Poco después de las tres de la madrugada del sábado anterior a Navidad, despertaron a Frank Borman, Jim Lovell y Bill Anders en la residencia de astronautas del Centro Espacial Kennedy. Faltaban horas para el amanecer, pero la luz de los fluorescentes de aquella institución se colaba por debajo de la puerta e iluminaba las habitaciones con la suficiente claridad para recordar a los astronautas dónde estaban. Tal y como eran los barracones de la administración, el sitio no estaba nada mal. La NASA no escatimaba nada a los hombres que pensaba mandar al espacio y había decorado los dormitorios con alfombras nuevas, sorprendentes muebles de estilo y reproducciones de pinturas en marcos caros. Las instalaciones también contaban con una sala de juntas, una sauna y una cocina completa con su chef particular. Todo aquel lujo era más una precaución inteligente que un exceso de la Agencia. Los planificadores de vuelo de la NASA sabían que aislar a la tripulación unos días antes del lanzamiento era la única manera de mantenerlos concentrados en la misión y de protegerlos contra cualquier microbio errante que pudiera ocasionarles un catarro o una gripe que diera al traste con el lanzamiento; pero también sabían que, en general, los hombres en cuarentena no estaban muy contentos, y que los hombres descontentos no se comportaban como buenos pilotos. Por lo tanto, para mantener la moral de los astronautas lo más alta posible, la Agencia decidió que su residencia fuera lo más lujosa posible. Y en aquellos tiempos eso era más importante que nunca.
Lovell oyó cómo llamaban a su puerta, abrió un ojo y vio la cara de Deke Slayton que atisbaba desde el pasillo; saludó al jefe de astronautas con un gruñido, medio ademán y deseando en secreto que se fuera. Lovell estaba más familiarizado que sus dos compañeros de expedición con ese ritual del despegue. Consistiría en una larga ducha caliente, la última en ocho días; el último chequeo médico; el desayuno tradicional de filete y huevos con Slayton y la tripulación de reserva; la ceremonia de los gladiadores, al embutirse en el grueso traje espacial presurizado, con su escafandra que parecía una pecera; el patoso paseo hacia la furgoneta climatizada, sonriendo y saludando; el trayecto en silencio hasta la plataforma de lanzamiento; la subida en el ascensor a la torre; la torpe entrada en la cabina; y finalmente, el portazo de la escotilla que cerraba la nave. Lovell ya había pasado por todo aquello dos veces y la NASA otras diecisiete, así que no había ninguna razón en particular para pensar que ese día sería diferente. Pero la cuestión era que ese día era completamente distinto. Por primera vez, tras los ceremoniales de la ducha, la vestimenta, el desayuno y el despegue, el objetivo de los astronautas no era realizar una órbita cercana a la Tierra: aquel día la NASA planeaba lanzar el Apolo 8, y su destino era la Luna.
Habían pasado casi dos años desde que Gus Grissom, Ed White y Roger Chaffee habían muerto encerrados en una nave, y los recuerdos de aquel aciago día todavía estaban bastante vivos. Borman, Lovell y Anders no eran los primeros astronautas americanos que salían al espacio en los veintitrés meses que habían transcurrido desde entonces; los primeros habían sido Wally Schirra, Donn Eisele y Walt Cunningham, hacía sólo ocho semanas, y aquel día el recuerdo de los astronautas muertos lo invadía todo. Aunque Schirra, Eisele y Cunningham eran los primeros hombres que pilotaban una nave Apolo de la historia, su misión se llamó oficialmente Apolo 7. Anteriormente se habían lanzado cinco Apolo no tripulados, con la numeración 2 a 6. Antes del incendio, Grissom, White y Chaffee habían pedido informalmente el Apolo 1 honorífico para su misión, pero los funcionarios de la NASA todavía no lo habían autorizado. En realidad, había habido dos vuelos no tripulados antes de la misión de los astronautas malogrados, y lo más que podían haber esperado ellos técnicamente era el Apolo 3. Sin embargo, después del accidente, la NASA cambió de opinión y decidió conceder a título póstumo su deseo a los astronautas, retirando definitivamente la denominación Apolo 1.
Otro hecho que contribuía al nubarrón que pendía sobre el ritual previo al lanzamiento de hacía ocho semanas era que Wally Schirra seguía sin confiar plenamente en la nave que iba a pilotar, y no le importaba en absoluto proclamarlo a los cuatro vientos. Durante los días, en realidad desde las primeras horas posteriores al incendio del Apolo 1, la NASA hizo lo que hacen la mayoría de las instituciones públicas cuando son superadas por los acontecimientos: nombró una comisión para que averiguara qué había pasado y qué se podía hacer para solucionarlo. El grupo de siete hombres estaba formado por seis altos funcionarios de la NASA y de la industria aeroespacial, y un astronauta: Frank Borman.
Borman y sus colegas, sabiendo que no podrían analizar todos los sistemas y los componentes de la nave solos, crearon a su vez veintiún subgrupos, cada uno de los cuales examinaría una parte distinta de la nave hasta que descubrieran y demostraran el origen del fuego.
De los veintiún subgrupos, el que se encargó de una de las tareas más directas fue el grupo vigésimo, que investigó los procedimientos de emergencia contra el fuego en vuelo. Entre los miembros de ese grupo estaban los astronautas novatos Ron Evans y Jack Swigert y el veterano Jim Lovell, con dos órbitas en su haber. Mientras Borman y los mandamases de la NASA que dirigían la investigación se hacían famosos entre los medios de comunicación, Lovell, Swigert, Evans y los demás hombres de los otros equipos trabajaban en una oscuridad casi total.
Aquello escoció un poco a algunos de los hombres del cuerpo de astronautas. ¿Quién demonios era Borman para ser elegido entre docenas de ellos para ayudar a sacar a la Agencia de una de sus horas más negras? Sin embargo, a Lovell eso no le importaba. Dirigir una investigación sobre una misión que había costado tres vidas podía ser un trabajo aciago, una experiencia que no se repetiría con gusto. Aunque aquélla no era la primera vez que el cuerpo de astronautas de la NASA era sacudido por una tragedia: la primera vez había sido hacía dos años, y Lovell había tenido que encargarse de resolver el entuerto.
Fue en octubre de 1964, y Lovell, que llevaba menos de dos años en la NASA, regresaba de una cacería de gansos con Pete Conrad, un compañero de la promoción de 1962. Al pasar junto a la base aérea de Ellington, cerca del Centro Espacial de Operaciones Tripuladas de Houston, Lovell y Conrad advirtieron que una multitud estaba congregada alrededor de lo que parecían los restos retorcidos de un reactor T-38, en un campo situado justo al lado de la pista. Detuvieron el coche, se acercaron corriendo al grupo y preguntaron al primer curioso que pillaron.
—Un piloto, en un vuelo de rutina —respondió el testigo—, estaba trazando un gran círculo y volvía hacia la pista. De repente, a unos quinientos metros, el avión cayó en picado. El tipo intentó lanzarse, pero era demasiado tarde… salió casi horizontal y se estrelló en tierra antes de que se le acabara de abrir el paracaídas.
—¿Sabe quién era? —le preguntó Lovell.
—Sí —le contestó el hombre—, Ted Freeman.
Lovell y Conrad se miraron, apesadumbrados. Ted Freeman era un astronauta novel que había ingresado en el programa un año después que ellos. No conocían al joven piloto demasiado bien, pero sí su reputación, y se le consideraba un notable competidor para el número limitado de puestos que quedaban por cubrir en las misiones Gemini. Hasta el momento, ningún astronauta americano se había perdido en el espacio, y el pobre Freeman había entrado en barrena antes de tener la oportunidad de subir a una nave espacial.
