Capítulo 3

Las puertas de bronce y cristal de la recepción avisaron al muchacho de diecisiete años que se había equivocado de sitio. Bueno, tenía otras pistas, por supuesto: ninguna tienda familiar de productos químicos estaría ubicada en un rascacielos del distrito financiero del corazón de Michigan Avenue, por ejemplo. Ningún tendero modesto exhibiría la palabra «Sociedad Anónima» después del nombre de su empresa. No, aquello no parecía en absoluto la tienda de bricolaje para inventores de fin de semana que el muchacho esperaba encontrar allí, aunque el listín telefónico decía «Productos químicos» y eran productos químicos lo que él necesitaba. Después de tomar el tren hasta Chicago desde la casa de su tía en Oak Park sólo para aquello, sería una tontería dar media vuelta.

Empujó las puertas y se hundió en la alfombra del vestíbulo hasta los tobillos. Se encontraba en un extremo de una sala enorme, frente a una mesa de caoba intimidante y muy lejana. La mujer que estaba sentada a la mesa, con cara de no haber visto un frasco de productos químicos en su vida, vio al chico, parado vacilante justo ante la puerta.

—¿Puedo ayudarle en algo, joven? —le preguntó.

—Eh… quería comprar unos productos —le respondió él.

—¿Puede decirme de dónde viene?

—De Milwaukee —repuso, cruzando precavidamente la sala—. He venido a visitar a unos familiares de Chicago.

—No —dijo ella, con una sonrisa casi imperceptible—, quería decir si representa a alguien…

—Desde luego —se le iluminó la cara—, a Jim Siddens y Joe Sinclair.

—¿Son sus jefes?

—Son amigos míos. —De nuevo aquella sonrisa de foto.

—¿Puede decirme su nombre?

—James Lovell.

—James Lovell —repitió ella, anotando el nombre con aparente seriedad—. Un momento, James, oh… señor Lovell. Voy a ver si alguno de nuestros vendedores está libre. —Empezó a levantarse—. Si consigo encontrar a alguno, ¿podría indicarme qué le interesa comprar?

—Poca cosa: un poco de nitrato de potasio, azufre y carbón. Un kilo como máximo.

La mujer se desvaneció por una puerta inmensa de madera labrada que se cerró tras ella con un ruido sordo; al cabo de un minuto más o menos volvió.

—Nuestros comerciales están ocupados —le dijo—. Pero el señor Sawyer le atenderá.

Escoltó a Lovell por la puerta hasta un despacho interior, donde estaba el señor Sawyer, sentado detrás de una mesa decididamente más pequeña.

—Hijo —le dijo el señor Sawyer cuando el adolescente se sentó frente a su mesa—, no sé de dónde has sacado el nombre de la empresa, pero sabes, aquí no vendemos productos químicos por kilos, los vendemos por vagones.

—Oh, sí señor, ya me lo temía. Pero a lo mejor tienen un poquito a mano, ¿eh?

—Me temo que no. Nuestros productos químicos se envían directamente desde los almacenes. Y aunque tuviéramos algo aquí… bueno, ¿tú sabes lo que se fabrica mezclando nitrato de potasio, azufre y carbón en las proporciones adecuadas?

—¿Combustible para cohetes…?

—Pólvora.

Aquello no tenía sentido. Lovell estaba seguro de haber anotado bien los ingredientes. Cuando él, Siddens y Sinclair se lo preguntaron a su profesor de química, fueron muy explícitos en cuanto a que querían construir un cohete. Al principio querían construir un modelo con combustible líquido, como Robert Goddard, Herman Oberth y Wernher von Braun. Pero cuando empezaron a serrar tubos de hierro para fabricar la cámara de combustión, a quitarles las bujías a los aparatos de aeromodelismo y a calibrar las latas de conserva como posible depósito de combustible, comprendieron que aquello estaba fuera de su alcance. En cambio, su profesor de química les había recomendado un combustible sólido fabricado con poco más que un tubo de cartón de los de correos, un morro cónico, Unas aletas de madera y un poco de combustible en polvo en el fondo. Les había dado la receta para el combustible, pero nunca les había mencionado que en realidad aquello era pólvora. Sin embargo, el señor Sawyer aseguró a Lovell que era exactamente pólvora y acompañó al chico a la puerta de la empresa de productos químicos, con las manos vacías.

De vuelta en Milwaukee unos días más tarde, Lovell fue a ver a su profesor de ciencias.

—Pues claro que sé que es pólvora —le dijo esté—. Se conoce desde hace dos mil años, yo me figuraba que a estas alturas ya lo sabríais.

Pero si se mezcla y se compacta correctamente, arderá sin estallar.

Bajo la dirección del profesor de química, Lovell, Siddens y Sinclair construyeron su cohete, un artilugio muy ligero y de casi un metro de longitud, atacaron en el fondo lo que esperaban fueran las proporciones adecuadas de pólvora y le acoplaron una mecha. El sábado siguiente llevaron el misil a un campo vacío y lo apoyaron contra una roca, apuntando al cielo. Lovell, con una visera de protección de soldador, se autoproclamó director de lanzamiento, mientras Siddens y Sinclair esperaban a una distancia presumiblemente prudente. Lovell prendió la mecha, una caña de beber llena de pólvora, y después, como tantos otros «directores de lanzamiento» habían hecho antes que él, salió corriendo como alma que lleva el diablo.

