Capítulo 5

Wally Schirra llevaba toda la velada esperando tomarse un Cutty con agua. Se había pasado las últimas cuatro horas sonriendo y estrechando manos, paladeando una soda sin alcohol mientras la gente que le rodeaba se entonaba alegremente. Ahora era el momento de que él también cogiera una cogorza, por lo menos una pequeña. A Schirra no le importaba demasiado ser el único ser humano sobrio en una recepción de gala. O, si le importaba, había dejado de darse cuenta. Aquélla era una noche de trabajo para Wally, una más del millón de veladas en que había estado al pie del cañón, y como habían aprendido los demás astronautas y él hacía mucho tiempo, beber al pie del cañón era lo mismo que beber durante el desempeño de cualquier otro trabajo. Sencillamente, no se hacía: el riesgo de meter la pata era demasiado grande, y acabaría saliendo en algún periódico o llegaría al despacho de algún alto funcionario de la NASA. Cuando acabara la reunión podría hacer lo que le viniera en gana, pero mientras siguiera allí, estaba de servicio.

Schirra estaba desempeñando su misión en el American Petroleum Club de Nueva York. No era un invitado más a la fiesta, sino el orador. El ex astronauta no iba a Nueva York por cualquier motivo, pero le gustaba aquel grupo y disfrutaba asistiendo a sus reuniones. Además, en esa ocasión tenía que ir a Nueva York de todos modos. Desde que se retiró de la Agencia a principios de 1969, Schirra se había comprometido con la CBS para colaborar con Walter Cronkite en la transmisión de todos los alunizajes de los Apolo. Su primer trabajo fue con el Apolo 11 en julio de 1969 y luego con el Apolo 12, en noviembre. Hacía tan sólo dos días, Cronkite y él acababan de cubrir el lanzamiento del Apolo 13. Al día siguiente, Jim Lovell, Jack Swigert y Fred Haise se prepararían para alunizar y Schirra acudiría a colaborar en la transmisión.

Pero eso sería al día siguiente. De momento, Schirra había cumplido con sus obligaciones en el Petroleum Club y estaba cruzando la ciudad hacia el bar de Toots Shor, en la calle 52 oeste. Wally conocía bien a Toots y, aunque era tarde, sabía que su acogedora taberna estaría hasta los topes. Schirra llegó, se abrió camino hasta la barra y pidió un Cutty con agua. El local estaba lleno, como había previsto. Y como también sabía, justo cuando le servían la copa, se presentó Toots, cruzando la sala con aparente urgencia. Wally le recibió sonriendo, pero curiosamente, Toots no le devolvió la sonrisa.

—Wally, no pruebes esa copa —le dijo Shor al llegar a su lado.

—¿Qué te pasa, Toots?

—Me acaban de llamar… se ha desencadenado un infierno en Houston.

—¿Qué ha ocurrido?

—No lo sé a ciencia cierta, pero tienen algún problema. Un problema gordo, Wally. La CBS te ha mandado un coche. Cronkite va a salir en antena y te están esperando.

Schirra se precipitó a la puerta y vio el coche que le esperaba. Se montó en la parte trasera, dio su nombre al conductor, que asintió levemente con la cabeza y emprendió la marcha. Cuando el automóvil llegó a la CBS, Schirra se dirigió a toda prisa al estudio y encontró a Cronkite a punto de salir en directo.

El presentador no tenía buena cara. Llamó a Schirra y le tendió una hoja de teletipo. Schirra leyó el texto rápidamente: con cada frase le daba un vuelco el corazón. Mal asunto. Aquello era peor que malo. Era… inaudito. Tenía miles de preguntas, pero no le daba tiempo a hacerlas.

—Salimos en antena dentro de un minuto —le dijo Cronkite—, pero tú no puedes aparecer así.

Schirra se miró y se dio cuenta de que todavía iba vestido de etiqueta para sus obligaciones de aquella velada. Cronkite mandó a un chico de los recados a su camerino, que regresó al momento con una americana de mezclilla muy periodística, adornada con coderas, y una corbata andrajosa. Schirra se quedó quieto un momento para que le maquillaran y después se puso la ropa de Cronkite sobre la camisa blanca, almidonada, del esmoquin. A través de la camisa, la mezclilla le irritaba la piel, pero aquello no tenía remedio.

El realizador indicó con un gesto a Cronkite y Schirra que se sentaran, y el periodista y el astronauta se instalaron en sus puestos. Segundos más tarde, la luz roja de la cámara se encendió y la seria imagen de Walter Cronkite y la de Wally Schirra, un poco desconcertado, aparecieron en las pantallas de los televisores de todo el país. Cronkite empezó a leer su guión y fue entonces, mientras América se enteraba de los detalles de la crisis que estaba acaeciendo a bordo del Apolo 13, cuando Schirra se hizo cargo de la situación. En dos segundos se olvidó del picor insoportable de la chaqueta prestada.

En el otro extremo de la ciudad, el hielo del whisky abandonado por Wally todavía no se había derretido.

El trayecto desde el Centro Espacial de Operaciones Tripuladas hasta Timber Cove, en las afueras de Houston, se hacía en unos quince minutos, pero en una noche serena y sin circulación, Marilyn Lovell podía tardar once o doce. Esa noche era así, y ella sabía que llegaría a su casa a tiempo para meter en la cama a su hijo menor, Jeffrey, de cuatro años, y para tener a sus hijas Susan y Barbara en casa y acostadas a una hora decente. Marilyn, como otras esposas de astronauta, ya había recorrido ese camino más de mil veces, pero esa noche hubiera preferido no hacerlo.

Las cosas eran mucho más fáciles las otras tres veces que su marido había salido al espacio, cuando la NASA todavía atraía poderosamente a las cadenas de televisión, que le concedían habitualmente todo el tiempo que quería. Marilyn, sin poder remediarlo, se sentía engañada por lo mucho que había cambiado todo desde entonces. Por lo menos, cuando había despegado el Apolo 12 hacía cinco meses, Jane Conrad había conseguido ver algunas de las transmisiones de Pete entre la Luna y la Tierra sin tener que desplazarse hasta el Centro Espacial.

Para esa misión, la NASA todavía abrigaba alguna esperanza de retener las audiencias multitudinarias que había disfrutado durante el Apolo 11, e incluso intentó mejorar sus relaciones públicas cambiando la burda cámara en blanco y negro que usaron Neil y Buzz en la Luna por otra más sofisticada, en color. La idea parecía buena, pero sólo hasta que Al Bean y Pete pisaron la Luna y enfocaron accidentalmente su maravillosa cámara nueva hacia el Sol, con lo cual se achicharró como un huevo frito y les obligó a cancelar todas las emisiones que estaban previstas para el resto del viaje. Desde entonces, las cosas iban de mal en peor entre la NASA y las emisoras de televisión, y aunque los técnicos de la Agencia habían equipado las cámaras del Apolo 13 con filtros más potentes, para asegurarse transmisiones ininterrumpidas a la Tierra, las cadenas de televisión se habían encogido de hombros ante su ofrecimiento. Gracias a la NASA, Marilyn podría ver tanto cuanto quisiera a su marido durante ese viaje, pero ya no podía hacerlo desde el cuarto de estar de su casa.

Marilyn metió el coche en el camino de acceso a su casa, en Lazywood Lane, paró el motor y consultó el reloj. Era demasiado tarde para llamar a la Academia Militar de St. John, en Wisconsin, donde se hallaba el cuarto de sus hijos, Jay, de quince años, para decirle que la transmisión había ido bien y que su padre tenía buen aspecto. Jay sabía que, de haber pasado algo, le avisarían enseguida, pero a Marilyn le gustaba hablar personalmente con él. Así que tendría que esperar hasta el día siguiente. Marilyn mandó a Susan y Barbara a casa y apretó el paso por el camino. Elsa Johnson, una amiga de Cabo Cañaveral, estaba pasando unos días con los Lovell y se había ofrecido para quedarse con Jeffrey esa noche, pero Marilyn estaba deseando relevarla. Las esposas de los astronautas agradecían profundamente la amistad y la compañía mientras sus maridos estaban de servicio en el espacio, pero Marilyn no quería abusar de la generosidad de su amiga.

—¿Qué tal estaba Jim? —le preguntó Elsa en cuanto Marilyn cruzó la puerta, con Barbara y Susan corriendo delante de ella.

—Fantástico —respondió Marilyn—. Contento y relajado. Parece que se lo están pasando muy bien allá arriba. ¿Qué tal Jeffrey?

—Ya está durmiendo. Se quedó frito al momento.

Marilyn colgó su chaqueta en el armario, se dirigió al cuarto de estar y se sobresaltó levemente al ver a un hombre sentado en el sofá, leyendo una revista. Después se echó a reír y le saludó con la mano. Era Bob McMurrey, un funcionario de protocolo de la NASA. A los familiares de los astronautas se les asignaba siempre por rutina por lo menos a un hombre de protocolo, cuya tarea consistía en vivir con la familia desde el momento del lanzamiento hasta el amerizaje, para protegerles de la prensa y de los mirones que se apiñaban en las aceras así como para explicarles cualquier suceso inesperado que se produjera en la misión.

Generalmente, el trabajo era intenso y McMurrey, que ya se había estrenado con los Lovell durante el viaje del Apolo 8, estaba acostumbrado a pasar mucho tiempo con ellos. Con el Apolo 13, sin embargo, no habían acudido curiosos ni periodistas y, de momento, no se había producido nada inesperado. McMurrey se había pasado los últimos días haciendo lo que hacía esa noche: sentado en el sofá, tomaba café y leía una revista tras otra de la gran pila que había a su lado. A sus pies, el pastor escocés de los Lovell, Christi, remataba la escena doméstica: sesteaba, como aceptando a ese paterfamilias prestado mientras el auténtico estaba fuera.

