Capítulo 6

Tom Kelly se fue a dormir antes de las once la noche del 13 de abril y no quería que se le molestara. Durante los últimos meses se acostaba más temprano y se levantaba más tarde de lo habitual, y le parecía estupendo.

No es que Kelly se quejara de los horarios que había llevado hasta entonces, aunque efectivamente había trabajado de diez a doce horas diarias durante nueve años, sin pensar siquiera que se pudiera vivir de otro modo. Así se funcionaba en Grumman Aerospace, en Bethpage, Long Island, desde principios de los sesenta, cuando la empresa consiguió el contrato para fabricar el llamado módulo de paseo lunar, la curiosa nave artrópoda pensada para llevar al hombre a la Luna antes de 1970.

Al principio, Grumman no había querido tener nada que ver con ningún LEM. Desde el día en que el presidente Kennedy había anunciado su exorbitante plan de explorar la Luna, la compañía le había echado el ojo al auténtico gran premio de la ingeniería: el módulo de mando del Apolo, la nave nodriza que llevaría al frágil vehículo lunar hasta las proximidades de la Luna y luego lo esperaría en órbita mientras éste alunizaba y regresaba al espacio. Por supuesto, para la prensa y los contribuyentes, la nave orbital no tenía tanto atractivo como el vehículo multípodo saltacráteres lunar. Pero a Grumman no le importaban las preferencias del público sino la opinión de sus accionistas, y para una compañía que tenía que pagar dividendos y presentar informes financieros anuales, la construcción de una nave nodriza que la NASA usaría durante años, para sus misiones lunares, en la órbita terrestre y para las estaciones espaciales tenía mucho más significado económico que el diseño de un vehículo lunar especializado que sólo serviría para ese propósito, suponiendo que llegara a construirse.

Desde luego, Grumman no era la única empresa que codiciaba hacerse con el encargo de construir la nave orbital. Otra de las firmas interesadas era North American Aviation, de Downey, California. Grumman sabía que North American era un formidable contrincante, y cuando se presentaron los proyectos y se extendieron los contratos, fue el coloso californiano quien se llevó el gato al agua. En la industria aeroespacial nadie sabía cuántas naves construiría North American para la administración, pero tras más de ocho años de investigación y desarrollo, y la perspectiva de realizar docenas de viajes tripulados y no tripulados, la empresa había encontrado un filón, en opinión de todo el mundo. Un año después, tal vez como premio de consolación, o puede que porque North American ya tenía entre las manos su trofeo, Grumman fue elegida para construir el menos codiciado vehículo lunar, recibió el contrato de la administración, la felicitación de sus competidoras y bastantes sonrisitas, por su buena suerte, de parte del resto de la comunidad dedicada a la ingeniería.

En los años posteriores, las sonrisitas cesaron y desde marzo de 1969, cuando los astronautas del Apolo 9, Jim McDivitt, Dave Scott y Rusty Schweickart pusieron en órbita terrestre el primer LEM tripulado, lo separaron del módulo de mando y recorrieron su propia órbita por separado, la nave había sido la niña bonita del público aeronáutico.

La primera hazaña del vehículo lunar había sido tan brillante que la NASA decidió intentar otras maniobras experimentales, como que las naves ensambladas no fueran propulsadas por el enorme motor de propulsión de servicio de la nave nodriza, sino por el modesto motor de alunizaje del LEM. Al fin y al cabo, también entraba dentro de lo posible que la fiable nave orbital de North American necesitara un empujoncito de emergencia del modesto módulo de Grumman.

A partir del Apolo 9, ninguna nave norteamericana había despegado sin su LEM, y los cinco vuelos de los últimos trece meses habían empezado a cobrarse su tributo entre Kelly y el personal de Grumman. La empresa tenía tres equipos trabajando las veinticuatro horas del día, controlando todos los vuelos del LEM: un equipo en una sala, anexa a Control de Misión, otro en un edificio anejo, cerca del campus del Centro Espacial, y otro en Bethpage. Un jefe de ingenieros como Kelly tenía que estar dispuesto a visitar frecuentemente y de forma indistinta estos emplazamientos cualquier día de la semana, y cuando despegó el Apolo 13, la compañía comprendió que no podía exigir a sus directivos que mantuvieran ese ritmo indefinidamente.

Como recompensa por sus horas de dedicación, Grumman decidió enviar a algunos de sus empleados más valiosos a pasar un año sabático en el Instituto de Tecnología de Massachusetts, para recuperar aliento y estudiar gestión industrial. Kelly fue de los primeros ingenieros jefe elegidos para ese programa y estaba muy ilusionado con el cambio.

Durante los últimos días, Kelly había seguido la misión del Apolo 13 desde su habitación en Cambridge, y sabía que la noche del 13 de abril Jim Lovell y Fred Haise visitarían el LEM para realizar una inspección inicial y una transmisión televisada a la Tierra. A Kelly le habría gustado presenciar la apertura de la escotilla, como en vuelos anteriores, pero las cadenas de televisión no iban a transmitir el programa, y los dos únicos sitios donde podría haberlo visto eran Bethpage y Houston. Sus colegas de Grumman, como los hombres de las consolas de Control de Misión, presenciarían la transmisión, y Kelly sabía que le llamarían por teléfono si algo salía mal, pero para alguien que había asistido al corte de la primera pieza del primer LEM, aquello era un pobre sucedáneo.

No obstante, en los meses iniciales de su exilio voluntario en Cambridge, Kelly comprendió que habría de ser así y, después de esperar levantado a que acabara la inspección del LEM a la hora prevista, se fue a la cama.

Pero su teléfono sonó poco después de la una de la madrugada. El ingeniero abrió un ojo, miró qué hora era y descolgó. Embotado, gruñó por el receptor.

—Tom —se oyó una voz por la línea—, despierta. Deprisa.

Kelly la reconoció instantáneamente: era Howard Wright, otro ingeniero de Grumman que disfrutaba del año sabático en el MIT.

—Howard… ¿Qué pasa?

—Hay un problema muy grave, Tom. Gravísimo. Ha habido alguna clase de explosión en el Trece. Se han quedado sin energía, sin oxígeno y han tenido que abandonar la nave e instalarse en el LEM.

—Pero ¿qué dices? —preguntó Kelly, completamente despierto.

—Eso mismo. Lovell, Swigert y Haise están en una situación crítica. He hablado con Grumman y quieren que vayamos para allá enseguida. Nos espera una avioneta en Logan y tenemos que salir inmediatamente.

Kelly se sentó en la cama sobresaltado y, todavía con Wright al teléfono, puso en marcha la radio de la mesilla de noche. Comprendió de inmediato que su amigo estaba en lo cierto. La emisora de noticias estaba radiando lo que parecía ser una rueda de prensa desde Houston.

Kelly manipuló el selector y descubrió que las demás emisoras de onda media también la estaban transmitiendo. Oyó las preguntas de los reporteros a los representantes de la NASA y, por lo que pudo sacar en claro, sus respuestas no sonaban alentadoras.

—… ¿Podría decirnos cuál ha sido la causa del problema? —preguntaba un periodista de la emisora que captó Kelly al azar—. ¿Podría causar un incidente como el acaecido esta noche la colisión con un meteorito?

—Sea lo que fuere lo sucedido, parece haber sido algo muy violento —respondió una voz; sonaba como la de Jim McDivitt, el comandante del Apolo 9 y director en funciones de la oficina del programa Apolo—. No quiero decir que haya sido eso lo que ha pasado, me entiende… pero sí que existe la posibilidad.

—Tampoco hemos podido reconstruir el incidente —prosiguió otra voz, que parecía la de Chris Kraft—, porque de momento nos preocupa más controlar la situación.

—Una pregunta para Jim McDivitt —intervino otro periodista (así que era McDivitt)—: ¿Cuánta energía y cuánto oxígeno hay en el LEM?

—Depende de cómo la aprovechemos —repuso McDivitt—. Tenemos cuatro baterías para la fase de descenso del LEM y otras dos para la de ascenso. En cuanto al oxígeno, tenemos veintidós kilos en los tanques de descenso y medio kilo en cada uno de los tanques de ascenso.

—Si la comparamos con otras emergencias, Chris —(así que era Kraft)—, por ejemplo la reentrada indebida de Scott Carpenter, el atascamiento del propulsor del Gemini 8 o el problema de John Glenn con el equipo de retropropulsión, ¿cómo clasificaría esta situación? —Se produjo una larga pausa en las ondas.

—Yo diría… —respondió finalmente Kraft— que ésta es la situación más seria que hemos tenido nunca en el programa de vuelos tripulados.

Tom Kelly apagó la radio, cerró los ojos y habló por teléfono:

—Howard, vámonos al aeropuerto.

Chris Kraft no estaba de humor para dirigir una rueda de prensa esa noche. Sospechaba que no tenía más remedio; en realidad, sabía que tenía que hacerlo. En las otras emergencias sobre las que los medios de comunicación solían preguntarle, el vuelo de Carpenter, el del Glenn, o el propulsor averiado del Gemini 8, no había habido tiempo para discutir con los periodistas. Aquellas emergencias se habían producido en la órbita terrestre, donde los astronautas estaban a no más de media hora de un tranquilo amerizaje, y cuando la crisis se reconducía hacia la normalidad y él podía dedicarse a dar explicaciones, las cápsulas ya estaban flotando en el mar y las cámaras tenían cosas mejores que filmar que las respuestas del director de vuelo.

Pero los acontecimientos de esa noche iban mucho más despacio y, en cuanto se enteraron de que había un problema a bordo del Apolo 13, los reporteros no habían parado de reclamar explicaciones a los hombres de la sala de control. En cuanto Lovell, Swigert y Haise se instalaron en el Aquarius, Bob Gilruth, director del Centro Espacial, mandó a Kraft, McDivitt y Sig Sjoberg, el director de Operaciones de Vuelo, a satisfacer a los medios informativos. La rueda de prensa se celebraba en el edificio de Relaciones Públicas, a unos cientos de metros de Control de Misión. Kraft había recorrido los cuatrocientos metros a la carrera y una vez concluida la conferencia, regresó a toda velocidad.