Lovell se abrió camino entre la multitud, con Conrad pegado a sus talones. Durante sus años de instructor de vuelo en la Armada, Lovell, que había estudiado seguridad aeronáutica en la Universidad del Sur de California, había sido nombrado oficial de segundad de escuadrilla. La primera regla empírica que había aprendido durante su primer día de formación fue que no había método mejor para averiguar la causa de un accidente aéreo que la inspección ocular de los restos. Para un observador sin experiencia, un avión destrozado no es más que un avión destrozado, pero para alguien que sepa lo que tiene que buscar, las condiciones de los restos pueden decir mucho sobre lo que lo hizo caer.
Lo que vio Lovell cuando llegó al T-38 de Freeman sólo sirvió para ahondar el misterio que envolvía el accidente. Con excepción de su morro aplastado, el aparato no estaba gravemente dañado. La cúpula, o puesto de pilotaje delantero, que era esencialmente un armazón metálico coronado por una claraboya de plexiglás, estaba abierta, como correspondía, al haberse lanzado Freeman. El resto de la cúpula apareció en la hierba a unos cientos de metros del avión, pero parecía haber soportado bastante bien el encontronazo, aunque, curiosamente, había perdido casi todo el plexiglás. Lovell advirtió que el asiento trasero de la cabina del T-38, desocupado durante el vuelo, tenía una mancha de sangre, y que la cúpula trasera seguía fija en su sitio, pero también había perdido gran parte del plexiglás.
Cuando los funcionarios de la NASA llegaron y empezaron a recoger declaraciones, Lovell y Conrad señalaron lo que habían descubierto.
Más tarde, ese mismo día, Deke Slayton se puso en contacto con Lovell, le agradeció su colaboración y le dijo que, dada la oportunidad de su llegada al lugar del siniestro y su experiencia en seguridad aeronaval, le encomendarían la investigación que habría de realizarse.
Lovell emprendió su encargo con entusiasmo, pero no había por dónde empezar. El detallado examen del avión reveló que la causa del accidente había sido una avería mecánica; en algún momento, antes de que Freeman saltara en paracaídas, los dos turborreactores de ambos lados del fuselaje se habían parado, dejándole tirado, en vuelo libre. Pero ¿qué era lo que había parado los motores? El reactor en sí no ofrecía más información, y Lovell deseaba encontrar el elemento del avión que seguía eludiendo el examen: el plexiglás que faltaba de los dos puestos de pilotaje. No obstante, como las cúpulas transparentes podían haber aterrizado en cualquier parte, en un radio de varios kilómetros alrededor del aeródromo, sabía que tenía pocas posibilidades de encontrarlas.
Todavía cabía otra solución. Lovell sabía que, cuando se estropean los motores de un T-38, los generadores que alimentan el panel de instrumentos también dejan de funcionar. Aquello significaba que en el preciso instante en que el generador dejaba de producir energía, todos los instrumentos de navegación se quedaban inertes, incluido el trazador de rumbos TACAN, el instrumento que controla continuamente la dirección y la distancia del avión según la torre de control del aeródromo. Con la lectura de ese instrumento, Lovell podía, en teoría, localizar el punto aproximado en que los motores se habían parado. Y allí tenía que haber caído el plexiglás.
Lovell registró los datos de los instrumentos, consiguió un mapa de la zona, y el TACAN le condujo a un campo, a unos siete kilómetros de la base aérea. Conrad se ofreció a pilotar un helicóptero hasta allí y emprender la búsqueda. El astronauta aterrizó en la alta hierba de la pradera tejana y empezó a caminar; casi inmediatamente, distinguió un brillo en la distancia. Al acercarse vio que el objeto era efectivamente el plexiglás del avión de Freeman, hecho añicos y casi irreconocible. Y a escasos metros, entre la hierba estaban los restos de un ganso de las nieves canadiense, completamente destrozado.
La conclusión era evidente: navegando a 740 kilómetros por hora, Freeman había chocado con el ganso, mucho más lento, que se había estrellado contra la pantalla de plexiglás. El ganso había salido despedido por la parte trasera del aparato, manchando de sangre el asiento trasero, y el plexiglás de las dos cúpulas se había diseminado en todas direcciones, obstruyendo la entrada de aire de los motores, que se habían incendiado. Freeman habría intentado tomar tierra planeando en la pista de aterrizaje más cercana, pero, sin motores, perdió rápidamente velocidad y empezó a caer. Al lanzarse desde la cabina, pudo alejarse del T-38, pero no lo suficiente para que se le abriera el paracaídas y salvarse.
Lovell escribió su informe, lo entregó a la NASA y al ejército, y funcionarios y oficiales lo aceptaron sin objeciones. Al día siguiente se cerró oficialmente la investigación sobre la muerte de Ted Freeman y la NASA lloró la absurda pérdida, del primero de sus astronautas.
La investigación sobre el accidente de Freeman fue un desafío para Lovell, y la resolución del enigma de la muerte del astronauta le dio una clara, aunque sombría, satisfacción. Ese tipo de investigaciones, sin embargo, era una tarea bastante fúnebre y cuando eligieron a Borman para que investigara la muerte de Grissom, White y Chaffee, Lovell no tuvo ganas de protestar. Luego resultó que la investigación fue mucho más macabra de lo que nadie se imaginaba. Mientras la comisión se reunía en su sala de conferencias y los miembros de los veintiún subgrupos campaban por los rincones y los despachos de Houston y del Cabo, el Congreso dirigía sus agraviadas pesquisas sobre el desastre, peinando la estructura de la NASA para determinar quién era el responsable de evitar accidentes como aquél y cómo era posible que se produjera una chapuza semejante.
Todos los grupos comprendieron enseguida que habría que mejorar de cabo a rabo el módulo de mando y que todas las quejas de los astronautas y los ingenieros de la NASA de años anteriores tenían su valor. George Low, uno de los administradores adjuntos de la NASA, nombró a un equipo especial para especificar los cambios del módulo de mando, para que controlara y dirigiera el nuevo diseño y abriera un foro entre los astronautas para que formularan los cambios que consideraban esenciales. También la empresa constructora, motivada en parte por la culpabilidad, por su terror a otro desastre, y también, y de hecho, quizá principalmente, por el celo profesional de suministrar el vehículo espacial decente que habían prometido fabricar, abrió sus puertas a los pilotos del Apolo, dándoles acceso a cualquier aspecto de todas las operaciones que desearan investigar.
Wally Schirra, Donn Eisele y Walt Cunningham, los tres hombres que tenían mayor interés en la seguridad del siguiente Apolo que saliera al espacio, aprovecharon plenamente ese ofrecimiento, recorriendo las plantas de la factoría de Downey, California, como un cedazo, para comprobar los diversos componentes de la nave en construcción.
—Si tenéis el menor problema o la menor duda, muchachos, decídmelo, que lo ventilaremos —les dijo Schirra a Cunningham y a Eisele, con cierta grandilocuencia, cuando los mandó a recorrer la factoría de North American Aviation, donde se fabricaba y montaba el módulo de mando.
A Borman, como emisario de la NASA, aunque menos vistoso, en North American, empezó a molestarle la intromisión de Schirra y los suyos; y al final telefoneó a la jefatura de la Agencia, exigiendo que pararan los pies a sus colegas. Según Borman, el incendio se había producido, por lo menos en parte, por el caos y las señales contradictorias de ingeniería del mismo seno de la NASA, y lo último que necesitaban los hombres que estaban preparando el nuevo diseño era una docena de voces distintas reclamando docenas de cambios en la nave, con millones de componentes distintos. La NASA accedió, Schirra se retiró y la reparación del Apolo se realizó de modo más ordenado.
