Capítulo 4

Sy Liebergot ya estaba acostumbrado a los bailes de datos. No le gustaban, pero ya estaba acostumbrado.

Liebergot, como cualquier otro controlador, sólo vivía para y por los datos de su pantalla. Los pequeños glifos brillantes que llenaban el día de Liebergot no tendrían ningún sentido a los ojos de un inexperto. Pero para un controlador, los números de la pantalla significaban que o bien la lata de conservas habitada que él había ayudado a mandar a 400 000 kilómetros de la Tierra estaba funcionando correctamente, que todo estaba atado y bien atado, lo cual era estupendo; o bien todo lo contrario y algo andaba suelto, lo cual sería espantoso. Y si no funcionaba bien, posiblemente las personas enlatadas no regresarían nunca del viaje al éter celestial que sólo pretendían visitar; y las personas de tierra querrían saber si sus glifos brillantes habían empezado a hacer cosas raras, porque en tal caso él quizás hubiera tenido que darse cuenta antes. Así que, cuando los datos de la pantalla empezaban a hacer el tonto, Liebergot y todos los demás se ponían un poco incómodos.

Y no era que nadie supiera a qué se debían aquellas rarezas ocasionales. De hecho, incluso podían predecirlas. Sucedían cuando una nave Apolo que orbitaba la Luna desaparecía por el otro lado, o cuando una cápsula Gemini que orbitaba la Tierra pasaba entre las marcas de dos estaciones de seguimiento, e incluso sucedía cuando una cápsula Mercury se salía de su órbita y entraba rugiendo en la atmósfera a 27 000 kilómetros por hora, arrastrando una nube de iones recalentados y furiosos que desbarataban todas las señales.

En todos esos casos, las transmisiones procedentes de la nave se embrollaban una barbaridad, pero antes de que desaparecieran del todo pasaban por un fase de, digamos, baile. Los glifos de la pantalla podían indicar que la presión de la cabina había bajado de repente a cero; o que acababa de reventar una junta de un tanque de hidrógeno, que al estallar se había llevado por delante una parte de la nave; o que un par de depósitos de combustible se acababan de ir a la porra; o que la pantalla térmica se había caído; o que los propulsores estaban inutilizados. Lo más probable era que no; lo más probable era que los datos estuvieran haciendo el tonto, pero si no, podía ser el fin de la lata de conservas. El problema era que nunca se sabía con total seguridad qué pasaba, hasta que el Gemini se ponía en contacto con la siguiente estación, o el Mercury se desembarazaba de su tormenta de iones, o el Apolo cruzaba a la acera soleada del otro lado de la calle.

Liebergot era tan experto como cualquiera interpretando aquellos datos, y tenía que serlo. Llegó a la NASA en 1964, y en 1968 ya trabajaba en su propia consola de Control de Misión en Houston. Durante la década de los años 60, para un científico no había sitio mejor donde trabajar, ni instalaciones que representaran mejor el corazón, el alma y el cerebro de todo el mundo científico que aquella sala inmensa, imponente y sensacional.

Liebergot estaba a cargo de la consola de mando eléctrico y ambiental, o Eecom (electrical and environmental command). Los controladores Eecom eran responsables de la energía eléctrica y de los sistemas vitales del módulo de mando-servicio, de cuyo funcionamiento se ocupaban desde el instante del lanzamiento hasta el momento del rescate. Fue a la NASA a quien se le ocurrió utilizar el título de Eecom, pero a Liebergot y sus colegas les gustaba autodenominarse cocineros y animadores. Ellos eran quienes vigilaban los órganos internos de la nave, mantenían sus jugos y sus gases borboteando y fluyendo y, al final, eran los últimos responsables de mantener con vida el organismo mecánico en un lugar donde en realidad no tenía por qué estar.

Durante el primer año y medio del programa tripulado Apolo, el personal que trabajaba en las consolas de Control de Misión logró éxitos notables y aprendió a recorrer la autovía translunar como si de un viejo camino de herradura se tratara. Habían mandado a cuatro tripulaciones a la Luna, dos de ellas, las de los Apolo 11 y 12, habían alunizado, y las habían recuperado a todas sanas y salvas. Liebergot, como la mayoría de sus compañeros de la sala, había trabajado en los cuatro vuelos y empezaba a comprender que había pocas cosas que sus colegas y él no pudieran anticipar, desde el despegue al paseo lunar y el amerizaje, y que había aún menos cosas que no pudieran manejar. Durante el invierno y la primavera de 1970, cuando la Agencia estaba planeando la misión Apolo 13 de Jim Lovell, Ken Mattingly y Fred Haise, los controladores sabían que necesitarían hasta el último ápice de sus habilidades.

Tal y como preveían los jerifaltes de la NASA, la misión del Apolo 13 sería un vuelo complicado. Los Apolo 11 y 12, los dos primeros alunizajes, se habían mandado a los dos puntos más asequibles de la Luna: el Mar de la Tranquilidad y el Océano de las Tempestades. Esas llanuras desérticas constituían un terreno de alunizaje muy cómodo, pero para los geólogos eran un aburrimiento: kilómetros y kilómetros de rocas y polvo, más o menos del mismo material y de la misma época.

Si se quería conseguir un buen botín, habría que irse a las colinas. El escenario geológico de las tierras altas y las tierras bajas de la Luna era tan distinto que las altas incluso reflejaban más la luz del Sol, ofreciendo una destacada baliza a los exploradores que observaban desde la Tierra. La NASA pensaba responder a ese requerimiento con el Apolo 13 y el objetivo del tercer alunizaje era un lugar llamado cadena Fra Mauro, una accidentada cordillera semejante a los Apalaches, situada a 176 kilómetros del punto de alunizaje del Apolo 12. Fra Mauro no sólo proporcionaría muestras interesantes, sino que la tarea de reconocimiento y la exploración de un buen punto de alunizaje sería una prueba valiosísima tanto sobre las habilidades de los astronautas como para demostrar la maniobrabilidad del módulo lunar.

La ruta que seguiría el Apolo 13 para llegar hasta allá estaba aún más cargada de incertidumbre que el punto de alunizaje en si. Hasta la fecha, todas las misiones lunares de la NASA habían volado a la Luna siguiendo la trayectoria de regreso libre que les aseguraba automáticamente la vuelta en la eventualidad de que el motor del módulo de servicio fallara. Pero con el Apolo 13 aquello no sería posible. El terreno de Fra Mauro ya hacía bastante peligroso el alunizaje, pero además la luz lunar de la hora en que debía llegar la nave agravaba más aún el riesgo de la maniobra.

Según los planes de vuelo del Apolo 13, la nave llegaría a la Luna con el Sol en un ángulo determinado, que borraría las sombras de las crestas de Fra Mauro. Sin sombra, los pilotos distinguirían mucho peor los obstáculos topográficos. Cambiar la trayectoria de la nave para que los astronautas llegaran cuando las sombras eran más alargadas sería sencillo: sólo requeriría encender brevemente los motores durante la aproximación, pero esa maniobra comprometía la frágil trayectoria de regreso libre. Si el Apolo 13 no iniciaba correctamente la órbita de la Luna, su nueva trayectoria lo lanzaría de nuevo hacia la Tierra, pero desviándolo unos 83 000 kilómetros del planeta.

La preparación para esa misión de alto riesgo, tanto para los astronautas del Apolo 13 como para el equipo de Control de Misión que les daría apoyo, se llevó a cabo en un tiempo casi sin precedente. El medio más rápido para entrenar a los hombres de Control de Misión era realizar simulaciones de vuelo. Durante una simulación típica, la sala de control se activaba exactamente igual que en un vuelo real: todas las consolas estaban ocupadas, los monitores cubiertos de datos, los auriculares invadidos de conversaciones y las pantallas de seguimiento del frente de la sala encendidas y parpadeando. La única diferencia era que las señales no llegaban del espacio, sino de una doble fila de consolas que estaban situadas detrás de un panel de cristal que había en la parte derecha de la sala principal. Allí era donde se hallaban los supervisores de la simulación, o Simsup. Su tarea consistía en dirigir vuelos simulados y crear problemas ficticios a los controladores para ver cuánto tardaban en resolverlos. La pericia de un controlador en esas situaciones ficticias podía tener una influencia muy real sobre su futuro en la Agencia.

Una tarde, pocas semanas antes del lanzamiento del Apolo 13, Liebergot y el resto de los controladores se hallaban ante sus consolas supervisando los datos habituales en una fase de rutina de una simulación que hasta el momento era normal. La ficción de esa tarde era una de las llamadas plenamente integradas, es decir que, aunque la misión era falsa y la nave también, los astronautas implicados eran genuinos. Cerca de allí, en el Centro Espacial Johnson, estaba el edificio de entrenamiento de astronautas, equipado con réplicas plenamente operativas de los módulos lunar y de mando. Ese día estaban de servicio Lovell, el comandante de la misión, Mattingly, el piloto del módulo de mando y Haise, el piloto del LEM. Como en todas las simulaciones, igual que en el vuelo propiamente dicho, los controladores oían las conversaciones entre los astronautas y el Capcom, pero no podían intervenir personalmente en las comunicaciones. Se comunicaban por otra onda con el director de vuelo, que se hallaba ante una consola en la tercera fila de Control de Misión, y con uno de los equipos de apoyo, formados por tres o cuatro hombres. Los equipos de apoyo tenían sus propias consolas, desde donde seguían el vuelo y ayudaban a su respectivo controlador a resolver sus problemas.

La parte del vuelo que estaban simulando ese día los controladores y los astronautas era el período, unas 100 horas después del lanzamiento, en que Lovell y Haise estarían en la Luna, dentro del exiguo y espartano LEM, y Mattingly estaría orbitando la Luna a 110 kilómetros y siguiendo la operación en la leonera del módulo de mando. En esos momentos de la misión en que el vehículo lunar estaba posado era cuando el trabajo del Eecom era más sencillo, por una parte porque la nave nodriza no tenía gran cosa que hacer, y por otra porque perdía la comunicación cada vez que pasaba por detrás de la Luna. Mientras la nave funcionara normalmente, cuando desaparecía, los 40 minutos de incomunicación por hora permitían estirarse un poco, apartar los ojos de la pantalla y planificar las maniobras siguientes.