Marilyn deseaba un poco de compañía esa noche y había invitado por la mañana a su vecina, Betty Benware, a que pasara a tomarse una copa; pero Betty había declinado su invitación. Su marido, Bob, era el jefe de mantenimiento del grupo Philco-Ford, que se encargaba de las consolas y demás equipo de Control de Misión, y la pareja se había pasado los dos últimos días atendiendo a sus jefes, que habían acudido a ver cómo se desarrollaba la operación durante un vuelo real.

Aparte del hombre de protocolo, la única conexión directa que tenía Marilyn con el Centro Espacial durante los largos días de la misión era un intercomunicador que la NASA había instalado en su dormitorio tres días atrás. El aparato era sólo de escucha y le permitía recibir las comunicaciones entre su marido y el Capcom durante las veinticuatro horas del día. Más del noventa por ciento de lo que oían las familias por esa línea privada era incomprensible: montones de cifras y vectores que hasta los propios controladores encontraban tediosos. Pero Marilyn y las esposas de los otros astronautas escuchaban menos por las palabras que por el tono, el tono de preocupación, y para eso, el intercomunicador era indispensable. A esas horas de la noche, cuando los astronautas iniciaban su turno de sueño, la caja sólo emitía interferencias. Y con McMurrey cómodamente instalado en el cuarto de estar sin nada que anunciar, Marilyn pensó que podía olvidarse un rato de la misión y dirigirse a la cocina a tomarse un café con Elsa. Pero antes de que llegara allí, se abrió la puerta principal y entraron Pete y Jane Conrad.

—¿Le has visto? —le preguntó Jane.

—Sí, a todos —repuso Marilyn—. Estaban muy bien. Parece que todo está saliendo exactamente según lo programado.

—Jim está al mando de una nave estupenda —dijo Conrad.

—Ojalá lo hubieran transmitido por televisión —dijo Marilyn—. Para que la gente viera el trabajo que están haciendo.

—Sacarán un minuto en el telediario de la noche —dijo Jane—, aunque sólo sea para recordarle a la gente que están allí.

Cuando Marilyn estaba a punto de llevarse a Jane y Pete a la cocina para darles un café, sonó el teléfono. McMurrey fue a levantarse del sofá para contestar pero Marilyn, que estaba más cerca, le indicó con la mano que no se moviera, sonriendo, y descolgó.

—¿Marilyn? —le dijo una voz precavidamente—. Soy Jerry Hammack. Te llamo desde el Centro.

Jerry Hammack y su esposa, Adeline, vivían al otro lado de la calle y eran buenos amigos de los Lovell. Hammack era el jefe del equipo de rescate de la NASA, responsable de rescatar los módulos de mando Apolo en el océano cuando amerizaban al final de sus misiones.

—¡Jerry! —exclamó Marilyn, muy sorprendida—. ¿Qué haces trabajando tan tarde?

—Sólo quería decirte que no tienes que preocuparte por nada. Los rusos, los japoneses y otros muchos países ya se han ofrecido a ayudar en la recuperación. Podemos hacerlos amerizar en cualquier mar y embarcarlos en un portaaviones al momento.

—Jerry, ¿qué estás diciendo? ¿Has bebido?

—¿No te lo ha dicho nadie?

—¿El qué?

—Lo del problema…

En cualquier ciudad pequeña cuya vida gira alrededor de una gran industria, las noticias de un problema en la fábrica vuelan. En los suburbios de Houston, cuya industria es el espacio, la fábrica era Control de Misión, y como las probabilidades de que surgieran problemas eran altísimas, las noticias volaban mucho más deprisa. Cerca de allí, en casa de los Borman, el teléfono sonó casi al mismo tiempo que el de Marilyn Lovell. El comandante del Apolo 8 escuchó la noticia del Centro Espacial, colgó el teléfono, y se volvió hacia Susan.

—Lovell está en apuros —dijo Borman—. Esto tiene mala pinta. Me voy a la NASA. Tú vete a su casa.

Susan descolgó el teléfono que su marido acababa de colgar y telefoneó a casa de sus vecinos, los McCullough, donde vivía Carmie, una amiga de Marilyn.

—Frank dice que hay un problema en el Apolo. Vente conmigo a casa de Marilyn —le dijo.

En la casa contigua a la de los Lovell, los Benware recibieron otra llamada telefónica del Centro Espacial.

—Más vale que vayas a casa de Marilyn —le dijo Bob a su mujer, Betty, tras escuchar la noticia—. Yo me voy al Centro.

En casa de los Lovell, Marilyn, recién llegada de su paseo de veinte minutos desde el Centro Espacial, no estaba al corriente de nada.

—¿Qué problema? —le preguntó a Hammack, alzando la voz—. Jerry, acabo de verle por la tele. ¡Todo iba estupendamente!

En la cocina, Elsa y Jane se volvieron.

—Eh, pues… No todo va estupendamente. Se han producido varios inconvenientes.

—¿Qué inconvenientes?

—Bien… Básicamente un problema de energía —empezó Hammack evasivamente—. En realidad, un problema en un tanque de combustible. Se están quedando sin electricidad y, en fin… parece que no van a poder alunizar.

Marilyn oyó que sonaba la otra línea telefónica en el estudio y vio que McMurrey se levantaba a contestar.

—Oh, Jerry… es terrible. Jim ha trabajado tanto para esto. Se va a quedar tan decepcionado… —Marilyn captó la mirada de Jane, que articuló:

—¿Qué ha pasado?

Marilyn levantó la mano indicándole que esperara un segundo.

—Sí, estoy seguro de ello —le dijo Hammack—. Pero en cualquier caso, no quiero que te preocupes. Estamos haciendo todo lo que podemos desde aquí. —Marilyn colgó y se volvió hacia Jane.

—Es terrible —dijo—. Algo se ha estropeado en un tanque de combustible y van a cancelar el alunizaje. Ésa era la única razón por la que Jim iba allá, y ahora va a tener que dar media vuelta y regresar.

—Marilyn, lo siento tanto… —le dijo Jane. Las dos amigas se abrazaron fraternalmente y, por encima del hombro de Marilyn, Jane vio a Conrad y McMurrey de pie en el estudio, hablando en susurros. Conrad parecía pálido y distraído; tenía los ojos muy abiertos.

—Marilyn —le dijo Conrad—, ¿dónde está el intercomunicador?

—¿Para qué lo necesitas? —le preguntó Marilyn.

—¿Nadie te ha dicho nada?

—Sí, acabo de hablar con Jerry Hammack. Me ha contado lo del problema en el tanque de combustible.

—Marilyn —añadió Conrad—, esto es algo más que un problema en un tanque de combustible.

Conrad la acompañó a una silla, la hizo sentarse y le explicó todo lo que le acababa de decir el hombre de protocolo: la desaparición del oxígeno del depósito dos, los problemas con el uno, el escape, las oscilaciones, la caída de energía, del aire, y lo peor la misteriosa explosión que lo había originado todo. Marilyn le escuchó y de repente sintió que se mareaba. Se suponía que esas cosas no pasaban. Antes de que Jim se marchara, eso era precisamente lo que le había prometido que nunca sucedería.

Marilyn se alejó de Conrad, se dirigió corriendo al televisor y lo encendió. Instintivamente, no puso la CBS, donde estaría trabajando su amigo Wally Schirra, sino la ABC, donde salía Jules Bergman, el gigante de los corresponsales científicos. Se arrepintió casi inmediatamente.

Descubrió que Bergman estaba hablando de los mismos tanques de oxígeno que había mencionado Conrad, de las rotaciones de la nave y de la misteriosa explosión. Pero a diferencia de Conrad, Bergman estaba hablando de otra cosa: de probabilidades. Mientras Marilyn le escuchaba, Bergman decía a los telespectadores que, aunque nadie podía predecirlo con exactitud, no parecía haber más de un diez por ciento de probabilidades de que la tripulación del Apolo 13 regresara con vida a casa.

Marilyn dio la espalda al aparato y se tapó la cara. La cifra que citaba el periodista era bastante mala, pero aunque hubiera dado otras cifras más optimistas, su información seguía siendo escalofriante. Aunque no lo reconoció nadie en la habitación, Marilyn advirtió al instante que Bergman, igual que Hammack y Conrad antes que él, estaba usando el «tono».

En todo Houston, otras personas que no estaban en Control de Misión, ni eran parientes de los pilotos en peligro, se estaban enterando de la noticia por distintos medios. En la azotea del edificio 16A del Centro de Operaciones Tripuladas, el ingeniero Andy Saulietes estaba de acampada con otros tres colegas, jugando con un montón de carísimos aparatos de observación. Esa noche, como las tres anteriores, Saulietes y sus colegas estaban enfocando un potente telescopio de 35 centímetros más o menos hacia la Luna, y contemplando las imágenes que recogían en una pantalla de televisión en blanco y negro. Más que nada, captaban un objeto parpadeante que se encogía rápidamente y que según sus instrumentos, se hallaba a unos 370 000 kilómetros de la Tierra. Para los ojos profanos, el objeto sería totalmente irrelevante, pero Saulietes y los otros estaban profundamente interesados en seguir su movimiento.