Con Borman como delantero y el resto de los pilotos apoyándole, los astronautas consiguieron casi todo lo que habían estado pidiendo para una nave nueva y más segura. Pidieron una escotilla hidráulica accionada por gas, que se abriera en siete segundos, y la obtuvieron; cables de calidad, resistentes al fuego, en toda la nave, y los consiguieron; pidieron tejido antiinflamable Beta para los trajes espaciales y todas las superficies de tela, y lo obtuvieron. Además, algo muy importante: exigieron que la atmósfera de oxígeno puro, que había alimentado el fuego y que circulaba en la nave mientras estaba en la plataforma, fuera sustituida por una mezcla, menos combustible, de un sesenta por ciento de oxígeno y un cuarenta por ciento de nitrógeno. Y también se lo concedieron, como no era de extrañar.
Más tarde, cuando le señalaron a Schirra que el enfoque más tranquilo de Borman había sido acertado, y que las exigencias de los pilotos se habían conseguido igual, quizá más fácilmente incluso, sin tanto genio ni tanta irritación, Schirra manifestó impasible:
—Acabamos de pasar un año con brazaletes negros de luto por tres hombres excelentes —solía decir—. Y el próximo año nadie lo va a llevar por mí, ¡no te fastidia!
Las modificaciones realizadas en la nave Apolo a raíz del accidente no fueron las únicas que llevó a cabo la NASA. También se tuvieron en cuenta las misiones que cumpliría cada vehículo espacial. Aunque John Kennedy había muerto en 1963, su gran promesa, o su maldita promesa, según se mire, de que los americanos llegaran a la Luna antes de 1970 seguía pesando sobre los hombros de la Agencia. Los funcionarios de la NASA habrían considerado un profundo fracaso no responder a ese audaz desafío, pero habría sido un fracaso aún mayor perder a otra tripulación en el intento. En consecuencia, la jefatura de la Agencia, escarmentada, empezó a proclamar pública y privadamente que, aunque América seguía empeñada en llegar a la Luna antes del final de la década, el galope desbocado de los últimos años sería sustituido por un paso largo, cómodo y seguro.
Según los nuevos planes, el primer vuelo tripulado sería el Apolo 7 de Schirra, que sólo pretendía ser un intento improvisado de realizar una órbita terrestre cercana para el todavía sospechoso módulo de mando. Después se lanzaría el Apolo y en esa misión los astronautas Jim McDivitt, Dave Scott y Rusty Schweickart regresarían a una órbita terrestre cercana para probar el módulo de mando y el módulo de paseo lunar, o LEM, el feo vehículo insectoide y patilargo que debía llevar a los astronautas ala superficie de la Luna. Después, Frank Borman, Jim Lovell y Bill Anders pilotarían el Apolo 9 en una misión similar con los dos vehículos, que alcanzaría la altitud vertiginosa de 7200 kilómetros, para experimentar las técnicas espeluznantes de reentrada a alta velocidad necesarias para regresar a salvo de la Luna.
A continuación, los planes no estaban especificados. Se preveía continuar el programa hasta el Apolo 20 y, en teoría, cualquier misión a partir del Apolo 10 podría enviar a dos hombres a la superficie de la Luna por primera vez en la historia. Pero todavía quedaba por decidir qué misión sería y con quién. La NASA estaba decidida a no precipitar los acontecimientos, y si les hacía falta emplear varios vuelos más para comprobar todos los equipos y asegurarse razonablemente el alunizaje, esperarían todo el tiempo que fuera necesario.
El verano de 1968, dos meses antes del lanzamiento previsto para el Apolo 7, las circunstancias en el Kazajstán, al sudeste de Moscú, y en Bethpage, Long Island, al nordeste de Levittown, perturbaron ese prudente guión. En agosto llegó a Cabo Cañaveral el primer módulo lunar desde la planta aeroespacial de Grumman en Bethpage, y resultó ser un desastre incluso según la evaluación de los técnicos más caritativos. Durante las primeras comprobaciones de la delicada nave, forrada con una laminilla metálica, se descubrió que todos los elementos críticos tenían problemas graves y aparentemente insolubles. Algunos elementos de la nave que se enviaron al Cabo desarmados para que los ensamblaran allí no querían encajar; los sistemas eléctricos y de conducción no funcionaban como era debido; las juntas, las anillas y las arandelas diseñadas para permanecer herméticamente selladas se salían por todas partes. Por supuesto, se preveían algunas pegas. En los diez años que llevaban construyendo sus esbeltas naves espaciales en forma de cohete, diseñadas para volar por la atmósfera y en órbita, nunca se había intentado construir una nave tripulada que operara exclusivamente en el vacío del espacio o en el mundo lunar, cuya gravedad es seis veces menor que la de la Tierra. Pero el número de pegas de ese engendro de nave era aún más serio de lo que podían haberse imaginado hasta los más pesimistas de la NASA.
Mientras el LEM causaba tales jaquecas, los agentes de la CIA del extranjero difundieron noticias aún más preocupantes. Según rumores procedentes del Cosmódromo Baikonur, la Unión Soviética planeaba poner una nave Zond en la órbita lunar antes de finales de año. Nadie sabía si la misión sería tripulada, pero las Zond tenían capacidad para llevar tripulación, desde luego, y la década de demoledores triunfos espaciales soviéticos demostraba que, cuando Moscú tenía la posibilidad de dar algún golpe espacial, se podía apostar a que lo intentaría.
La NASA se quedó anonadada. Hacer volar al LEM antes de que estuviera listo era a todas luces imposible en el ambiente de prudencia que embargaba a la Agencia, pero lanzar el Apolo 7 y después pasarse meses y meses sin dar un paso mientras los soviéticos se pavoneaban por la Luna tampoco era una opción muy atractiva. Una tarde de primeros de agosto de 1968, Chris Kraft, director adjunto del Centro Espacial de Operaciones Tripuladas, y Deke Slayton fueron convocados al despacho de Bob Gilruth para discutir el problema. Gilruth era el director general del Centro y, según las habladurías, se había pasado toda la mañana hablando con George Low, el director de Misiones de Vuelo, para decidir si había alguna posibilidad de que la NASA salvara la cara sin correr el riesgo de perder a más astronautas. Slayton y Kraft llegaron al despacho de Gilruth, donde Low abordó el tema sin más preámbulo.
—Chris, tenemos serios problemas con los próximos vuelos —dijo Low sin rodeos—. Uno son los rusos y el otro, el LEM, y ninguna de las dos partes coopera.
—Sobre todo el LEM —respondió Kraft—. Tenemos toda clase de problemas con ese vehículo.
—¿Entonces, no puede estar listo para diciembre? —preguntó Low.
—Ni hablar —repuso Kraft.
—Si queremos lanzar el Apolo 8 en el momento previsto, ¿qué podríamos hacer sólo con el módulo de mando-servicio para complementar el programa?
—En órbita terrestre poca cosa —dijo Kraft—. Casi todo lo que podemos hacer con él pensamos hacerlo con el Siete.
—Cierto —apuntó Low con cautela—. Pero supongamos que el Apolo 8 no se limita a repetir la misión del Siete. Si en diciembre el LEM no es operativo, ¿no podríamos hacer otra cosa con solo el módulo de mando? —Low hizo una breve pausa—. ¿Como orbitar la Luna?
Kraft desvió la mirada y guardó silencio un minuto largo, evaluando la pregunta ineludible que Low acababa de formularle. Devolvió la mirada a su jefe y meneó lentamente la cabeza de un lado a otro.
—George, ésa es una perspectiva muy difícil. Estamos luchando como demonios por tener los programas informáticos preparados sólo para un vuelo orbital alrededor de la Tierra. ¿Quieres saber lo que opino acerca de realizar un vuelo a la Luna dentro de cuatro meses? No creo que lo logremos.
Low parecía extrañamente imperturbable. Se volvió hacia Slayton.
—¿Y los tripulantes, Deke? Si consiguiéramos tener a punto los sistemas para una misión lunar; ¿tendrías una tripulación a punto?