Al iniciarse una de las ocultaciones simuladas de esa tarde, mientras Liebergot vigilaba su pantalla, advirtió algo curioso: una minúscula, apenas perceptible y casi inexistente caída de la lectura de la presión en cabina. La levísima oscilación, no mayor que un parpadeo en los datos de los kilogramos por centímetro cuadrado fue visible durante apenas un segundo antes de que la nave se desvaneciera detrás de la Luna, con lo cual se borraron todas las lecturas. Liebergot y su equipo de apoyo se pusieron en contacto casi instantáneamente.

—¿Has visto la presión en cabina? —le preguntó la sala de apoyo.

—Sí —respondió Liebergot.

—¿Cuánto ha bajado?

—Como siete milésimas de kilogramo por centímetro cuadrado, no más.

—No es mucho —dijo la sala de apoyo—. ¿Tú qué opinas?

—Probablemente no sea nada —repuso Liebergot.

—¿Un baile de datos?

—Estoy seguro. Justo antes de perder la señal. ¿Qué otra cosa podría ser?

Liebergot y su sala de apoyo se relajaron, confiando en la explicación del baile de datos. En un vuelo real, la respuesta habría sido un baile de datos, pero en aquel vuelo, los Simsup decidieron que no se trataba de eso exactamente. Durante los 40 minutos de incomunicación, Liebergot y su sala de apoyo no hicieron nada respecto a la anomalía del oxígeno, convencidos de que lo que habían visto era meramente una ilusión inofensiva. Cuando la nave recuperó la comunicación, la voz de Ken Mattingly llamó a través del vacío simulado.

—Houston, hemos sufrido una repentina caída de presión —les dijo—. La presión en cabina está a cero y he tenido que ponerme el traje presurizado. Supongo que hay una filtración en el mamparo, aunque no sé…

Liebergot se quedó helado. La caída de presión era real. Aquello era una prueba específicamente dirigida al Eecom, y él había fallado. Los Simsup, malditos Simsup, le habían jodido bien. Lovell, Mattingly y Haise no estaban enterados. Mattingly se había encontrado con el problema, no en la forma de una pérdida real de presión en el simulador, desde luego, sino en la caída de la aguja del indicador de presión, y había hecho lo único que podía hacer: ponerse el traje, abrochárselo y esperar a recobrar la señal. Sólo Liebergot y su sala de apoyo se habían enterado y no habían hecho nada… absolutamente nada.

Liebergot esperó la respuesta del director de vuelo por el circuito cerrado. Si todavía hubiera sido director Chris Kraft, el hombre que supervisó Control de Misión en las misiones Mercury y Gemini, Liebergot hubiera dado por terminada su carrera. Kraft no se andaba con pamplinas. Te juegas una nave, aunque sea de juguete, y te juegas el pellejo. En aquel caso, Liebergot no había perdido realmente la nave, pero sí algo casi tan valioso: 40 minutos, que él y su sala de apoyo podían haber empleado en encontrar alguna solución a la catástrofe que la señal les había indicado.

Pero Kraft había ascendido en el escalafón de la NASA, y su puesto de director de vuelo lo ostentaría Gene Kranz, aviador de la guerra de Corea, un hombre con el pelo cortado al cepillo, de rasgos cuadrados, que había ingresado en la NASA antes del Mercury y había ido ascendiendo lentamente y con paso firme hasta convertirse en primer director de vuelo, al iniciarse el programa Apolo.

Para el personal de servicio, Kranz todavía era un enigma. Dirigía Control de Misión desde su consagrada consola como el militar que había sido en su día. Sus instrucciones eran siempre muy claras, y su tono de voz, serio, sin una tontería. La única violación de las normas que se permitía era su indumentaria. Durante los vuelos a la Luna, que podían durar días o incluso semanas, en Control de Misión trabajaban ante las consolas cuatro equipos por turno, cada uno de ellos dirigido por un director de vuelo distinto. Los equipos estaban designados por colores, y el de Kranz era el Equipo Blanco. El primer director de vuelo había empezado a tomarse con orgullo competitivo los talentos de su equipo y últimamente le había dado por ponerse una americana blanca sobre su camisa blanca y su corbata negra reglamentarias, como una especie de ostentoso emblema de equipo. La americana hacía que Kranz pareciera más accesible, si no adorable, y los controladores que trabajaban para él disfrutaban con aquella excentricidad de su jefe. Aquel día, sin embargo, se trataba sólo de una simulación, y Kranz no llevaba puesta su americana. Y aunque así fuera, Liebergot sospechaba que no hubiera funcionado su magia, protectora. Toda la sala de control oyó por radio la voz de Mattingly narrando sus problemas; todos oyeron responder al Capcom con un «recibido». Y estaban a la espera de la respuesta de Kranz.

—Muy bien —dijo el director de vuelo después de una pausa aparentemente interminable—. Resolvamos el problema.

Liebergot soltó una exhalación. Sabía que su frase significaba: «Te voy a dar otra oportunidad», y se puso a trabajar en su consola con un placer que era mitad alivio y mitad gratitud. Aunque tampoco era fácil salvar la misión simulada. Liebergot y los otros controladores decidieron intentar un plan de supervivencia poco experimentado en el cual el LEM despegaba inmediatamente para acoplarse otra vez con la nave nodriza y luego se utilizaba como una especie de balsa salvavidas donde se hacinarían los astronautas hasta aproximarse a la Tierra; después, regresarían al módulo de mando, desprenderían el LEM y penetrarían en la atmósfera. La idea de la balsa salvavidas estaba prevista desde los primeros días del programa Apolo en 1964, y se habían practicado unas cuantas maniobras a principios de 1969, cuando los astronautas del Apolo 9 probaron el primer LEM en la órbita terrestre. Sin embargo, nadie creía seriamente que llegara a usarse nunca.

Kranz les dejó realizar el ejercicio durante unas horas, hasta quedarse convencido de que los controladores y los astronautas habían aprendido los procedimientos de supervivencia y, de paso, asegurarse de que Liebergot había aprendido la lección. Finalmente abortaron la simulación y continuaron con otra no tan fantasiosa. Aquélla por lo menos, tenía sentido. Sólo faltaban unas semanas para el lanzamiento del Apolo 13, y quedaban muchas escenas que ensayar, mucho más realistas que la del módulo de mando inutilizado y la balsa salvavidas del LEM.

A pesar de lo prometedora que era, la misión del Apolo 13 no llegó a acaparar la ilusión del país. Por pura casualidad, en la primavera de 1970 estaban sucediendo otras cosas mucho más interesantes que las aventuras del quinto o sexto hombre que pisaría la Luna. Total, ¿qué era aquello a esas alturas? El 9 de abril, dos días antes del lanzamiento, el New York Times ni siquiera mencionaba la misión, y dedicaba información de portada al sorprendente rechazo del Senado norteamericano del último candidato del presidente Nixon al Tribunal Supremo, el juez G. Harrold Carswell.

Por lo demás, la prensa de la semana se hacía eco del ascenso de las cifras de bajas en el sudeste asiático; de la decisión del Tribunal Supremo de Massachusetts de posponer la publicación de los resultados de la investigación sobre Mary Jo Kopechne; de la aparición de un ingenioso producto de calcetería femenina llamado L’eggs; de la revelación de Paul McCartney de que estaba sufriendo «dificultades personales» con los otros tres miembros de los Beatles y de que había decidido abandonar el grupo; y del inicio de la temporada de béisbol, una de las últimas que podría incluir el titular: «Los Tigers frenan a los Senators». La primera mención significativa del Times sobre el Apolo 13 aquella semana apareció el 10 de abril, la víspera del lanzamiento, en la página 78, la de meteorología.

En cuanto al interés que despertaba la misión entre el público, se refería principalmente a la fascinación casi mórbida en tomo al ordinal del Apolo en particular. Todos los vuelos del Mercury habían usado el número 7, Faith 7, Friendship 7, Sigma 7, en honor a los siete astronautas que componían el equipo. Las cápsulas tripuladas Gemini habían empezado la numeración con el Gemini 3, pero terminaron diez vuelos después con el Gemini 12. Sin embargo, las misiones tripuladas Apolo empezaron con el Apolo 7, y con un total de 14 vuelos previstos, la NASA sabía que acabaría teniendo que bautizar un Apolo con el número 13.

Enfrentar uno de los mayores empeños científicos de la humanidad con una de sus supersticiones más arraigadas tenía un atractivo irresistible, y casi todo el mundo aplaudió la altivez, la arrogancia de «a ver si te atreves» a realizar la misión de todas maneras, e incluso de bordar un gran «XIII» en las insignias de los uniformes que usarían los astronautas durante el vuelo. Durante las semanas previas al lanzamiento, el público se volcó en una especie de caza del trece, buscando presagios numerológicos que auguraran algún desastre a la misión. (La fecha prevista era el 11 de abril de 1970, o 11/4/70. La suma de un par de unos, un cuatro, un siete y un cero da trece. El lanzamiento sería a la una de la tarde y trece minutos, hora de Houston, que, por si todo aquello no bastara, se escribía 13:13 horas. Si el lanzamiento se producía a la hora prevista, la nave penetraría en la esfera de influencia gravitacional de la Luna el 13 de abril). A la NASA y a Lovell todo aquel vudú le parecía extraordinariamente ridículo. Para el comandante de la misión, el viaje a Fra Mauro era una expedición científica, ni más ni menos. En una empresa semejante no cabía la charlatanería de la superstición, y el lema que eligió Lovell para reproducir en la insignia oficial de la misión reflejaba su convicción. Rememorando sus días de Annapolis, Lovell tomó el lema de la Armada: Ex tridens scientia («Del mar, el saber») y lo convirtió en Ex luna scientia. Para Lovell, la adquisición de saber era una razón estupenda para hacer un viaje lunar.