Aún con los nervios que sentía, Lovell realizó su trabajo a la perfección. Se agazapó junto a sus amigos y contempló boquiabierto cómo el cohete que acababa de encender ardía sin llama un instante, silbaba de forma prometedora y, ante el asombro de los tres chicos, salía disparado del suelo. Con una estela de humo, zigzagueó hacia el cielo, ascendió hasta una altura de unos veinticinco metros, donde se estremeció vergonzosamente, giró de pronto en ángulo agudo y estalló con gran estrépito en un suicidio espléndido.

Los restos humeantes del misil bajaron planeando al suelo, dejando un corro de residuos de unos cuatro metros de diámetro. Los chicos salieron corriendo hasta el lugar del lanzamiento y contemplaron los restos diseminados como si la visión de los fragmentos requemados les pudiera revelar lo que había salido mal. Desde luego, al principio no descubrieron nada, pero parecía evidente que aun bajo la dirección del profesor de química, habían atacado mal la pólvora, haciendo que los productos químicos se comportaran como la pólvora auténtica. Si les quedaba algún consuelo a los artilleros frustrados, era el conocimiento de que con una mínima diferencia en la proporción de los materiales, o un apisonamiento menos cuidadoso, la detonación podía haber ocurrido no a veinticinco metros de distancia, en el aire, sino a escasos centímetros de ellos, al encenderlo, algo que generaciones de directores de lanzamiento, menos afortunados y ya difuntos, también habían aprendido antes que ellos.

Para Siddens y Sinclair, estudiantes de instituto cuyo sentido común les incitaba a hacer carrera en el campo de la construcción y la manufactura, florecientes en aquella época de la posguerra, el lanzamiento y la muerte del cohete fue una travesura, pero poco más. Para Lovell fue algo completamente distinto. Llevaba ya varios años sumido en el estudio de los cohetes, desde que había tropezado con un par de libros básicos que trataban sobre ese tema, y que trazaban la evolución de la ciencia en el mundo con énfasis especial en Estados Unidos (donde Goddard ofreció un rostro para el Monte Rushmore de la ciencia de los cohetes), Rusia (donde Konstantin Tsiolkovsky ofreció otro) y Alemania (donde Oberth y Von Braun redondearon el grupo).

Lovell decidió, antes aun de cumplir los trece años, que quería dedicar su vida a la ciencia de los cohetes, pero mientras estudiaba en el instituto comprendió que aquello no iba a ser tan fácil. Poco se podía aprender en la enseñanza secundaria de Milwaukee que después capacitara para emprender una carrera tan extravagante como la ciencia de los cohetes y el único sitio donde se podía aprender eso, la universidad, estaba completamente fuera de su alcance. El padre de Lovell había muerto hacía cinco años en un accidente de automóvil y su madre se había pasado media década trabajando duramente sólo para alimentarles y vestirles. Cualquier educación más allá de la enseñanza gratuita estaba absolutamente fuera de su alcance.

Al inicio del último curso en el instituto, Lovell empezó a considerar una última opción: el ejército. Su tío se había graduado en Annapolis en 1913 y había sido uno de los primeros aviadores navales de las unidades antisubmarinas durante la Primera Guerra Mundial, y siempre había encandilado a su sobrino con sus historias de biplanos, combates aéreos y aparatos con alas de madera y tela. Aunque una carrera de piloto de aviones de combate no era exactamente lo mismo que construir cohetes, guardaban alguna relación: volar. Más aún, si existía alguna investigación organizada sobre cohetes en Estados Unidos, pertenecía al ejército. A principios de su último curso, Lovell mandó su solicitud a la Academia Naval y pocos meses después recibió una carta informándole de que había salido elegido como tercer suplente. La selección era halagadora pero poco más: Lovell tendría una plaza en Annapolis sólo en la poco probable y absurda disyuntiva de que los tres chicos que le precedían sufrieran alguna calamidad simultáneamente.

Enfrentado a lo que parecía cada vez más su no futuro, Lovell fue súbitamente rescatado por la misma organización que le había rechazado: la Armada.

Pocas semanas antes de su graduación, un reclutador naval hizo la ronda de los institutos de Milwaukee, según un programa llamado Plan Holloway. Sediento de nuevos aviadores al acabar la Segunda Guerra Mundial, el servicio había lanzado un programa que consistía en ofrecer a los graduados de instituto dos años de estudios gratuitos de ingeniería elemental, seguidos por varias clases de formación de vuelo y seis meses de servicio activo embarcados con el modesto rango de guardiamarinas. Después entrarían en servicio como alféreces en la Armada regular, pero antes de empezar ese servicio, podrían terminar los otros dos años de universidad y licenciarse. Justo después de graduarse, iniciarían su carrera militar como aviadores navales.

A Lovell el plan le supo a gloria y se apuntó inmediatamente. Pocos meses más tarde ingresó en la Universidad de Wisconsin, a cargo del presupuesto de la Armada de Estados Unidos.