—La tripulación no es problema —respondió Slayton—. Se podrían preparar.
—¿A quiénes querrías mandar? —le presionó Low—. Los siguientes de la lista son McDivitt, Scott y Schweickart.
—Yo no los destinaría a ellos —opinó Slayton—. Llevan mucho tiempo entrenándose con el LEM y McDivitt ha dejado muy claro que quiere volar en esa nave. La tripulación de Borman no ha pasado tanto tiempo con ello, y además ya están trabajando en la reentrada en la atmósfera, entrenamiento necesario para una misión como ésta. Yo se la daría a Borman, Lovell y Anders.
Low se animó con la respuesta de Slayton, y Kraft, contagiado por el entusiasmo de los demás, empezó a ablandarse un poco. Le pidió a Low un poco de tiempo para hablar con sus técnicos y averiguar si los problemas informáticos podían resolverse. Low aceptó y Kraft salió con Slayton, prometiéndole una respuesta en pocos días. Kraft volvió a su despacho y reunió apresuradamente a su equipo.
—Voy a haceros una pregunta y quiero una respuesta en setenta y dos horas —les dijo—. ¿Podríamos resolver los problemas informáticos a tiempo para ir a la Luna en diciembre?
El equipo de Kraft se disolvió y no regresó al cabo de tres días sino a las veinticuatro horas. Su respuesta fue unánime: Sí, le dijeron, se podía hacer.
Kraft llamó por teléfono a Low.
—Creemos que es una buena idea. Siempre y cuando no salga nada mal en el Apolo 7, pensamos que se puede mandar el Apolo 8 a la Luna alrededor de Navidad.
El 11 de octubre, Wally Schirra, Donn Eisele y Walt Cunningham orbitaron la Tierra a bordo del Apolo 7; once días más tarde, amerizaron en el océano Atlántico. Los medios de comunicación aplaudieron la misión estrepitosamente, el presidente llamó por teléfono para felicitar a los astronautas y la NASA declaró alegremente que el vuelo había cumplido el «ciento uno por ciento» de sus objetivos. En el seno de la Agencia, los organizadores de vuelo iniciaron la tarea de mandar a Frank Borman, Jim Lovell y Bill Anders a la Luna justo sesenta días después.
La NASA dirigió con brillantez la tramoya de la elaboración del lanzamiento del Apolo 8. Justo dos días antes de que el Apolo 7 despegara en la cima del cohete Saturn 1B de 74 metros de altura, la Agencia también tuvo preparado el Saturn V, un cohete monstruoso de 120 metros de altura, necesario para elevar la nave más allá de la atmósfera y dirigirla a la Luna. La NASA intentó minimizar el acontecimiento, aunque en algún momento había que sacar al cohete del hangar, pero no se le escapó a nadie que lo hicieron justo cuando las cámaras del mundo entero estaban instaladas para transmitir el lanzamiento del Apolo 7.
El acontecimiento hizo especular a toda la prensa. «Estados Unidos planea una misión a la Luna en diciembre», anunciaba el New York Times. «El Apolo 8 listo para orbitar la Luna», proclamaba el Washington Star, añadiendo en caracteres más pequeños que el vuelo «era y sigue siendo tratado a nivel oficial como otro vuelo orbital alrededor de la Tierra».
La NASA enfocó el tema lo más tímidamente posible, reconociendo que llevar a cabo una misión en la Luna era una posibilidad para el Apolo 8, pero sólo una posibilidad; no se tomaría decisión alguna hasta que el Apolo 7 amerizara sano y salvo. Borman, Lovell y Anders, por supuesto, sabían desde hacía tiempo que la Luna era su destino casi seguro, y Lovell, por lo menos, estaba encantado con los planes. Mientras la órbita de prueba del módulo lunar tenía su mérito, Lovell pensaba francamente que esa misión era menos interesante de lo que a él le habría gustado. Como piloto del módulo de mando, él tendría la responsabilidad de quedarse en la nave Apolo mientras Borman y Anders sacaban el LEM a dar sus primeros pasos. Con la eliminación del LEM de su órbita lunar, las obligaciones de vuelo de los tres hombres cambiarían radicalmente; y con Lovell como navegante oficial del primer vuelo translunar, sus obligaciones serían las más estimulantes del trío.
La reacción de Borman, el comandante de la misión, fue un poco más comedida. Formado como piloto de guerra y conocido por su rapidez de reflejos y una habilidad excepcional para tomar decisiones, Borman era uno de los mejores pilotos de la NASA, pero también poseía una cierta dosis de prudencia.
Sus colegas astronautas solían tomarle el pelo a este coronel de las Fuerzas Aéreas, veterano del Gemini 7, por la precavida ruta que tomaba cuando volaba con su T-38 de Houston a Cabo Cañaveral. Las estrictas reglas de seguridad de navegación aérea exigían a los pilotos que sobrevolaran siempre tierra al hacer ese viaje, sin salir nunca al Golfo de México. Sin embargo, a la mayoría de los hombres, que se ganaban la vida todos los días jugándosela en aviones sin probar, les irritaba seguir esa norma tan exagerada y la desafiaban regularmente, acortando por encima del golfo si creían que eso les ahorraba unos minutos. No obstante, Borman solía obedecerlas, optando por un rumbo más seco, aunque más indirecto, a lo largo de la costa de Tejas, Luisiana, Mississippi y Alabama hasta llegar finalmente a la península de Florida propiamente dicha. Nadie llegó a sugerir una sola vez que ese rodeo reflejara una falta de valor, y en realidad no lo era. Más bien se aceptaba francamente que el hombre que había intentado ingresar con tanta insistencia en el cuerpo de astronautas de Estados Unidos y que había dado 206 vueltas a la Tierra con Jim Lovell en 1965, creía sencillamente que no había razón para elegir una opción arriesgada cuando existía otra más segura.
Bill Anders, el benjamín del grupo, reaccionó ante el anuncio de la misión lunar con idéntica mezcla de sentimientos que Borman, pero por razones distintas. Como piloto del módulo lunar, Anders deseaba ser el experto oficial del vehículo experimental de alunizaje y supervisar la mayor parte de las maniobras de prueba que certificarían las aptitudes de la nave para volar. Pero sin vehículo lunar, le quedarían muchas menos cosas que hacer y habría de concentrarse básicamente en supervisar el funcionamiento del motor principal del módulo de servicio, de las comunicaciones y del sistema eléctrico de la nave. No dejaba de ser una tarea importante, pero comparada con el pilotaje del LEM a una altitud de 7200 kilómetros, era una nadería.
—Básicamente, necesitamos que te quedes ahí sentado con expresión inteligente —le decía Lovell con sorna a Anders cuando se produjo el cambio de planes de vuelo.
Como sucedía en todas esas misiones, en cuanto se fijaba un plan, aunque fuera de prueba, se permitía, de hecho se alentaba, a los astronautas a comentarlo con sus respectivas esposas. En agosto, cuando Frank Borman, Jim Lovell y Bill Anders se enteraron de que visitarían la Luna en diciembre, los primeros pensamientos de Lovell no fueron la historia ni la posteridad, ni tampoco el gran hito que la exploración significaba para la humanidad, sino que pensó en Acapulco. En los últimos años, un hostelero llamado Frank Branstetter había intimado con los astronautas y se creía en la obligación de reservar un número determinado de habitaciones en Las Brisas, su complejo turístico de México, para las familias de los astronautas que regresaban de alguna misión. Lovell había estado demasiado ocupado para aceptar la invitación de Branstetter después de su misión en el Gemini 12, pero, por fin, ese invierno, casi dos años después de su vuelo, el astronauta, su mujer y sus cuatro hijos pensaban hacer ese viaje. Branstetter les estaba esperando encantado y Marilyn Lovell estaba muy ilusionada. Su marido tuvo que informarla de que sus planes habrían de cambiar.