Los preparativos del Apolo 13 se realizaron sin incidencias, a Jim Lovell le gustaba decir que por la cuestión de la mala suerte, hasta siete días antes del lanzamiento, en que Charlie Duke cayó enfermo. Duke era el piloto del LEM de la tripulación de reserva, que también incluía al comandante John Young y al piloto del módulo de mando Jack Swigert. La semana anterior al lanzamiento, uno de los hijos de Duke le contagió la rubéola e, inadvertidamente, éste expuso a Young, Swigert, Lovell, Mattingly y Haise. Los análisis de sangre demostraron que el resto de la tripulación de reserva, así como Lovell y Haise ya habían estado expuestos a la afección anteriormente y eran portadores de anticuerpos protectores. Pero Mattingly no estaba inmunizado y por lo tanto corría peligro real de contraer la enfermedad.

En casos como aquél, las reglas de la NASA eran muy sencillas: no se podía confiar el timón de una nave espacial a un astronauta que podía caer enfermo, y por lo tanto, Mattingly habría de ser sustituido. Lovell, que llevaba la mayor parte del año entrenándose con su tripulación, se puso como una fiera: «¿Ahora? ¿Quieren cambiar la tripulación ahora? ¡Una semana antes del lanzamiento, por un microbio en potencia!». En la reunión de la tripulación, en Houston, donde se le comunicó la decisión, Lovell salió en defensa de su piloto del módulo de mando.

—¿Cuánto dura el período de incubación de la enfermedad? —preguntó el comandante al médico aeronáutico.

—Entre diez y quince días —respondió el doctor.

—¿O sea que durante el despegue estará sano? —preguntó Lovell.

—Sí.

—¿Y también cuando lleguemos a la Luna?

—Sí.

—¿Entonces qué más da? —arguyo Lovell—. Si le sube la fiebre mientras Fred y yo estamos en la superficie de la Luna, tendrá todo ese tiempo para recuperarse. Y si no está bien para entonces, que la sude durante el regreso a la Tierra. No se me ocurre mejor sitio para pasar la rubéola que una nave espacial bien calentita.

El médico de la NASA miró a Lovell con incredulidad, le dejó acabar su discurso y después eliminó a Mattingly de la lista.

Aunque Lovell fue furiosamente leal a su piloto del módulo de mando, su nuevo tripulante no era un holgazán. A sus 38 años, Jack Swigert era famoso por ser el único astronauta soltero aceptado por la NASA. A principios de los años 60, cuando la imagen lo era todo y las aptitudes a veces parecían estar en segundo plano, aquello habría sido impensable. Pero la actitud nacional de finales de los años 60 se había relajado, y con ella, la de la NASA. Swigert era alto, llevaba el pelo cortado al cepillo y tenía reputación, tolerada condescendientemente por la NASA, de ser un soltero tumultuoso con una intensa vida social. No se sabía si aquello era cierto o no, pero Swigert hacía todo lo posible por perpetuar esa imagen. En su apartamento de Houston tenía un sofá cubierto de pieles, una espita de cerveza en la cocina, una buena bodega y una cadena de música de primerísima fila.

La NASA estaba dispuesta a tolerar todas aquellas distracciones poco «recomendables» porque Swigert era un profesional muy competente y un piloto muy fiable. Se había entrenado con total entrega para su puesto de reserva en el Apolo 13, y cuando le destinaron a la tripulación principal, le machacaron con una instrucción rigurosísima. Durante el año anterior, la primera tripulación se había acostumbrado tan bien a trabajar en equipo que Lovell y Haise hasta habían aprendido a interpretar los matices y las inflexiones de la voz de Mattingly, destreza muy valiosa en las situaciones del vuelo en que los dos pilotos del LEM habrían de confiar únicamente en las instrucciones del piloto del módulo de mando para hacer el acoplamiento sin problemas. Cuando retiraron a Mattingly del equipo, realizaron ejercicios de simulación durante varios días hasta que la NASA y los astronautas se convencieron de que los miembros de la nueva tripulación principal podrían trabajar juntos con la misma eficiencia que la antigua.

Justo 48 horas antes del despegue, declararon a Swigert apto para la misión. El único problema que les quedaba por resolver a los organizadores de vuelo era la nueva placa conmemorativa que se fijaría en el exterior del LEM. La pata delantera del módulo ya ostentaba un panel con los nombres de los tres astronautas originales, y habría que sustituirlo por otra placa que reflejara el cambio de última hora en la tripulación. Por otra parte, el único problema que le quedaba a Swigert, como publicaron los periódicos con gran regocijo, era que con todo el alboroto de última hora, se le había olvidado hacer la declaración de renta. El plazo de presentación terminaba, como cada año, el 15 de abril, cuatro días después del lanzamiento, cuando el moroso contribuyente estaría en órbita alrededor de la Luna. Swigert decidió sencillamente olvidarse del problema pensando que ya lo resolvería cuando regresara. Mattingly, sin embargo, tendría tiempo de sobra para rellenar sus impresos.

El tercer miembro de la tripulación del Apolo 13 era el piloto del módulo lunar, Fred Haise, antiguo aviador de la Marina. Haise tenía 36 años, era el más joven del trío, y su pelo negro y sus rasgos angulosos le hacían parecer aún más joven. Aunque estaba casado y tenía tres hijos y otro en camino, sus amigos le seguían llamando por su apodo de juventud, «Pecky», de cuando había encarnado a un pájaro carpintero (woodpecker) en una función del colegio. A diferencia de Lovell y Swigert, para Haise la aeronáutica era una afición adquirida. Lo que realmente le gustaba del espacio eran la exploración, la ciencia, la investigación. Uno de los científicos de la NASA lo llamaba «el loco de la taladradora», refiriéndose al placer casi sobrenatural que sentía Haise con el equipo geológico que él y Lovell utilizarían para extraer muestras del suelo lunar. La descripción no encajaba exactamente con lo que se buscaba en un astronauta en los tiempos temerarios del Mercury, pero sí con lo que se requería de un hombre que llevaba el lema Ex luna scientia bordado en la pechera del traje espacial.

El Apolo 13 despegó como estaba previsto a las 13:13 hora de Houston, del 11 de abril, y tres horas más tarde abandonó la órbita terrestre camino de la Luna. Para Swigert y Haise, que nunca habían salido al espacio, las experiencias del lanzamiento, la puesta en órbita y la salida hacia la Luna fueron indeciblemente novedosas. Para Lovell era el cuarto viaje espacial (y el segundo con el inmenso Saturn V) y fue poco más que una vuelta al trabajo. Durante el primer día completo de la misión, el veterano de la Luna, que a la sazón ocupaba el asiento eminente de la izquierda que Frank Borman había reclamado hacía año y medio, llamó a tierra para una de esas charlas ociosas que él, Borman y Anders ya habían disfrutado durante la semana que compartieron en el espacio en 1968.

—Hola, Houston, aquí Trece —dijo Lovell.

—Trece, aquí Houston, adelante —respondió el Capcom.

Como en todos los vuelos, los Capcom de servicio eran astronautas, porque se creía que tres hombres encerrados en una cápsula lanzados a 46 000 kilómetros por hora preferirían comunicarse con un colega en vez de con un técnico que nunca hubiera superado la hazaña de sentarse en el asiento de un avión comercial. Aquel día, el Capcom era Joe Kerwin, un novato de la NASA de los más verdes. Kerwin todavía no había salido al espacio, pero todos los manifiestos de vuelo decían que un día saldría, y aquello era lo importante.

—Casi se nos olvida —le dijo Lovell a Kerwin—. Nos gustaría oír las noticias.

—Vale, no son gran cosa —respondió Kerwin—. Los Astros han ganado por ocho a siete; los Braves han conseguido cinco carreras en la novena entrada, pero han ganado por los pelos. Ha habido terremotos en Manila y en otras zonas de la isla de Luzón. El canciller de la República Federal de Alemania, Willy Brandt, que ayer presenció el lanzamiento en el Cabo, y el presidente Nixon culminarán hoy una ronda de conversaciones. Los controladores aéreos siguen en huelga, pero os alegrará saber que los controladores de Control de Misión seguimos al pie del cañón.

—¡Gracias a Dios! —se rió Lovell.

—Además —prosiguió Kerwin—, en el Medio Oeste, algunas líneas de transporte por carretera están en huelga y unos maestros de escuela han dejado sus puestos de trabajo en Minneapolis. Y, por supuesto, el pasatiempo favorito del día en todo el país… —Kerwin hizo una pausa para darle teatro— hem… chicos… ¿habéis presentado la declaración de la renta?

Swigert, en el asiento del centro, se coló en la conversación:

—¿Qué hay que hacer para pedir una prórroga? —preguntó muy serio.

Kerwin, a sabiendas de que había dado en el clavo, se echó a reír.

—Joe, no tiene ninguna gracia —protestó Swigert—. Ahí abajo el tiempo corre que se las pela y necesito pedir una prórroga. —Se oyó por la línea la risa de los demás controladores—. Lo digo en serio —gimió Swigert—. No he rellenado el impreso.

—Oye, que tienes a toda la sala muerta de risa —dijo Kerwin.

—Bueno —refunfuñó Swigert—, tendré que pasar otra cuarentena, además de la que ya tienen prevista los médicos para cuando volvamos.

—Veremos qué se puede hacer, Jack —dijo Kerwin—. Mientras tanto, vuestro uniforme de hoy, chicos, será mono de vuelo con espadas y medallas, y la película de esta noche, en la sala inferior del equipo, es de John Wayne, Lou Costello y Shirley Temple, en El Vuelo del Apolo 13. Corto.

El que la tripulación y Houston pudieran pasarse tanto rato cotorreando de aquella manera todavía asombraba a Lovell algunas veces. No habría película, por supuesto, en el Apolo 13; ni habría uniformes del día con espadas y medallas. Pero la analogía con el lentísimo ritmo de vida a bordo de un espacioso buque de guerra no se le escapó al ex alumno de Annapolis. En los viejos tiempos del Mercury, la broma era que los astronautas no se montaban en la cápsula, sino que se la ponían. Las naves eran minúsculas y las misiones duraban por término medio sólo ocho horas y media. En la cápsula Gemini, donde Lovell había echado los dientes espaciales, había el doble de sitio pero también el doble de ocupantes.