Aunque el director adjunto del Centro Espacial llevaba menos de una hora fuera de Control de Misión, en cuanto regresó se dio cuenta de que la atmósfera de la sala había cambiado dramáticamente. Las cosas se habían calmado notablemente en la estación del Eecom, donde la crisis que había sido como la contemplación de la muerte se había convertido en un velatorio. La pantalla que recibía los boletines de la Odyssey moribunda no era más que una línea plana, con ceros y puntos en blanco donde antes estaban las lecturas del oxígeno y la energía. Clint Burton y un puñado de técnicos se cernían sobre la consola, murmurando unos con otros y mirando ocasionalmente la pantalla, como si todavía quedara alguna posibilidad de que la nave fallecida resucitara, aunque a nivel práctico la actividad de esa consola había desaparecido.

Por el resto de la sala, el talante estaba bastante más aliviado. Aunque el Equipo Negro de Glynn Lunney había sustituido al Equipo Blanco de Gene Kranz, este último no daba muestras de decidirse a abandonar el auditorio. Ante la mayor parte de las consolas, los controladores relevados permanecían de pie o agachados junto a sus puestos, con los ojos fijos en las pantallas que habían controlado durante las ocho horas anteriores y los auriculares enchufados a las conexiones auxiliares reservadas para los visitantes.

En la consola del Capcom, quienes trabajaban en turnos de tres en lugar de cuatro, para minimizar los cambios de voz en el circuito tierra-aire, el astronauta Jack Lousma dirigía prácticamente solo y en paz sus diálogos con la tripulación; pero en las demás consolas había montones de gente alrededor de los puestos diseñados para una sola persona.

Como un rato antes, el mayor grupo estaba en la consola del director de vuelo, donde Lunney dirigía el tráfico del circuito cerrado interno, mientras Kranz daba zancadas a su espalda y en ocasiones llamaba a algunos controladores del Equipo Blanco para consultarles. Mientras Kraft se acercaba a los dos directores de vuelo y miraba la consola que compartían, notó que estaban ocupadísimos. Por encima del monitor de Lunney había una hilera de luces verdes, ámbar y rojas, dispuestas en series y conectadas a alguna de las consolas del resto de la sala. Durante el lanzamiento, los controladores usaban esas luces para informar al director de vuelo del estado de sus sistemas en los breves pero explosivos minutos que transcurrían desde que la nave salía de la torre hasta que entraba en la órbita terrestre. La luz verde indicaba que los sistemas del controlador estaban operando normalmente; el ámbar significaba que había un problema y que el controlador tenía que hablar enseguida con el director; y el rojo, que había motivos para cancelar la misión.

Cuando terminaba la fase de lanzamiento, esas luces eran superfluas y, con el tiempo, los directores de vuelo habían empezado a usarlas como apoyo de las llamadas internas que se producían desde la misma sala. Por ejemplo, a un controlador que se dirigía al director de vuelo para plantearle alguna pregunta, se le pedía que «encendiera el ámbar» para que el director de vuelo pudiera rumiar el problema sin olvidarse de llamar con la respuesta. En ese momento, más de la mitad de las dos docenas de luces de la consola de Lunney estaban en ámbar, y al iniciar su turno el propio director de vuelo, estaba a punto de abrir la comunicación con todos los controladores.

—De acuerdo —dijo Lunney a toda la sala—, quisiera que todo el mundo atendiera un momento. Retro, Guido, Control, Telmu, GNC, Eecom, Capcom, Inco y Fido. A la escucha todo el mundo. Dadme un ámbar, por favor.

Las luces verdes de la consola de Lunney se apagaron inmediatamente y las ámbar se encendieron, con excepción de la del oficial de Retro, que estaba sumido en una discusión con su equipo de apoyo.

—Guido —Lunney llamó con impaciencia al controlador más cercano a la estación de Retro—, dile a Retro que abra su circuito, por favor.

—Adelante —dijo Bobby Spencer, el jefe de Retro, oyendo a Lunney y abriendo la comunicación antes de que Guido se lo notificara.

—Escuchad —dijo Lunney—, quiero estudiar cómo estamos en cierto número de aspectos. Lo más importante es que tenemos que poner en marcha un motor, lo cual es ya una buena tarea. Necesitamos el rumbo y la posición para ocuparnos de ese encendido. Hay que reducir el consumo del LEM y apagar los equipos no indispensables para no gastar energía innecesariamente. Y que todos aquéllos que no están trabajando directamente en las consolas con los problemas básicos relativos al LEM se centren en el modo salvavidas. Telmu, supongo que estás trabajando con los problemas de los productos vitales… O2, agua, electricidad.

—Si, Vuelo —respondió el Telmu.

—¿Puedes darnos algún dato por encima? ¿Hay alguna manera de traerlos a casa con las reservas que tenemos?

—Negativo, Vuelo.

—¿Estáis trabajando en ello?

—Sí.

—Muy bien. Quiero estar informado al respecto.

—Recibido, Vuelo.

—Control, aquí Vuelo —prosiguió Lunney.

—Adelante, Vuelo.

—Necesitamos determinar la posición y el movimiento antes de encender ese motor. ¿Estáis trabajando en ello?

—Afirmativo.

—¿Os falta mucho?

—Sí.

—¿Cuánto crees que tardaréis?

—Ahora mismo no puedo calcularlo, Vuelo. Te lo comunicaremos lo antes posible. Grumman nos ha facilitado el procedimiento para reconfigurar el piloto automático del LEM teniendo en cuenta la no operatividad del módulo de mando. Yo sugeriría que se mande un equipo al simulador a ver cómo funciona.

—Fido, aquí Vuelo —dijo Lunney.

—Adelante, Vuelo.

—¿Cuál es el máximo acercamiento a la Luna que consideramos ahora mismo?

—Unos cien kilómetros, Vuelo.

—Rescate, aquí Vuelo.

—Sí, Vuelo…

—¿Cómo estamos de barcos en las zonas de amerizaje?

—De momento estamos intentando identificar buques en el Atlántico y en el Índico.

—Muy bien, caballeros —continuó Lunney—. Éstos son los principales temas que nos acucian ahora. Y quiero empezar a resolver algunos.

¿Alguien tiene algo más que comentar? ¿Retro?

—Negativo, Vuelo —respondió Bobby Spencer enseguida, esa vez.

—¿Guido?

—Negativo, Vuelo. —¿GNC?

—Negativo, Vuelo.

—¿Fido?

—Negativo, Vuelo.

—¿Capcom?

—Negativo, Vuelo.

—De acuerdo, podéis volver al verde todos. Pero que nadie pierda de vista su cometido. Y que todo el mundo se centre en los progresos que vayamos haciendo.

De todos los problemas con que se enfrentaba Lunney, el más complejo era el del encendido. En los sesenta minutos aproximados que los astronautas llevaban en el Aquarius, todavía no se habían tomado decisiones concretas acerca de cómo propulsar las naves acopladas hacia la Tierra, y con la nave acercándose a la Luna a una velocidad que había vuelto a ascender a 9000 kilómetros por hora, las opciones se desvanecían rápidamente. Un aborto directo, si es que había alguna posibilidad de intentarlo, era cada vez más difícil de realizar a medida que las naves se alejaban de la Tierra. El encendido PC+2, si se intentaba, requeriría mucha planificación y el momento del pericintio se les estaba echando encima. Siempre sería posible encender el motor después del punto PC+2, pero cuanto antes se intentara el encendido en dirección a la Tierra, menos combustible necesitarían para modificar la trayectoria; cuanto más retrasaran el encendido, más tiempo habría de funcionar el motor.

Dando zancadas detrás de Kranz, que hacía lo propio, Kraft sabía qué tipo de regreso elegiría él. Estaba seguro de que el motor de propulsión de servicio estaba inutilizado. Aunque hubiera algún modo de reunir suficiente energía para mantener el motor en marcha, Kraft no estaba convencido de que la Odyssey, tocada, fuera capaz de resistir la presión. Nadie conocía el estado del módulo de servicio, pero si la intensidad de la explosión daba alguna indicación, era posible que la aplicación de 41 HP de potencia destrozara toda la popa de la nave, provocando que ambas naves empezaran a dar volteretas, y llevándose a los astronautas no hacia la Tierra, sino a la superficie de la Luna.

Kraft pensaba que el único medio de regreso era usar el motor del LEM, pero además, debían usarlo directamente. La nave no pasaría por detrás de la Luna hasta la tarde del día siguiente y después tardaría otras tres horas hasta alcanzar el punto PC+2. Esperar casi un día entero para conducir a los astronautas a la trayectoria de regreso a la Tierra parecía en el mejor de los casos, un signo de imperturbabilidad, pero en el peor, se calificaría de clara imprudencia. Lo que Kraft quería hacer era encender el motor de descenso inmediatamente, situar la nave con rumbo de regreso libre y, cuando emergiera de detrás de la Luna y alcanzara el punto PC+2, ejecutar las maniobras necesarias para ajustar la trayectoria o incrementar su velocidad.

Antes, cuando Chris Kraft tenía una idea como aquélla, era implementada. Sin embargo, en ese momento, las cosas eran distintas. Gene Kranz dictaba las órdenes; era el auténtico capo di tutti capi de la sala de control, y si Chris Kraft quería que se hiciera algo, era libre de sugerírselo a Kranz, pero ya no podía decidirlo por decreto. En el pasillo situado detrás de la consola del director de vuelo, Kraft estaba a punto de interrumpir los paseos desesperados de Kranz para discutir con él su idea del encendido en dos fases cuando Kranz se volvió hacia él.

—Chris —le dijo—, no me fío ni un pelo del motor del módulo de servicio, te lo juro.

—Yo tampoco, Gene —le dijo Kraft.

—No estoy seguro de que podamos ponerlo en marcha, aunque queramos.

—Yo tampoco.

—Sea cual fuere la opción que se tome, creo que tendremos que dar la vuelta a la Luna.

—Estoy de acuerdo —respondió Kraft—. ¿Cuándo quieres hacer el encendido?

—Bueno, no quiero esperar hasta mañana por la tarde —contestó Kranz—. ¿Y si probáramos un encendido breve para el regreso libre ahora? Podríamos resolver eso, y después decidiríamos si queremos perfeccionarlo con un PC+2 mañana…

Kraft asintió.