—He estado pensando en Acapulco —le dijo Lovell cuando regresó esa noche del Centro de Operaciones Tripuladas—. Ya no estoy tan seguro de que sea una buena idea.
—¿Por qué? —le preguntó Marilyn, más que molesta.
—No sé… Sólo creo que no me apetece ir.
—Vaya, ¿no te parece que es un poco tarde para eso? Ya se lo has prometido a los niños y las reservas están hechas…
—Ya lo sé, ya lo sé. Pero he pensado que Frank, Bill y yo debíamos ir a otro sitio.
—¿A dónde? —casi estalló Marilyn.
—Pues, no sé… —repuso Lovell con estudiada indiferencia— a la Luna tal vez.
Marilyn se lo quedó mirando, sin decir palabra.
Desde 1962 se estaba temiendo ese momento como un mal sueño. Lovell la dejó que se recuperara un momento y después, como había hecho en 1965 antes de la misión del Gemini 7 y en 1966 antes de la del Gemini 12, le explicó las promesas y los peligros de la misión. Durante esos primeros vuelos, el matrimonio Lovell sabía que los riesgos eran considerables. Jim Lovell y Frank Borman pasarían dos semanas a bordo del Gemini 7, más tiempo que ningún astronauta hasta entonces. Una vez allí, realizarían un encuentro muy complicado con Wally Schirra y Tom Stafford, que estaban en la nave Gemini 6, proeza que ningún astronauta americano había soñado realizar hasta entonces. La misión Gemini 12, de sólo cuatro días sin acompañamiento de otra nave tripulada, presentaría sus propios peligros: el acoplamiento con la nave Agena, no tripulada… y poco fiable; la salida al espacio durante cinco horas y media que intentaría realizar Buzz Aldrin en mitad de la misión. Ambos viajes fueron, como poco, aventuras de alto riesgo, pero ambas tenían, al menos, un precedente histórico. Jim Lovell no sería el primer americano que volara en una órbita, ni siquiera el segundo o el tercero. Sería el undécimo, si es que aún llevaba la cuenta alguien, y para su esposa supondría un alivio el que sus diez predecesores hubieran regresado a casa cargados de experiencia.
Pero la misión del Apolo 8 sería diferente. No había precedentes del próximo viaje de Jim Lovell; hasta entonces, ningún hombre había sobrevivido a una misión semejante. El astronauta acomodó a su mujer en un sillón y le describió algunos de los detalles de su vuelo: la nave alcanzaría la velocidad sin precedente de 45 000 kilómetros por hora para escapar de la órbita de la Tierra; no llevaba motor auxiliar y habría de depender de un solo motor para entrar en la órbita lunar; así como del encendido de ese motor único para regresar a la Tierra; tendría que entrar en la atmósfera terrestre por un corredor angostísimo, de apenas 2,5 grados de amplitud, para sobrevivir a ese salvaje chapuzón. Marilyn asintió y lo asimiló todo y, finalmente, igual que en el pasado, le dio su sobria aprobación.
Valerie Anders, según los rumores de la Agencia, reaccionó ante la noticia de Bill aceptándola con similar moderación. Susan Borman, sin embargo, respondió al parecer de modo distinto. Según se dijo, para Susan el Apolo 8 era un riesgo excesivo, y no le hizo demasiada gracia el hecho de que eligieran a su marido para esa misión. Aunque las esposas no podían hacer gran cosa para cambiar los destinos de vuelo, tenían derecho a expresar su disgusto en el seno de la celosa tribu de la NASA. Según los rumores, Susan eligió a Chris Kraft como objeto de su descontento y dejó muy claro que, aunque Frank sobreviviera a esa misión insensata, ella no volvería a dirigirle la palabra a Kraft.
La mañana del lanzamiento del Apolo 8, el día 21 de diciembre, las dudas y la acritud fueron olvidadas, al menos exteriormente. Borman, Lovell y Anders fueron encerrados en su nave poco después de las cinco de la mañana, para disponerse al despegue, previsto para las 7:51 horas. A las siete en punto empezaron a emitir las cadenas de televisión y gran parte del país se levantó para presenciar el acontecimiento en directo, al igual que millones de personas de Europa y Asia, que también lo siguieron.
Cuando se iluminó el Saturn V, el gigantesco propulsor auxiliar, los espectadores comprendieron que aquel lanzamiento sería único en la historia. Los tres hombres de la nave, uno de los cuales nunca había salido al espacio, y dos sólo habían navegado en el comparativamente insignificante Gemini-Titan, de 36 metros, todavía lo tenían más claro. El Titán había sido diseñado originalmente como un misil balístico intercontinental, y si uno tenía la desgracia de estar atrapado en su morro, ideado para alojar exclusivamente una cabeza termonuclear, sentía perfectamente que era un proyectil salvaje. El cohete ligero partía alegremente de la torre, adquiriendo velocidad y fuerza de gravedad con una aceleración pasmosa. En el momento del encendido de la segunda fase, el Titán daba una embestida de 8 G, haciendo que los astronautas, de unos 75 kilos de peso medio, sintieran como si pesaran 600 kilos. La orientación del cohete era tan inquietante como su velocidad y su aceleración. El sistema de dirección del Titán prefería navegar con la carga útil y el misil tumbados de costado; por lo tanto, el cohete ascendía con una inclinación de 90 grados, haciendo que el horizonte que veían los astronautas por los ojos de buey se convirtiera en una vertical vertiginosa. Y había otra cosa todavía más inquietante: el Titán llevaba programadas una serie de trayectorias balísticas previstas para orientar el misil por debajo del horizonte si cumplía un objetivo militar, o hacia el cielo si era para una misión espacial. Y mientras el cohete ascendía, el ordenador buscaba constantemente el rumbo adecuado, haciéndole dar tarascadas de arriba abajo y de derecha a izquierda, casi como un sabueso husmeando una presa que podía ser Moscú, Minsk o una órbita terrestre a escasa altura, según transportara cabezas explosivas o astronautas.
Se decía que el Saturn V era diferente. A pesar de que el cohete producía el asombroso empuje de 13 635 HP, casi diecinueve veces más que el diminuto Titán, los ingenieros prometieron que el lanzamiento sería mucho más suave. Dijeron que la presión punta no sobrepasaría las 4 G y que en algunos puntos del vuelo propulsado del cohete, su aceleración suave y su trayectoria inusual harían bajar la fuerza gravitatoria a algo menos de una unidad. Muchos de los astronautas contaban con casi cuarenta años y habían bautizado al Saturn V «el cohete de los viejos». De todos modos, la prometida suavidad de despegue del Saturn de momento no era más que una promesa, puesto que nadie lo había probado en el espacio. Durante los primeros minutos de la misión Apolo 8 Borman, Lovell y Anders descubrieron enseguida que los rumores sobre la delicadeza del cohete eran maravillosamente ciertos.
—La primera fase ha sido muy suave y ésta lo es todavía más —exultaba Borman a media ascensión, cuando los gigantescos motores F1 se apagaron y fueron sustituidos por los J2, más pequeños.
—Recibido, suave y suavísimo —le respondió llanamente el Capcom.
Menos de diez minutos después, el delicado propulsor no recuperable terminó su vida útil y soltó sus dos primeros cuerpos, que caerían al mar, dejando a los astronautas en una órbita estable, a 185 kilómetros de la Tierra.
Según las normas de una misión a la Luna, una nave con rumbo a nuestro satélite debe pasar las tres primeras horas en el espacio orbitando la Tierra, en una, llamada acertadamente, «órbita de aparcamiento». La tripulación emplea ese tiempo en estibar el equipo, calibrar los instrumentos, seguir las lecturas de navegación, y en general, asegurarse de que su pequeña nave está en perfectas condiciones para alejarse de casa. Sólo cuando todo ha sido comprobado se les permite poner en marcha el motor de la tercera fase del Saturn V y escapar de la atracción terrestre.