Como había descubierto Lovell en el Apolo 8, y ahora Haise y Swigert, las naves lunares de la NASA eran harina de otro costal. El módulo de mando del Apolo era una estructura cónica de 4 metros de alto y casi 4,30 de ancho en la base. Las paredes del compartimento habitado estaban formadas por un fino conglomerado de láminas de aluminio y un relleno aislante en forma de panal. Por fuera iba recubierto por una capa de acero, más aislante y otra capa de acero. Esos mamparos dobles, de alrededor de un palmo de grosor, eran todo lo que separaba a los astronautas de la cabina del casi absoluto vacío del entorno exterior, cuyas temperaturas oscilaban desde unos achicharrantes 138 grados centígrados al Sol hasta los paralizadores 138 bajo cero a la sombra. Dentro de la nave, estaban a la deliciosa temperatura de 22 grados.

A decir verdad, los asientos de los astronautas, colocados en fila, no eran muy mullidos, pero como la tripulación se pasaba casi la totalidad del vuelo en estado de flotación ingrávida, no necesitaban mucho relleno debajo para estar cómodos. Los asientos eran poco más que un armazón metálico cubierto por una funda de tela, fáciles de construir y, lo que era más importante, ligeros. Cada uno estaba montado sobre montantes plegables de aluminio, diseñados para absorber el choque en el momento del amerizaje, o si la cápsula caía accidentalmente sobre tierra firme. A los pies de las tres literas había una zona de almacenamiento que servía como una segunda habitación, (¡inaudito! ¡Inimaginable en la era del Gemini y el Mercury!), llamada sala inferior de almacenamiento. Allí se guardaban los suministros, el equipo informático y la estación de navegación.

Justo delante de los astronautas estaba el gigantesco panel de instrumentos, de 180 grados, de color gris. Los aproximadamente 500 controles estaban diseñados para ser manipulados por manos gordas, lentas y torpes, enfundadas en guantes presurizados, y consistían principalmente en interruptores de palanca, conmutadores accionados por el pulgar, botones pulsadores e interruptores giratorios con tope. Los interruptores críticos, como los del encendido de los motores y los de lanzamiento del módulo, estaban protegidos por cerraduras o tapas, para que no pudieran accionarse accidentalmente con un codo o una rodilla. Las lecturas del panel de instrumentos consistían principalmente en marcadores, luces y unas ventanitas rectangulares con «banderas grises» o «postes de barbería». Una bandera gris era simplemente un trozo de metal de ese color que cerraba la ventana cuando un interruptor estaba en posición normal. Un poste de barbería era una marca de rayas que ocupaba su lugar cuando, por alguna razón, hubiera de rectificarse aquella posición.

A espaldas de los astronautas, detrás de la pantalla térmica que protegía la base del cono del módulo de mando durante la reentrada en la atmósfera, estaba el módulo de servicio, cilíndrico, de 8,30 metros de altura. Por la parte trasera del módulo de servicio sobresalía la campana de escape de gases del motor de la nave. El módulo de servicio era inaccesible para los astronautas, igual que el remolque de un camión es inaccesible para su conductor, encerrado en la cabina delantera, y como las ventanillas del módulo de mando se abrían por proa, también era invisible para los astronautas. El interior del cilindro del módulo de servicio estaba dividido en seis secciones separadas, que contenían las entrañas de la nave: los vasos acumuladores de energía eléctrica, (también denominadas células de combustible) los tanques de hidrógeno, las estaciones de relés de potencia, el equipo de supervivencia, el combustible del motor y las tripas del propio motor.

También contenía, uno junto a otro, en un estante de la sección número cuatro, dos tanques de oxígeno.

En el otro extremo del conjunto de los módulos de mando y servicio, acoplado al vértice del cono del módulo de mando por un túnel hermético, estaba el LEM. El vehículo espacial de cuatro patas y 7,5 metros de alto tenía una forma rarísima, como de araña gigantesca. De hecho, durante el trayecto del Apolo 9, el vuelo iniciático del módulo lunar, el vehículo fue rebautizado Spider (Araña), y el módulo de mando, por su parte, con un descriptivo Gumdrop (pastilla de goma). Para el Apolo 13, Lovell optó por unos nombres de mayor dignidad, eligiendo Odyssey para el módulo de mando y Aquarius para su LEM. (La prensa comentó erróneamente que el nombre de Aquarius se había elegido como tributo a la obra Hair, un musical que Lovell no había visto ni tenía intención de ver). En realidad, el nombre era en honor al Acuario de la mitología egipcia, el aguador que llevaba fertilidad y saber al valle del Nilo. Odyssey lo eligió porque le gustaba cómo sonaba la palabra, y porque el diccionario la definía como «Largo viaje marcado por muchos cambios de fortuna», aunque él prefería omitir la última parte. Mientras el compartimiento de la tripulación de la Odyssey era relativamente espacioso, el de la tripulación del módulo lunar era un espacio cilíndrico opresivo, de 2,5 metros de ancho, sin los cinco ojos de buey y el panel panorámico del módulo de mando, sino sólo con dos ventanillas triangulares y un par de diminutos paneles de instrumentos. El LEM estaba diseñado para mantener a dos hombres, y sólo dos, durante dos días como máximo, no más.

La NASA estaba orgullosísima de ambos vehículos espaciales y le gustaba mostrarlos. Desde el éxito espectacular de las retransmisiones del Apolo 8 durante las Navidades de hacía dos años, las tripulaciones habían seguido volando con cámaras de televisión estibadas entre su equipo y habían reservado un espacio para las transmisiones en directo en sus planes de vuelo. La práctica alcanzó su máxima popularidad durante el alunizaje del Apolo 11 en el verano de 1969, en que las televisiones del mundo entero transmitieron el primer paseo lunar de Neil Armstrong y Buzz Aldrin y el mundo entero se paralizó para verlo. Pero en la época del Apolo 13, el mundo había perdido interés. Al final del segundo día de la misión estaba prevista la primera transmisión televisiva, pero ninguna de las emisoras pensaba difundirla. La transmisión debía empezar a las 08:24 horas de la noche del lunes, 13 de abril, durante el espacio vespertino del programa Rowan & Martin’s Laugh-In de la NBC y Here’s Lucy de la CBS. La ABC tenía previsto emitir una película de 1966, Donde vuelan las balas, seguida por The Dick Cavett Show.

Los espectadores del país habían demostrado escaso interés en que esos programas fueran sustituidos por la transmisión desde el espacio, e incluso los mismos técnicos de Control de Misión estaban sólo medianamente interesados. La transmisión iba a empezar sólo una hora y media antes del cambio de turno de la noche, y la mayor parte de los técnicos de las consolas ya estaban deseando terminar su trabajo e irse a tomar una copa a la Singin Wheel, un local de ladrillo rojo lleno de antigüedades, situado justo a la salida del Centro Espacial.

No obstante, la NASA y los astronautas del Apolo 13 decidieron llevar a cabo la transmisión, y ponerla a la disposición de cualquier cadena que quisiera emitir alguna información en los noticiarios de las once. Pensaron que un espacio pequeño siempre era mejor que ninguno.

Además, las esposas de los astronautas esperaban con ilusión esas emisiones periódicas, y la NASA no quería decirles que se iba a romper la tradición. Los controladores de Houston ya habían visto esa noche a Marilyn Lovell y a dos de sus cuatro hijos, Barbara, de dieciséis años, y Susan, de once, sentadas cómodamente en las butacas de la sala de proyecciones para las personalidades, que estaba separada por un panel de cristal de la sala de control. Con ellas se hallaba Mary Haise, la esposa del astronauta novato, que iba a ver por primera vez la imagen de su marido en el espacio.

El programa, que sólo vieron Marilyn, Barbara, Susan, Mary y los controladores, empezó con una imagen picada, un poco oscura, de Fred Haise flotando hacia el túnel que conectaba el módulo de mando con el LEM. Lovell estaba sentado en el asiento de Swigert, en el centro del módulo de mando, manejando la cámara, y Swigert se había instalado en el asiento de Lovell.

—Nuestros planes de hoy —dijo Lovell sólo para Houston— son empezar en la nave Odyssey y llevarles a través del túnel hasta el Aquarius.

El cámara está sentado en el asiento del centro, enfocando a Fred que ahora va a entrar en el túnel, y les mostraremos un poco el vehículo lunar.

Haise saludó a la cámara, flotando cerca del vértice del cono del módulo de mando y pasando al LEM descendiendo cabeza abajo desde el techo, como un viajero transdimensional que penetrara en otro mundo a través de una puerta tiempoespacial. Lovell salió flotando despacio tras él.

—He advertido una cosa, Jack —dijo Haise cabeza abajo a su Capcom—, es que al salir de pie del módulo de mando y entrar en el Aquarius, se produce un pequeño cambio de orientación. Aunque he practicado en el tanque de agua, sigue siendo bastante raro. Una vez dentro del LEM me encuentro cabeza abajo.

—Es una toma estupenda, Jim. —Jack Lousma, el Capcom, felicitó al comandante—. La luz es perfecta.

Lovell penetró en el LEM, hizo una pirueta para ponerse derecho y descendió de pie hasta uña gran protuberancia del suelo del módulo.

—Para todas las personas del planeta —dijo Haise—, dentro del compartimento que hay a los pies de Jim está el motor de ascensión del LEM, el que usaremos para despegar de la Luna. Justo al lado de la tapa del motor, donde tengo la mano, hay una caja blanca. Es la mochila de Jim, que le suministrará oxígeno y agua mientras esté en la superficie de la Luna.

—Recibido, Fred, la vemos —le dijo Lousma—. Las imágenes llegan muy bien y tu descripción es estupenda. Vemos que Jim está enfocando la cámara correctamente, así que sigue hablando.