Lo que veían era la tercera fase del propulsor Saturn V del Apolo 13, fría, agotada y abandonada, que se alejaba de la Tierra a unos 3700 kilómetros por hora. El sistema de motor único que formaba parte del tercio superior del cohete y había sacado a la Odyssey y el Aquarius de la órbita terrestre dos días antes, iba a estrellarse contra la Luna. En alguna parte, en una trayectoria cercana, los módulos de mando y lunar también avanzaban, pero las naves se hallaban desde hacía tiempo fuera del alcance del telescopio de Saulietes. En efecto, mientras Saulietes y sus colegas escrutaban el espacio, advirtieron que la tercera fase casi se había desvanecido de su pantalla.

Los hombres que estaban en la azotea tenían un monitor de comunicaciones para seguir los avatares del vuelo y oír los acontecimientos clave que pudieran afectar sus observaciones. El acontecimiento que estaban esperando era una expulsión de agua o de orina de la Odyssey.

Cuando el chorro de líquido residual saliera por el costado de la nave, cristalizaría al entrar en contacto con el espacio, formando una nubecilla helada de partículas estelares que Wally Schirra, en uno de sus singulares rasgos de ingenio lingüístico, había bautizado «Constelación Orinón».

Esa noche, si la nube era lo bastante grande y captaba bien la luz del Sol, Saulietes creía que podría localizar la nave.

Sobre las 9:35 horas de la noche, Saulietes, enfocando claramente la imagen que le llegaba por el telescopio y escuchando sólo a medias los mensajes, creyó haber oído a Jack Swigert diciendo algo sobre un problema; poco después, le pareció que Jim Lovell repetía el mensaje.

Saulietes no hizo demasiado caso a esas transmisiones. Ya había seguido los viajes de los Apolo 8, 10, 11, y 12 a la Luna, y las naves lunares siempre estaban notificando pequeñas disfunciones de algún tipo que requerían la asistencia de Houston. Sin embargo, lo que sí le llamó la atención unos minutos después fue la imagen que apareció en la pantalla de su televisor.

De repente vio un resplandor inesperado, que fue creciendo regularmente. Estaba justo donde debía de estar la nave, pero era demasiado grande para ser una expulsión de agua o de orina y nada de lo que Saulietes había visto en los cuatro viajes lunares previos se le podía comparar. Era casi como si un halo enorme y gaseoso hubiera envuelto la nave, desparramándose lentamente a lo largo de 40 o 50 kilómetros.

Eso hubiera sido una cantidad inmensa de orina. Saulietes tendió la mano hacia el televisor y pulsó el botón de «grabación». El equipo copiaría tres o cuatro fotos de la imagen en pantalla, permitiéndole recuperarlas y estudiarlas más tarde. Era poco probable que las imágenes le dijeran algo a Saulietes; seguramente sería algún fallo en su telescopio o en su monitor lo que producía ese curioso halo. En tal caso, quería llegar al fondo del asunto enseguida, antes de seguir lo que en circunstancias normales sería un vuelo habitual.

A pocos kilómetros de allí, en una urbanización de las afueras, no muy distante de Timber Cove, Chris Kraft, el director adjunto del Centro Espacial, no tenía más razones que Saulietes para preocuparse por el desarrollo de la misión lunar. Desde que había dejado su puesto de director de vuelo al inicio del programa Apolo, Kraft había podido encarar su trabajo con menos frenesí y no le importó ese pequeño cambio. Tras pagar su tributo a las agobiantes trincheras de Control de Misión a lo largo de seis vuelos Mercury y diez Gemini, Kraft estaba más que contento cuando cedió el puesto a Gene Kranz y el resto del equipo de directores de vuelo que habían trabajado a sus órdenes.

En ese momento, Kraft se estaba dando una ducha. Eran poco más de las diez de la noche y sus últimas noticias eran que todo transcurría normalmente en el Centro Espacial y en la nave Apolo. En esos momentos, la tripulación se estaría recogiendo para pasar la noche y Kraft pretendía hacer lo mismo. No hacía ninguna falta aguantar tumos de noche cuando estaba Gene Kranz o quien fuera que estuviera en la consola de dirección de vuelo. Kraft creyó oír sonar el teléfono a través de la puerta del cuarto de baño una vez, luego otra, hasta que su mujer lo cogió.

—¿Betty Ann? —preguntó la voz por el auricular— soy Gene Kranz. Tengo que hablar con Chris.

Betty Ann sabía que en la consola del director de vuelo había una línea telefónica externa además de la interna, y aunque no era muy común que el responsable de una misión hiciera llamadas al exterior, tampoco era algo sin precedentes. Betty Ann, que ya había visto y oído de todo durante los años de Kraft en la Agencia, no se inmutó al oír a Kranz.

—Gene, Chris está en la ducha. ¿Le digo que te llame luego?

—No, no puedo esperar. Avísale ahora mismo, por favor —le contestó Kranz.

Betty Ann se dirigió rápidamente al cuarto de baño y se llevó a Kraft, chorreando, al teléfono.

—Chris —le dijo Kranz—, más vale que te vengas para acá enseguida. Tenemos un problema tremendo. Hemos perdido presión en el oxígeno, hemos perdido un bus y estamos perdiendo los tanques de combustible. Parece que ha habido una explosión.

Kraft, que conocía a Kranz desde hacía años, sabía que su sucesor no declararía una crisis si no la había y que no sonaría tan apremiante si no hubiera razones de urgencia. Además, estaba segurísimo de que nunca le llamaría para pedirle consejo si no lo necesitaba… Pero le había llamado.

—Aguanta firme —le dijo Kraft—, voy para allá.

El antiguo director de vuelo, que había acabado harto de su sillón en Control de Misión, se vistió, a medio secar, salió corriendo de su casa y se monto en su coche. Tardó menos de quince minutos en recorrer los 16 kilómetros que le separaban del Centro Espacial, rebasando los 90 kilómetros por hora en su trayecto por las carreteras oscuras del tranquilo suburbio que empezaba a adormecerse.

Durante las crisis de los viajes espaciales, particularmente en una misión tan compleja como la lunar, los hombres de la nave y los de tierra operaban en una especie de jerarquía de la negación. Cuando una nave hacía el tonto de repente, eran los pilotos quienes se hallaban en el centro del problema; ellos habían oído la explosión, o visto el escape, o las lecturas sobre el contenido del tanque en el panel de instrumentos, y por lo tanto eran quienes solían tener las impresiones más pesimistas de la crisis. Aunque ningún piloto tenía ganas de abandonar su nave o de abortar su misión, tampoco quería apretar las tuercas de la nave más allá de lo que su experiencia o sus sentidos le decían que debía llegar. A continuación venían los controladores de las consolas de Houston. En su gran mayoría, ninguno de esos hombres había estado nunca en una nave, y desde el principio de su carrera sólo se habían basado en las cifras de sus pantallas para saber qué era lo que iba mal en la nave que controlaban. A diferencia de los astronautas, los controladores sabían que su vida, su salud y su futuro inmediato no estaban íntimamente ligados con los de la nave, y aunque eso a veces les conducía a tener más fe en una nave enferma de lo que ésta se merecía realmente, también les otorgaba cierta distancia para resolver los problemas, un alejamiento que los astronautas no tenían. El más alejado del problema, pero, al fin y al cabo, responsable de su resolución, era el director de vuelo.

Además de todas las reglas escritas que regían una misión, el director de vuelo operaba bajo una regla no escrita conocida como «modo descendente». Antes de que una misión fuera abortada oficialmente, la doctrina del modo descendente requería que el director de vuelo salvara todo lo posible sin poner en peligro la vida de los astronautas. Si una tripulación no podía alunizar, ¿podría al menos orbitar la Luna? Si no podía realizar la órbita, ¿podría al menos pasar por el otro lado para echar un rápido vistazo? Llegar a las proximidades de la Luna era una tarea complicada y costosa, y si los objetivos principales del proyecto no podían cumplirse, el hombre que la dirigía era el responsable de decidir si se emprendían otros objetivos de segundo o tercer orden. Solo cuando se agotaban las últimas opciones del modo descendente, el director de vuelo abandonaba sus fantasías exploratorias y mandaba a la tripulación de vuelta a la Tierra.

Durante la quincuagésimo séptima hora de vuelo del Apolo 13, mientras todas las Marilyn Lovell y Mary Haise recibían sus llamadas telefónicas de la NASA, cuando los Chris Kraft conducían a toda velocidad hacia el Centro Espacial y los Jules Bergman hablaban por televisión, la jerarquía de la negación de la NASA seguía en marcha. En Control de Misión, Gene Kranz, de pie detrás de su consola, daba zancadas y fumaba como en los momentos críticos, manejando el circuito cerrado de comunicaciones como una telefonista de pueblo en una ciudad de diez mil habitantes. Ante las otras consolas, los controladores observaban sus pantallas y analizaban sus datos, esperando encontrar alguna solución a los males que afectaban a la parte de la nave que tenían encomendada. Y en la propia nave, los tres hombres que estaban en el meollo de la cuestión sudaban la crisis con una implicación en primera persona que los hombres de tierra sólo estaban empezando a penetrar.

Lo que más sudores provocaba en Lovell, Swigert y Haise, cuando se acercaban a los sesenta minutos de crisis, eran el continuo bamboleo y los estremecimientos de la nave, causados por el escape del tanque uno de O2. En la jerga de los pilotos, los movimientos involuntarios se conocían como «rateo», y mientras los controladores luchaban por averiguar la causa de la miríada de problemas de la Odyssey y pergeñar entre todos alguna solución de emergencia, Lovell seguía intentando controlar el rateo.

—No consigo dominar esto —gruñía el comandante entre dientes mientras manipulaba los propulsores, accionando los mandos de un lado a otro.