De marzo de 1946 a marzo de 1948, Lovell estudió ingeniería en Wisconsin. Durante esa época, volvió a solicitar la admisión en la Academia Naval, en esa ocasión debido a la insistencia de una agencia mucho más apremiante: su madre. La cabeza de la familia Lovell estaba encantada de que su hijo fuera a la universidad, pero el hecho de que interrumpiera su educación para el entrenamiento naval no le hacía demasiada gracia. ¿Y si se producía alguna emergencia nacional antes de que él se graduara? ¿No era posible que acabara, como tantos otros soldados y marinos de las guerras mundiales, encarado en un barco o enterrado en una trinchera mientras durara el conflicto, envejeciendo y envejeciendo, y posponiendo su educación más y más mientras la guerra o la crisis se eternizaban? Aquello le parecía demasiado arriesgado.

Lovell, para aplacarla, mandó otra solicitud a Annapolis, pero con pocas esperanzas; la admisión en la Academia le parecía tan improbable como hacía dos años. Mientras esperaba el rechazo previsto, se presentó en la Base Aérea de Pensacola, Florida, para empezar la formación de vuelo. Pero antes de que terminara la preparación en tierra, la oportunidad imposible se materializó. Mientras se dirigía a clase una mañana, le interceptó el suboficial de personal y le tendió un despacho. Le ordenaban presentarse cuanto antes en la Academia Naval para tomarle juramento como guardiamarina de Annapolis. Estrictamente hablando, las «órdenes» no eran auténticamente órdenes; Lovell podía declinar la oferta y seguir su entrenamiento de vuelo del Plan Holloway, pero tenía que tomar la decisión inmediatamente. Los instructores de vuelo de la escuela de Florida, todos ellos jóvenes marines que acababan de regresar de la guerra, no teman ninguna duda sobre cuál era la elección correcta.

—Mira, Lovell —le dijo uno de los pilotos—, ¿para qué quieres hacer esto? Ya eres guardiamarina, tienes media carrera hecha y, lo más importante, vas a empezar a volar. ¿Vas a tirarlo todo por la borda, volver a empezar de cero y pasarte cuatro años más sin montarte en la cabina de un avión?

—Pero ¿y si hay una guerra o algo? —le preguntó Lovell—. Imagínate que nos quedamos atascados y no puedo volver a la universidad durante años.

—No te vas a quedar atascado. Lo único que va a pasar es que te vas a ir a Annapolis y terminar dos años después que tus compañeros de aquí.

Su argumento tenía sentido y Lovell decidió que, aun con gran sorpresa por su parte, diría a la Academia Naval: «No, gracias». Sin embargo, antes de mandar su respuesta, le comunicaron que debía presentarse en el despacho del comandante de la escuela de preparación de tierra, el capitán Jeter. Jeter era un viejo lobo de mar de la Armada que llevaba entrenando pilotos desde el siglo XVII o así, y que siempre estaba al tanto de todo lo que sucedía en la escuela.

—¿Así que te han llamado de la Academia Naval, guardiamarina Lovell? —empezó Jeter cuando Lovell acudió a su despacho.

—Sí, señor.

—¿Y quieren una respuesta inmediata?

—Sí, señor.

—¿Y cuál es tu opinión en este momento?

—Verá, señor… —empezó Lovell, contento de poder decirle al comandante que no pensaba abandonar la escuela de vuelo, que no se le habían enturbiado las ideas con los oropeles de Annapolis—, tal y como yo lo entiendo, ahora ya soy guardiamarina, en plena formación de vuelo y ya tengo dos años aprobados en la universidad. No veo cómo me va a acercar más a mis objetivos la Academia Naval que esta escuela.

Jeter parecía coincidir con él, pero lo rumió un poco más.

—Lovell, ¿estás contento con la Armada hasta ahora? —le preguntó al fin.

—Sí, señor.

—¿Estás seguro de que quieres hacer carrera en la Armada?

—Sí, señor.

—Entonces, hijo, vete a la Academia Naval —le dijo muy serio el comandante— y lograrás la mejor educación que se te puede ofrecer.

A los pocos días Lovell había hecho el equipaje y se había marchado, honorablemente relevado de su cargo de guardiamarina del Plan Holloway, y volvió a jurar como guardiamarina en Annapolis, pasando voluntariamente de ser un aviador novato a formar parte de la plebe. Ese mismo año, Corea, desgarrada por la guerra civil, se dividió en dos: República Democrática Popular de Corea en el norte y República de Corea en el sur. La escalada de tensiones exigió que Estados Unidos reforzara su complemento de fuerzas militares activas, incluidos los aprendices de aviador que se habían inscrito en el recientemente creado Plan Holloway. Muchos de los nuevos aviadores fueron enviados directamente al servicio a ultramar, y la mayor parte luchó valerosamente en la guerra. Aunque la Armada condecoró generosamente a los pilotos, lamentablemente, la mayoría no pudo reanudar su educación durante siete años como mínimo.