Lovell y Haise obedecieron animadamente, enviando sus buenas imágenes y sus descripciones estupendas a la Tierra. Mientras la transmisión televisiva procedía en tono campechano, en Control de Misión se ocupaban de otras cosas. En el circuito cerrado de comunicaciones del personal de las consolas, muchos de los controladores estaban planificando las maniobras que ejecutarían los astronautas en cuanto cortaran la transmisión. Kranz, el director de vuelo, controlaba las discusiones, arbitraba las peticiones, decidía las prioridades y determinaba qué ejercicios eran esenciales y cuáles podían esperar. Las conversaciones del circuito cerrado habrían tenido decididamente menos sentido para los telespectadores de la Tierra que la transmisión dirigida a su consumo.

—Vuelo, aquí Eecom —dijo Liebergot por el circuito cerrado.

—Adelante Eecom —contestó Frank.

—A las cincuenta y cinco y cincuenta nos gustaría remover los crios. De los cuatro tanques.

—Esperemos a que se posen un poco más.

—Recibido.

—Vuelo, aquí GNC —avisó Buck Willoughby, el oficial de Dirección, Navegación y Control.

—Adelante, GNC.

—Queremos disponer también de los otros dos tetra para la maniobra.

—Que usen C y D, ¿no es eso? —Sí.

—¿Y que desactiven A y B?

—No.

—De acuerdo, los cuatro tetra.

—Vuelo, aquí Inco —dijo el oficial de Instrumentación y Comunicaciones.

—Dime, Inco.

—Quisiera confirmar la configuración actual de la alta ganancia. Queremos saber en qué modo de seguimiento están.

—Bien. Espera un poco.

Las maniobras que Houston preparaba para el Apolo 13 eran completamente rutinarias, a pesar de la jerga tecnológica. La referencia del Inco a la «alta ganancia» concernía a la antena principal del módulo de servicio, que debía emitir en una frecuencia concreta y estar orientada en un ángulo determinado, según la posición de la nave y su trayectoria. Como responsable del control constante del sistema de comunicaciones de la nave, el Inco debía efectuar comprobaciones periódicas para asegurarse de que todo estaba orientado como convenía. Los «tetra» eran los cuatro haces de propulsores para el control de la posición de vuelo situados en torno al módulo de servicio, que orientaban a la nave sobre sí misma. Los astronautas iban a realizar algunas maniobras de navegación después de la transmisión de televisión y el GNC quería poner en marcha los cuatro grupos de propulsores.

El otro ejercicio, «remover el crío» pedido por Liebergot, era el más rutinario de todos. El módulo de servicio iba equipado no sólo con dos tanques de oxígeno, sino con otros dos de hidrógeno, que encerraban los gases en estado hiperfrío, o criogénico. La temperatura que, en los tanques de oxígeno, podía rondar los 170 grados bajo cero, mantenía los gases en lo que se conoce como densidad supercrítica, una extraña condición química en la cual el material no es sólido, ni tampoco líquido o gaseoso, sino que está en un estado semiderretido intermedio. Los tanques estaban tan bien aislados que si se llenaran con hielo normal y se dejaran en una habitación a 21 grados, el hielo tardaría ocho años y medio en derretirse y convertirse en agua, justo por encima del punto de congelación, y harían falta otros cuatro años más para que dicha agua alcanzara los 21 grados de temperatura. Eso era lo que sus diseñadores proclamaban y, en cualquier caso, como nadie realizaría esa prueba, la NASA se lo creía.

La auténtica magia de los tanques criogénicos, sin embargo, no era lo que les ocurría al oxígeno y al hidrógeno dentro de sus recipientes, sino lo que sucedía cuando salían. Los tanques estaban conectados a tres depósitos equipados con electrodos catalizadores. Al fluir a los depósitos y reaccionar con los electrodos, los dos gases se combinaban y, en una coincidencia feliz de la química y la tecnología, creaban tres subproductos: electricidad, agua y calor. A partir de dos gases tan sólo, los depósitos producían tres artículos de consumo imprescindibles para una nave tripulada.

Aunque los tanques de oxígeno e hidrógeno tenían la misma importancia para la vida y el funcionamiento de la nave, los de oxígeno eran especialmente valiosos porque también suministraban todo el aire de la tripulación. Cada uno de los tanques era una esfera de 65 centímetros de diámetro que contenía 145 kilos de oxígeno a una presión de hasta 65,73 kilogramos por centímetro cuadrado. Inmersas en el tanque, como dedos exploratorios que comprobaran la temperatura del agua caliente de una bañera, había dos sondas eléctricas. Una de ellas recorría el depósito entero, de arriba abajo, y era una combinación de indicador de capacidad y termostato; la otra, adyacente a la primera, era una combinación de calentador y ventilador. El calentador se usaba para calentar y expandir el oxígeno en caso de que la presión del tanque descendiera demasiado. Los ventiladores se usaban para remover el contenido, algo que un Eecom solicitaría al menos una vez al día, puesto que los gases supercríticos tienden a estratificarse, confundiendo a los indicadores de capacidad.

Mientras Liebergot esperaba para revolver el contenido de los tanques y los otros controladores planeaban sus operaciones, la tripulación del Apolo 13 proseguía su programa televisivo. En la gran pantalla del frente de Control de Misión apareció una imagen lechosa de la Luna, que evocaba recuerdos de las transmisiones del Apolo 8, contempladas por el mundo entero.

—Ahora, por la ventanilla de la derecha —decía Lovell, el narrador—, se puede ver el objetivo, y voy a acercar el teleobjetivo para que se vea mejor.

—Ahora lo vemos un poco más grande —dijo Haise—. Distingo claramente parte del relieve a simple vista. De todos modos, todavía se ve muy gris, con algunos puntos blancos.

Después Lovell volvió a enfocar el interior del LEM; Haise apareció en pantalla, arreglando una especie de gran funda de tela.

—Ahora vemos a Fred entregado a su pasatiempo favorito —explicó Lovell.

—¿No estará en la despensa? —preguntó Lousma.

—Ése es su segundo pasatiempo favorito —respondió Lovell—. Ahora está colgando su hamaca para dormir en la superficie de la Luna.

—Recibido. Dormir y comer.

Lovell se alejó de Haise y empezó a flotar hacia el túnel.

—Muy bien, Houston, para todos nuestros telespectadores, hemos terminado la inspección del Aquarius y regresamos a la Odyssey.

—Muy bien, Jim, creo que ya podéis concluir, ¿qué os parece?

—Cuando queráis… —repuso Lovell. Después de actuar ante una sala vacía durante veintisiete minutos, se permitió un leve tono de alivio—. Sólo tenemos que poner en marcha la válvula de represurización de la cabina.

—Recibido —dijo Lousma.

La válvula de represurización era un control del módulo lunar empleado para mantener la misma presión en las dos naves. Tras oír sus palabras, Haise pulsó la válvula solícitamente, produciendo un súbito silbido y un leve bandazo que estremeció a los dos vehículos. Lovell, que sujetaba la cámara, sufrió una evidente sacudida. El comandante ya había advertido anteriormente que su exuberante piloto a veces usaba la válvula de represurización algo más de lo estrictamente necesario, disfrutando traviesamente de los sobresaltos que ocasionaba a sus dos compañeros de viaje. Y, en su tercer día de misión, la bromita ya estaba un poco manida.

—Cada vez que lo hace —dijo Lovell cándidamente—, se nos sube el corazón a la garganta. Jack, cuando quieras cortar la transmisión, estamos listos.

—Muy bien, Jim —concluyó Lousma—, ha sido una transmisión estupenda.

—Recibido —dijo Lovell—. Gracias. La tripulación del Apolo 13 les desea a todos muy buenas noches; estamos a punto de cerrar el Aquarius e instalarnos a pasar una agradable velada en la Odyssey. Buenas noches.

Y la pantalla de proyección se apagó.

En Houston, Marilyn Lovell sonreía. Su marido tenía buen aspecto, aunque un poco desaliñado con su barba de tres días, y su voz sonaba tranquila y firme, Aunque nunca hubiera revelado la existencia de un problema en la misión ante las cámaras de televisión, tampoco habría sido capaz de mantener oculta la preocupación en su voz. Pero Marilyn no oyó nada extraño esa noche. Su marido estaba evidentemente contento con el vuelo hasta ahora y deseando que llegara el momento del alunizaje, supuso ella. A decir verdad, ella se alegraba de que ya hubiera transcurrido casi la mitad, y estaba deseando ver el amerizaje en el Pacífico. Marilyn Lovell consultó el reloj, se despidió brevemente del relaciones públicas de la NASA que había visto la emisión con ella, y junto con Mary Haise partió hacia su casa a acostar a los niños.

En Control de Misión, Lousma repasó la lista de maniobras que la tripulación tenía que realizar antes de que terminara su turno esa noche. El Capcom tenía cierto control sobre el momento en que ordenaran a los astronautas ejecutar cada tarea, y pensó en darles un poco de tiempo para guardar la cámara y regresar a sus asientos antes de empezar a radiarles sus instrucciones para remover los crios, la maniobra con los propulsores y las lecturas de la antena.

No obstante, antes de que Lovell saliera del túnel y Haise hiciera lo propio del LEM, controladores y astronautas tuvieron que ponerse inmediatamente a trabajar. En la consola del piloto del módulo de mando se encendió una luz de alarma amarilla, indicando que podía haber un problema de presión en el sistema criogénico. En el mismo momento apareció la señal correspondiente en la consola de Liebergot. Al repasar los datos de su pantalla, Liebergot vio que la alarma había sido provocada por una lectura de caída de presión en uno de los tanques de hidrógeno, el que llevaba los dos últimos días presentando algunos problemas de forma intermitente. Si los tanques criogénicos o sus sensores de capacidad empezaban a hacer el tonto, era una indicación como cualquier otra de que los cuatro necesitaban un buen meneo. Mientras Lovell regresaba flotando a su asiento de la izquierda y Swigert volvía a su puesto del centro, Houston les radió sus instrucciones.

—Tenéis que escoraros hacia la derecha hasta 060 y poner a cero los índices.

—Vale, ahora mismo —respondió Lovell.

—Y tenéis que comprobar los propulsores C4.