Para Frank Borman, Jim Lovell y Bill Anders, serían tres horas ajetreadísimas, y sabían que en cuanto la nave empezara su órbita regular tenían que ponerse a trabajar enseguida. Lovell fue el primero del trío que se desabrochó los cinturones de su asiento y en cuanto intentó incorporarse, le invadió una intensa náusea.
Los astronautas que habían volado en los primeros tiempos del programa espacial ya estaban avisados de la posibilidad del mareo espacial en gravedad cero, pero en las pequeñas cápsulas Mercury y Gemini, donde apenas había sitio para flotar desde el asiento sin darse un topetazo en la cabeza contra la escotilla, no había problemas de mareo por el movimiento. En el Apolo había más espacio para moverse y Lovell descubrió que su libertad de movimientos tenía un precio gástrico.
—Huagh —exclamó Lovell tanto para sí mismo como para advertir a sus compañeros—, no intentéis moveros demasiado aprisa.
Lovell avanzó paso a paso con extremada cautela, descubriendo, como han aprendido los borrachos arrepentidos de la historia, cuando su cama se balancea rabiosamente, que si mantenía la vista fija en un punto y se movía muy… muy despacio, podía mantener bajo control sus revueltas entrañas. Probando a moderar el ritmo, Lovell empezó a negociar con el espacio que rodeaba su asiento, sin advertir que un pequeño pasador metálico que sobresalía de su traje espacial se había enganchado en uno de los montantes metálicos del asiento. Al intentar moverse, el pasador se trabó y, de repente, un estallido y un silbido resonaron dentro de la nave. El astronauta bajó la vista y advirtió que su chaleco salvavidas amarillo chillón, que llevaba puesto por precaución, como quería la NASA, durante los despegues sobre el mar, se estaba hinchando sobre su pecho.
—Ay, mierda —murmuró Lovell para sí, llevándose la mano a la cabeza y dejándose caer en su asiento otra vez.
—¿Qué pasa? —le preguntó Anders, sorprendido, mirándole desde el asiento de la derecha.
—¿Tú qué crees? —respondió Lovell, más enfadado consigo mismo que con su joven piloto—. Creo que me he enganchado el chaleco con algo.
—Bueno, pues desengánchalo —dijo Borman. Hay que deshinchar ese trasto y guardarlo.
—Ya lo sé, pero ¿cómo? —preguntó Lovell.
Borman comprendió que Lovell tenía razón. Los chalecos salvavidas se hinchaban con unas latitas de dióxido de carbono a presión que vaciaban su contenido en la cámara de aire del chaleco. Como las latas no podían volver a rellenarse, para deshinchar el chaleco había que abrir la válvula y verter el CO2 al ambiente.
En el océano, desde luego, eso no era problema, pero en el abarrotado módulo de mando del Apolo podía resultar un poco peligroso. La cabina estaba equipada con cartuchos de hidróxido de litio granulado para filtrar el CO2 del aire, pero los cartuchos tenían un punto de saturación a partir del cual ya no podían absorber nada más. Aunque llevaban cartuchos de repuesto a bordo, no era una buena idea poner a prueba el primer cartucho el primer día con un chorro caliente de dióxido de carbono en la minúscula cabina. Borman y Anders miraron a Lovell y los tres se encogieron de hombros, impotentes.
—Apolo 8 aquí Houston, ¿me oís? —llamó de repente el Capcom, evidentemente preocupado por no haber tenido noticias de los astronautas durante un minuto largo.
—Si, Houston —respondió Borman—. Hemos sufrido un pequeño incidente. Jim ha hinchado sin querer uno de los chalecos salvavidas, así que tenemos a una oronda Mae West aquí dentro.
—Recibido —dijo el Capcom, al parecer sin respuesta que ofrecer—. Entiendo.
A medida que los 180 minutos de órbita terrestre transcurrían inexorablemente, y sin tiempo que perder en trivialidades como un chaleco salvavidas, Lovell y Borman tuvieron una idea luminosa: el desagüe de la orina.
En una zona de almacenamiento, al pie de los asientos, había una manga conectada a una pequeña válvula que daba al exterior de la nave.
En el extremo suelto de la manga había una especie de cilindro. Entre los astronautas, el aparato se conocía como aliviadero. El astronauta que necesitara aliviarse con ese sistema se colocaba el cilindro en posición, abría la válvula que daba al vacío exterior y, desde el confort de una nave valorada en muchos millones de dólares que volaba a 45 000 kilómetros por hora, orinaba directamente en el vacío celestial.
Lovell había usado el aliviadero en multitud de ocasiones, pero sólo para su propósito original; ahora tendría que improvisar. Quitándose con esfuerzo el chaleco, lo bajó hasta la portilla de la orina y con un poco de maña logró meter la boquilla en el tubo. Fue un apaño forzado, pero funcionó. Lovell dedicó un gesto de victoria a Borman, que asintió y mientras el comandante y el piloto del LEM emprendían sus comprobaciones preliminares, Lovell deshinchó pacientemente su chaleco salvavidas, enmendando el primer patinazo que había dado en sus casi 430 horas de vuelo espacial.
El encendido del cohete que expulsó a la nave Apolo 8 de su órbita terrestre tres horas más tarde sucedió sin incidentes, como el lanzamiento mismo. Cuando se puso en marcha el propulsor, la nave aceleró lentamente de 31 500 a 45 000 kilómetros por hora y enderezó gradualmente su rumbo hacia la Luna. Los astronautas sabían que a partir de entonces todo transcurriría con serenidad. Mientras la nave se alejaba de la Tierra más y más, la gravedad del planeta la seguiría atrayendo insistentemente. Durante dos días, la nave iría perdiendo velocidad regularmente, cayendo a 36 000 kilómetros por hora, luego a 27 000, a 18 000 y finalmente, cuando alcanzara las cinco sextas partes del recorrido entre la Tierra y la Luna, a una velocidad de tortuga de 3700 kilómetros por hora. En ese punto, la atracción del planeta madre cedería a la de su rocoso satélite, y la nave empezaría a acelerar otra vez. Hasta ese momento, pues, todo sería muy sencillo en la nave, y los astronautas y el equipo de tierra sólo tendrían que mantenerse alerta. A la mañana siguiente del lanzamiento del Apolo 8, Houston llamó a la nave para un ratito de parloteo.
—Avisadme cuando sea la hora del desayuno —les dijo el Capcom justo después de las nueve, el primer día completo de vuelo—, que os leeré el periódico.
—Buena idea —dijo Borman—. No hemos oído las noticias.
—Vosotros sois las noticias —contestó el Capcom riéndose.
—¡Vamos, anda! —replicó Borman.
—En serio —insistió Houston—. El viaje a la Luna ocupa lugares destacados tanto en la prensa como en la televisión. Es la noticia del día.
Los titulares del Post dicen: «Luna, ahí van». Otra de las noticias es sobre los once soldados que llevaban cinco meses retenidos en Camboya, que fueron liberados ayer y llegarán a casa por Navidad; ha sido capturado un sospechoso del secuestro de Miami; y David Eisenhower y Julie Nixon se casaron ayer en Nueva York, Dicen que él parecía «nervioso».
—Vaya —dijo Anders.
—Los Browns derrotaron a Dallas ayer por treinta y uno a veinte —prosiguió Houston—. Y tenemos curiosidad… ¿qué queréis hoy, Baltimore o Minnesota?
—Baltimore —repuso Lovell.
—Pues otra gran noticia: el Departamento de Estado ha anunciado hace sólo unos minutos que el grupo Pueblo será liberado esta noche a las nueve.