—Gene —le dijo después de una larga pausa—, me parece buena idea.

Dos filas más abajo y una consola más allá, Chuck Deiterich, oficial de retropropulsión, o Retro, fuera de servicio, que seguía detrás de su consola habitual, y Jerry Bostick, oficial de dinámica de vuelo, o Fido, también fuera de servicio, no oían la conversación de Kranz y Kraft, pero conocían las opciones tan bien como sus jefes. Aunque eran Kraft, Kranz y Lunney quienes tomarían la última decisión sobre la ruta de regreso de la nave, eran Deiterich, Bostick y los otros especialistas en dinámica de vuelo quienes habrían de diseñar los protocolos para llevar a cabo el plan. En la estación del Fido, Bostick se apartó el micrófono de la boca y se inclinó hacia Deiterich.

—Chuck —le dijo en voz baja—, ¿cómo lo vamos a hacer?

—No lo sé, Jerry —le contestó Deiterich.

—Supongo que el motor de la Odyssey está descartado…

—Absolutamente.

—Creo que darán la vuelta a la Luna.

—Seguramente.

—Y supongo que habrá que ponerles en regreso libre lo antes posible.

—Definitivamente.

—Entonces sugiero —añadió Bostick al cabo de un rato— que nos pongamos manos a la obra cuanto antes.

A casi 460 000 kilómetros de allí, en la reducida cabina del Aquarius, los tres hombres para los cuales iban a trabajar Bostick y Deiterich tenían en mente cosas mucho más elementales que el encendido del motor para el regreso a la Tierra. Una vez instalados los tres en una nave de dos plazas, Jim Lovell tuvo la oportunidad de analizar las circunstancias en que se hallaba sumido. Y no le gustaron. El comandante estaba de pie en su puesto, en la parte izquierda de la cabina, encajonado entre el mamparo de la escotilla y una repisa que sostenía el controlador de posición.

Haise estaba a la derecha, apretujado incómodamente entre el panel de estribor y el control de posición auxiliar. Swigert se hallaba entre los dos, un poco por detrás de ellos, incómodamente encaramado a la tapa del motor de la fase de ascenso. Si Lovell se inclinaba demasiado a la derecha, chocaba con Swigert que, a su vez, empujaba a Haise. Cuando Haise se movía un poco a la izquierda, la ola rebotaba en sentido contrario.

Con la presencia de tres cuerpos calientes en un espacio construido para dos, y con la puesta en marcha de los sistemas eléctrico y ambiental, la temperatura interior del Aquarius, antes fría, había empezado a subir… pero sólo hasta cierto punto. El recorte de energía de la Odyssey había producido un bajón casi inmediato en el termómetro del módulo de mando, y cuando Lovell consultó las lecturas de ambiente antes de trasladarse al Aquarius, la cabina estaba a 14 grados y en descenso. En ese momento, con todos los equipos del módulo de mando parados, su interior se estaba enfriando aún más; y la escotilla que daba al túnel que comunicaba las dos naves seguía abierta, con lo cual la temperatura del LEM también estaba bajando. El frío y la respiración de los tres hombres ya producían condensación sobre los mamparos y las ventanillas.

—No va a ser fácil guiar este trasto si no se ve por las ventanas —dijo Lovell mirando por el ojo de buey triangular que tenía delante.

—Ya las desentelaremos —añadió Haise.

—Y tenemos que mantenerlas desenteladas. Cuanto más frío haga, más se entelarán.

—¿De todos modos, ves algo ahí fuera? —preguntó Haise.

Lovell limpió un poco de vaho de su ventanilla y atisbo por el hueco. La vista desde el Aquarius era más o menos la misma que desde la Odyssey: un remolino de cristales de oxígeno helado y partículas de residuos de la explosión que había sacudido la nave. Lovell contempló la nube un momento.

—La misma nube asquerosa que se veía antes.

—Vaya, eso no podremos desentelarlo, ¿verdad? —dijo Haise escuetamente.

—Pues si aquí va a hacer frío —añadió Lovell a Swigert—, la Odyssey se va a helar. Más vale que vayamos a buscar algo de comida y agua antes de que sea demasiado tarde.

—¿Quieres que vaya yo? —se ofreció Swigert.

—Sería muy de agradecer. Llena todas las bolsas que puedas del depósito de agua potable y tráete también algunos paquetes de provisiones.

—Voy para allá —contestó Swigert.

El piloto del módulo de mando se agachó un poco sobre la tapa del motor y se levantó rápidamente, saliendo rebotado hacia el túnel que conducía a su nave. Penetró en la zona de almacenamiento inferior y se detuvo ante el cofre de la comida, levantó la tapa y atisbo en su interior.

Las raciones que había para un viaje a la Luna de diez días eran generosísimas y la despensa de la Odyssey estaba llena hasta los topes. Había paquetes de pavo en salsa, espaguetis con salsa de carne, sopa de pollo, ensalada de pollo, puré de guisantes, ensalada de atún, huevos revueltos, copos de maíz, pasta sandwich, pastillas de chocolate, melocotones, albaricoques, peras, tacos de beicon, salchichas, zumo de naranja, tostadas con canela, pastas de chocolate, y más. Cada paquete estaba sujeto con tiras de velcro de tres colores distintos, uno para cada uno de los astronautas. El velcro del comandante era el rojo; el del piloto del módulo de mando, blanco; y el del piloto del LEM, azul.

Swigert desenganchó unos cuantos paquetes y los dejó flotar a su alrededor. Luego se dirigió al depósito de agua potable, cogió varias bolsas para la bebida y empezó a llenarlas con una pistola de plástico que colgaba del extremo de un tubo flexible. Pero no ajustó bien la pistola a la primera bolsa y una bola de agua parecida a un glóbulo de mercurio flotó hacia abajo y se estrelló en las botas de tela de Swigert.

—¡Mierda! —exclamó Swigert.

—¿Qué ha pasado? —le preguntó Haise.

—Nada, nada. Es que me he mojado las botas.

—Ya se te secarán —afirmó Haise.

—Se me van a helar antes de secarse —replicó Swigert.

Lovell estaba más preocupado por las condiciones exteriores de su nave que por las tareas domésticas. Aunque no esperaba que los gases y los restos expulsados por el accidente se hubieran disipado todavía, mirar por la ventanilla era descorazonados El halo de detritus que envolvía la nave no amenazaba su seguridad. Como la nave y la nube se movían prácticamente a la misma velocidad, era poco probable que alguna de las partículas chocara con la nave; y si así fuera, la diferencia entre las velocidades relativas de los restos y la nave sería tan pequeña que se limitaría a un leve roce. Lo que más preocupaba a Lovell era el problema de navegación.

Tenía la esperanza de que el alineamiento que habían programado en el ordenador del LEM fuera lo bastante ajustado para que el sistema de guiado se hiciera una idea somera de su posición real. Pero para orientar la nave con la exactitud necesaria para poner en marcha los motores, tendría que realizar un «alineamiento muy preciso». Ese procedimiento requería que el comandante reconociera a simple vista unas determinadas estrellas de constelaciones concretas, y que ajustara la plataforma de guiado tomando vistas de esas estrellas con su telescopio óptico de alineamiento, o AOT. Como sólo estarían a 100 kilómetros de altura cuando la Odyssey y el Aquarius circunvolaran la Luna, la más mínima desviación en los cálculos de orientación durante el encendido de regreso libre podía provocar que las naves gemelas salieran en barrena hacia el otro lado, incrustándose definitivamente en la superficie lunar.

Houston llevaba la mayor parte de la última hora meditando precisamente acerca de ese problema y llamando ocasionalmente a la nave:

—Aquarius, ¿veis ya alguna estrella?

Pero cuando Lovell miraba por la ventanilla no sólo veía las estrellas indicadas para efectuar su alineamiento, sino cientos, más bien miles de falsas estrellas producidas por el brillo de las partículas que acompañaban a la nave. Distinguir el objetivo genuino de las constelaciones falsas sería una tarea imposible, así que Lovell decidió que la única solución consistía en usar los mandos manuales de los propulsores del LEM y sacar la nave de dentro de la nube, buscando un hueco que le proporcionara visibilidad.

—Freddo, pásame una toalla —le dijo a Haise—. Voy a ver si puedo maniobrar para salir de esta niebla.

Haise le tendió un cuadradito de felpa del cajón de suministros que tenía al lado y el comandante limpió primero su ventanilla y luego la del piloto del LEM. Los dos hombres observaron un instante por sus ventanillas y luego silbaron al unísono.

—Qué porquería… —dijo Haise.

—Pues no es mejor por este lado —confirmó Lovell.

Cambió el sistema automático de control de posición a la modalidad manual y cogió la palanca. Igual que en la Odyssey, había cuatro juegos de cuatro propulsores distribuidos regularmente en el exterior del LEM, todos ellos colocados de tal modo que pudieran ejercer suficiente potencia para hacer rotar al Aquarius sobre su centro de gravedad. E, igual que en la Odyssey, todo el sistema se controlaba mediante un mando de culata de pistola. Lovell empujó cuidadosamente el mando hacia delante, intentando bajar el morro de la nave. Ésta dio una brusca y deprimente guiñada hacia arriba y hacia la izquierda. Si el sistema de propulsión de la Odyssey se había rebelado, el del Aquarius parecía fuera de control.

—¡Uaaa! —exclamó Lovell soltando el mando—. ¡Vaya bandazo!

—Pues se suponía que tenía que funcionar de otra manera —comentó Haise.

—Por supuesto, nunca había funcionado así.

Lovell y Haise comprendieron que el problema estaba en que el centro de gravedad de las dos naves acopladas era distinto. El sistema de control de posición del LEM estaba calculado para funcionar sólo cuando el vehículo lunar se hubiera separado del módulo de mando y navegara solo por el espacio supralunar. En los simuladores donde se habían entrenado Lovell y Haise, los ordenadores de dirección estaban programados para imitar la distribución de masa del vehículo aislado, y los pilotos habían aprendido a inclinar la nave en todas direcciones utilizando únicamente una levísima fuerza de propulsión para lograr su cometido. Pero el LEM que estaba pilotando Lovell ese día no volaba solo, sino que arrastraba la masa fría e inerte de su nave nodriza de 28 720 kilos de peso, engarzada a su tejadillo. Eso desplazaba brutalmente su centro de gravedad hacia arriba, casi al centro mismo del módulo de mando, y la habitual obediencia de los propulsores del LEM había cambiado por completo.