—Bien, Jack.

—Y una cosa más, cuando podáis. Removed los tanques crío.

—Bien —dijo Lovell—. Un momento.

Mientras Lovell se preparaba para hacer los ajustes en los propulsores y Haise terminaba de cerrar el LEM y se colaba por el túnel hacia la Odyssey, Swigert accionó el interruptor que removía los cuatro tanques criogénicos. En Tierra, Liebergot y su equipo de apoyo observaban sus pantallas, esperando la consiguiente estabilización de la presión del hidrógeno que debía seguir al movimiento.

De todos los desastres posibles que los astronautas y los controladores tenían en cuenta al planificar una misión, pocos eran más horrendos, o más caprichosos, repentinos, absolutos o más temidos que el choque por sorpresa con un meteorito. A las velocidades alcanzadas en la órbita terrestre, un grano de arena cósmico no mayor de 2,5 milímetros podía golpear una nave con la energía equivalente a una bola de bolos rodando a 90 kilómetros por hora. El golpe encajado sería invisible, pero podía bastar para abrir un boquete en el casco, vaciando en un suspiro la pequeña bolsa presurizada necesaria para sobrevivir. Fuera de la órbita terrestre, donde las velocidades eran aún mayores, el peligro era mucho mayor. Cuando empezaron a volar a la Luna los primeros astronautas del Apolo, lo que más temían, pero menos comentaban, era la súbita sacudida, el súbito temblor el repentino golpe en el casco que indicara que su proyectil de la tecnología más avanzada y algún otro proyectil antiquísimo a la deriva se hubieran encontrado, en una convergencia estadísticamente absurda, como los pares de balas fundidas que cubrían los campos de batalla de Gettysburg y Antietam, y que, como esas balas, se hubieran hecho bastante daño mutuamente.

A los 16 segundos de iniciar el movimiento de los tanques criogénicos, mientras los astronautas del Apolo 13 estaban ejecutando las maniobras siguientes y esperando nuevas órdenes, un repentino golpe sacudió la nave. Swigert, atado a su asiento, sintió cómo se estremecía la nave bajo sus pies; Lovell, que evolucionaba por el módulo de mando, sintió que una descarga le recorría el cuerpo; Haise, que seguía en el túnel, notó y vio realmente cómo se movían las paredes. Haise y Swigert nunca habían experimentado nada semejante; ni Lovell tampoco, en sus tres viajes anteriores a las profundidades cósmicas.

El primer impulso de Lovell fue que era una broma: ¡Haise! Tenía que haber sido Haise y su maldita válvula de represurización: Una vez, bueno, la broma tenía gracia… Pero ¿dos veces?, ¿tres? Incluso con la permisividad otorgada a las excentricidades de los novatos, aquello era llegar demasiado lejos. El comandante se volvió hacia el túnel y dedicó una mirada de furiosa reprobación a su tripulante, pero cuando sus miradas se cruzaron, fue Lovell quien se sobresaltó. Haise, inesperadamente, tenía los ojos fuera de sus órbitas, como platos. No eran los ojos entornados y traviesos de quien acaba de gastar otra broma a su jefe y espera una bronca sonriente. Eran los de un hombre asustado, franca, profunda y totalmente asustado.

—No he sido yo —graznó Haise en respuesta a la pregunta no formulada de su comandante.

Lovell se volvió a su izquierda a mirar a Swigert, pero no le sirvió de nada. Descubrió la misma confusión, la misma respuesta, e idéntica mirada en sus ojos. De repente, por encima de la cabeza de Swigert, sobre la zona central de la consola del módulo de mando, parpadeó una luz de alarma de color ámbar. Simultáneamente sonó una alarma en los auriculares de Haise y se encendió otra luz en la parte derecha del panel de instrumentos, la correspondiente a la alarma de los controles del sistema eléctrico de la nave. Swigert revisó los diales y descubrió una repentina e inexplicable pérdida de potencia en lo que los astronautas y los controladores llamaban Bus Principal B, uno de los dos paneles principales de distribución de potencia que alimentaban todo el equipo informático del módulo de mando. Si un bus perdía potencia, quería decir que la mitad de los sistemas de la nave podían apagarse súbitamente.

—¡Eh! —gritó Swigert a Houston por radio—. ¡Tenemos un problema!

—Aquí Houston, repite, por favor —le respondió Lousma.

—Houston, tenemos un problema —repitió Lovell por Swigert—. Hay un descenso de voltaje en el Bus Principal B.

—Recibido, descenso de voltaje en principal B. Un momento, Trece, lo estamos comprobando.

Liebergot oyó la conversación y, como todos los demás controladores de la sala, empezó a repasar inmediatamente su consola. Pero le interrumpió un grito que resonó en sus auriculares:

—¿Qué pasa con los datos, Eecom? —era Larry Sheaks, uno de los tres hombres de apoyo del Eecom, a cargo de la vigilancia de las lecturas ambientales y que ayudaba a Liebergot a resolver las anomalías.

—Tenemos más de un problema —sonó la voz de George Bliss, otro ingeniero Eecom, justo después que Sneaks.

Liebergot volvió a mirar su pantalla y se quedó sin respiración. Todas sus lecturas estaban patas arriba. Aquéllas no eran las cifras de un vuelo real, pensó. Eran las cifras poco plausibles que un Simsup malvado y listillo planteaba durante el entrenamiento para ver si el controlador estaba atento. Pero aquello no era una simulación. La primera lectura, la más grave que advirtió Liebergot y que estaba situada justo a la derecha de las de hidrógeno que había estado controlando atentamente hacía un instante, era la relativa a los dos tanques principales de oxígeno de la nave. Según su monitor, el tanque número dos, que contenía la mitad del oxígeno de toda la nave, de repente había dejado de existir. Los datos habían bajado a cero, se habían desvanecido o, como solían decir los controladores, se habían borrado, sencillamente.

—Hemos perdido la presión de O2 del tanque dos —le confirmó Bliss.

Liebergot revisó la pantalla y descubrió más malas noticias.

—Bien, chicos, hemos perdido la presión del combustible de los depósitos uno y dos.

Durante un instante, Liebergot sintió un mareo. Según lo que oía por los auriculares y leía en la pantalla, la mayor parte del sistema eléctrico de la Odyssey sin mencionar la mitad de su sistema atmosférico, se había ido al garete. El diagnóstico era horrible, pero no concluyente en absoluto. Era más que posible que no hubiera pasado nada malo en el equipo, y que la avería estuviera en los sensores. Tal vez estuvieran escupiendo datos erróneos que revelaban un problema inexistente. De vez en cuando pasaban esas cosas, y antes de sacar conclusiones precipitadas, cualquier buen Eecom agotaría primero todas las posibilidades más fáciles.

—Vuelo, es posible que tengamos un problema de instrumentación —dijo Liebergot a Kranz—. Voy a investigarlo.

—Recibido —respondió Kranz.

En la Odyssey, que seguía meciéndose y estremeciéndose, Lovell, Swigert y Haise no oyeron los diálogos, pero su panel de instrumentos indicaba que podían ser ciertos. Haise salió del túnel y se instaló en su asiento para examinar los datos eléctricos; vio que el Bus Principal B parecía haberse restablecido de repente. Suspiró.

—Houston, todo bien —dijo—, el voltaje está bien. —Luego añadió con cierta preocupación—: Hemos sufrido una buena sacudida al mismo tiempo que se desataba la alarma.

—Recibido, Fred —le contestó Lousma, impertérrito, como si «las buenas sacudidas» fueran virtualmente típicas en las misiones lunares.

—Mientras tanto —añadió Lovell— vamos a cerrar el túnel otra vez.

La serenidad de la voz de Lovell desmentía la urgencia con que estaban procediendo a «cerrarlo». Swigert se desabrochó el cinturón, cruzó la sección inferior y penetró en el túnel. Los tres astronautas tenían la misma idea: probablemente había sido un meteorito. Puesto que el módulo de mando parecía en buen estado, cabía la posibilidad de que el choque se hubiera producido en el LEM; en tal caso, tenían que cerrar la escotilla y el túnel lo antes posible para prevenir la rápida bajada de presión que acaecería debido a la succión del vacío espacial del oxígeno del módulo de mando, a través del túnel.

Swigert logró encajar la escotilla pero no podía cerrarla. Volvió a intentarlo pero fracasó de nuevo, y a la tercera tampoco lo consiguió. Lovell se metió en el túnel, apartó a Swigert y probó. La verdad, parecía que la escotilla no cerraba. Después de un par de intentos, alzó las manos y abandonó. Si la integridad del LEM estuviera comprometida, a esas horas las dos naves se habrían quedado sin presión. Si había sido un meteorito, evidentemente no había dañado los compartimentos de la tripulación del LEM ni del módulo de mando.

—Olvídate de la escotilla —dijo Lovell a Swigert—, abrámosla y dejémosla bien sujeta.

Swigert asintió y Lovell salió del túnel nadando, atravesó la sección de almacenamiento y regresó a su asiento para intentar averiguar algo más en su panel de instrumentos. De inmediato tuvo buenas noticias para Control de Misión: mientras las lecturas de Houston del tanque dos de oxígeno estaban por los suelos, en la nave estaban por las nubes. En el panel de instrumentos de Lovell, la aguja de capacidad del tanque estaba tan alta que tocaba el máximo de la escala. Aunque aquélla no sería una lectura demasiado precisa, seguramente estaba mucho más cerca de la realidad del nivel de O2 que la señal de «vacío» que aparecía en las pantallas del Eecom. Lovell comunicó sus datos a Lousma, que le respondió: «recibido», simple y no comprometido. En ese momento, «recibido» era la palabra más específica que podía pronunciar Lousma. Suponiendo que aquello no fuera un «problema de instrumentación», como había sugerido Liebergot esperanzado, lo que estaba sucediendo en la nave no tenía mucho sentido. Técnicamente, un problema en un tanque de oxígeno, en un depósito de combustible y en un bus podían suceder simultáneamente, puesto que los tanques de O2 alimentaban los depósitos de combustible, y los depósitos de combustible daban energía al bus.