—Qué bien —dijo Lovell. Después, consultando sus instrumentos, ofreció algunos datos que tenían mucha más significación para todos ellos—: Los cálculos de a bordo nos indican que el Apolo 8 está a ciento ochenta y siete mil kilómetros de casa, a las veinticinco horas —informó.
—Sí —dijo Houston—, nuestro marcador de posición indica una cifra similar.
—La vista es impresionante desde aquí —añadió Borman.
Durante la mayor parte del viaje, la vista de los astronautas desde el Apolo 8 era la de su lejano objetivo lunar; que iba aumentando paulatinamente frente a ellos, Al salir de la órbita terrestre, los astronautas gozaron brevemente del espectáculo embriagador del planeta que dejaban atrás y después dieron la vuelta a la nave para volar en la posición correcta, con rumbo de proa. Estrictamente hablando, no era necesario poner proa al objetivo en el espacio exterior, donde las leyes de Newton mantenían el movimiento uniforme de los cuerpos sin importar a donde apuntara el morro. Pero los hábitos, el estilo y los gustos ordenados de los pilotos generalmente dictaban el vuelo de proa, y así era como volaban los astronautas. Sin embargo, tras el segundo día completo en el espacio, mientras la nave se aproximaba al entorno inmediato de la Luna, la tripulación habría de ponerse de espaldas de nuevo.
Navegando a una velocidad que ascendía casi a 9000 kilómetros por hora, el Apolo 8 se desplazaría demasiado deprisa para ser atraído por la gravedad de la Luna, relativamente débil. A la deriva, la nave se acercaría a la Luna, daría la vuelta por detrás de su cara oculta y después saldría rebotada hacia la Tierra como una piedra arrojada por una honda. El fenómeno se llamaba «trayectoria de regreso libre»: aunque esa orbita automática facilitaría a los astronautas un regreso rápido en caso de que les fallara el motor, era un auténtico perjuicio para la tripulación, que no quería pasar a toda velocidad por detrás de la Luna sino ponerse en órbita. Para vencer el latigazo del regreso libre, había que dar un giro de 180 grados a la nave y después, navegando de popa, poner en marcha su motor de propulsión de servicio de 41 HP de potencia hasta aminorar lo suficiente la velocidad para cederle el control al campo gravitatorio de la Luna.
La maniobra, conocida como «inserción en la órbita lunar» o LOI, era sencilla, pero también estaba plagada de riesgos. Si el motor funcionaba durante menos tiempo del adecuado, la nave iniciaría una órbita elíptica impredecible, tal vez incontrolable, que la alejaría del satélite por uno de sus hemisferios y la abalanzaría hacia la Luna cuando sobrevolara el otro. Si el motor funcionaba demasiado rato, la nave perdería demasiada velocidad y no entraría en la órbita lunar, sino que se estrellaría contra su superficie. Para complicar las cosas, el encendido del motor debía realizarse cuando la nave estaba detrás de la Luna, lo cual impedía la comunicación con tierra. Houston debía calcular las mejores coordenadas para el momento del encendido, suministrar esos datos a la tripulación y después dejar en sus manos la maniobra. Los controladores de tierra sabían el instante preciso en que la nave debería aparecer por el otro lado de la inmensa masa lunar si el encendido se realizaba según los planes; y sólo sabrían si la LOI había salido bien si recibían la señal del Apolo 8 en ese momento.
A las 20 horas y 4 minutos del segundo día de vuelo del Apolo 8 cuando la nave estaba justo a unos miles de kilómetros de la Luna y a más de 360 000 de la Tierra, el Capcom Jerry Carr radió a los astronautas la noticia de que debían probar suerte e intentar la LOI. En la Costa Este eran casi las cuatro de la madrugada del día de Nochebuena, en Houston eran casi las tres, y en la mayor parte de los hogares del mundo occidental, hasta los más fanáticos lunófilos estaban profundamente dormidos.
—Apolo 8, aquí Houston —dijo Carr—, tenéis que iniciar la LOI a las sesenta y ocho horas y cuatro minutos.
—De acuerdo —le respondió Borman tranquilamente—. Apolo 8 va perfecto.
—Estás pilotando el mejor que hemos podido encontrar —contestó Carr procurando darle ánimos.
—Vuélvemelo a decir —le pidió Borman, confundido.
—Que estás pilotando el mejor pájaro que hemos podido encontrar —repitió Carr.
—Recibido —contestó Borman—, es bueno.
Carr les leyó los datos para el encendido del motor y Lovell, como navegante, tecleó la información en el ordenador de la nave. Les quedaba una media hora para perder el contacto por radio por detrás de la Luna, y como en todas las ocasiones semejantes, la NASA dejó transcurrir los minutos en un silencio intrascendente. Los astronautas, acostumbrados al proceso que precede a cualquier ignición, se sentaron calladamente en sus asientos y se abrocharon el cinturón. Por supuesto, si salía algo mal en una inserción en la órbita lunar, el desastre superaría ampliamente la pobre protección del cinturón de segundad. Sin embargo, las normas de la misión exigían que la tripulación se atara, y ellos se atarían.
—Apolo aquí Houston —les avisó Carr tras una larga pausa—. Tenemos las cartas y estamos listos.
—Recibido —respondió Borman.
—Apolo 8 —dijo Carr poco después—, el combustible va bien.
—Recibido —dijo Lovell.
—Apolo 8 —avisó Carr finalmente—, faltan nueve minutos y treinta segundos para perder la señal.
—Recibido —repitió Lovell.
Carr volvió a avisarles cuando faltaban cinco minutos, dos, uno y al fin, diez segundos. Finalmente, en el preciso instante en que los organizadores de vuelo habían calculado meses antes, la nave empezó a dar la vuelta por detrás de la Luna, y las voces del Capcom y la tripulación empezaron a chisporrotear en los oídos de unos y otros.
—Buen viaje, chicos —les gritó Carr, para que le oyeran por la comunicación que se desintegraba.
—Muchas gracias, compañeros —les respondió Anders.
—Hasta luego, por el otro lado —añadió Lovell.
—Todo marcha bien —dijo Carr.
Y de repente la línea enmudeció.
Los astronautas se miraron unos a otros en el silencio surreal. Lovell sabía que debería de estar sintiendo algo, bueno… profundo, pero no parecía haber nada que sentir profundamente. Ciertamente los ordenadores, el Capcom y el zumbido de sus auriculares le decían que estaba pasando por detrás de la Luna en ese momento, pero para sus sentidos, nada indicaba que ese acontecimiento monumental se estuviera produciendo. Hacía un instante, estaba ingrávido, y seguía ingrávido entonces; hacía un instante sólo había oscuridad en su ventana y seguía habiendo oscuridad entonces. ¿Así que allá abajo estaba, la Luna? Bueno, se lo tomaría como un artículo de fe.
Borman se volvió hacia la derecha a consultar con su tripulación.
—Así que… ¿estamos en ello?
Lovell y Anders dedicaron otra lectura atenta de sus instrumentos.
—Que yo sepa, sí —respondió Lovell.
—Por este lado también —coincidió Anders.
Desde su asiento central, Lovell empezó a teclear las instrucciones finales en el ordenador. Unos cinco segundos antes de la hora del encendido el pequeño monitor le contestó parpadeando: «99.40». Este número críptico era una de las últimas precauciones de la nave contra un error humano; era el código del ordenador «¿Está seguro?», su código de «última oportunidad», su código de «asegúrese de que sabe lo que está haciendo porque está a punto de iniciar un viaje infernal». Bajo los números de la pantalla había un botón marcado: «Proceder». Lovell miró el 99.40 y luego el botón Proceder, y de nuevo el 99.40, y el botón de Proceder. Finalmente, cuando transcurrieron esos últimos cinco segundos, llevó el índice al botón y lo pulsó.