—Todavía rateamos como un demonio, ¿verdad? —le preguntó Swigert desde el sillón central.

—Ésa es la culpable —le dijo Lovell señalando con la cabeza la brillante nube de gas por la ventanilla.

—No pierdas de vista la bola —le advirtió Swigert, vigilando los diales de su consola—. No se nos ha de bloquear el cardán.

El instrumento que Swigert estaba vigilando con tanta inquietud, el indicador de posición de vuelo, conocido como bola 8, era una pequeña esfera marcada con los ángulos de una brújula náutica. Los giróscopos que la controlaban eran el alma del sistema de navegación de la nave.

Para orientarse en el espacio, los astronautas tenían que conocer en todo momento la posición de la nave en relación con cualquier punto del cielo. Para eso, la nave iba equipada con un sistema de dirección provisto de un componente estático, conocido como elemento estable, que estaba fijado por inercia en un espacio relativo a la estrellas. A su alrededor había una serie de cardanes que se movían con cada movimiento de la nave. El sistema de dirección mantenía el ordenador de a bordo constantemente al día de la posición cambiante de la nave en relación con el elemento estable y por lo tanto con las estrellas, mientras la bola 8 suministraba la misma información a los pilotos.

Para un vehículo que necesitaba ajustar su trayectoria por fracciones de grado en su viaje de 460 000 kilómetros a la Luna, el sistema funcionaba excepcionalmente bien, con una pequeña excepción. Si la nave daba una fuerte guiñada involuntaria hacia la derecha o la izquierda, los cardanes tenían la mala costumbre de alinearse unos con otros y bloquearse en esa posición, eliminando instantáneamente cualquier dato que tuviera el ordenador sobre la posición de la nave. Un vehículo espacial sin sistema vestibular no le servía a nadie, y menos aún los pilotos que dependían de él para volver a la Tierra, y la bola 8 estaba diseñada para alertar a la tripulación de cualquier riesgo de bloqueo de cardanes. Además de todos los ángulos y líneas marcados en la bola, también llevaba dos discos rojos de níquel, a 180 grados de distancia.

Cuando uno de los discos rojos empezaba a flotar en la esfera, significaba que los cardanes estaban a punto de alinearse, y cuando el disco aparecía en el centro de la esfera, significaba que los cardanes estaban bloqueados, la referencia de posición se había perdido, y, al menos en términos de navegación, lo mismo le ocurría a la nave.

En ese momento, mientras Swigert, el copiloto de la nave espacial, observaba la esfera de cristal, apareció una sombra roja flotando por la derecha.

—Empieza a aparecer el rojo —avisó otra vez a Lovell.

—Ya lo veo —le contestó Lovell desviando la vista hacia el panel de instrumentos—. Y ojalá no fuera así.

Alzó de un tirón el costado de babor de la nave y el punto rojo desapareció.

En la sala de control, los instrumentos de dirección de la consola recogieron los mismos niveles peligrosos de movimiento que el indicador de posición de Lovell, y el Guido se puso en contacto con Kranz para avisarle.

—Vuelo, aquí Guiado —llamó por el circuito cerrado.

—Adelante, Guiado —respondió Kranz.

—Se están acercando al bloqueo de cardanes.

—Recibido. Capcom, recomiéndale que encienda los propulsores C3, C4, B3, B4, C1 y C2 y avísale de que está rozando el bloqueo de cardanes.

—Recibido —repuso Lousma, que repitió las instrucciones a los astronautas por la línea tierra-aire.

Lovell oyó el mensaje e hizo un gesto con la cabeza a Swigert, pero no dio acuse de recibo a Lousma. Mientras el comandante seguía vigilando el indicador de posición y miraba por la ventanilla, el piloto del módulo de mando empezó a reconfigurar los propulsores que Lousma les había indicado.

—Trece aquí Houston. ¿Me habéis oído? —preguntó Lousma al no recibir respuesta.

En la parte derecha de la cabina, Haise, cuyas responsabilidades en el módulo de mando eran principalmente el cuidado y el mantenimiento de los sistemas eléctricos, había vuelto a su asiento, desde donde podía controlar mejor los graves problemas de energía de la nave.

—Sí —respondió el piloto del LEM a tierra, mirando a sus compañeros—. Lo hemos recibido.

—Afirmativo —añadió Lovell sucintamente.

Mientras Lovell y Swigert luchaban con la posición de la nave, Kranz seguía dando zancadas frente a su consola, haciendo malabarismos con otros cien problemas que reclamaban su atención. Por el circuito cerrado del director de vuelo, el Inco llamó para notificar que estaba pasando una pesadilla para mantener las antenas enfocadas con la nave que daba bandazos, debido a la falta de energía; el oficial de control de guiado y navegación, GNC, llamó diciendo que se estaban acercando peligrosamente a un desequilibrio térmico, porque uno de los lados de la nave llevaba demasiado tiempo soportando la luz directa del Sol; el Eecom informó que los problemas de energía y oxígeno que habían originado todo el zafarrancho no se habían estabilizado y que todo indicaba que estaban empeorando.

De todos los datos que iban llegando, los del Eecom eran los que acaparaban la atención prioritaria de Kranz. Según los boletines desesperados de Sy Liebergot, el tanque dos de oxígeno, que se había desvanecido misteriosamente a las 55 horas 54 minutos del inicio de la misión, efectivamente parecía haberse ido para siempre; el tanque uno, que había empezado la noche a la saludable presión de 60 kilos por centímetro cuadrado, había bajado ya casi a la mitad y seguía perdiendo presión a más de 0,07 kilos por minuto; los depósitos de combustible uno y tres estaban completamente vacíos, el depósito dos se estaba agotando rápidamente y mientras se acababa el combustible restante, el bus que quedaba, el Bus Principal A, se agotaba con él. Mientras la nave seguía funcionando con los sistemas electrónicos en marcha, tragando energía, el conjunto del equipo, en precario, amenazaba con hundirse bajo su peso.

En la consola del Eecom y en la sala de apoyo, Liebergot y su equipo, formado por George Bliss, Dick Brown y Larry Sheaks sabían que sus opciones eran extremadamente limitadas. Para impedir que el sistema eléctrico se colapsara totalmente, el Eecom siempre podría conectar las baterías de reentrada de la nave a los dos buses moribundos o agotados. Las baterías eran un fabuloso productor de electricidad y devolverían a la nave toda su energía casi al instante. La pega era que sólo durarían unas horas. Si Liebergot ponía en marcha las baterías en ese momento, la Odyssey se empezaría a comer la gallina de los huevos de oro, devorando la energía que necesitaba para penetrar en la atmósfera terrestre, si es que regresaba alguna vez.

De todos modos, si no daba ese paso, el problema se agravaría mucho más. Cuando el último tanque de oxígeno empezara finalmente a agotarse, la nave compensaría automáticamente la caída chupando a voluntad del pequeño tanque de O2 del módulo de mando que se empleaba para la reentrada. El nombre oficial de ese depósito era tanque de fluctuación y su función durante las horas y los días del vuelo precedentes a la reentrada consistía en compensar las fluctuaciones del suministro principal de oxígeno, absorbiendo el exceso de gas si la presión de los dos tanques subía demasiado o proveyendo un poco del suyo si la presión de O2 descendía demasiado. Al final de la misión, al oxígeno del tanque de fluctuación se le sumaría el excedente de los tanques de oxígeno principales, presumiblemente intactos, suministrando a la tripulación todo el aire respirable necesario para la reentrada. Pero con el tanque dos vacío y el tanque uno bajando en picado, la Odyssey dejaría seco el tanque de fluctuación. Liebergot pensó que la única respuesta era conectar momentáneamente las baterías para alimentar el bus agonizante y después empezar a reducir cuanto antes el consumo de energía al máximo. Eso por lo menos disminuiría la demanda del depósito de combustible sano y pospondría el agotamiento del sistema eléctrico hasta que encontraran una mejor solución. Mientras el Eecom llegaba a esta conclusión, su equipo de apoyo pensaba lo mismo.

—Sy —le dijo Dick Brown por los auriculares—, creo que deberíamos dedicar una batería a los buses A y B hasta que se nos ocurra algo mejor.

—De acuerdo —le contestó Liebergot—. Adelante.

—Además —continuó Brown—, creo que habría que empezar a recortar el consumo.

—Sí —dijo Liebergot. Después marcó el número del director de vuelo por el circuito cerrado—. Vuelo… —dijo con cierta cautela.

—Adelante —respondió Kranz.

—Creo que lo mejor que se puede hacer ahora mismo es reducir el consumo.

—De acuerdo —dijo Kranz—. ¿Quieres reducir el consumo, comprobar la telemetría y lo que anda bien y después traerla?

Liebergot sonrió levemente para sí mismo. ¿Traerla? ¿Kranz quería saber si traerían la nave? Tuvo ganas de decirle que no, que tal y como pintaban las cosas, la nave estaba condenada y nunca lograrían traerla. Pero las tareas de Kranz y Liebergot excluían una discusión de ese tipo.

Kranz tenía la responsabilidad de ir eliminando cuidadosamente las tareas imposibles para la nave y Liebergot la de facilitarle una nave lo mejor pertrechada para ello.

—Exacto —le dijo Liebergot.

—¿Cuánto quieres reducir el consumo?

—En total, diez amperios, Vuelo.

—En total diez amperios —repitió Kranz. Después soltó un suave silbido.