Jim Lovell fue ascendiendo en Annapolis, absorbiendo toda la ciencia y la ingeniería que pudo, sin perder de vista un momento los avances de la ciencia de los cohetes. En aquella época, el inventor de los V-2, Wernher von Braun, había sido enviado de Peenemünde, Alemania, a Nuevo México, Estados Unidos y había lanzado con éxito un vehículo de dos fases, en la llamada Operación Bumper, que alcanzó la altura récord de 400 kilómetros, y cuyas fotografías mostraban claramente la curvatura de la Tierra. Para los entusiastas de los cohetes del país entero, aquello era una borrachera. Cuatrocientos kilómetros no era sólo el borde del espacio, era el espacio en sí. A partir de cierto punto (¿y quién iba a decir que no?) ya no se trataba de subir, sino de salir. Los aficionados al tema estaban embriagados por lo que prometía aquello.

El joven guardiamarina Jim Lovell sólo podía seguir esos acontecimientos de lejos. Le quedaban por delante cuatro años imposibles, durante los cuales no le daría tiempo para fantasear vagamente sobre los viajes espaciales. Se podía hacer agua en la Academia en cualquier momento de la carrera, pero el primer año era el que tenía la tasa más alta de desgaste. Si se lograba superarlo con la cordura intacta, había muchas posibilidades de llegar al final.

Felizmente para Lovell, no tuvo que pasar esos primeros doce meses, ni tampoco los treinta y seis restantes, solo. Como otros muchos guardiamarinas, cuando se fue a Annapolis, dejó una novia en su tierra. El matrimonio estaba prohibido para los estudiantes de Annapolis, pues la idea era que los aprendices de marino tenían que entregarse a fondo a vivir y respirar los modos militares y no les quedaba tiempo para frivolidades como la familia. Pero pasarse los cuatro años enteros sin ninguna distracción romántica tampoco era deseable. Si se coge a un muchacho medio de diecinueve años, se le endosa el trabajo medio de los estudiantes de la Academia Naval y se le quita la distracción de una chica a quien escribir, a cuya foto aferrarse cuando la presión se hace insoportable, se consigue a un joven de diecinueve años más inepto para desarrollar un cometido naval que un depresivo. A los jerarcas de la Academia les parecía estupendo que los chicos tuvieran una novia en su pueblo, pero no allí.

Entonces y siempre, a las novias de los guardiamarinas se las llamaba «drags», término que no significa pesadez o estorbo sino atuendo elegante. Las novias sólo iban a Annapolis durante los acontecimientos que organizaba la Academia, como meriendas, bailes y esa clase de celebraciones, y se alojaban todas juntas, en manadas deliciosas, cotilleando, en pensiones como la Ma Chestnut, justo a las afueras del campus.

Los guardiamarinas se pavoneaban y salían con sus novias, pero sólo se les permitía estar a solas con ellas fuera de los terrenos de la Academia al caer la tarde, cuando las acompañaban a la pensión. Sólo se les concedían cuarenta y cinco minutos para ese cometido, el tiempo suficiente para el paseo, una despedida romántica y absolutamente, nada más. Los guardiamarinas aprovechaban al máximo sus tres cuartos de hora, rezagándose en Ma Chestnut o las demás pensiones todo el tiempo que les permitían la prudencia, las reglas y la amenaza de sanciones, y después regresaban a toda prisa a la Academia, en grupos jadeantes, o «Escuadrones de vuelo», como los había bautizado indulgentemente el profesorado, justo cuando el minuto 44 daba paso al 45.

La novia de Lovell durante sus años de Academia era Marilyn Gerlach, estudiante de Magisterio en la Universidad de Wisconsin, a quien había conocido hacía tres años, cuando él cursaba el último año de instituto y ella iniciaba la secundaria. Los dos habían llegado a conocerse de vista en la cola de la cafetería del instituto, donde Lovell servía detrás del mostrador a cambio del almuerzo, y a donde acudía Marilyn todos los días, charlando y riéndose con sus compañeras de clase. Lovell tuvo escaso interés en aquella adolescente risueña de trece años, al fin y al cabo, era una recién llegada, hasta que, cuando iba a celebrarse el baile de gala, él se encontró sin pareja. Al día siguiente, inclinándose por encima de la menestra de verduras y la empanada de carne, y levantando la voz por encima del griterío de los estudiantes que reclamaban la comida, Lovell preguntó a la jovencita si le gustaría acompañarle a la fiesta de último curso.

—Es que no sé bailar —le respondió ella a gritos, confesándole la verdad, pero esperando que sonara tímida y difícil.

—No te preocupes —le dijo él—. Ya te enseñaré —aunque no tenía ni idea de cómo.

La velada funcionó, la amistad floreció y siguieron saliendo cuando Lovell se fue, primero a la cercana Universidad de Wisconsin y después más lejos, a Annapolis. Un año después de su llegada a la Academia Naval, Lovell escribió una carta a Marilyn, explicándole que muchos de los guardiamarinas estaban comprometidos para casarse cuando se graduaran, pero que, curiosamente, todos tenían novia en los estados del este.

Le insinuaba abiertamente que al parecer la proximidad geográfica favorecía las relaciones. No se lo decía por ninguna razón en particular, claro, sólo porque le pareció que podría interesarle.