En el módulo de mando, Swigert notó el bandazo de las naves acopladas y regresó flotando por el túnel, cargado con sus bolsas de comida y agua, para ver qué estaba haciendo su comandante.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó Swigert mientras Lovell volvía a intentar la misma maniobra y la nave respondía con otra tremenda guiñada.

—Estamos intentando hacer un alineamiento con las estrellas —le explicó Haise.

—Pues no va a ser fácil con esa carga —observó Swigert señalando con el pulgar el túnel de comunicación.

—No me digas —dijo Lovell soltando una carcajada de frustración.

Mientras Lovell manipulaba sus mandos, los indicadores de posición del LEM y las lecturas de ángulo de Houston empezaron a registrar los irregulares movimientos de la nave. En las consolas del LEM en Control de Misión, Hal Loden, el responsable de la supervisión de los sistemas de navegación del vehículo lunar, se alarmó al advertir las oscilaciones de sus indicadores. Los tres cardanes de la nave estaban sufriendo enloquecidas sacudidas, pasando a la situación de movimiento incontrolado que podía alinearlos y bloquearlos. Si se bloqueaban los cardanes y se perdía el alineamiento que tanto trabajo le había costado a Lovell transferir desde la Odyssey, desaparecía cualquier posibilidad de orientar las naves para realizar el posterior encendido de los motores.

—Vuelo, aquí Control —llamó Loden precipitadamente.

—Adelante, Control —respondió Lunney.

—Parece que allá arriba están dando tumbos y los ángulos de los cardanes peligran. Ahora mismo van a medio gas y supongo que es eso lo que quieren hacer, pero si no tienen cuidado se van a bloquear los cardanes en cualquier momento.

—Estarán intentando mejorar la visibilidad para alinearse con las estrellas —sugirió Lunney.

—Tal vez, pero creo que merece confirmación.

—Recibido —dijo Lunney—. Capcom, dile que vigile el ángulo de los cardanes.

—Recibido —respondió Lousma y después conectó con el circuito tierra-aire—. Aquarius, aquí Houston. Vigilad los cardanes, por favor.

Lovell, que intentaba conseguir el modo de dominar la nave, se volvió hacia Haise y puso los ojos en blanco. Pues claro que vigilaba los cardanes. Y los propulsores. Y el indicador de posición. Y la nube asquerosa que les envolvía. Lousma seguía al pie del cañón en su consola de Capcom desde primera hora de la tarde y Lovell le agradecía su ayuda, pero decirle a un piloto aeroespacial que vigilara los cardanes era como pedirle a un piloto de aviación que se acordara de usar los alerones. En ambos casos, desde luego, la respuesta era evidente.

Lovell se volvió lentamente hacia Haise.

—Diles que ya lo hago —le dijo reprimiendo su enfado.

Lousma, que había pasado montones de horas en los simuladores del Apolo, recibió la respuesta por el circuito tierra-aire y, por propia experiencia, no volvió a molestar al comandante.

Mientras Lovell intentaba estabilizar las naves y Lousma trataba de dejarle en paz, Jerry Bostick, Chuck Deiterich y los demás Retro, Fido y Guido sin consola siguieron trabajando para diseñar un encendido que devolviera a los astronautas a la Tierra. Los planes de vuelo establecidos, tanto de tierra como de la tripulación, incluían cierto número de situaciones de aborto preestablecidas, llamadas maniobras de datos fijos, que incluían todas las coordenadas de la nave, las posiciones del mando de gases y demás información necesaria para las escasas situaciones de cancelación de la operación que tuvieran mayores probabilidades de presentarse. Había planes de datos fijos para realizar varios abortos directos, planes de datos fijos para varios abortos PC+2 y planes de datos fijos para anular la operación cuando la nave hubiera abandonado la trayectoria de regreso libre y sólo necesitara recobrar el rumbo. Todos esos casos presuponían que el módulo de mando y el de servicio fueran operativos y que el LEM, en el mejor de los casos, fuera un apéndice prescindible. Repasando esos planes, Bostick y Deiterich no esperaban descubrir un aborto concreto que fuera apropiado para emprender aquellas circunstancias de emergencia, y no se equivocaron.

Trabajando en sus respectivas salas de apoyo, los controladores eran capaces de apañar las coordenadas para el «encendido DPS en acoplamiento», posibilidad considerada en ocasiones, pero nunca llevada a cabo: el encendido del motor del sistema de propulsión de descenso del LEM, con el módulo de mando acoplado. La maniobra no tenía casi precedente, pero por lo que sabían Deiterich y Bostick, no era demasiado complicada. A 460 000 kilómetros de distancia, la trayectoria precisa calculada para acercar una nave 74 000 kilómetros a la Tierra sólo requeriría un soplo del motor del vehículo. Con esa extensión de espacio interplanetario que cubrir para llegar a la base, un cambio de una fracción de grado en la orientación se convertiría al final del viaje en una desviación de miles de kilómetros. En ese momento, la Odyssey y el Aquarius se desplazaban a 5550 kilómetros por hora, o 1450 metros por segundo, y tal como lo veían Deiterich, Bostick y los demás, habría que acelerar la nave unos 5,3 metros por segundo para evitar que pasaran de largo del planeta, y conseguir en cambio, un amerizaje en la Tierra y a salvo. Los controladores estaban seguros de que la maniobra podía realizarse y sabían, como Kraft, que tendrían que intentarla enseguida.

Cuanto más tardaran en encender el motor en la trayectoria de regreso a la Tierra, más tiempo tendría que permanecer en marcha para conseguir el mismo efecto de propulsión. Pero antes de intentar el encendido, tenían que convencer a Lunney; y antes de que éste aceptara, Lunney tendría que venderle la idea a Kranz y a Kraft. Los controladores que estaban fuera de servicio achucharon a los que ocupaban sus puestos, apremiándoles a que iniciaran el trato.

—Vuelo, aquí Fido —llamó Bill Boone, el oficial de dinámica de vuelo del equipo de Lunney.

—Adelante —respondió Lunney.

—Quiero ponerte al corriente de nuestras conclusiones aquí abajo. Hemos pensado una maniobra que podría dar paso al regreso libre.

—Ajá… —dijo Lunney sin comprometerse.

—La sala de apoyo está trabajando en todos los vectores y en unos diez minutos puedo tener lista la maniobra, que podría ejecutarse a las sesenta y un horas y treinta minutos de la misión.

Lunney consultó el reloj de tiempo transcurrido que colgaba en la pared del fondo de Control de Misión. Eran las 59 horas 23 minutos de viaje… y hacía unas tres horas y media que había sucedido el accidente.

—¿Para un regreso libre? —preguntó Lunney.

—Afirmativo —le aseguró Boone—. Sería un encendido a 5,3 metros por segundo. Puedes trabajar con esa cifra.

Lunney no dijo nada. Boone se quedó esperando, incómodo. En la consola del director de vuelo, la luz del oficial de guiado y navegación, que estaba en verde, posición de recepción, hacía un momento, pasó al ámbar, posición de recepción y transmisión.

—Vuelo, aquí Guiado —dijo Gary Renick.

—Adelante, Guiado.

—Ya tenemos los datos de guiado y navegación, y confirmo que probablemente podríamos intentar ahora el encendido para ponerles en regreso libre.

—Recibido.

De nuevo, Lunney guardó silencio en el circuito de comunicaciones. No conocía todavía todas las particularidades de ese encendido, pero sabía que no hacía falta. Era tarea de los técnicos de guiado deducir la especificidad de cada maniobra y si decían que se podía encender, probablemente ya habían calculado la maniobra. Él sólo tenía que darles su conformidad para intentarlo.

Pero en una misión como aquélla, Lunney, a pesar de toda su omnipotencia de director de vuelo, no estaba dispuesto a dar su consentimiento sin consultarlo primero. Se apartó el micrófono de la boca y se volvió hacia el pasillo que tenía a su espalda, donde se había formado un pequeño grupo en los últimos diez minutos. Junto a Kranz y Kraft estaban Bob Gilruth, director del Centro Espacial, George Low, director de Misiones y el jefe de astronautas Deke Slayton. Los cinco estaban hablando cuando Lunney se volvió; al momento se le acercaron, formando un prieto corro en torno a él mientras hablaban animadamente. Por toda la sala los controladores de vuelo aguzaron el oído para enterarse, pero la conferencia del pasillo no era audible; volvieron la cabeza para mirar, pero los ojos de los contertulios no ofrecían mayor información que el silencio del circuito de comunicaciones. Al cabo de un momento, Lunney abrió la comunicación.

—Fido, aquí Vuelo.

—Adelante, Vuelo —repuso Boone.

—¿Cuánto tiempo necesitas exactamente para realizar esa maniobra de regreso libre? ¿Podría hacerse a las sesenta y un horas en vez de a las sesenta y un y treinta?

—Eh… si —respondió Boone—. Puede hacerse. Sólo es cuestión del vector en que queramos efectuarla.

Lunney se volvió otra vez y de nuevo el circuito enmudeció mientras la animada conversación proseguía detrás de la consola. Finalmente, el director de vuelo abrió el canal de comunicaciones.

—Señores —comunicó Lunney a toda la sala—, vamos a proceder a realizar una maniobra de regreso libre a 5,3 metros por segundo, ahora, a las sesenta y un horas. Primero se efectuará el regreso libre y a continuación nos apoyaremos en un PC+2. Fido, pasadme de inmediato los datos para las sesenta y un horas y después preparad otras dos para quince y treinta minutos más tarde, por si no funciona ésta.

—Recibido —contestó el Fido.

—Guiado, quiero los vectores que usaremos para las tres.

—Recibido —dijo el GNC.

—Control, calculadme dónde hay que recogerles en la lista de comprobación para todas las maniobras.