La nave chupaba sólo unos 50 amperios; Liebergot le sugería cortarle el veinte por ciento a los sistemas. Kranz conectó con el Capcom:

—Capcom, recomendamos seguir la lista de emergencia para una reducción de consumo, de las páginas uno a cinco. Queremos recortar 10 amperios del consumo actual.

—Recibido, Vuelo —le dijo Lousma, que abrió la comunicación tierra-aire—. Trece, aquí Houston. Queremos que repaséis vuestra lista de emergencia, las páginas rosas, de la uno a la cinco. Reducid 10 amperios en total.

Lovell miró a Swigert y Haise y les dedicó una sonrisa forzada. El comandante y su tripulación sabían que esa misión estaba condenada, al menos tal y como estaba planeada en un principio. Sin embargo, sabían también que Houston tendría que llegar a esa conclusión por sí misma. A veces Control de Misión tardaba un poco en alcanzar a los pilotos en esas cosas, pero la orden de reducir el consumo era la primera pista de que tierra estaba empezando a asumir la situación.

Lovell hizo una indicación a Swigert y el piloto del módulo de mando se dirigió a la zona de almacenamiento inferior a buscar la lista de emergencia. Los protocolos y los planes de vuelo de la misión estaban impresos en papel antiinflamable y ordenados en una carpeta de anillas con las tapas de cartón. Los cuadernos que contenían procedimientos no críticos estaban almacenados en ficheros en diversas zonas de la nave; los de los procedimientos más vitales estaban sujetos con tiras de velcro a puntos fácilmente accesibles de los mamparos de la nave. La lista de emergencia de recorte de consumo estaba en uno de esos cuadernos; Swigert lo encontró en la zona de almacenamiento inferior, lo desenganchó de su funda y se lo llevó al puesto de mando. Mientras Haise leía por encima de su hombro, el piloto del módulo de mando empezó a repasar las órdenes que adormecerían parcialmente su nave.

—Trece, aquí Houston, ¿habéis recibido nuestra petición de reducir el consumo? —inquirió Lousma al no obtener respuesta de Swigert o Lovell.

—Recibido, Jack. Estamos en ello —le dijo Swigert.

—Está en las páginas rosas, las páginas de emergencia, de la uno a la cinco —repitió Lousma para asegurarse de que la tripulación estaba segura.

—De acuerdo —le tranquilizó Swigert.

—Reducid la energía en diez amperios de como estáis ahora.

—De acuerdo —repitió Swigert, esta vez con mayor firmeza.

Mientras Jack Swigert empezaba a apagar la primera docena de sistemas indicados en las páginas rosas de emergencia, Chris Kraft entraba en el aparcamiento del edificio 30, el de Control de Misión, y se dirigía a toda prisa al ascensor del vestíbulo principal. En cuanto llegó al segundo piso y entró en el auditorio donde había controlado tantos vuelos durante tantos años, advirtió la gravedad del problema que estaba aquejando a esa misión. Había un grupito de hombres reunidos alrededor de la consola de Jack Lousma, el Capcom, y otros grupos mayores cerca de la del Eecom que, según dedujo desde lejos, estaba a cargo de Seymour Liebergot esa noche, y de la consola de director de vuelo de Kranz.

Kraft se acercó al puesto de Kranz con la deferencia de un extraño, lo cual no le resultó fácil. Como antiguo mentor y jefe actual de Kranz, Kraft sabía en qué consistiría su trabajo esa noche: básicamente en lo que Kranz estableciera. Las reglas para dirigir una misión espacial tripulada eran explícitas y, como sabían todos los controladores, quizá la más explícita y menos flexible de todas ellas era que el director de vuelo era la autoridad incuestionable de todo lo que estaba a su cargo. Uno y otro habían redactado esa regla en 1959 cuando Kraft era director de vuelo y Kranz estaba echando los dientes en la Agencia. Su redacción era terminante: «El director de vuelo puede hacer cualquier cosa que considere necesaria para la seguridad de la tripulación y la dirección del vuelo, independientemente de las reglas de la misión». Kraft había ejercido esa autoridad de buen grado y bien a lo largo de dieciséis misiones y, al principio del programa Apolo, cuando cedió el bastón de mando de director de vuelo a Kranz, y le traspasó su poder.

Kraft se abrió camino a través de las gradas de la sala de control, que se reducían como en un anfiteatro hasta llegar a la consola de Kranz, situada en la tercera fila; el director de vuelo levantó la vista y le saludó con la cabeza, agradecido. Kraft entonces se alejó unos pasos, conectó sus auriculares a su propia consola y marcó el número de comunicación tierra-aire y el del director de vuelo para enterarse de todo lo posible.

En cuanto lo hizo, se quedó de piedra. Con excepción del fracaso del Gemini 8, hacía cinco años, y el vuelo del Apolo 11 hacía tres, Kraft nunca había visto a un director de vuelo hacer juegos malabares con tantas pelotas a la vez.

—Telmu y Control, aquí Vuelo —llamó Kranz a los oficiales de control eléctrico ambiental y de navegación del LEM.

—Adelante, Vuelo —respondió Bob Heselmeyer, el Telmu, desde una consola cercana a la de Liebergot.

—¿Quieres echar un vistazo a los informes previos al lanzamiento para ver si descubres algo que pudiera haber producido el escape?

—Recibido, Vuelo.

—Y quiero un informe dentro de quince minutos como máximo, breve y fácil de repasar.

—Recibido.

—Red, aquí Vuelo —llamó Kranz a los técnicos de los ordenadores del Complejo Computerizado de Tiempo Real, RTCC, el departamento de la planta baja del Centro Espacial que albergaba los procesadores de datos más rápidos de la NASA.

—Adelante, Vuelo.

—Necesito otro ordenador del RTCC, por favor.

—Ya tenemos una máquina funcionando en el RTCC, y hemos bajado los PC duales.

—De acuerdo, quiero otra máquina en el RTCC y también a dos hombres capaces de trabajar con logaritmos ahí abajo.

—Recibido.

—GNC, aquí Vuelo —llamó Kranz.

—Adelante, Vuelo —contestó el oficial de control de guiado y navegación.

—Dame una cantidad a tanto alzado del consumo de los propulsores hasta ahora.

—Bien, Vuelo. Todavía estamos por debajo de los límites.

—Eecom, aquí Vuelo.

—Adelante, Vuelo.

—¿Qué nos dice el estado actual de los buses?

—Dice… em… dame dos minutos, Vuelo.

—Bien. Tómate tu tiempo.

Mientras escuchaba las comunicaciones del director de vuelo, a Kraft no le sorprendió que Liebergot tuviera dificultades para responder una pregunta rutinaria de Kranz. Hasta el personal más novato de la sala de control podía ver que esa emergencia era esencialmente propia del Eecom, y esa noche las respuestas de esa consola no podían ser rápidas.

Lo que tenía ocupados a Liebergot y su equipo de apoyo en ese momento no era inmediatamente evidente en el circuito de comunicaciones del director de vuelo. En el canal del Eecom, sin embargo, todo estaba mucho más claro… y era mucho más inquietante. La reducción de energía de emergencia y la conexión a las baterías, que eran medidas relativamente extremas para sostener el sistema eléctrico que se desintegraba, al parecer no estaban funcionando. Las lecturas de las pantallas de Sy Liebergot y su equipo revelaban que la presión del tanque uno había descendido a 22,3 kilos por centímetro cuadrado, e incluso ese escaso suministro era menor de lo que parecía. Los tanques de oxígeno requerían una presión mínima de 7,03 kg/cm2 para verter el gas por sus conductos y llegar hasta el único depósito de combustible que operaba.

Cuando se esfumaran los 15,27 kg, el valioso remanente de gas del tanque sería inútil. Peor aún, la caída uniforme de presión del tanque había impedido que se iniciara el canibalismo previsto desde el tanque de fluctuación. La nave, como un organismo afectado por una enfermedad inmunitaria, había empezado a devorarse a sí misma.

—Oye, Sy —dijo Bliss desde la sala de apoyo—, probablemente quieras aislar el tanque de fluctuación y usar todo el criogénico que se pueda. Tenemos que preservar el de fluctuación.

—¿Se está vaciando el tanque? —preguntó Liebergot.

—Así es —respondió Bliss con énfasis.

Liebergot gruñó y dijo:

—Vuelo, aquí Eecom.

—Adelante, Eecom.

—Que aíslen el tanque de fluctuación para reservarlo. Usaremos todo el criogénico que podamos.

—A ver, repítemelo —dijo Kranz escépticamente.

—Que aíslen el tanque de fluctuación del módulo de mando.

—¿Por qué? —soltó Kranz, sin querer aceptar todavía la inminencia de la muerte de la nave—. Sy, no lo entiendo.

—Quiero usar los criogénicos al máximo.

—Eso parece lo contrario de lo que uno haría para mantener en marcha los depósitos de combustible.

—Los depósitos de combustible se alimentan de los tanques del módulo de servicio, Vuelo. El tanque de fluctuación está en el módulo de mando. Queremos reservar el tanque de fluctuación, que nos hará falta para la reentrada.

—De acuerdo —dijo Kranz, bajando la voz—. Comprendo, comprendo. —Luego conectó resignadamente con el circuito—: Capcom, aislad el tanque de fluctuación.

—Trece, aquí Houston —llamó Lousma—. Queremos que aisléis el tanque de fluctuación de O2.

Swigert dio acuse de recibo, pulsó el botón del tanque de fluctuación del panel de reentrada y después, evaluando la celeridad de su gesto, llamó de nuevo a tierra para confirmar si había hecho lo correcto.

—¿Está desconectado el tanque de fluctuación, Jack? —preguntó Swigert.

