás, mientras les proclamaban primeros astronautas de la nación.

Lovell presenció la ceremonia en el pequeño televisor de su reducido piso y, durante los tres años siguientes, siguió viendo cómo aquellos hombres hacían los viajes que sus exámenes médicos le habían negado. Al Shepard realizó un vuelo suborbital de quince minutos en un pequeño cohete Redstone; Gus Grissom uno idéntico en un misil idéntico; John Glenn voló en el Atlas, un vehículo mayor que puso por fin en órbita al primer americano; después Scott Carpenter repitió el último vuelo del Atlas.

Mientras los astronautas del Mercury iniciaban la historia aeroespacial, la carrera de Lovell en la aviación también iba mejorando, dentro de su modestia. Pruebas Electrónicas había resultado ser un exilio menor de lo que él se temía, y en 1961 se fusionó con Pruebas de Armamento, una división más dinámica, formando la División de Pruebas de Armas. Con la creciente sofisticación de los reactores de combate, también aumentó la de las armas que portaban, y no tardó en hacerse evidente que si un piloto deseaba descargar sus bombas o soltar sus cohetes con eficacia, tendría que ser menos un bombardero que un técnico electrónico. El primer avión que integraba completamente armamento y electrónica fue el F4H Phantom, un aparato para todo uso especialmente diseñado para el combate nocturno.

Lovell, que se había entrenado en el portaaviones Shangri-La justo para esa clase de tareas espeluznantes, fue nombrado director de programa del grupo de Pruebas de Armas encargado de evaluar el nuevo aparato. El cambio de destino significó para él mayor prestigio pero también frecuentes desplazamientos, principalmente a la planta aeronáutica McDonnell, de St. Louis, donde se construía ese avión. Finalmente, también supuso un cambio de alojamiento. Cuando terminaron las pruebas del F4H y llegó el momento de entrenar a los aviadores que los pilotarían, el encargo también se lo encomendaron a él, así que se mudó con su familia de los Bloques de Cemento a la Estación Aeronaval Oceana de Virginia Beach, para trabajar en el Escuadrón de Combate 101 como instructor de vuelo.

Al final del programa Mercury, en el verano de 1962, a Deke Slayton ya le habían dado la devastadora noticia de que no podría participar en los vuelos espaciales debido a una fibrilación de corazón, y sólo quedaban Wally Schirra y Gordon Cooper sin salir al espacio. Lovell estaba en la sala de espera de Oceana, tomándose un café antes de salir a volar esa tarde; cogió un ejemplar de Aviation Week & Space Technology y se puso a hojearlo.

Con los últimos coletazos del Mercury, la revista había empezado a publicar algunos artículos sobre el próximo programa Gemini y las dos naves biplaza que utilizarían los astronautas elegidos para realizar sendas misiones. El ejemplar de esa semana no publicaba nada acerca de la nave en sí, pero al final de la sección de noticias había un artículo muy breve que informaba de un reciente comunicado de prensa de la NASA. El titular rezaba: «La NASA aumentará la plantilla de astronautas». Y: «Entre cinco y diez astronautas más serán seleccionados el próximo otoño para el programa de vuelos espaciales tripulados de la NASA».

Lovell dejó bruscamente la taza de café en la mesa de las revistas, salpicándose la mano, leyó precipitadamente la nota de dos frases y, antes incluso de acabarla, ya había decidido que volvería a presentarse voluntario. Bueno, era algo mayor, estaba a punto de cumplir treinta y cuatro años, pero pensó que eso también aportaría mayor experiencia. Efectivamente, diez plazas en la NASA significaban muchos más voluntarios que la última vez, pero la gente de la Agencia ya conocía el nombre de Lovell. Y claro, estaba la cuestión de la bilirrubina. Sin embargo, después de superar con éxito cuatro vuelos del Mercury y con cuatro pilotos sanos después de la experiencia, Lovell sospechaba, o al menos esperaba, que la NASA estaría menos preocupada por encontrar especímenes físicamente perfectos que por buscar a los mejores pilotos. Muy probablemente, el primer rechazo de Lovell le descalificaría también en esta ocasión, pero decidió en la sala de espera que tenía que volver a intentarlo. Pensó que salir al espacio para probar una nueva nave espacial era una aventura mucho más excitante que volar a St. Louis para probar un nuevo reactor.