Sin embargo, a nivel práctico y estadístico, era una situación muy poco probable. Los tanques de oxígeno se construían con el menor número posible de elementos, para rebajar al máximo las roturas. Incluso aunque fallara uno de los tanques, el otro sería más que suficiente para dar energía a los tres depósitos. Y mientras funcionaran los tres depósitos de combustible, los dos buses tenían que seguir funcionando. La probabilidad de que cualquiera de esos componentes fallara era de uno entre un millón, y la de que un tanque, dos depósitos de combustible y un bus fallaran simultáneamente se salía de las tablas de probabilidad.

Para empeorar las cosas, en la sala de control, los demás controladores seguían descubriendo anomalías en sus pantallas. Un instante después de la sacudida de la Odyssey, Bill Fenner, el oficial de guiado, o Guido, uno de los responsables de la planificación del rumbo de la nave, anunció que había detectado una «reinicialización del equipo informático» en la nave. Eso se refería al proceso por el cual uno de los ordenadores de a bordo detectaba un mal funcionamiento indefinido en alguna parte de las entrañas de la nave, hacía una especie de inspiración profunda y después se ponía a la caza de datos que determinaran dónde estaba la anomalía. En una nave con tantos problemas inexplicables como la Odyssey en ese momento, una reinicialización no era nada extraño. Sin embargo, el ordenador parecía creer que la fuente del choque que había comunicado la tripulación procedía del interior de la nave y no de su exterior. Aquello, por supuesto, parecía eliminar el choque de un meteorito; pero si no era una roca errante del espacio, ¿qué había sacudido la nave?

Segundos después del golpe, el oficial de Instrumentación y Comunicaciones había intervenido en el circuito para señalar otro problema.

—Vuelo, aquí Inco —dijo.

—Adelante, Inco —le respondió Kranz.

—En el momento del problema hemos cambiado a haz de gran abertura angular.

—¿Dices que estáis en haz de gran angular?

—Sí.

—Intenta correlacionar los tiempos —dijo Kranz. Después repitió, para asegurarse y evitar confusiones—: Inco, comprueba la hora en que habéis pasado a haz de gran angular.

Merecía la pena repetirlo porque el Inco había informado que en el momento de la misteriosa sacudida de la Odyssey, la radio de la nave había dejado automáticamente de emitir por la antena de alta ganancia, pasando a otras cuatro antenas más pequeñas, omnidireccionales, que estaban montadas en el módulo de servicio. El que la radio de una nave espacial cambiara arbitrariamente de antena era más o menos como si un aparato de televisión cambiara de canal por sí mismo.

Para algunos técnicos de la sala, por lo menos el problema de la antena era un auténtico motivo de alivio. Tenía que ser un problema de instrumentación. Que se estropearan un tanque de oxígeno, un depósito de combustible y un bus a la vez era ya bastante poco probable; pero que al mismo tiempo una antena empezara a cambiar de estación era ya demasiado. Era como si un mecánico de automóviles hiciera una revisión a un coche nuevo y saliera diciendo que la batería, el generador y el motor de arranque estaban estropeados pero que además, se habían deshinchado las ruedas, había ardido el radiador y las portezuelas se habían salido de las bisagras. Uno empezaría a sospechar que el problema no estaba tanto en el coche sino en el mecánico.

Kranz sospechaba más que nadie que podía ser algo así, y se puso en comunicación con Liebergot:

—Sy, ¿qué piensas hacer? —le preguntó—. ¿Es un problema de sensores estropeados o qué?

Lousma se preguntaba lo mismo e interrumpió la comunicación con la nave para preguntar a Kranz:

—¿Podemos darles alguna indicación? —¿Se trata de la instrumentación o son problemas reales?

En la línea del Eecom también tenían sus dudas.

—Larry, no te fías de la presión del tanque de O2, ¿verdad? —preguntó Liebergot a Sheaks.

—No, no —respondió Sheaks—. El distribuidor está bien, y el sistema de control ambiental también.

Gran parte del escepticismo de los controladores se debía a que las lecturas de la Odyssey no coincidían con las de tierra. Al fin y al cabo, Lovell, Swigert y Haise habían afirmado que, según sus datos, el bus y el tanque de O2 estaban bien. Si los números no encajaban, ¿por qué fiarse de los malos?

No obstante, en la nave, las lecturas optimistas que sustentaban esas esperanzas empezaron a cambiar de repente. Haise, que no había dejado de vigilar sus instrumentos desde que había comenzado el problema, descubrió algo en las lecturas del bus y su ánimo decayó. Según los sensores de la Odyssey, el Bus Principal B, que parecía haber vuelto al orden, se había estropeado otra vez. Y además, habían empezado a fallar también las lecturas del bus A. Por lo visto, el bus estropeado arrastraba al sano con él. Al mismo tiempo, Lovell revisó sus lecturas del tanque de oxígeno y del depósito de combustible y descubrió noticias peores: el tanque dos de oxígeno, que hacía un momento estaba hasta los topes, daba una lectura de sequía total. Es más, los datos de los depósitos de combustible del panel de instrumentos de la Odyssey estaban tan mal como en las pantallas de Liebergot, con dos de los tres depósitos a cero.

Al ver esa última lectura, Lovell habría escupido. Si las lecturas de los depósitos de combustible eran correctas, ya podía despedirse de su viaje a Fra Mauro. La NASA tenía unas reglas muy estrictas para los alunizajes, y una de las inquebrantables era que sin los tres depósitos de combustible hasta los bordes, no se va a ninguna parte. Técnicamente, con un depósito bastaría para realizar la tarea sin peligro, pero con algo tan fundamental como la energía, la Agencia quería pisar sobre seguro y para la NASA ni siquiera bastaba con dos depósitos. Lovell llamó a Swigert y a Haise y señaló las lecturas de los depósitos de combustible.

—Si son reales, adiós alunizaje —afirmó Lovell. Swigert empezó a radiar la mala noticia a Houston.

—Tenemos una caída de voltaje en el Bus Principal A Está en veinticinco y medio; el bus B ahora funciona.

—Recibido —respondió Lousma.

—Los depósitos de combustible uno y tres están en bandera gris —dijo Lovell—, pero el paso está a tope.

—Lo anoto —repuso Lousma.

—Y Jack —añadió Lovell—, el tanque criogénico de oxígeno número dos está a cero. ¿Has oído?

—Capacidad cero de O2 —repitió Lousma.

Como si no fuera ya bastante mala la situación, Lovell tenía que luchar con otro problema: más de diez minutos después del choque, la nave seguía oscilando y bamboleándose. Cada vez que el módulo de mando-servicio y el LEM, acoplados, se movían, los propulsores se encendían automáticamente para contrarrestar el movimiento y estabilizar los vehículos. Pero después de cada vez que parecían lograrlo, las naves volvían a tambalearse y los propulsores volvían a ponerse en marcha.

Lovell cogió el mando manual de posición instalado en la consola, a la derecha de su asiento. Si el piloto automático no conseguía dominar la nave, tal vez lo consiguiera el piloto humano. Lovell estaba preocupado en mantener el control de la nave debido a algo más que por razones estéticas. Las naves Apolo dirigidas a la Luna no volaban en línea recta, con el morro del módulo de mando apuntando hacia su destino y el LEM enganchado como un enorme adorno. Las naves rotaban lentamente sobre sí mismas a una revolución por minuto. Eso se denominaba regulación térmica pasiva, o PTC, que consistía en hacer girar las naves lentamente, para impedir que uno de los costados se asara al Sol sin filtrar, mientras el otro se helaba en la sombra gélida del espacio. Las convulsiones de los propulsores del Apolo 13 habían desbaratado la graciosa coreografía de la PTC y, a menos que Lovell recuperara el control, se enfrentaba al peligro real de que las temperaturas ultraelevadas y ultrabajas penetraran el casco de la nave, provocando daños en su delicado equipo. De todos modos, hiciera lo que hiciese Lovell con los controles manuales, no parecía dominar la nave. En cuanto estabilizaba la Odyssey, se le escapaba de las manos otra vez.

Para un piloto que ya había salido al espacio tres veces con poco más que pequeños incidentes en el equipo, todo aquello se estaba volviendo intolerable. El sistema eléctrico de la nave de Lovell se había escacharrado repentinamente, la Tierra se encogía en su espejo retrovisor a más de 3700 kilómetros por hora, y en ese momento se enfrentaba a peligros mayores porque algo, ¿quién sabía el qué?, no dejaba de zarandear su nave de un lado a otro.

El comandante soltó el control de posición, se desabrochó el cinturón y flotó hacia la ventanilla de la izquierda para ver si podía determinar qué demonios pasaba allá afuera. Era el instinto más viejo de los pilotos. Aún a 370 000 kilómetros de casa, en una nave cerrada rodeada por el vacío mortal del espacio, lo que Lovell necesitaba era un simple paseo, la posibilidad de hacer un lento recorrido de 360 grados por su nave, examinar el exterior, dar un puntapié a los neumáticos, buscar un mal, husmear una filtración, y después decir a la gente de tierra si realmente algo andaba mal y qué había que hacer para arreglarlo, Pero el comandante tenía que echar un vistazo por la ventanilla, con la esperanza de aclarar cuál era el problema de la Odyssey. La probabilidad de acertar el diagnóstico de la enfermedad de su nave de ese modo era escasísima, pero resultó acertada. En cuanto Lovell apretó la nariz contra el cristal, le llamó la atención una leve nubecilla blanca y gaseosa que rodeaba la nave, que se cristalizaba al entrar en contacto con el espacio y formaba un halo iridiscente que se extendía tenuemente a varios kilómetros en derredor. Lovell soltó una exhalación y empezó a sospechar que podían estar metidos en un problema muy serio.

Si hay alguna cosa que un comandante no quiere ver al mirar por la ventanilla, es un escape. Lo mismo que los pilotos de aviones comerciales temen el humo en un ala, los comandantes de una nave espacial temen los escapes. Un escape nunca puede desestimarse como un defecto de instrumentación, y tampoco puede despacharse como un baile de datos. Un escape significa que hay una grieta en el casco de la nave y que, lenta, quizá fatalmente, se está desangrando en el espacio.