—Afirmativo —repuso Lousma.

En cuanto terminaron, los hombres del circuito del Eecom, que habían estado escuchándoles, intervinieron.

—George, esto tiene mala pinta —dijo Liebergot.

—Pues sí —concedió Bliss.

—Vamos mal. Los estamos perdiendo.

—Sí.

En las pantallas de Liebergot y Bliss, el último tanque de oxígeno estaba por debajo de 21,09 kilos por centímetro cuadrado y seguía bajando a un ritmo de 0,12 kilos por minuto. Con papel y lápiz, Bliss realizó unos cálculos someros. Teniendo en cuenta la actual tasa de despresurización y el ritmo al que se aceleraba el escape, calculó que en una hora y cincuenta y cuatro minutos el tanque caería por debajo de los 7,03 kilos por centímetro cuadrado críticos y a partir de entonces dejaría de ser operativo.

—Eso será el fin de los depósitos de combustible —confirmó sombríamente Bliss a Liebergot.

De todos modos, Liebergot tenía una última alternativa, aunque era reacio a emplearla: podía decirle a Vuelo que dijera al Capcom que ordenara a la tripulación que cerrara las válvulas de reactancia de los dos depósitos de combustible defectuosos. Las válvulas de reactancia regulaban el flujo de oxígeno de los tanques gigantes de criogénico a los depósitos mismos. Si no lograban descubrir la fisura que estaba vaciando el tanque uno en el mismo cuerpo del tanque o en los conductos de gas que salían de él, tal vez estuviera situada más abajo, en uno o en los dos depósitos inservibles. Si cerraban las válvulas tal vez podrían detener el escape de O2, permitiendo a la Odyssey que se estabilizara y recuperara la energía, o bien no serviría para nada y los controladores tendrían que abandonar la nave y adoptar planes de supervivencia alternativos.

El problema radicaba en que cerrar las válvulas de reactancia era una decisión sin marcha atrás. Las válvulas eran piezas muy delicadas, cuidadosamente calibradas, que una vez cerradas no podían volver a abrirse sin un equipo de técnicos que las ajustara, las probara y certificara su capacidad para trabajar en un vuelo espacial Como tales técnicos no estaban disponibles a 370 000 kilómetros de la Tierra, y puesto que las reglas de la misión exigían que hubiera tres depósitos de combustible sanos para el alunizaje, Liebergot sabía que la sugerencia que pensaba hacer sería, de hecho, el reconocimiento formal de que la misión se anulaba. La posibilidad de salir de la crisis con operatividad suficiente en el módulo de mando para siquiera realizar una órbita lunar se había evaporado con el escape de gas desde hacía tiempo, pero desde la modesta consola de su rincón de Control de Misión, a Liebergot no le hacía ninguna ilusión ser el encargado de dar oficialmente la triste noticia. Sin embargo, que él supiera, era la única opción.

—Vuelo, aquí Eecom —dijo Liebergot.

—Adelante, Eecom.

—Quiero que cierren las válvulas de reactancia, empezando por el depósito tres, para ver si podemos detener el escape.

—¿Quieres cerrar la válvula de reactancia del depósito tres? —repitió Kranz para confirmarlo.

—Si, eso es.

Si le preocupó la enormidad de la sugerencia, esta vez Kranz no lo demostró.

—Capcom —dijo sin emoción—, diles que cierren la válvula de reactancia del depósito de combustible número tres. Vamos a intentar detener el escape de O2

Lousma acusó recibo de la orden de Kranz y abrió el canal tierra-aire:

—De acuerdo. Trece, aquí Houston. Parece que estamos perdiendo O2 a través del depósito de combustible número tres, así que vais a cerrar la válvula de reactancia del depósito de combustible tres. ¿Entendido?

En la Odyssey, Lovell, Swigert y Haise oyeron la orden e interrumpieron toda actividad. Ninguno de los tres abrigaba esperanza alguna de que no fueran a abortar la misión, pero oír cómo se lo indicaban de un modo tan simple y directo, y comprender que se hacía oficial, les dejó helados.

—¿He oído bien? —preguntó Haise, el especialista eléctrico, a Lousma—. ¿Quieres que cierre la válvula de reactancia del depósito de combustible número tres?

—Afirmativo —respondió Lousma.

—¿Quieres que dé un jaque mate y cierre el depósito de combustible?

—Afirmativo.

Haise se volvió hacia Lovell y asintió tristemente.

—Es oficial —dijo el astronauta que hasta hacía una hora hubiera sido el sexto hombre en pisar la Luna.

—Se acabó —confirmó Lovell, que hubiera sido el quinto.

—Lo siento —añadió Swigert, que hubiera pilotado la nave nodriza en órbita lunar mientras sus compañeros alunizaban—. Hemos hecho todo lo que se ha podido.

En la consola del Eecom y en la sala de apoyo, Liebergot, Bliss, Sheaks y Brown vigilaban sus monitores mientras los astronautas cerraban la válvula del depósito tres de combustible. Las cifras del tanque de oxígeno uno confirmaron sus peores temores: el escape de O2 continuaba.

Liebergot pidió a Kranz que ordenara que cerraran seguidamente el depósito de combustible uno. Kranz se avino… y el escape de oxígeno continuó.

Liebergot apartó los ojos de la pantalla; sabía que, en último término, había llegado el final. Si la explosión, la colisión con el meteorito o cualquiera que fuera la causa de la avería de la nave se hubiera producido siete horas antes o una hora más tarde, hubiera habido otro Eecom en la consola en el momento de realizar esa ejecución. Pero el accidente ocurrió a las 55 horas, 54 minutos y 53 segundos del inicio de la misión, durante la última hora de un turno que, por absoluta casualidad de la programación, pertenecía a Seymour Liebergot. Y ahora él, sin haber cometido ningún error personalmente, estaba a punto de convertirse en el primer controlador de vuelo de la historia del programa espacial tripulado que perdería la nave que estaba a su cargo, una calamidad que cualquier controlador pugnaba en toda su carrera por evitar. El Eecom se volvió a su derecha, hacia Bob Heselmeyer, el oficial de control ambiental del LEM. Mientras Liebergot miraba de nuevo la pantalla de Heselmeyer, no pudo evitar pensar en aquella simulación, aquella terrible simulación que casi le había costado el puesto hacía unas semanas.

—¿Te acuerdas de cuando trabajamos en aquellos procedimientos de salvamento? —le preguntó Liebergot.

Heselmeyer le dedicó una mirada vacía.

—Los procedimientos de salvamento en el LEM que hicimos en aquella simulación… —repitió Liebergot.

Heselmeyer seguía en blanco.

—Creo —dijo Liebergot— que es hora de desempolvarlos.

El Eecom se acorazó, abrió la comunicación y llamó a su director de vuelo.

—Vuelo, aquí Eecom.

—Adelante, Eecom.

—La presión del tanque uno de O2 ha bajado a 20,88 —dijo Liebergot—. Más vale que empecemos a pensar en meterlos en el LEM.

—Recibido, Eecom —contestó Kranz. Después llamó a los oficiales de control eléctrico ambiental y de dirección del LEM—: Telmu y Control, aquí Vuelo…

—Adelante, Vuelo.

—Quiero que pongáis a trabajar a varios técnicos para que calculen cuánta energía necesita el LEM para asegurarles la supervivencia.

—Recibido.

—Y quiero personal a cargo del LEM las veinticuatro horas.

—Recibido, también.

Mientras tenía lugar esta conversación, Jack Swigert, sentado en su butaca central de la Odyssey, consultaba su panel de instrumentos y descubrió que las lecturas de oxígeno, ya malas en tierra, en la nave eran desastrosas. Entornando los ojos en la oscuridad creciente de la cabina de la nave, baja de potencia, cuya temperatura había bajado a 15 grados, Swigert vio que la presión del tanque uno alcanzaba apenas 14,41 kilos por centímetro cuadrado.

—Houston —llamó, reanudando la comunicación—, parece que la presión del tanque uno de O2 está apenas por encima de los 14. ¿Os parece ahí que sigue bajando?

—Está cayendo lentamente a cero —respondió Lousma—. Estamos empezando a considerar que uséis el LEM como bote salvavidas.

Swigert, Lovell y Haise intercambiaron un asentimiento de cabeza.

—Sí —dijo el piloto del módulo de mando—, nosotros también lo estábamos pensando.

Con el consentimiento de tierra de que abandonaran la nave, la tripulación no perdió tiempo en prepararse. Asumiendo que los tres hombres albergaran alguna esperanza de regresar a la Tierra, no podían limitarse a instalarse en el LEM y dejar a la nave nodriza moribunda abandonada como un coche sin gasolina en una carreterita secundaria. Más bien, puesto que habrían de utilizar la Odyssey al final del viaje para reentrar en la atmósfera, deberían desconectar uno a uno los mandos y los sistemas para preservar el funcionamiento de todos los instrumentos y mantenerlos ajustados. En condiciones ideales, podrían efectuar el trabajo entre los tres; pero en aquella situación, Swigert tendría que hacerse cargo de todo, porque había que dejar la Odyssey abandonada y cerrada y al mismo tiempo poner en marcha el Aquarius, lo cual era una tarea que requería a dos personas y que debía realizarse antes de que expirara el módulo de mando.

Lovell y Haise fueron flotando hasta la zona de almacenamiento inferior de la Odyssey y penetraron en el LEM, desde donde habían emitido su feliz programa de televisión apenas dos horas antes. Haise se instaló en su puesto, en el asiento derecho de la nave y supervisó el panel de instrumentos apagado. Lovell se dirigió a su puesto de la izquierda.