—Recibido.

—Y Capcom, informa a la tripulación de todo esto —terminó Lunney.

Sentado a su consola de la segunda fila, Lousma cogió su micrófono para transmitir las buenas, o al menos mejores, noticias a la tripulación; pero antes de empezar, escuchó por los auriculares la conversación de los astronautas.

Durante los últimos minutos, las lecturas de posición de la consola del oficial de Control indicaban que Lovell seguía haciendo pruebas con los propulsores hacia uno y otro lado, intentando recobrar el control de su nave; por lo que quedaba reflejado en las comunicaciones tierra-aire, parecía que el comandante había hecho ese trabajo en absoluto silencio, puesto que no habían llegado las voces del Aquarius en todo ese tiempo. Pero Lousma sabía que probablemente no había sido así.

Como el Capcom, los astronautas tenían un conmutador en los cables de sus auriculares, que tenían que girar para abrir el canal tierra-aire.

Aunque abrir y cerrar el botón podía ser una incomodidad, la tripulación rara vez protestaba; el botón del micrófono daba a los astronautas cierto grado de intimidad para conversar; un raro privilegio en el espacio, y además, les permitía discutir maniobras y problemas entre ellos antes de comunicárselos a tierra. Sólo se cambiaba ese proceder durante las operaciones especialmente complejas, en que los astronautas tenían las manos ocupadas y la comunicación con tierra había de ser constante. En esos casos, los astronautas ponían el sistema de comunicaciones en posición de «micro automático» o «voz», en la cual el mismo sonido de la voz activaba el micrófono, transmitiendo directamente al Capcom cada palabra que decían.

Durante la mayor parte del vuelo, la tripulación del Apolo 13 había usado la modalidad de micrófono cerrado, pero por lo visto, hacía un minuto más o menos, habían pasado accidentalmente a micro automático y las conversaciones que estaban transmitiendo sin saberlo revelaban que si los controladores esperaban poner la nave en un rumbo de regreso libre, los astronautas primero tendrían que estabilizar su posición.

—¿Se te ocurre algún modo para estabilizar este chisme, Freddo? —se oyó decir a Lovell.

—¿Qué es eso? —preguntó Haise.

—Es como si tuviera un acoplamiento cruzado. Quizá podría…

—Sí, así es. TTCA te dará la mejor…

—Quiero salir de este meneo. ¿Y si voy a…?

—Da igual hacia dónde vayas…

—Déjame pasar éste grado de inclinación…

—¿Por qué no intentas usar el…?

—De acuerdo, inténtalo.

—¿El qué?

—Intenta esto…

—Bueno, esto no funciona…

Lousma lo estuvo escuchando unos segundos y, como no decía nada a la tripulación, Lunney empezó a escucharles también. Y al director de vuelo también le preocupó lo que oyó.

—Jack —le dijo Lunney—, deberías decirles que les estamos escuchando.

Lousma quizá no oyó a Lunney o tal vez estaba demasiado distraído por la inquietante conversación de los astronautas, pero al principio el Capcom no respondió a su director de vuelo y siguió escuchando por la línea.

—¿Por qué demonios nos movemos de este modo? —preguntaba Lovell—. ¿Es que todavía nos empuja el escape?

—Ya no hay escape —respondió Haise.

—¿Entonces por qué no logramos estabilizarnos? ¿Y si…?

—Cada vez que lo intento…

—… no puedo parar este meneo.

—Pues inténtalo.

—¿Cuál es la posición fija? —preguntó Lovell.

—La posición está bien —contestó Haise.

—¡Maldita sea! —exclamó Swigert—. Ojalá hablarais de algo que yo supiera.

Lunney volvió a entrar en el circuito.

—Capcom —repitió, con mayor severidad—, deberías decirles que les estamos escuchando.

Lunney parecía tan preocupado por las dificultades de la tripulación con la posición de la nave como por el lenguaje que estaban empleando para discutirlo. Ahora que el vuelo había pasado de nominal a crítico, las cadenas de televisión estaban conectando con el circuito tierra-aire y cada una de las palabras que decían en Houston o en la nave llegaba hasta las más pequeñas emisoras locales. Antes, la línea tierra-aire de la NASA estaba equipada con una demora de siete segundos, lo cual permitía a los funcionarios de relaciones públicas de la Agencia editar las comunicaciones y borrar cualquier obscenidad. Sin embargo, desde el incendio del Apolo 1, la NASA había reconocido la importancia de mantener su reputación de honestidad sin tacha y había eliminado la censura interna.

Las consecuencias de su nuevo candor se hicieron notar de inmediato. La primavera anterior se había producido una pequeña tormenta en la prensa cuando Gene Cernan, que pilotaba el módulo lunar del Apolo 10 con Tom Stafford, había soltado sin querer un «¡hijo de puta!» después de iniciar accidentalmente una orden de aborto que había puesto a la nave a hacer trompos salvajes a sólo 14 kilómetros de distancia de la superficie de la Luna. Todos los hombres de la NASA se imaginaron que Cernan tenía un buen motivo para maldecir y se preocuparon por la remilgada hipocresía de la prensa, pero ésta determinaba la opinión pública, que a su vez ayudaba a determinar las donaciones, y la Agencia no quería tener problemas con ninguna de las dos.

En cuanto regresó la tripulación del Apolo 10, un edicto de la NASA estableció para todas las futuras misiones lunares que los pilotos debían comportarse como caballeros. Independientemente de las emergencias, las palabrotas, incluso las suaves como «puñetero», no se tolerarían.

—Aquarius —llamó Lousma al fin, obedeciendo las instrucciones de Lunney—, sólo quiero avisaros de que os estamos oyendo.

—¿Qué dices? —respondió Lovell entre interferencias.

—Que os estamos oyendo a todos —repitió Lousma, que añadió deliberadamente—: Os oímos fuerte y claro.

Swigert, que era responsable del último taco, comprendió la indirecta del Capcom, miró a Lovell y se encogió de hombros, disculpándose.

Lovell, recordando sus recientes imprecaciones, devolvió la mirada a Swigert y le disculpó con un gesto. Haise, que controlaba las comunicaciones de la nave desde su zona del panel de instrumentos, volvió a ponerlas en posición normal.

—Muy bien, Jack —dijo intencionadamente también—, ¿cómo nos oyes ahora?

—Os oigo muy bien.

—De acuerdo.

—Otra cosa, Aquarius —prosiguió el Capcom—. Queremos comunicaros cuáles son nuestros planes de encendido. Vamos a hacer una maniobra de regreso libre de 5,3 metros por segundo a las sesenta y un horas. Después reduciremos la potencia para disminuir el consumo y a las setenta y nueve horas haremos un encendido PC+2 para acelerar los resultados. Queremos poneros en rumbo de regreso libre y reducir la potencia lo antes posible. Así pues, ¿qué os parece el encendido a 5,3 metros por segundo dentro de treinta y siete minutos?

Lovell soltó los mandos, dejó la nave al pairo y se volvió hacia sus compañeros con mirada inquisitiva. Swigert, que seguía perdido en aquel módulo extraño, volvió a encogerse de hombros. Haise, que conocía el LEM mejor que nadie, respondió igual. Lovell abrió las manos con las palmas hacia arriba.

—Aquí arriba no tenemos otra idea mejor —dijo.

—¿Te parecen suficientes treinta y siete minutos? —preguntó Haise.

—La verdad es que no —respondió Lovell. Luego se dirigió al Capcom—: Jack, lo intentaríamos si no hay más remedio, pero ¿no podríais darnos un poco más de tiempo?

—De acuerdo, Jim, podemos calcular la maniobra a la hora que queráis. Dinos una hora y nosotros haremos el resto.

—Entonces danos una hora más, si es posible.

—De acuerdo. ¿Qué tal a las sesenta y un horas y treinta minutos?

—Recibido —repuso Lovell—. Pero permaneced en contacto hasta entonces, para asegurarnos de que el encendido se hace bien.

—Recibido —dijo Lousma.

Los sesenta minutos previos al encendido de regreso libre serian frenéticos para la tripulación. En una misión nominal, el plan de vuelo concedía por lo menos dos horas para el llamado procedimiento de activación de descenso, el ritual de configurar los conmutadores y los interruptores de circuito previos a cualquier encendido del LEM en fase de descenso. Los astronautas no dispondrían ni de la mitad de ese tiempo para realizar esas tareas, lo cual exigiría sacrificar la precisión necesaria. Además, todavía tenían que efectuar el alineamiento preciso, que, con las sacudidas incontroladas de la nave, no estaba nada claro que Lovell pudiera lograr. Mientras esa hora sería brevísima a bordo de la nave, en tierra gozarían de un respiro.

En la consola del director de vuelo, Gene Kranz se quitó los auriculares, retrocedió y echó un vistazo a la sala. No le preocupaba el problema del encendido: sus astronautas y los equipos de dinámica de vuelo ya se encargarían de ello. Lo que tenía en mente era el problema del consumo. Hacía unos minutos, Kranz había comunicado a Control de Misión que, en cuanto comenzaran los preparativos para el encendido, quería que se reuniera todo el Equipo Blanco abajo, en la sala 210, un compartimento aislado de análisis de datos situado en la parte nororiental del ala de Operaciones de Misión.

Kranz sabía que los encendidos de regreso libre y PC+2 eran indispensables para traer a los astronautas a la Tierra, pero no ignoraba que servirían de poco si el agua, el oxígeno y la electricidad de la nave no duraban hasta el final del viaje. Según los rumores, Kranz pensaba retirar a su Equipo Blanco del turno y ponerlo a trabajar en el problema del consumo. Adoptando un término de situación de crisis que era utilizado en el ejército y en la industria, Kranz lo bautizaría como Equipo Tigre. Durante el resto del vuelo, con excepción del rescate, el Equipo Tigre permanecería en la sala 210, mientras los Equipos Marrón, Dorado y Negro se turnarían en las consolas.

En su inspección de Control de Misión, Kranz llevó a cabo un rápido recuento de cabezas y vio que la mayor parte de los miembros de su equipo todavía estaban frente o junto a sus consolas. En la del Eecom también vio el rostro de otra persona que no estaba allí al principio de la crisis, pero cuya presencia le produjo alegría y alivio; era John Aaron.