—¡Eh, Lovell, al teléfono! —le llamó alguien desde la oficina del escuadrón de Oceana.

Jim Lovell levantó la vista con cansancio del informe que llevaba media hora estudiando y preguntó:

—¿Quién es?

—Se lo he preguntado, pero no me lo ha dicho.

Lovell dejó el informe, pulsó la tecla de su teléfono y descolgó.

—Quería hablar con Jim Lovell —dijo una voz.

La voz le sonaba familiar, pero Lovell no logró identificarla. Era el 13 de septiembre de 1962, más de dos semanas después de que regresara de la NASA, tras realizar las entrevistas para el Programa Gemini, y en el tiempo que pasó allí había conocido a mucha gente y oído muchas voces. No estaba muy seguro de conocer a aquella persona.

—Soy yo mismo —respondió Lovell.

—Jim, soy Deke Slayton.

Lovell se enderezó en su silla sin decir nada. La revisión médica de la NASA se efectuó en la Base Aérea Brooks de San Antonio, Tejas y, como la última vez, Lovell había hablado principalmente con médicos. Pero a diferencia de la ocasión anterior, había superado las pruebas médicas y le habían enviado a Houston para que le entrevistaran en la Base Aérea Ellington. Cuando eliminaron a Deke de la lista de astronautas activos, le nombraron director de Operaciones de Vuelos Tripulados, con la tarea de supervisar las actividades de todos los astronautas en activo y la selección de los futuros. Lovell había pasado muchas horas en Houston entrevistándose con Deke, y esperaba una llamada suya. Pero no sabía si esa llamada le traería buenas o malas noticias.

—Jim, ¿estás ahí? —le preguntó Slayton.

—Eh… Sí, Deke, sigo aquí.

—Bueno, te llamaba por lo del equipo de astronautas.

—Ya… —dijo Lovell, con la garganta seca.

—Y me preguntaba… si te gustaría venirte a trabajar con nosotros.

—¿Yo? —exclamó Lovell levantando la voz. Los demás hombres de la oficina se volvieron a mirar.

—Eso te preguntaba… —Slayton se echó a reír.

—Sí, sí, claro —tartamudeó Lovell.

—Bien. Encantado de tenerte a bordo —le dijo Slayton.

—Encantado de subir a bordo. ¿Puedes decirme quién más ha entrado? ¿Han aceptado a Pete?

—Ya te enterarás. Ahora lo que necesitamos es que todos los nuevos astronautas vengan a Houston pasado mañana para anunciárselo a la prensa. Queremos mantenerlo todo en secreto hasta entonces, así que mañana tú te vienes para acá en avión y luego tomas un taxi directo hasta el Rice Hotel. ¿Entendido?

—Rice Hotel —repitió Lovell cogiendo un papelito y anotándolo de forma ilegible.

—Y cuando llegues allí, dices que tienes una reserva a nombre de Max Peck.

—Pregunto por Max Peck —dijo Lovell.

—No. No preguntas por Max Peck. Les dices que eres Max Peck.

—¿Que yo soy Max Peck?

—Exacto.

—Deke…

—¿Sí…?

—¿Quién es Max Peck?

—Ya lo averiguarás.

Slayton colgó. Lovell se quedó con el receptor en la mano, pulsó la tecla para cortar la comunicación y llamó precipitadamente a Marilyn.

—Nos vamos —le dijo en cuanto ella descolgó.

—¿A dónde? —le preguntó Marilyn.

—A Houston.

Se produjo una pausa. Lovell habría jurado que su mujer sonreía audiblemente.

—Vente a casa. Tendrías que decírselo tú a los niños —le dijo ella.