Efectivamente, a Marilyn Gerlach le interesó mucho, y dos meses después hizo el equipaje, se mudó a Washington DC., pidió que trasladaran su expediente a la Universidad George Washington y encontró un trabajo de media jornada en los almacenes Garfinckel. Tres años más tarde, acudió a Dahlgren Hall, en el campus de Annapolis, cuando el guardiamarina Jim Lovell y el resto de sus compañeros de la promoción de 1952, entre gritos, abrazos y lanzamiento de gorras, se graduaron en la Academia Naval de Estados Unidos. Tres horas y media después, el flamante oficial y su novia entraban en la catedral episcopal de St. Anne, en el centro histórico de Annapolis, y se convertían en alférez James A. Lovell Jr. y señora.

De los 783 alumnos de su promoción, sólo 50 fueron elegidos inmediatamente para la aviación naval. A la espera de que llegara ese momento decisivo, Lovell había proclamado a bombo y platillo su afición a la aeronáutica durante los últimos cuatro años; incluso su tesis de final de carrera versó sobre el desconocido tema de los cohetes propulsados por combustibles líquidos, tesis que Marilyn, muy servicial, le mecanografió, sin dejar de pensar que su futuro marido habría hecho mejor y hubiera obtenido mejores calificaciones eligiendo un tema más convencional, como la historia militar. Sin embargo, su tesis le valió las calificaciones más altas y el perfil que buscaba, y cuando fueron seleccionados los cincuenta afortunados para la escuela de vuelo, contaron con él.

El entrenamiento aéreo duró catorce meses y cuando terminó, la Armada preguntó a los graduados a donde querían ser destinados.

Deseando instalarse en la Costa Este, Lovell se presentó voluntario a la Base Aeronaval de Quonset Point, cerca de Newport, en Rhode Island.

Todavía no estaba familiarizado con los métodos del ejército, y pensó que su elección tendría efectivamente alguna influencia en su punto de destino. Pero la Armada funcionaba de otra manera y, tras tramitar su solicitud y conocer sus preferencias, le despachó rápidamente a la base aeronaval de Moffett Field, cerca de San Francisco.

Cuando el alférez novel llegó a la costa del Pacífico con su esposa y sus galones, le destinaron al Tercer Escuadrón Compuesto, un grupo de portaaviones especializado en vuelo nocturno. Despegar en un reactor desde el puente en movimiento de un portaaviones y luego iniciar el aterrizaje desde una altitud de 650 metros, con el barco del tamaño de una ficha de dominó era una de las tareas más difíciles de la aviación naval. Intentar la misma maniobra por la noche, muchas veces en condiciones meteorológicas adversas, con las luces de posición del barco atenuadas para simular situaciones de guerra, era una pesadilla. En los años 50, el vuelo nocturno desde portaaviones estaba en pañales y sólo los pilotos más desgraciados eran elegidos para esas tareas y tenían que sufrir los lanzamientos con catapulta en la oscuridad mientras sus compañeros se reunían bajo cubierta a ver una película.

Jim Lovell aprendió a volar de noche en las aguas amigas de la costa de California, pero no realizó su primer vuelo nocturno en un cielo extranjero sobre un mar extranjero hasta seis meses más tarde, una helada noche de febrero, en el mar de Japón, todavía ocupado. El piloto estaba bastante anquilosado y las condiciones de vuelo eran poco propicias. No había Luna, las nubes ocultaban las estrellas y sin ellas, el horizonte también se desvanecía.

Por suerte, esa noche la maniobra que les había preparado el capitán era relativamente poco complicada. El plan de vuelo era que cuatro F2H Banshee despegaran del portaaviones USS Shangri-La en una patrulla nocturna de combate. Las maniobras nocturnas solían empezar con una formación aérea a 500 metros después del despegue y luego los aviones sobrevolaban la flota durante unos noventa minutos, a 10 000 metros. A continuación, los pilotos descendían y se preparaban para aterrizar. Aunque el portaaviones no encendía las luces para guiar el regreso de los aviones, el barco emitía una señal de radio para los Banshee, en 518 kilociclos. La señal atraía la aguja de sus radiogoniómetros como una vara de zahorí, y lo único que tenían que hacer los pilotos era seguir la dirección indicada hasta descubrir el barco a sus pies.

Era un ejercicio de pilotaje muy simple y en cualquier circunstancia los aviadores estaban de nuevo en cubierta antes de que pasara el segundo rollo de la película. Sin embargo, esa noche las cosas se complicaron casi desde el principio.

Lovell fue el primero de los cuatro pilotos en despegar, seguido por sus compañeros Bill Knutson y Daren Hillery. Como era habitual en esas maniobras, el jefe del equipo, Dan Klinger, sería el último en abandonar el puente. Pero en cuanto Klinger encendió los motores, las nubes, que ya eran amenazadoras, cumplieron su amenaza: se cerraron y descendieron, envolviéndoles en una opacidad casi total. Klinger recibió la orden de apagar los motores y permanecer a bordo, y Lovell, Knutson y Hillery, que ya estaban en el aire, fueron convocados por radio.

—November Papa —anunció el barco, usando el nombre de guerra de la tripulación—, el tiempo está fatal y hemos cancelado las maniobras. Reuníos y sobrevolad el barco durante treinta minutos a quinientos metros. Cuando hayáis consumido un poco de combustible os traeremos para acá.