—No pensaba volver aquí tan pronto —dijo Haise.

—Basta con que te alegres de que esté aquí para poder volver —le dijo Lovell.

Lovell sintió una breve oleada de optimismo ante la perspectiva de mandar una nave sana, pero Houston estaba a punto de aniquilársela. En Control de Misión era la hora del cambio de turno: los controladores de la tarde cederían su puesto a los de noche. Según lo establecido para ese vuelo, el Equipo Negro de Glynn Lunney sustituiría al Equipo Blanco de Gene Kranz en la rotación de los cuatro equipos. Lunney, a su vez, sería sustituido ocho horas más tarde por el Equipo Dorado de Gerald Griffin, a quien relevaría el Equipo Marrón de Milt Windler. En ese momento, todos los técnicos de repuesto del grupo de Lunney se dirigían a sus puestos por toda la sala, enchufaban sus auriculares a las clavijas auxiliares y permanecían de pie, en silencio, junto a los hombres agotados que estaban de servicio desde las dos de la tarde. En la consola del director de vuelo, el propio Lunney se preparó para sustituir a Gene Kranz. En la del Eecom, Clint Burton se acercó a Liebergot y le puso una mano en el hombro, en un gesto de solidaridad; Liebergot levantó la vista, le dedicó una débil sonrisa, se apartó de la consola y le cedió la silla con un compungido encogimiento de hombros. Burton asintió, se sentó ante la pantalla y, en cuanto lo hizo, descubrió que la situación se había deteriorado muchísimo.

—George —le dijo a Bliss, que seguía de guardia en la sala de apoyo—, ¿cuánto tiempo le queda al tanque?

—Em… —Bliss se atascó, consultó sus lecturas y calculó el caudal del escape—. Algo más de una hora. Ahora va a otro ritmo.

—No lo he visto —dijo Burton, con incredulidad, cruzando una mirada de asombro con Liebergot.

—Aquí nos marca un nuevo ritmo, Clint —repitió Bliss.

—Vale. Me gustaría que lo calcularas lo más ajustadamente posible.

—Recibido.

Mientras Bliss hacía sus cálculos, Burton no quiso transmitir las nuevas estimaciones a la tripulación y, poco más tarde, se alegró de no haberlo hecho. Al comprobar las lecturas de oxígeno, Bliss advirtió que el caudal del escape aumentaba de 0,11 kilos por minuto a 0,21 o más.

—Eecom —llamó Bliss—, al tanque uno le quedan algo menos de cuarenta minutos. —Tras una breve pausa reanudó la comunicación—: El caudal del escape sigue creciendo sin parar, Eecom. Ahora calculo que nos quedan sólo unos dieciocho minutos.

Instantes más tarde, la voz de Bliss llegó a oídos de Burton: los dieciocho minutos se habían convertido en siete. Y un minuto después, los siete se habían reducido a cuatro.

—Vuelo, aquí Eecom —dijo Burton.

—Adelante.

—Tenemos que abrir el tanque de fluctuación. La presión está cayendo.

—¿No preferirías que respiraran el del LEM? —le preguntó Lunney.

—¡Primero hay que meterles en el LEM! —acució Bliss a Burton por los auriculares.

—Vuelo —repitió Burton—, primero hay que meterles en el LEM.

—¡Capcom, mándalos al LEM! —ordenó Lunney—. ¡Tenemos que usar el oxígeno del LEM!

—Trece, aquí Houston —llamó Lousma a Swigert. Todavía no le habían relevado en la consola del Capcom—. Tienes que irte al LEM.

Swigert oyó la orden de Lousma pero no tenía intención de obedecer inmediatamente. Sabía que podría sobrevivir cierto tiempo con el aire que quedaba en la cabina del módulo de mando, y no estaba dispuesto a marcharse sin terminar de desconectar los aparatos. Así que contestó evasivamente:

—Fred y Jim ya están en el LEM.

Mientras Swigert aceleraba sus manipulaciones, Lovell y Haise se encargaban de poner en marcha el LEM. El primer paso era la plataforma de dirección. El Aquarius estaba equipado con un sistema de dirección de tres cardanes, esencialmente idéntico al de la Odyssey. Antes de usar la plataforma, el protocolo de encendido exigía que el piloto del módulo de mando, Swigert, anotara la orientación y las coordenadas de la plataforma de dirección de su nave y se les gritara a través del túnel al comandante, que estaba en el LEM, Entonces el comandante debería realizar varías computaciones de conversión sobre cada coordenada para reflejar la orientación ligeramente distinta del LEM y el módulo de mando y después introducir las cifras reconvertidas en el ordenador del LEM. Si no se hacían los cálculos y no se introducían las cifras antes de que la Odyssey se quedara inerte, la información de su ordenador se perdería para siempre.

Compitiendo con la muerte del tanque, Lovell arrancó una hoja en blanco de un plan de vuelo y se sacó un bolígrafo del bolsillo de la manga de su traje espacial. Interrumpiendo el peloteo de datos de Swigert y Lousma, Lovell pidió las primeras coordenadas de rumbo y Swigert se apresuró a dárselas. Pero, mientras el comandante copiaba los números en su hoja de papel y se preparaba para realizar los cálculos necesarios, le asaltó una incertidumbre momentánea y desacostumbrada. ¿Sabría efectuar los cálculos correctamente? ¿Serían acertadas sus cifras? Tres por cinco quince, ¿no? 175 menos 82 son 93, ¿verdad? Con los segundos volando y tanta responsabilidad en aquellos cálculos rudimentarios, de repente Lovell se dio cuenta de que estaba dudando de su capacidad para sumar y restar.

—Houston, tengo unos números para vosotros, pero quiero que comprobéis mi aritmética.

—De acuerdo, Jim —le dijo Lousma, algo confuso.

—El ángulo de rotación es menos dos grados —dijo Lovell, consultando su hoja—. Los ángulos del módulo de mando son 355,57; 167,78 y 351,87.

—Recibido, los copio.

Se produjo un silencio en la línea mientras los hombres de la consola de guiado, sin ser invitados, comprobaban los cálculos de Lovell y levantaban el pulgar para contestar a Lousma.

—Bien, Aquarius, tu aritmética es correcta.

Lovell indicó a Haise que introdujera los números en el ordenador, consiguió el resto de las coordenadas de Swigert y, durante los minutos siguientes, los astronautas trabajaron frenéticamente, tocando clavijas, palancas, interruptores de circuito y cualquier otra tecla o dial necesarios para reconfigurar la nave lunar. Fue un proceso caótico, mientras tierra dictaba instrucciones a gritos a la tripulación, los astronautas hacían preguntas a voces y las dos vías de comunicación chocaban por el camino, impidiendo la transmisión de información en ambas direcciones.

Glynn Lunney, momentáneamente perdido en aquel guirigay, ordenó por inadvertencia que pararan los reactores de control de posición de la Odyssey antes de que encendieran los correspondientes en el Aquarius y, durante un instante fugaz, el Aquarius corrió el peligro de balancearse como un borracho hasta el bloqueo de cardanes. Sin embargo, al final, las naves gemelas estuvieron dispuestas, o todo lo dispuestas que los astronautas pudieron lograr en aquel plazo inhumanamente corto, y Lovell avisó a Houston.

—Listos —dijo a Lousma—. El Aquarius está en marcha y la Odyssey completamente parada según los procedimientos que le has dictado a Jack.

—Recibido, tomamos nota —respondió Lousma—. Es exactamente lo que queríamos, Jim.

En la Odyssey, oscura y silenciosa, Swigert echó un vistazo a su alrededor. A decir verdad, allí era donde él quería estar. Entre los astronautas enviados a la Luna, solía existir cierto pique acerca de cuál de los dos pilotos sería designado para alunizar y cuál para realizar la tarea menos espectacular de quedarse de guardia en la órbita lunar. Algunos de los pilotos del módulo de mando sentían, sin poder remediarlo que el servicio en la órbita lunar, menos atractivo, era una especie de ofensa a sus habilidades profesionales. Al fin y al cabo, ¿no enviaría la NASA a sus pilotos más expertos a realizar las tareas más arriesgadas de sus misiones…?

Swigert nunca lo había considerado así. Le gustaba su trabajo y estaba orgulloso de él. Desde luego, carecía en parte de la espectacularidad de la misión del comandante o de la del piloto del LEM, pero también tenía sus compensaciones. El piloto del módulo de mando era básicamente el conductor de aquella absurda expedición; el navegante, el que llevaba sanos y salvos a los dos astronautas que descenderían a la Luna al punto exacto donde el módulo lunar se separaría para llevarles a la superficie, y quien debía acudir a recibirles cuando regresaran. Y, puestos a dramatizar, el piloto del módulo de mando debía tener bastantes agallas para regresar a la Tierra solo en su nave si sus compañeros no lograban volver. A Swigert le habían confiado una nave maravillosa para efectuar todas esas tareas y en ese momento la suerte y las circunstancias le arrebataban ese vehículo. Hasta el momento en que él, Lovell, Haise y la NASA lograran idear el modo de resucitar la Odyssey, él, al igual que Bill Anders, el piloto del LEM sin LEM del Apolo 8, sería un piloto de módulo de mando sin módulo de mando. Swigert se coló por el túnel, dejando la Odyssey helada, y entró en el Aquarius, que empezaba a caldearse, descendiendo flotando entre Lovell y Haise.

—Ahora es cosa vuestra —dijo.