Cuando, al día siguiente, Lovell llegó al aeropuerto William Hobby de Houston, su recibimiento fue poco clamoroso, en realidad no lo hubo.

Por lo visto, Slayton quería mantener a rajatabla el secreto. Cuando Lovell se bajó del avión, le recibió una racha de aire cálido y húmedo, e hizo lo que le pidieron: cruzó la terminal y tomó un taxi.

Durante el trayecto hasta el hotel, Lovell se empeñó en prestar atención; pensó que si iba a mudarse allí con su familia, tendría que empezar a conocer la ciudad. Mientras el taxi recorría Gulf Freeway, Lovell distinguió un gran cartel en lo alto de un edificio: «Alójese en el Rice Hotel. ¡Su anfitrión en Houston!». Y debajo, en caracteres más pequeños: «Director: Max Peck».

Confuso, Lovell intentó volverlo a leer antes de que el taxi lo dejará atrás a toda velocidad, pero no le dio tiempo. Al llegar al hotel pagó al taxista, entró en el vestíbulo y miró a su alrededor. No había ni rastro de Deke o Conrad, ni de nadie con aspecto ni remotamente relacionado con la NASA.

Sintiéndose bastante perdido, Lovell se dirigió al mostrador con tanta desenvoltura como pudo y saludó con la cabeza a la recepcionista.

—Tengo reservada una habitación sencilla —dijo—. Soy Max Peck.

La recepcionista era una chica muy joven.

—Perdóneme… ¿Quién dice que es?

—El señor Max… Quiero decir, el señor Peck. Max Peck.

—Emm… creo que no —contestó la joven.

—No, de verdad —dijo Lovell con poca convicción.

De repente apareció otro empleado del hotel por detrás de la recepcionista, un hombre alto, de aspecto jovial, con un distintivo que le identificaba como Wes Hooper.

—Yo me ocuparé de esto, Sheila —le dijo a la chica; después se dirigió a Lovell—. Me alegro de verle, señor Peck. Le estábamos esperando. Ésta es su llave, y por favor, llame si necesita algo.

Un poco aturdido, Lovell dio las gracias al señor Hooper y se alejó por donde le habían indicado. Qué tontería, pensó. Una cosa era el secreto para eludir a la prensa, pero aquel jueguecito del gato y el ratón era ridículo. Lovell llegó a su habitación, dejó su bolsa en la cama y se echó. Casi inmediatamente sonó el teléfono.

—¿Diga? —dijo con cansancio al descolgar.

No obtuvo respuesta.

—¿Diga? —repitió, más despierto.

—¿Con quién hablo? —le preguntó una voz.

—¿Quién llama? —le preguntó Lovell.

—Soy Max Peck.

—¿Quién? —gritó Lovell.

—Max Peck.

—¿Trabaja usted en el hotel?

—Pues no —repuso la voz—. Sólo soy un huésped. Y creo que usted está ocupando mi habitación.

—Creo que no —le dijo Lovell.

—Pues yo sí.

—Mire —replicó Lovell—, no sé cuántos Max Peck hay aquí esta noche, pero de momento puede considerarme uno de ellos. Ésta es mi habitación, la reserva se hizo a mi nombre y pienso quedarme aquí. Si tiene usted algún problema, le sugiero que hable con el director. ¡Se llama Max Peck!

Lovell colgó.

Tal vez Slayton tuviera alguna razón para llevar adelante aquella estupidez, pero él era incapaz de imaginársela. Aunque sí estaba seguro de una cosa: no pensaba quedarse encerrado en su habitación a esperar que alguien aclarara las cosas. Eran más de las seis de la tarde y Lovell pensaba darse una ducha, cambiarse y bajar a cenar. Si tomarse una copa y cenar en el restaurante del hotel le descubría, pues que le descubrieran.