Lovell sonrió levemente en la cabina, un poco a pesar suyo. Habría sido una especie de rito iniciático y un alivio superar con éxito esa primera operación nocturna. Pero, como frente a todo lo que se teme, también producía cierto alivio evitar, al menos por una noche, aquella horrible tarea. Lovell sabía que muy pronto le ordenarían repetir el ejercicio, pero de momento podía olvidarse y sobrevolar el barco.

Como dictaban las normas, Lovell se alejó del barco durante dos o tres minutos, después viró 180 grados y desanduvo el camino, para que sus compañeros se colocaran a su lado. Pero cuando llegó al punto donde debían encontrarse el barco y los aviones, no los vio.

Consultó el altímetro: 500 metros. Consultó el radiogoniómetro: el portaaviones estaba justo a su proa, y no obstante, Lovell no veía más que la absoluta oscuridad a su alrededor.

—November Papa Uno, aquí el Dos —le llamó de repente Knutson—. No te vemos… ¿Dónde estás?

—Todavía no he llegado a la base de casa —respondió Lovell.

—Bueno, Tres está aquí a mi lado —le dijo Knutson—. Estamos dando vueltas sobre la base de casa, justo a quinientos metros. Te esperamos.

Lovell estaba confuso. Consultó de nuevo el altímetro y el radiogoniómetro y todo parecía estar en orden. Comprobó la aguja del radiogoniómetro: estaba bien sintonizado, a 518 kilociclos. Dio unos golpecitos sobre el cristal del marcador, y la aguja permaneció en el mismo sitio. Lo que Lovell ignoraba, y no podía saber, era que había una estación de seguimiento en la costa japonesa, que también emitía a 518 kilociclos. Sus compañeros habían tenido la suerte de captar la señal del barco antes que la de la costa, pero por una casualidad de la electrónica, su radiogoniómetro captaba la señal emitida desde la costa, que le alejaba inexorablemente del barco y le adentraba en una noche cada vez más desapacible.

—Base de casa —llamó Lovell al portaaviones, esperando que por lo menos el radar del barco le tuviera localizado—, ¿me tenéis?

—Negativo —respondió el Shangri-La.

Lovell llevaba un mono de vuelo cauchutado, diseñado para proteger a los pilotos si tenían que amenizar en las heladas aguas del mar del Japón. De repente ya no se sintió tan tranquilo; empezó a sudar dentro de su traje impermeable y notó cómo le corrían las gotas por el pecho y le bajaban por los costados y las piernas.

—Base de casa —insistió—, al parecer he perdido a mis aviones de flanco. Voy a dar media vuelta a ver si los encuentro.

—Recibido, November Papa Uno. Tómatelo con calma y búscalos.

Lovell viró 180 grados y la aguja del radiogoniómetro respondió, señalando la cola del avión e indicando que el portaaviones y los dos pilotos invisibles estaban a popa. Lovell soltó un taco: el radiogoniómetro nunca fallaba. Pero tal vez, pensó, sólo tal vez, hubieran cambiado la frecuencia del barco y él no se hubiera enterado. En la pernera izquierda llevaba una lista con las últimas frecuencias de comunicaciones que habían entregado a los pilotos justo antes de sentarse ante los mandos. Todos los pilotos llevaban ese bloc cuando despegaban, pero el de Lovell era ligeramente distinto del de los demás. Al joven piloto siempre le había parecido bastante difícil leer los numeritos de las hojas de los planes de vuelo en la oscuridad, debajo del panel de instrumentos, y, durante los ratos libres que tuvo en el largo viaje a Extremo Oriente, había pedido algunas piezas en el despacho de suministros y se había fabricado una curiosa linternita, que sujetó a su bloc. Enchufando la clavija en la toma de corriente del avión y accionando un interruptor, el bloc se iluminaba.

Lovell estaba orgulloso de su invento y aquélla era su primera ocasión para probarlo. Cogió el enchufe, lo introdujo en la toma de corriente y accionó el interruptor. Pero se produjo al instante un potente destello luminoso, un signo inconfundible de cortocircuito, y todas las lámparas del panel de instrumentos y de la cabina se apagaron.

El corazón empezó a retumbarle en el pecho. Se le secó la boca. Miró a su alrededor y no vio absolutamente nada; la oscuridad exterior había invadido el aparato. Se quitó la máscara de oxígeno, inspiró una o dos bocanadas de aire de la cabina y después se colocó en la boca una linternita para iluminar los instrumentos. El haz de luz, del diámetro de un dólar de plata, bailó por encima del panel, iluminando apenas los diales de uno en uno. Lovell consultó las indicaciones lo mejor que pudo y después se recostó en el asiento, a pensar qué tenía que hacer.

Un piloto que se hallara en la situación de Lovell tenía un par de opciones, a cual menos atractiva. Podía hacer una llamada de socorro y pedir que encendieran las luces del barco. El capitán probablemente accedería, pero era incalculablemente embarazoso. ¿Y si fueran unas maniobras reales en una guerra real? Perdonen, buques enemigos, ¿podrían ustedes ponerse de espaldas un momentito mientras encendemos las luces? Parece que uno de nuestros aviones ha perdido al portaaviones. Uf… No, no puedo hacer eso. La otra alternativa era no hacer la llamada de emergencia, pero eso suponía tomar la dirección opuesta e intentar encontrar un aeródromo en Japón. Por lo menos volaría sobre tierra firme en lugar de sobrevolar ese mar negro y helado. Pero con un radiogoniómetro no muy fiable y la cabina a oscuras, probablemente nunca localizaría una pista de aterrizaje y habría de abandonar el aparato y lanzarse en paracaídas.