Sentado frente a la consola de director de vuelo, Glynn Lunney se permitió un momentáneo respiro de alivio… aunque breve. Su tripulación acababa de mudarse de una nave donde no tendría posibilidad de sobrevivir ni unos minutos a otra donde probablemente no sobreviviría más de unos días. Sabía que había mucha diferencia, aunque en última instancia era sólo teórica. Lo que más preocupaba a Lunney en ese momento no era la capacidad de supervivencia que ofrecía el LEM. El oxígeno, el agua y la energía del vehículo podían ser suficientes o no para mantener con vida a los tres hombres durante el tiempo que necesitaran para regresar a la Tierra, aunque ellos tardarían lo suyo en resolver ese problema. Lo que preocupaba a Lunney era la trayectoria que llevaba la nave.

Cuando se abortaba una misión lunar, había varios modos para conducir a la Tierra a una nave en apuros. El método más directo era el llamado aborto directo, que consistía en que los astronautas con rumbo a la Luna dieran media vuelta al módulo de mando y encendieran el motor hipergólico de 41 HP a todo gas durante cinco minutos como mínimo. El objetivo de la maniobra era detener completamente la nave, que se desplazaba a 46 000 kilómetros por hora, y después hacerla avanzar a la misma velocidad en dirección opuesta. Una de las alternativas al aborto directo en el espacio era la circunvalación lunar. En caso de que la nave estuviera demasiado cerca de la Luna para intentar la maniobra anterior, la trayectoria de regreso libre que habían seguido todas las naves desde el Apolo 8 consistía en dar la vuelta a la Luna aprovechando su gravedad y después hacerla salir despedida hacia la Tierra. Esta maniobra requería mucho más tiempo que el aborto directo, pero tenía la ventaja de que no exigía encender los motores, ni dar media vuelta en pleno vuelo, ni de hecho tampoco hacía falta que la tripulación hiciera absolutamente nada más que proseguir su viaje.

En el Apolo 13, la opción de regreso libre tenía ciertas limitaciones. El curso irregular de la nave rumbo a Fra Mauro la desviaba de la ruta de la órbita gravitatoria adecuada para el regreso después de dar una vuelta a la Luna; su rumbo la haría pasar por detrás del satélite y salir disparada en dirección a la Tierra, pero con una desviación de 74 000 kilómetros sobre las formaciones nubosas terrestres. Para esas situaciones, el plan de vuelo lunar incluía un proceso conocido por encendido PC+2. Dos horas después del pericintio, el máximo acercamiento a la cara oculta de la Luna, la nave encendería sus motores, modificando su rumbo sólo lo suficiente para colocarla en la trayectoria de regreso libre y, de paso, acortar la duración del vuelo a la Tierra.

A los planificadores de vuelo de la NASA les gustaba disponer de todas esas opciones; de hecho, las maniobras tan críticas como los encendidos de aborto para el regreso a la Tierra requerían las tres. En aquel caso, no obstante, parecía que habrían de prescindir de una de ellas.

Prácticamente todos los protocolos de aborto incluidos en los planes de vuelo y puestos en práctica por los astronautas daban por supuesta la disponibilidad de un componente muy importante del equipo: el motor principal gigante del módulo de servicio. El regreso a la Tierra requeriría toda la potencia que el cohete hipergólico pudiera suministrar, pero el propulsor principal del Apolo 13 probablemente estaría descargado. Si la explosión que había estremecido la nave no había reventado el motor, el recorte de energía, casi con toda seguridad, eliminaba toda posibilidad de encenderlo.

El LEM también tenía motor, desde luego; en realidad el LEM tenía otros dos motores, uno para la fase de ascenso y otro para la de descenso, pero el LEM no estaba diseñado para ese tipo de desplazamiento. Era posible dar la vuelta a las naves acopladas encendiendo los motores de alunizaje por sacudidas, pero una puesta en marcha a toda máquina para algo tan crucial como el regreso a la Tierra… era una maniobra que los ingenieros se negaban siquiera a considerar. Sin embargo, a menos que se les ocurriera algún método para resucitar el motor averiado del módulo de servicio, la única solución para recuperar a los astronautas era encender el motor del LEM para que impulsara a las dos naves; y la maniobra, nunca ensayada, habría de planearse, trabajarse y ejecutarse bajo el control de Lunney.

—Muy bien, atención todo el mundo —dijo con sobriedad Lunney por el circuito cerrado general—, tenemos un montón de problemas de gran envergadura que solucionar.

En Timber Cove, a las afueras de Houston, la casa de Jim y Marilyn Lovell había empezado a ser invadida por vecinos y amigos, empleados de la NASA con sus respectivas esposas y funcionarios de protocolo con sus ayudantes. Primero se presentó Susan Borman, después Carmie McCullough y Betty Benware. Marilyn saludaba a cada nuevo visitante, preguntándose fugazmente cómo se habían enterado todas aquellas personas de una noticia que acababan de comunicarle a ella, la esposa del hombre en peligro, y entonces volvía a sonar el timbre y llegaba más gente y Marilyn se repetía la misma pregunta. Los recién llegados se sumaron a Elsa Johnson, los Conrad y los demás para eludir a los periodistas, responder a las constantes llamadas telefónicas y atender a la mujer del astronauta que, según Jules Bergman, tenía un noventa por ciento de probabilidades de no salir vivo de aquella situación.

Mientras los amigos se encargaban de Marilyn, en realidad muy pocos hablaron con ella directamente, lo cual era un alivio tanto para ella como para ellos. Aparte de los comentarios tranquilizadores de rigor, nadie tenía la menor idea de qué frases de aliento ofrecerle que sonaran ni remotamente ciertas, y Marilyn no quería que lo intentaran.

Las únicas respuestas reales disponibles procedían de la televisión y ella no se había apartado de la pantalla, excepto un instante, hacía una hora aproximadamente, cuando acudió al cuarto de baño, cerró la puerta y se arrodilló en el suelo para rezar. Durante el breve tiempo transcurrido desde el accidente, nadie excepto Bergman, ni desde la NASA ni por otro canal de televisión, aparte de la ABC, había dado unas previsiones tan catastróficas sobre las probabilidades de supervivencia de los astronautas, pero eso no tranquilizaba demasiado a Marilyn. En cierto modo, ella le había otorgado mucha importancia a las palabras del agorero periodista, como si las opiniones optimistas de los demás no tuvieran peso alguno hasta que Bergman se retractara de sus fúnebres predicciones. Y de momento, no parecía muy inclinado a hacerlo.

«Estamos viendo las imágenes del Centro Espacial de Operaciones Tripuladas, cuyo vuelo, impecable durante las primeras 56 horas, se ha convertido en la única auténtica emergencia desde el del Gemini 8 —decía Bergman—. Éste es el vigésimo tercer viaje espacial norteamericano, y hasta el momento, es el primero que podría poner realmente en juego la vida de los astronautas. En efecto, los astronautas han tenido que abandonar el módulo de mando e instalarse en el módulo lunar. Ahora la cuestión es saber cuánto durará el oxígeno del módulo lunar, puesto que el suministro del LEM, para tres hombres, durará cuarenta y cinco horas como máximo».

Bergman dio paso al corresponsal en Houston, David Snell, que se hallaba delante de un panel con un diagrama del módulo lunar, pero Marilyn ya no quiso escuchar nada más. Ella no tenía tantos conocimientos como su marido o sus colegas sobre los viajes espaciales, pero ya sabía lo suficiente: 45 horas eran aproximadamente la mitad de las necesarias para que regresaran a la Tierra. Si no inventaban algo pronto, la única oportunidad entre diez que Bergman otorgaba a la tripulación se reduciría rápidamente a cero.

De repente, los pensamientos de Marilyn vagaron hasta el piso superior de su casa. La barahúnda de su cuarto de estar duraba ya más de media hora y nadie había subido aún a ver a los niños. Los hijos de los astronautas ya estaban acostumbrados a que su casa se convirtiera en el centro de reunión del gran clan de la NASA durante los viajes espaciales, pero generalmente los amigos no llegaban a esas horas de la noche ni en masa, ni tampoco sonaba nunca tanto el teléfono.

Marilyn, un poco aturdida, llamó a su vecina Adeline Hammack y le pidió que subiera a echar un vistazo a los niños. Adeline atisbo por la puerta de los dormitorios y vio a Susan, de once años, que estaba profundamente dormida, pero su hermanito Jeffrey, de cuatro, no.

—¿Por qué ha venido tanta gente? —preguntó el niño.

Adeline se sentó en su cama.

—Ya sabes adónde va a ir tu papá, ¿verdad?

—A la Luna —respondió Jeffrey.

—¿Y sabes lo que piensa hacer cuando llegue allí?

—Pasearse.

—Exacto. Bueno, por lo visto se ha roto algo en la nave y van a tener que volver. Al final no podrá pisar la Luna, pero la ventaja es que volverá a casa antes de lo previsto. Tal vez el viernes.

—Pero él me dijo… —protestó Jeffrey, sentándose.

—¿Qué te dijo?

—Que iba a traerme una roca de la Luna.

Adeline sonrió.

—Ya lo sé. Y también sé que le encantaría. Pero esta vez es probable que no pueda ser. Tal vez cuando crezcas puedas ir tú y traerle una a él.

Adeline volvió a acostar a Jeffrey, salió sin hacer ruido de su habitación y se dirigió de puntillas al cuarto de Barbara, de dieciséis años, que parecía profundamente dormida. Pero no parecía que llevara así mucho tiempo. Barbara estaba metida en la cama, con la cabeza en la almohada y los ojos cerrados, pero Adeline advirtió algo más: apretaba una Biblia bajo el brazo.