Todo el que trabajaba en el Centro Espacial de Operaciones Tripuladas, aunque fuera sólo por unas semanas, enseguida veía que John Aaron tenía madera. Entre los hombres del blocao de Cabo Cañaveral y la sala de control de Houston, no se podía hacer mayor honor a un controlador que describirlo, en la burda poesía de la comunidad aeronáutica, como un «hombre misil de ojos de acero». No había muchos hombres misil de ojos de acero en la familia de la NASA. Von Braun era uno de ellos, ciertamente, Kraft, otro y probablemente Kranz también.

John Aaron, de veintisiete años y natural de Oklahoma, se había ganado recientemente ese calificativo.

Aaron llegó a la Agencia en 1964, como ingeniero mecánico de vuelo, recién salido de la universidad, y ganaba 6770 dólares anuales. Fue asignado en principio a tareas de diseño aeroespaciales, pero demostró tal perspicacia técnica que en la primavera de 1965 ya se había hecho un sitio en Control de Misión y dirigía la consola del Eecom para la histórica excursión espacial de Ed White en el Gemini 4. Cuando lanzaron el Gemini 5, Aaron ya formaba parte del turno fijo de los Eecom, y ocupaba regularmente el turno de lanzamiento, el más agobiante y menos apetecible de todas las misiones, que se asignaba generalmente al mejor controlador de cada consola. El trabajo de Aaron siempre había sido muy respetado, pero no fue alabado realmente hasta el mes de noviembre anterior, durante los momentos iniciales de la misión lunar del Apolo 12 con Pete Conrad, Dick Gordon y Al Bean.

Como en casi todos los vuelos tripulados desde 1965, el lanzamiento del Apolo 12 se produjo sin incidentes, pero 78 segundos después de la ignición, sin que nadie se enterara, ni siquiera los astronautas, cayó un rayo en el generador. La tripulación notó una sacudida en la cápsula y, cuando la primera fase del cohete de 10 900 HP estaba funcionando a plena potencia, Pete Conrad radió la alarmante noticia de que las lecturas de todos los sistemas eléctricos de la nave habían caído en picado.

Aaron consultó su consola y se quedó horrorizado: la pantalla del Eecom, que momentos antes no mostraba una sola lectura extraña, era una hecatombe de luces parpadeantes y números sin sentido. Los controladores del resto de la sala descubrieron también que sus datos se habían vuelto locos. En la consola del director de vuelo, los auriculares del jefe de la misión, Gerry Griffin, empezaron a bombardearle con voces preguntando qué demonios pasaba en el cohete y qué rayos pensaba hacer el director de vuelo al respecto. En una situación como aquélla, las ordenanzas de vuelo dictaban una cancelación. Cuando un Saturn V de 10 900 HP, cargado de combustible y recién lanzado empieza a volar fuera de control, uno no espera a que los ingenieros analistas le digan qué es lo que va mal. Se encienden los cohetes de escape de proa, se despide a la cápsula del Saturn y se dirige el misil díscolo a una zona vacía del Atlántico.

En los segundos siguientes a la llamada de Conrad, cuando había que tomar la decisión de abortar la misión, Aaron volvió a consultar su monitor y descubrió algo curioso. Cuando el sistema eléctrico del módulo de mando se va al garete, las lecturas de amperios de la consola del Eecom bajan a cero; los depósitos de combustible averiados no proporcionan energía, así de sencillo. Sin embargo, en la pantalla de Aaron, las cifras no estaban a cero sino que se mantenían en torno a los 6 amperios, muy por debajo de donde tenían que estar con un sistema eléctrico en condiciones normales, pero muy por encima del cero esperado si los sistemas no funcionaran. Aaron recordó haber visto esos datos anteriormente.

Había sido varios años atrás, cuando controlaba una cuenta atrás simulada de un Saturn IB y el cohete había captado accidentalmente un interruptor de circuito en sus sensores de telemetría. Ésta empezó a mandar toda clase de señales enloquecidas al blocao, todas ellas sin significado eléctrico. Aaron tenía suficiente experiencia para no fiarse de aquellos números y pensó que si pulsaba sencillamente un conmutador de puesta a cero y reconfiguraba los sensores, los instrumentos funcionarían adecuadamente y recuperarían los datos normales. El joven técnico pulsó el interruptor apropiado y el Saturn IB volvió a la normalidad. Cuatro años y doce lanzamientos más tarde, Aaron sospechó que podían hallarse ante el mismo problema.

—Vuelo, aquí Eecom —llamó entre el guirigay del circuito de lanzamiento del Apolo 12.

—Adelante, Eecom —le dijo Gerry Griffin.

—Pasemos el interruptor SCE a auxiliar —dijo con mayor seguridad de la que realmente sentía—. Eso podría normalizar las lecturas.

—Adelante —le contestó Griffin.

Aaron pulsó la clavija de puesta a cero e instantáneamente, como había previsto, los números volvieron a la normalidad. Quince minutos más tarde, el Apolo 12 estaba en la órbita terrestre preparándose para salir disparado hacia la Luna. Al final de aquel día Aaron recibió informalmente el calificativo de hombre misil de ojos de acero, ante la alegría y la envidia de sus colegas controladores. En ese momento, sólo cinco meses después, el hombre que tanto había hecho para salvar la misión Apolo 12 estaba en la sala de control para intentar salvar a los tripulantes del Apolo 13.

Gene Kranz circuló por Control de Misión, reunió a su Equipo Tigre y a Aaron y los condujo a la sala 210, un lugar amplio, sin ventanas, amueblado con una mesa de juntas y varias sillas. Las paredes y las superficies de trabajo estaban festoneadas con gráficos de registros y lecturas de telemetría de la misión referentes a las más tranquilas horas anteriores. Más adelante, aquellos gráficos serían analizados: una lectura sin prisas de un vuelo presumiblemente de rutina. Pero entonces, mientras los quince hombres del equipo de Kranz entraban en la sala y se sentaban en las sillas o en el canto de las mesas, apartaron las pilas de hojas y las dejaron en el suelo.

Kranz ocupó su puesto al fondo de la sala y se cruzó de brazos. El director jefe de vuelo tenía fama de orador pasional, casi combustible; esa noche, sin embargo, parecía firme pero controlado.

—Os voy a tener apartados de las consolas durante el resto de la misión —empezó Kranz—. Los que trabajen en la sala dirigirán el vuelo segundo a segundo, pero sois vosotros quienes calcularéis los protocolos que ellos ejecutarán. Desde este momento, lo que quiero de vosotros es muy sencillo: opciones, y cuantas más, mejor.

—Telmu —prosiguió Kranz, volviéndose hacia Bob Heselmeyer—, necesito previsiones. ¿Cuánto tiempo puedes mantener los sistemas del LEM funcionando a plena potencia? ¿Y a potencia parcial? ¿Cómo estamos de agua? ¿Y la carga de las baterías? ¿Y el oxígeno? Eecom —se volvió hacia Aaron—; dentro de tres o cuatro días tendremos que volver a usar el módulo de mando. Quiero saber cómo podemos darle energía, ponerlo en marcha y pasar de su frío sueño al amerizaje… incluyendo la plataforma de guiado, los propulsores y el sistema de supervivencia… y llevarlo a cabo todo sólo con la energía que queda en las baterías de reentrada. Retro, Fido, Guido, Control, GNC —continuó mirando en torno—, quiero opciones de encendidos PC+2 y las correcciones de medio curso desde ahora hasta la reentrada. ¿Cuánto nos puede acelerar un PC+2? ¿A qué océano nos mandaría? ¿Podremos volver a encender después del PC+2 si hiciera falta? También quiero saber cómo alinear la nave si no se puede hacer con respecto a las estrellas. ¿Se podría usar el Sol como referencia? ¿La Luna? ¿Y la Tierra? —Y finalmente, para todo el mundo—: Quiero a una persona en la sala de ordenadores haciendo gráficos desde el momento de la inyección translunar. Intentemos averiguar exactamente qué es lo que se ha estropeado en esa nave en primer término. Durante los próximos días vamos a crear técnicas y maniobras que no se han intentado nunca. Quiero asegurarme de que sabemos lo que estamos haciendo.

Kranz se detuvo y volvió a mirar a los controladores de uno en uno, esperando sus preguntas. Como solía suceder cuando hablaba Gene Kranz, no hubo ninguna. Se dio media vuelta y se dirigió sin decir palabra a la puerta, camino de Control de Misión, donde docenas de otros controladores estaban pendientes del trío de astronautas en peligro. En la sala que abandonaba se quedaban los quince hombres que debían salvarlos.

En el Aquarius, Jim Lovell, Fred Haise y Jack Swigert no eran testigos de las órdenes de Kranz entre bastidores y, al menos por el momento, no necesitaban arengas. Faltaban treinta minutos para iniciar la operación de encendido de regreso libre, y el LEM todavía no estaba preparado. En la parte derecha de la nave, Haise estaba ocupado comprobando su lista de «activación de descenso» y la conversación que mantenía el piloto del LEM con el Capcom, muy familiar para Lovell, pero absolutamente extraña para Swigert, se desarrollaba entrecortadamente.

—En el panel once —decía Haise—, GASTA está bajo exhibición de vuelo y FDAI del comandante. Si no, el bus A en interruptor automático AC.

—Recibido. Lo copio.

—En la página tres, nos saltamos el paso cuatro, puesto que usaremos las baterías de descenso con conexión de alto voltaje.

—Recibido.

—Y en el paso cinco, deja abierta la conexión de inversión de circuito.

Escuchando con un oído, Lovell seguía la comunicación, esperando oír algún procedimiento que le exigiera pulsar un interruptor o hacer alguna conexión a los que Haise no alcanzara. Por lo demás, no obstante, el comandante tenía mucho que hacer. Manipulando el controlador de posición con más cuidado y habilidad, había empezado a conocer el tacto de su nave desequilibrada y ya podía hacerla rotar 360 grados en sus tres ejes. Pero, mirara hacia donde mirase por la ventanilla, la nube de partículas que envolvía el Aquarius parecía uniformemente densa.