Lovell se quitó la linterna de la boca, la apagó y escrutó el horizonte. De pronto, justo por debajo de él, a las dos en punto, creyó distinguir un levísimo brillo verdoso que formaba una estela en las negras aguas. El resplandor era apenas visible y de hecho Lovell nunca lo hubiera percibido de no ser porque estaba a oscuras y los ojos se le habían acostumbrado a la oscuridad. Pero al distinguirlo le dio un vuelco el corazón. Estaba seguro de reconocer ese extraño brillo: una nube de algas fosforescentes, removidas por las hélices de un barco en movimiento. Los pilotos sabían que la rotación de las hélices hacía brillar los organismos marinos y que eso podía ayudarles a localizar un barco. Era uno de los métodos menos fiables y más desesperados de guiar un avión perdido, pero cuando todo lo demás había fallado, a veces podía funcionar. Lovell se dijo que todo lo demás había fallado y, encogiéndose de hombros con fatalismo, cambió de rumbo para seguir la estela verde.

Cuando alcanzó el punto y descendió a 500 metros, descubrió encantado que sus dos aviones de flanco estaban allí, esperándole. Fue una delicia ver los aviones dando vueltas, aunque sabía que no le convenía confesarlo.

—Creíamos que te habíamos perdido definitivamente —le dijo Hillery por radio—. Menos mal que te has decidido a volver con nosotros.

—He tenido un par de problemas con los instrumentos —respondió Lovell, invisible desde su cabina apagada—. Nada grave.

Aunque se hubiera reunido con los aparatos de su formación, los problemas de Lovell no estaban resueltos: todavía tenía que aterrizar en la cubierta del portaaviones, sin luces. Para tomar tierra a salvo, era esencial consultar constantemente el altímetro y el anemómetro, pero la linternita de Lovell no podía iluminarlos los dos a la vez.

Puesto que era el último que había llegado a la base de casa, Lovell volaba en último lugar de la formación de tres, y sería el último en descender. El trío sobrevoló el costado de estribor del portaaviones y Lovell observó cómo viraban, primero uno de sus compañeros y luego el otro, para situarse a favor del viento. Oyó la llamada de control a los otros dos aparatos cuando estaban atravesados al barco, preparados para la última aproximación. Cayeron a 50 metros, viraron por detrás del portaaviones y bajaron bruscamente hasta posarse en cubierta sin incidencias.

Lovell, en su maniobra por sotavento y de nuevo en la oscuridad, envidió su aterrizaje y la luz de sus cabinas; con la linterna entre los dientes, oyó la orden de control de iniciar la aproximación. Con un ojo en la popa del portaaviones y otro en los instrumentos, Lovell creyó que se las arreglaría, aunque no era nada fácil. De pronto, cuando se estaba acercando a toda velocidad al barco, manteniéndose a una altitud de 83 metros según su última comprobación en el altímetro, advirtió una extraña luz roja a la izquierda de la cúpula, flotando justo por debajo del ala izquierda.

No tenía ni idea de lo que podría ser. Desde luego, no podía haber ningún avión volando entre su aparato y el mar; ni tampoco podía haber una barca pequeña o una boya flotando en la estela del portaaviones. Con un sobresalto, Lovell comprendió de repente qué era lo que estaba viendo. La luz era el reflejo de las luces de posición de su ala izquierda, que parpadeaba sobre las olas, que, como acababa de descubrir no estaban a 83 metros de él, sino apenas a cinco o seis. El altímetro le confirmó la terrible revelación. Lovell estaba volando casi a ras de agua, mojando el tren de aterrizaje, e iba derecho a un chapuzón impresionante o a un choque explosivo contra la popa plana del gigantesco portaaviones.

—¡Elévate, November Papa Uno! ¡Elévate! —le gritó control por los auriculares—. ¡Estás volando demasiado bajo!

Lovell tiró de la palanca de mando hacia él, dio gas a fondo y el Banshee ascendió con un rugido a 150 metros. Lovell dio un par de vueltas por encima del barco y volvió a descender a la altitud de aproximación para el segundo intento; esa vez, sin embargo se acercaba a 150 metros de altitud.

—¡November Papa Uno, estás demasiado alto! ¡Demasiado alto! —le gritó el oficial de señales de aterrizaje—. ¡No puedes aproximarte a esa altitud!

Pero Lovell sabía que no podía mejorar aquella aproximación, así que, con el haz de luz de la linterna bailando por encima de sus instrumentos y el recuerdo de la inmensa popa del portaaviones frente a él como un muro negro, pensó que prefería lanzarse sobre el barco casi en barrena antes que estrellarse contra su cola por aproximarse por debajo. Mientras la cubierta se le echaba encima, Lovell se tiró como una piedra desde los 150 metros a los 50. Desde ahí, se tiró casi en picado hasta que, con un golpe que casi lo desnuca, pegó un fuerte topetazo contra cubierta, reventó dos neumáticos y salió patinando hacia delante. Finalmente, el gancho de cola cogió el último de los cables detenedores de cubierta y el avión se detuvo bruscamente.