En cuanto llegó al vestíbulo, Lovell vio que si él no estaba demasiado preocupado por disimular su identidad, a los demás hombres que había mandado la NASA les traía sin cuidado. Sentado cómodamente en medio del vestíbulo del hotel, Pete Conrad se tomaba una copa, fumando su pipa. A su lado, con otra copa y mi puro enorme y apestoso, estaba el piloto de la Armada John Young. Lovell se habría puesto a dar saltos: ¡Conrad y Young, ambos alumnos de Pax River! Los conocía y los respetaba a los dos, y le encantaría orbitar el planeta en no importaba qué nave, en cualquier misión, con cualquiera de los dos. Cruzó apresuradamente la estancia, procurando que Young y Conrad no le vieran, se coló entre sus compañeros y les dio una palmada en la espalda.

—Así que hemos aterrizado —les dijo.

—¡Jim! —exclamó Conrad, volviéndose y atisbando a través de la nube de humo que le envolvía la cabeza.

—¿Cómo habéis venido a parar aquí? —les preguntó Lovell, estrechándoles la mano y abrazándolos.

—Supongo que nos habremos colado por la misma tronera —comentó Conrad.

—Pues deberían vigilarla —dijo Lovell—. De momento, parece que somos todos de la Armada.

—No del todo —observó Young dirigiendo los ojos hacia un sillón no muy alejado de donde se hallaban.

Lovell siguió su mirada y advirtió a un hombre de aspecto inconfundiblemente militar que estaba tomándose una copa y leyendo el periódico.

—Ed… —le dijo Young. El hombre se volvió y sonrió—. Te presento a Jim Lovell. Jim, Ed White, de las Fuerzas Aéreas.

El hombre se levantó, dio un paso hacia Lovell y le tendió la mano. Lovell le estudió la cara un instante. Le resultaba vagamente familiar.

—Encantado —dijo Lovell, tendiéndole la mano.

—En realidad, ya nos conocíamos —le dijo White.

—«Lo sabía…» —pensó Lovell, mientras le asaltaban viejos recuerdos.

—Pero sólo por teléfono —añadió White.

—¿Ah, sí?

—Sí. Yo era el Max Peck que ha llamado a tu habitación.

—¿Eras tú? ¿Es que todos somos Max Peck hoy? —preguntó Lovell. Conrad y Young asintieron—. Vaya, estoy impaciente por conocer a todos los demás…

Ninguno de los cuatro sabía a quién más habría mandado la NASA esa noche al Rice Hotel, pero si la Agencia no acudía a recibir a los recién llegados, ellos se encargarían de ello. Lovell, Conrad, Young y White se acomodaron en el vestíbulo, pidieron otra copa y después se dirigieron al restaurante a cenar.

No perdieron de vista el vestíbulo durante toda la velada y al correr el tiempo fueron apareciendo otros cinco hombres, todos ellos con la misma expresión ligeramente aturdida que mostraba Lovell cuando entró en el hotel.

Eran Frank Borman, Jim McDivitt y Tom Stafford, los tres de las Fuerzas Aéreas. También Elliot Sce, un piloto civil de pruebas de General Electric. Y por último, llegó Neil Armstrong, otro civil que había realizado la mayor parte de sus tareas de prueba para la propia NASA. Con aquel pedigrí en la Agencia, lo raro hubiera sido que no le eligieran. Los que se fueron reuniendo llamaron a los recién llegados, se presentaron unos a otros y les invitaron a tomarse una copa con ellos.

Al final eran nueve. Se quedaron todos mirándose unos a otros, bastante asombrados.

De los centenares de pilotos de pruebas que habían mandado su nombre a la NASA ese año, sólo ellos nueve habían sido elegidos. Todos ellos, con excepción de Armstrong y See, habían ido ascendiendo por el escalafón militar a lo largo de su carrera, y todos ellos la habían dejado atrás brusca, y, podría decirse, temerariamente. No estaba muy claro cuándo viajarían al espacio, cómo se las arreglarían una vez allí, o si llegarían a hacerlo, como el pobre Deke. Pero tenían una cosa muy clara, mientras se tomaban su copa en la cálida iluminación del salón del hotel, envueltos en humo: en ese momento no les parecía que la carrera que estaban abandonando fuera preferible a la que iban a iniciar, desde luego.