Encendiendo los reactores, intentó avanzar para salir de aquella neblina, pero ésta parecía desplazarse con él, casi como si la atracción gravitatoria de la propia nave, sin la de la Luna o la de la Tierra para compensarla, atrajera los desperdicios, igual que un imán atrae las virutas de hierro. De vez en cuando, Lovell radiaba desalentado los nuevos datos de alineamiento, pero ninguno de sus informes era estrictamente necesario. Las vertiginosas lecturas de ángulo de las consolas de navegación informaban a Control de Misión de todo lo relativo a la extraviada posición del LEM.

Mientras el tiempo volaba, Lunney había despachado a dos miembros de la tripulación de reserva del Apolo 13, John Young, el comandante, y Ken Mattingly, el piloto del módulo de mando que se quedó en tierra, enviándolos a los simuladores de la base para que intentaran descubrir alguna maniobra útil para Lovell. Young, a su vez, había telefoneado a Charlie Duke, el piloto de reserva del LEM cuyo contacto con la rubéola había causado el cambio en la tripulación del 13, lo había sacado de su lecho de enfermo y le había dicho que se presentara inmediatamente en el Centro Espacial. Tom Stafford, que se conocía al dedillo los peligros de pilotar un LEM cerca de la Luna, estaba sentado junto a Lousma, intentando pensar soluciones propias. Durante los últimos minutos, los astronautas de tierra y el fatigado Capcom habían transmitido diversas sugerencias a Lovell, incluida la de ladear la nave para que el módulo de servicio ocultara el Sol y las ventanillas triangulares del LEM estuvieran de espaldas a la luz, pero ninguna de las sugerencias dio fruto. Las estrellas lejanas no aparecían en ninguna parte del campo visual de Lovell.

El comandante soltó los mandos del propulsor, exasperado, y se alejó flotando del panel de instrumentos. Estaba convencido de que sería imposible alinear la plataforma respecto a las estrellas. Cuando Houston radiara las coordenadas del encendido, Lovell habría de introducir los datos en el ordenador de navegación y rezar para que la plataforma de dirección estuviera lo bastante alineada para interpretar los números correctamente y tomar el rumbo adecuado. Si era así, los astronautas regresarían a la Tierra. Si no, se dirigirían a otro sitio.

—Tendremos que apañarnos con lo que hay —dijo Lovell a Haise y Swigert—. Esperemos que nos baste.

En Houston, los controladores de vuelo llegaron a la misma conclusión que Lovell aproximadamente al mismo tiempo que él, y comprendieron, por la estabilidad de las lecturas de posición, que el comandante pensaba como ellos. En teoría, la aritmética que había realizado Lovell y que habían comprobado en tierra cuando transfirieron los datos de la plataforma de dirección de la Odyssey tenía que haber bastado para alinear la plataforma del Aquarius… pero la teoría era una pobre tabla a la que agarrarse. Y en ese momento parecía que no iban a tener nada más. Mientras Deiterich, Bostick y el resto del equipo de guiado observaban, Gary Renick llamó a Lunney para decirle que por fin había llegado el momento del encendido.

—Vuelo, aquí Guiado —llamó el Guido.

—Adelante.

—Muy bien, tenemos los vectores y estamos listos para pasárselos a la tripulación.

—Y ya habéis verificado que los datos sean correctos…

—Sí.

—De acuerdo —dijo Lunney—. Capcom, ¿quieres avisar a los tripulantes para que se preparen?

—Recibido —dijo Lousma—. De acuerdo, Aquarius —comunicó por el canal tierra-aire—, ¿estáis listos para anotar las coordenadas de la maniobra?

—Afirmativo —dijo Lovell.

—Pues vamos. El propósito es una corrección de medio curso para un encendido de regreso libre —empezó Lousma formalmente—. Las coordenadas son NOUN 33, 061, 29, 4284, −00213. HA y HP son NA. La inclinación…

Lousma prosiguió, leyendo las posiciones del mando de gases, horas de encendido, ángulos del motor y objetivos Delta V, todos los cuales le repitió Haise debidamente. Según las cifras que el piloto del LEM y tierra barajaban, el encendido se desarrollaría en varias etapas. Cuando todos los datos estuvieran anotados, Haise introduciría las coordenadas de posición en el ordenador de dirección, ordenando a la nave, y confiando en su alineamiento original, que se orientara correctamente para el encendido.

Las pruebas que realizaban Young y Duke en el simulador, con ayuda de las sugerencias telefónicas de Grumman, indicaban que el piloto automático de a bordo podía mantener la nave en la posición correcta durante la operación de encendido. Cuando la nave se hubiera estabilizado en la posición correcta para el encendido, Lovell sacaría el tren de aterrizaje del LEM, extendiendo sus cuatro patas de araña para apartarlas del motor de descenso. Después, el ordenador, basándose en otras instrucciones introducidas por Haise, pondría en marcha cuatro de los reactores de posición del Aquarius durante 7,5 segundos. Este proceso, llamado «merma», se hacía para dar un pequeño empujón a la nave hacia delante y mandar el combustible del motor de descenso al fondo de los depósitos, eliminando las burbujas o las bolsas de aire. Después, el motor principal de descenso se encendería automáticamente, a una potencia del diez por ciento durante 5 segundos, lo mínimo indispensable para mover la nave. Luego Lovell cogería su mando de gases en forma de T y lo empujaría hasta la posición del cuarenta por ciento, manteniéndolo allí y encendiendo el motor a 7,18 HP durante exactamente 25 segundos. Pasados éstos, el ordenador cerraría la cámara de combustión y el motor se pararía. Entonces, en teoría, los astronautas estarían en la dirección correcta para volver a la Tierra.

Haise introdujo los datos de la plataforma de dirección en el ordenador de la nave y mientras Lovell miraba por la ventanilla de la izquierda, Haise estaba atento a la de la derecha. Swigert intentó mirar por encima de los hombros de los otros dos y los propulsores se encendieron automáticamente, colocando la nave en la posición especificada por el Capcom. Lovell, inmediatamente, tendió la mano hacia su panel de instrumentos y accionó la palanca que controlaba el tren de aterrizaje del LEM.

Antes de la misión, el comandante esperaba ese gesto como un hito significativo en su viaje a la superficie de la Luna. Entonces, el estiramiento y los movimientos de las patas no tenían esa significación y Lovell sintió una punzada de decepción que reprimió rápidamente.

Las patas chasquearon al encajarse en su posición y Lovell, mirando otra vez por la ventanilla, hizo una indicación a Haise con la cabeza.

Luego el comandante y el piloto del módulo lunar se instalaron frente a sus paneles de instrumentos y Swigert se retiró a la tapa del motor de ascensión, a su espalda. Haise consultó el cronómetro de la cuenta atrás en el panel del LEM y después Conectó con el circuito de radio tierra-aire.

—Muy bien, un minuto y treinta segundos para el encendido —dijo.

En Houston, Lousma pasó la información a Lunney, que pidió silencio a los hombres en el circuito e hizo un último repaso de 30 segundos por toda la sala.

—Muy bien, estamos listos. Control, ¿todo bien ahí? —empezó.

—Todo listo —contestó el oficial de Control.

—¿Guiado, todo bien?

—Todo bien, Vuelo.

—¿Fido?

—Todo bien, Vuelo.

—¿Telmu?

—A punto, Vuelo.

—¿Inco?

—Todo bien, Vuelo.

—¿GNC?

—Listo, Vuelo.

—Todo a punto para un minuto —dijo Lunney a Lousma.

—Recibido. Aquarius —Lousma se dirigió a Lovell—, procedamos al encendido.

Como la última vez que Lovell se acercó a la Luna, durante la triunfal semana de Navidad del vuelo del Apolo 8, se produjo un largo silencio durante los últimos 60 segundos previos al encendido lunar.

Accionó el interruptor del «brazo maestro» y luego miró rápidamente a su alrededor para ver si todo lo demás estaba en orden. El control de guiado estaba en posición de «Guiado Primario»; el control de propulsión, en «Auto»; los cardanes del motor habilitados; la cantidad, la temperatura y la presión del propergol estaban bien; la nave mantenía la posición correcta.

Todo estaba bajo el control del ordenador y Lovell se concentró en el cronómetro de la cuenta atrás. Treinta segundos antes de la ignición, el dial marcó «06.40», diciendo al comandante que el ordenador había armado el motor. Veintidós segundos y medio más tarde, a los 7,5 segundos de la ignición, los pequeños reactores situados en el exterior de la nave cobraron vida al iniciarse la maniobra de merma. Lovell, Haise y Swigert detectaron un leve empujón cuando el LEM se estremeció sutilmente bajo sus pies.

—Tenemos merma —dijo el oficial de Control.

Lovell seguía concentrado en la pantalla del ordenador que, justo 5 segundos antes del encendido, mostró su familiar «99:40», preguntando al comandante de nuevo si confirmaba la maniobra. Sin vacilar, Lovell pulsó el botón de «Adelante», y otra leve vibración sacudió la nave.

—Tenemos ignición, punto de gases bajo —dijo el oficial de Control.

Lovell mantuvo cinco segundos la posición y luego empujó la palanca otro treinta por ciento. La vibración aumentó.

—Cuarenta por ciento —radió a tierra.

—Cuarenta por ciento —repitió Control—. Los niveles van bien.

—Los niveles van bien, ¿eh? —preguntó Lunney con incertidumbre.

—Eso parece, Vuelo —le tranquilizó Control.

—Muy bien, Aquarius, todo va bien —dijo Lousma.

Lovell asintió, sin soltar el mando del propulsor mientras la vibración continuaba.

—Todo sigue bien —repitió Control.

Lovell volvió a asentir, pasando la vista del panel de instrumentos a su reloj de pulsera y viceversa. El motor ardió durante 10, 20 y 30 segundos; después, cosa alarmante, pareció continuar en marcha. Luego, sólo un instante más tarde de lo previsto, 0,72 segundos después, según calculó el ordenador de Control de Misión, el encendido concluyó y el motor se apagó.

—Apagado —gritó Control.

—Autoapagado —respondió Lovell.