Lovell apagó los motores y ocultó la cabeza entre las manos. El transportador de aviones se acercó corriendo a su aparato y el piloto, ceniciento, se desabrochó lentamente el cinturón, salió de la cabina y bajó a cubierta con las piernas temblorosas.

—Vaya, me alegro de que hayas decidido volver a bordo —le dijo el transportador.

—Sí —respondió él con voz ronca—, yo también me alegro.

Lovell se encaminó bajo cubierta, preparándose para dar el informe de vuelo a su jefe de equipo, pero le detuvo el médico de a bordo, con una botella de coñac.

—No tienes buen aspecto —le dijo el doctor—. Llevo una medicina conmigo.

Lovell cogió la petaca que le tendió el doctor y la vació de un trago.

Cuando el alférez de navío Lovell se reunió con el capitán de corbeta Klinger, le describió lo mejor posible sus problemas con el radiogoniómetro, los errores de altitud durante su aproximación y, de mala gana, el pequeño invento que le había dejado a oscuras. El comandante le escuchó con aparente simpatía, asintió con aparente comprensión y cuando Lovell terminó, sacó las hojas de vuelo para la noche siguiente. Con una sonrisa escribió de forma bien visible el nombre de Lovell en cabeza de la lista.

—Lo primero que hay que hacer cuando te tira el caballo —le dijo el piloto— es volverse a montar Como le ordenaron, Lovell volvió a volar a la noche siguiente. Esa vez su radiogoniómetro encontró el barco sin problema, hizo la aproximación sin fallos y aterrizó sin incidentes. Aunque en esa ocasión la maravillosa lamparita de la carpeta de Lovell no le acompañó.

Finalmente, Jim Lovell se acomodó a los riesgos de la vida de los pilotos de portaaviones; tras sumar 107 aterrizajes nocturnos, se convirtió en instructor de una nueva remesa de aviones, incluidos los FJ4 Fury, los F8U Crusader y los F3H Demon. Sin embargo, en 1957, la tarea de patrullar el Pacífico en tiempos de paz y entrenar a pilotos para guerras que no parecían muy probables empezó a perder parte de su atractivo. A finales de ese año, cuando surgió la oportunidad de solicitar el traslado, el piloto, que rondaba la treintena y era padre de una niña de tres años y de un niño de dos, envió una solicitud para acceder a uno de los destinos más arriesgados de la Armada: el Centro de Pruebas de Aeroplanos de la Armada de Patuxent River, en Maryland.

Lovell estaba entusiasmado ante la perspectiva de lograr un cambio de destino. Aunque hacía falta una notable habilidad para pilotar reactores militares cuya aptitud ya estaba probada, todavía se necesitaba mucha más para realizar la certificación en sí. Para Lovell, volar en aviones nuevos y experimentales en el cielo del sur de Maryland significaba rozar el cénit de la aeronáutica, y cuando aprobaron su solicitud de traslado, organizó rápidamente la mudanza de toda la familia y se preparó para marcharse al oeste. Pero antes aun de dejar California, el cénit de su carrera pareció ensombrecerse levemente.

El 4 de octubre de 1957, la Unión Soviética asombró a Washington y al resto del mundo occidental con la noticia de que había puesto en órbita con éxito una bola robotizada llamada Sputnik, de 60 centímetros de diámetro, a una altura de 900 kilómetros. La pequeña esfera pesaba sólo 84 kilos, que era lo máximo que la vieja catapulta de lanzamiento R-7 de Moscú podía levantar. Un mes más tarde, los ingenieros soviéticos se superaron con un cohete mucho más potente y un Sputnik mucho mayor, que pesaba 500 kilos.

Los estadounidenses ruborizados, tenían que hacer algo pronto. Un mes después, los ingenieros americanos montaron un pequeño cohete Vanguard alargado en una torre de lanzamiento, coronado con un satélite de 15 centímetros, prendieron la mecha y se desearon suerte. El Vanguard humeó prometedor en la torre durante unos segundos, se elevó unos centímetros y después estalló y se hizo añicos. El satélite esférico se cayó al suelo, salió rodando y se detuvo al borde del suelo de hormigón de la pista, desde donde radió sus tontas señales a los humillados directores de lanzamiento del Centro de Operaciones. El mundo se desternilló de risa ante la debacle occidental y los periódicos americanos cargaron las tintas, bromeando y riéndose durante días de la ingenuidad yanqui y de su notable satélite «Quietnik».

Lovell siguió el acontecimiento y los chistes no le hicieron ninguna gracia. ¿No tenía Estados Unidos a todos aquellos alemanes insignes trabajando en White Sands? ¿No había sido Estados Unidos quien había lanzado la Operación Bumper hacía más de una década? Entonces, ¿por qué los ridiculizaban tanto? El problema era preocupante, pero no tanto como para que un aviador naval como Lovell siguiera mucho tiempo atormentándose. Iba a empezar a probar aeroplanos, algo que, por lo menos, América parecía capaz de construir razonablemente bien. No tenía por qué estrujarse el cerebro con las tonterías de los cohetes, y además, los únicos que le habían interesado, por lo visto, acababan todos explotando.