Lovell contempló un momento cómo crecía la nube de gas. Si los depósitos de combustible no habían abortado su alunizaje, aquello, indudablemente lo haría. En cierto modo, el comandante se sintió extrañamente filosófico: gajes del oficio, reglas del juego y tal. Sabía que un alunizaje nunca era cosa hecha hasta que las patas del LEM se posaban en el polvo lunar, y en ese momento, parecía que nunca lo harían. Lovell sabía que lo lamentaría en su momento, pero entonces no. En ese momento tenía que comunicar a Houston, donde todos seguían comprobando los instrumentos y analizando sus lecturas, que la respuesta no estaba en los datos, sino en la nube brillante que rodeaba la nave enferma.

—Yo creo —dijo Lovell a Houston, inexpresivamente— que tenemos un escape. —Después, para darle efecto, e incluso tal vez para convencerse a sí mismo, repitió—: Tenemos un escape al espacio.

—Recibido —respondió Lousma con la autoridad práctica del Capcom—, anotamos que hay un escape.

—Es alguna clase de gas —añadió Lovell.

—¿Puedes concretarnos algo más? —le preguntó Lousma—. ¿De dónde sale?

—Ahora mismo sale de la ventanilla uno, Jack —repuso Lovell, ofreciéndole todos los detalles que su limitado punto de mira le permitía.

La información del Apolo cruzó la sala de control como una bala.

—La tripulación cree que hay un escape de alguna clase —dijo Lousma por el circuito cerrado.

—Ya lo he oído —dijo Kranz.

—¿Lo has anotado, Vuelo? —preguntó Lousma, sólo para asegurarse.

—Recibido —le aseguró Kranz—. De acuerdo, todo el mundo, pensemos qué es lo que se está escapando. ¿GNC, has encontrado algo anormal en tus sistemas?

—Negativo, Vuelo.

—¿Y tú, Eecom? ¿Ves alguna fuga en tus paneles?

—Afirmativo, Vuelo —dijo Liebergot, pensando, por supuesto, en el tanque dos de oxígeno.

Si el indicador de un tanque de gas marca cero y hay una nube de gas alrededor de la nave, es muy posible que las dos cosas guarden relación, sobre todo si el desastre ha venido precedido por un choque sospechoso que ha sacudido la nave.

—Voy a comprobar el sistema en busca de un escape —dijo Liebergot a Vuelo.

—Bien, empieza a repasarlo todo —le ordenó Kranz—. Supongo que ya has llamado a los Eecom de apoyo para ver si se les ocurre algo al respecto…

—Tenemos uno aquí.

—Recibido.

El cambio en el circuito cerrado y en la sala era palpable. Nadie expresó nada en voz alta, nadie declaró nada oficialmente, pero los controladores empezaron a reconocer que el Apolo 13, que había sido lanzado triunfalmente dos días atrás, podía haber convertido una misión de mera exploración en una de supervivencia. Mientras la sala entera llegaba a esa conclusión, Kranz intervino en el circuito cerrado.

—De acuerdo —empezó—, no perdamos la calma. Vamos a asegurarnos de no hacer nada que nos deje sin energía eléctrica o que nos haga perder el depósito de combustible número dos. Vamos a resolver el problema, pero no estropeemos las cosas con conjeturas.

Lovell, Swigert y Haise no oyeron las palabras de Kranz, pero en ese momento no necesitaban que les dijeran que mantuvieran la calma. El alunizaje se cancelaba definitivamente, pero aparte de eso, probablemente no corrían un peligro inminente. Como había señalado Kranz, el depósito dos de combustible estaba bien. Como sabían los astronautas y los controladores, el tanque de oxígeno uno también estaba sano: la NASA no diseñaba sus naves con toda clase de sistemas de seguridad porque sí. Una nave con un depósito de combustible y un tanque de aire tal vez no estuviera a punto para ir a Fra Mauro, pero sí valía para regresar a la Tierra.

Lovell se dirigió flotando hasta el centro del módulo de mando para comprobar las lecturas del tanque de oxígeno que les quedaba y ver qué margen de error podía darles. Si los ingenieros lo habían calculado bien, llegarían a casa con O2 de sobra. El comandante consultó el indicador y se quedó helado: la aguja de capacidad del tanque uno estaba muy por debajo de lleno y caía ininterrumpidamente. Mientras Lovell la miraba casi hipnotizado, la aguja se deslizaba hacia abajo con ritmo lento y fantasmal. Lovell recordó el marcador de gasolina de un automóvil: curiosamente, uno nunca podía advertir a simple vista el movimiento de la aguja, siempre parecía clavada en el mismo sitio, y sin embargo, seguía inexorablemente su recorrido hacia abajo. Pero aquella aguja se movía descaradamente.

Ese descubrimiento, por más horroroso que fuera, explicaba muchas cosas. Fuera lo que fuese lo que le hubiera sucedido al tanque dos, el mal ya estaba hecho. El tanque se había desconectado, había reventado por arriba o se había agrietado, o lo que fuera, pero, por encima del hecho de su desaparición, había dejado de ser un factor en el funcionamiento de la nave. El tanque uno, sin embargo, seguía vaciándose lentamente. Su contenido, evidentemente, estaba fluyendo al espacio, y la fuerza del escape era sin la menor duda la causante del movimiento incontrolado de la nave. Era bueno saber que cuando la aguja alcanzara finalmente el cero, las oscilaciones de la Odyssey desaparecerían al fin.

El lado malo, desde luego, era que aquello también significaría el fin de su capacidad para mantener la vida de la tripulación.

Lovell sabía que debía alertar a Houston. El cambio en la presión era lo bastante sutil para que, tal vez, los controladores no se hubieran dado cuenta. La mejor manera, la más instintiva de un piloto, era intentar minimizarlo. Quitarle importancia. Eh, chicos, ¿habéis advertido algo en el otro tanque? Lovell dio un codazo a Swigert, le señaló el indicador del tanque uno y después señaló su micrófono. Swigert asintió en silencio.

—Jack —preguntó en voz baja el piloto del módulo de mando—, ¿estás copiando la presión del tanque criogénico uno de O2?

Se produjo una pausa. Tal vez Lousma consultara el monitor de Liebergot; puede que Liebergot se lo dijera por el circuito cerrado de tierra.

Quizás incluso ya lo supiera.

—Afirmativo —dijo el Capcom. Según Lovell, la nave tardaría un tiempo en terminar su último juego. El comandante no podía calcular el caudal del escape del tanque, pero si la aguja servía para algo, le quedaban al menos un par de horas para que se agotaran los 145 kilos de oxígeno. Cuando el tanque exhalara el último suspiro, el aire y la electricidad que quedarían a bordo procederían de un trío de baterías compactas y de un solo tanque pequeño de oxígeno. Éstos se reservaban para la última etapa del viaje, cuando el módulo de mando se separara del de servicio, y aún necesitara las últimas descargas de energía y las postreras bocanadas de aire para concluir la reentrada. El tanque pequeño y las baterías sólo funcionarían un par de horas. Combinando eso con el oxígeno que quedaba en el tanque perforado, la Odyssey podría mantener con vida a la tripulación hasta la media noche o como máximo hasta las tres de la mañana, según la hora de Houston. En ese momento eran poco más de las diez de la noche.

Pero la Odyssey no estaba sola. Llevaba en el morro al Aquarius, sano, fuerte, gordo y lleno de combustible, sin fisuras y sin nubes de gas.

El Aquarius podía albergar y sustentar a dos hombres confortablemente, y, en un apuro, a tres, con poco que se apretujaran. Pasara lo que pasase en la Odyssey, el Aquarius podría proteger a la tripulación. Aunque sólo durante un tiempo breve. Lovell sabía que desde aquel punto del espacio, el regreso a la Tierra duraría unas cien horas. Pero el LEM sólo tenía aire y energía suficientes para unas 45 horas, aproximadamente lo que necesitaba para bajar a la superficie de la Luna, permanecer allí un día y medio y luego despegar para encontrarse con la Odyssey. Y el aire y el combustible durarían 45 horas sólo con dos hombres a bordo; con un tercer pasajero, el tiempo se recortaría notablemente. Y el agua del módulo lunar también estaba muy justa.

Pero Lovell comprendió que, de momento, el Aquarius era su única opción. El comandante miró a Fred Haise, el piloto del módulo lunar. De los tres, Haise conocía el LEM mejor que ninguno, se había entrenado en él más tiempo, y sería capaz de aprovechar al máximo sus limitados recursos.

—Si queremos volver a casa —dijo Lovell a sus dos tripulantes—, habremos de usar el Aquarius.

En Houston, Liebergot había descubierto la caída de presión del tanque uno más o menos al mismo tiempo que Lovell. A diferencia del comandante de la misión, el Eecom, sentado sin riesgo frente a una consola de Houston, todavía no estaba preparado para abandonar su nave, aunque tampoco abrigaba demasiadas ilusiones al respecto. Liebergot se volvió a su derecha, donde estaba sentado Bob Heselmeyer, el oficial de control ambiental del LEM. En ese momento, el Eecom y su colega del módulo lunar no podían haber estado en mundos más distintos. Ambos trabajaban en la misma misión y se enfrentaban a idéntica crisis, pero Liebergot tenía delante el abismo de una consola llena de luces parpadeantes y datos nefastos, mientras Heselmeyer controlaba a un Aquarius sereno, que enviaba unas lecturas perfectas.

Liebergot miró casi con envidia la pantallita perfecta de Heselmeyer, con todos sus numeritos perfectos, y después consultó tristemente su consola. A cada lado del monitor había unas asas que los oficiales de mantenimiento usaban para sacar la pantalla cuando había que repararla o ajustaría. Liebergot advirtió de repente que llevaba los últimos minutos agarrado a las asas como a un clavo ardiendo. Las soltó y sacudió los brazos para restablecer su circulación sanguínea, aunque antes advirtió que tenía el dorso de las dos manos blanco, helado y sin sangre.