En la nave y en tierra, Lovell y los controladores miraron instantáneamente la trayectoria y los instrumentos Delta V, y después sonrieron. La velocidad de la nave había aumentado casi exactamente lo que habían calculado y el pericintio previsto había pasado de los 111 kilómetros que habrían dejado a la nave en la órbita lunar, a los 240 que les ayudarían a volver a la Tierra.

Lovell esperó la orden de Houston de «equilibrar» el encendido; dicha maniobra, una leve pulsación de los reactores de control de posición, solía usarse incluso después de los encendidos de rutina para refinar la trayectoria. Boone, Renick, Bostick, Deiterich y los demás oficiales de navegación miraron sus consolas para ver cuánto equilibrado necesitarían y se quedaron anonadados con los datos: no hacía falta para nada.

Según las cifras de sus monitores, el encendido, que violaba todas las reglas del sentido común y de los procedimientos de vuelo, había salido perfectamente, situando al Apolo 13 en un recorrido que pasaría por detrás de la Luna y luego lo mandaría derecho a casa.

Medio incrédulo, Lousma llamó a la tripulación:

—Aquarius, estáis en el buen camino. No ha hecho falta equilibrar.

—¿Dices que no hace falta equilibrar? —preguntó Haise, mirando a Lovell.

—Afirmativo. No hace falta equilibrar.

—Recibido —dijo Lovell sonriendo.

—De acuerdo —afirmó Haise, sonriendo también.

Lovell se apartó del panel de instrumentos y se frotó los ojos con la palma de las manos. Estaba aliviado, pero sólo de momento. Mientras las lecturas de rumbo de su panel de instrumentos eran alentadoras, el resto de los datos contaban una historia completamente distinta. Bajó la vista hacia las lecturas de ambiente y de energía, y no pudo evitar hacer varios cálculos de memoria. Si la trayectoria que seguía la nave en ese momento se mantenía y no variaba su velocidad, los astronautas llegarían a la Tierra sobre la hora 152 de la misión, es decir, unas 91 horas más tarde. El lapso de tres días y tres cuartos era aproximadamente el doble del tiempo de autonomía del LEM con sólo dos hombres a bordo.

Aunque Houston se había referido sólo de pasada a un encendido PC+2, Lovell estaba seguro de que lo harían. No obstante, aunque usara el motor de descenso cuando diera la vuelta por detrás de la Luna hasta dejar los depósitos secos, no veía cómo les ahorraría aquello más de un día de viaje. Eso significaba volar otro día entero más allá de las posibilidades del LEM, con su misérrima provisión de vitales productos de consumo. En ese momento eran las 2:43 de la madrugada del martes día 14. Según Lovell, lo más pronto que podían esperar llegar a la Tierra era después de la medianoche del viernes 17. Y su LEM no estaba preparado para hacer ese viaje.

—Si queremos volver a casa —dijo Lovell a Haise y Swigert— tendremos que inventarnos alguna otra manera para tripular esta nave.

En la sala 210 de Control de Misión, Bob Heselmeyer estaba haciendo varios cálculos por su cuenta. A diferencia de Lovell, el Telmu del Equipo Tigre tenía papel y lápiz, gráficos, libros de datos, perfiles de potencia y un equipo de apoyo de personal técnico para ayudarle a parir sus números. Pero, igual que Lovell, al Telmu tampoco le gustó lo que le decían sus números.

De todos los productos vitales de consumo que necesitarían los astronautas para regresar vivos, el oxígeno era el más importante, pero al parecer, era lo menos preocupante. El plan original de vuelo preveía que Lovell y Haise pasaran dos días en la superficie lunar, aventurándose fuera del LEM en dos excursiones exploratorias separadas. Eso significaba vaciar completamente y represurizar la atmósfera de la cabina dos veces. Para hacer posible el vaciado y el llenado, el Aquarius iba equipado con más O2 que ningún otro de los LEM de los Apolo 9, 10, 11 o 12.

Incluso con tres hombres a bordo, el oxígeno emanaría del sistema a 0,10 kilos por hora, un ritmo de consumo que los tanques llenos podían soportar durante más de una semana.

Pero la eliminación del dióxido de carbono ya era otro cantar. Como el módulo de mando, el LEM estaba equipado con cartuchos de hidróxido de litio, o LiOH, pensados para filtrar el aire y atrapar las moléculas de CO2. La nave llevaba dos cartuchos originales que podían durar más de un día y tres de reserva para sustituirlos cuando los dos primeros estuvieran saturados. En conjunto, los cinco depuradores de aire podían durar sólo 53 horas, y eso con dos hombres en el LEM. Con un pasajero más, la duración de los cartuchos se reduciría a menos de 36 horas. La provisión de LiOH de la Odyssey permanecería intacta a lo largo del vuelo, pero no se podía traspasar al Aquarius; los mecanismos de depuración del CO2 de las dos naves no estaban diseñados igual, y los cartuchos cuadrados del módulo de mando no encajaban en los receptáculos del LEM, que eran redondos. Por más oxígeno que llevara el módulo lunar, el CO2 tóxico no tardaría en desplazar al oxígeno del aire respirable y los astronautas se asfixiarían alrededor de las tres de la tarde del miércoles.

También andaban escasos de electricidad. El LEM, a pleno rendimiento, necesitaba unos 55 amperios de corriente para funcionar. Pero para sobrevivir cuatro días en lugar de los dos previstos, habría que reducir el consumo de la nave a 24 amperios. Tal reducción era draconiana, pero factible.

De la mano del suministro eléctrico de a bordo, sin embargo, iba el suministro de agua. Todo el equipo informático del LEM que gastaba energía generaba calor que, si no se disipaba adecuadamente, podía acabar incendiando el equipo e inutilizándolo. Existía una red de tubos de refrigeración, que contenían una solución de agua y glicol, en un entramado que cubría todos los sistemas de la nave. El líquido circulaba por los tubos absorbiendo el exceso de calor y llevándolo a un sublimador; allí, el agua se evaporaba y salía al espacio en forma de vapor, llevándose el calor. El tanque de agua dulce del LEM estaba pensado para satisfacer tanto la sed del sistema de refrigeración como la de la tripulación, no menos importante. Pero no estaba calculado para funcionar durante los cuatro días de operación del LEM. En conjunto, la nave llevaba unos 153 litros de agua, que el equipo solo se tragaría a un ritmo de 2,85 litros por hora. Pero para sobrevivir al regreso a la Tierra, habría que reducir ese ritmo a 1,58. Y para lograrlo, no había otra solución que rebajar el consumo eléctrico a 17 amperios.

Con esas cifras agónicas, Heselmeyer, como Lovell, se echó para atrás y se frotó los ojos. El LEM no estaba diseñado para funcionar de ese modo. Nadie, excepto el personal de Grumman, tal vez, sabía siquiera si el LEM podría volar con ese régimen. Heselmeyer frunció el entrecejo y se volvió hacia los hombres que le rodeaban.

—Si queremos traerlos a casa, tendremos que inventarnos otro método para dirigir esa nave —les dijo.

A las tres menos cuarto de la mañana, justo cuando el motor de descenso del LEM terminaba su encendido, Tom Kelly y Howard Wright aterrizaron en el aeropuerto de La Guardia. La avioneta que les habían prometido les estaba esperando en Logan, efectivamente, y el vuelo de Boston a Nueva York había durado poco más de una hora. Bethpage estaba a menos de media hora desde el aeropuerto, pero esa noche iban a tardar un poco más. A diferencia de Boston, que estaba experimentando una temperatura suave de mediados de abril, Nueva York sufría los rigores de finales de invierno, con lloviznas y niebla, y una temperatura que ascendía escasamente por encima de cero, así que las autopistas de Long Island estaban heladas. Kelly y Wright se dirigieron a la planta lo más aprisa que pudieron, pero debían aminorar la marcha de vez en cuando para no patinar y salirse de la carretera.

Cuando por fin detuvieron el coche en la fábrica, Kelly miró por la ventanilla y se quedó pasmado. La vieja fábrica de aviones y la enorme nave metálica del LEM solían estar desiertas a esas horas de la noche. El equipo de ingenieros de apoyo que debía estar presente para vigilar el LEM durante una misión lunar contaba sólo con unas cuantas personas, y en general sus coches se perdían en el mar de asfalto que rodeaba los edificios.

Sin embargo, esa noche el escenario era muy distinto. Por lo que adivinó Kelly, estaba el personal del turno de día, el de tarde, los técnicos de diseño, los de montaje, y muchos más, que Kelly no sabía ni quiénes eran. Grumman nunca hubiera llamado a tanta gente en plena noche, ni siquiera en una emergencia. Evidentemente, eran empleados que se habían enterado por su cuenta de la noticia de la emergencia en el espacio y se habían dirigido allí de motu propio.

Cuando Kelly entró en el edificio, los pasillos estaban tan abarrotados como el aparcamiento y cuando los trabajadores reconocieron al director de ingeniería, se le acercaron para preguntarle en qué podían ayudar. Kelly se abrió paso, un poco aturdido, tranquilizando a todo aquél que le abordaba.

—Ya os lo diremos. Ya os lo diremos. Vamos a necesitar ayuda de todo el mundo —les dijo.

Kelly se encaminó a la sala de ingeniería de apoyo, donde el pequeño grupo que solía estar de guardia había aumentado notablemente desde que se produjo el accidente. Después de reunirse con Wright en el aeropuerto de Boston, Kelly había estado rumiando los mismos números que barajaban Heselmeyer y los técnicos de Houston. Pero hasta ese momento no dispuso de los datos reales para trabajar.

Se sentó con los hombres de Grumman que habían estado consultando con los de Control de Misión y echó un primer vistazo a sus cifras.

Entonces deseó no haberlo hecho: las cifras eran espantosas. Kelly nunca había intentado manejar una nave en esas condiciones y esperaba no tener que hacerlo jamás. Comprendió que si apretaba demasiado al LEM, era probable que perdiera totalmente la nave, pero si no lo hacía, todavía era más probable que perdiera a la tripulación.

Kelly sólo sabía una cosa con seguridad: no era una broma lo que había dicho acerca de que necesitaría mucha ayuda.