De momento, los astronautas no sintieron nada; después, de repente, notaron y oyeron un rugido a su espalda. A pocos metros de ellos, en los depósitos gigantescos de la popa de la nave, se abrieron unas válvulas y empezó a fluir el combustible, y desde tres inyectores distintos fueron manando tres productos químicos diferentes, que se mezclaron en la cámara de combustión. Esos productos químicos —hidrazina, dimetilhidrazina y tetróxido de nitrógeno— se llamaban hipergólicos, y lo que tenían los hipergólicos de especial era su tendencia a detonar en presencia unos de otros. A diferencia de la gasolina, el gasóleo o el hidrógeno líquido, que necesitan una chispa para liberar la energía almacenada en sus enlaces moleculares, los hipergólicos obtienen su fuerza de la relación catalítica de repulsión que tienen unos con otros. Al remover dos hipergólicos, éstos empiezan a mezclarse químicamente como gallos de pelea en una jaula; si se los mantiene juntos y confinados el tiempo suficiente empezarán a liberar cantidades prodigiosas de energía.
En ese momento se estaba produciendo una interacción explosiva a espaldas de Lovell, Anders y Borman. Cuando los productos químicos cobraron vida rápidamente en la cámara de combustión, empezaron a salir gases por la campana de popa del motor y la nave empezó a perder velocidad, aún muy sutilmente. Borman, Lovell y Anders notaron cómo se hundían en sus asientos. La gravedad cero que se había vuelto tan cómoda durante los últimos días pasó a una fracción de uno y el peso corporal de los astronautas creció súbitamente de cero a unos cuantos kilos. Lovell miró a Borman y levantó el pulgar; Borman sonrió forzadamente. El motor funcionó durante cuatro minutos y medio; después, con la misma celeridad con que se había encendido, el fuego de sus entrañas se apagó.
Lovell consultó inmediatamente el panel de instrumentos. Buscó la lectura de «Delta V», valor que revelaría exactamente cuánto había descendido la velocidad de la nave a causa del frenazo químico producido por los hipergólicos. Lovell encontró las cifras y le entraron ganas de dar un puñetazo al aire: 924. ¡Perfecto! 924 metros por segundo no era un frenazo en seco cuando se navegaba a unos 2500, pero era justo la medida necesaria para abandonar la trayectoria circunlunar y dejarse vencer por la gravedad de la Luna.
Junto a Delta V aparecía otra lectura que momentos antes estaba en blanco. Reflejaba dos números: 60,5 y 169,1. Eran las lecturas de pericintio y apocintio, o aproximaciones más cercana y más lejana a la Luna. Cualquier cuerpo en movimiento que pasara cerca de la Luna podía tener un número de pericintio, pero la única manera de tener número de pericintio y apocintio era no sólo pasar volando por allí, sino rodear el globo lunar. Las cifras indicaban que Frank Borman, Jim Lovell y Bill Anders eran satélites de la Luna en ese momento, que orbitaban en una trayectoria ovalada, de vértices máximo y mínimo 169,1 y 60,5 millas (270,56 y 96,8 kilómetros) respectivamente.
—¡Lo hemos logrado! —exclamó Lovell, exultante.
—En el mismo clavo —repuso Anders.
—Órbita alcanzada —concedió Borman—. Esperemos que mañana vuelva a ponerse en marcha para llevarnos a casa.
Lograr dar la vuelta a la Luna, lo mismo que desaparecer tras ella hacía unos minutos, era una experiencia académica para los astronautas.
Una vez dejó de funcionar el motor y la tripulación se quedó de nuevo sin gravedad, no tenían nada más que los datos del panel de instrumentos para confirmar lo que habían logrado. Tenían la Luna a 100 000 metros por debajo, pero las escotillas de los astronautas se abrían hacia arriba y no podían verla. Era como si Borman, Lovell y Anders hubieran entrado de espaldas en una pinacoteca y todavía no se hubieran dado la vuelta para admirar las pinturas exhibidas. Sin embargo, gozaban del lujo y, a 25 minutos de recobrar el contacto con Tierra, en privado y sin ser molestados, estaban a punto de conducir la primera inspección del satélite, cuya gravedad les estaba atrayendo.
Borman asió la palanca de control de posición de la derecha de su asiento y soltó un chorro por los propulsores laterales de la nave. La nave empezó a moverse, girando muy lentamente en sentido contrario a las agujas del reloj. Los primeros 90 grados de rotación escoraron a los astronautas ingrávidos, quedando Borman abajo, Lovell en el centro y Anders arriba; los siguientes 90 grados los pusieron cabeza abajo, así que de repente tuvieron delante a la Luna, que antes estaba a sus pies. La pálida superficie grisácea y granulosa apareció por la ventanilla de la izquierda de Borman, que fue quien la admiró primero. Después le tocó el turno a la ventanilla central de Lovell y finalmente, a la de Anders. Los dos pilotos respondieron con la misma mirada atónita que su comandante.
—Magnífica —murmuró alguien. Pudo ser Borman, Lovell, o Anders.
—Fantástica —respondió otro.
Bajo los astronautas brillaba un panorama desolador, fracturado, torturado, que sólo habían divisado las sondas robotizadas, pero nunca el ojo humano. Extendiéndose en todas direcciones, un paisaje interminable, precioso, horrendo de cientos, no, de miles… no, de cientos de miles, de cráteres, fosas y grietas, de cientos, no, de miles… no, de millones de milenios de antigüedad. Había cráteres junto a cráteres, cráteres superpuestos unos a otros, cráteres que ahogaban a otros cráteres. Había cráteres del tamaño de un campo de fútbol, otros eran como una isla grande, y hasta los había del tamaño de una nación pequeña.
Muchas de las antiguas depresiones ya habían sido catalogadas y bautizadas por los astrónomos que analizaron las primeras fotos de las sondas y, tras meses de estudio, eran tan familiares para los astronautas como la geografía terrestre. Allí estaban los Dédalo, Ícaro, Korolev y Gagarin, Pasteur y Einstein y Tsiolkovsky. Diseminados por la superficie había docenas y docenas de otros cráteres, nunca vistos por el ojo humano ni por los robots.
Los astronautas, hechizados, hicieron lo posible por absorberlo todo, pegando la cara al cristal de las cinco ventanillas y, al menos de momento, se olvidaron completamente de los planes de vuelo, de la misión y de los cientos de personas que esperaban oír sus voces desde Houston.
Súbitamente, algo muy fino empezó a aparecer por el horizonte. Era sutilmente blanco y azul, y sutilmente marrón, y parecía ascender directamente del terreno pardusco. Los tres astronautas supieron instantáneamente lo que estaban viendo, pero Borman lo identificó:
—El amanecer terrestre —dijo el comandante con voz queda.
—Prepara las cámaras —ordenó Lovell rápidamente a Anders.
—¿Estás seguro? —le preguntó Anders, fotógrafo y cartógrafo de la misión—. ¿No deberíamos esperar a la hora señalada?
Lovell miró el planeta brillante que empezaba a asomar por detrás de la cara picada de viruela de la Luna y después miró a su segundo piloto.
—Prepara las cámaras —repitió.
El día de Nochebuena, los estadounidenses se despertaron con la noticia de que tres compatriotas estaban en órbita alrededor de la Luna.
Frente a los domicilios de Borman, Lovell y Anders en Houston, los periodistas bloqueaban las aceras y pisoteaban el césped como en los buenos tiempos del Mercury. Publicaron poca información sobre los planes de las esposas y los hijos de los astronautas para el día de fiesta, aunque todos pensaban asistir a los servicios religiosos de Navidad.
La única noticia interesante procedente de las familias no se produjo hasta la mañana siguiente, el día de Navidad, cuando un Rolls-Royce de los almacenes Neiman Marcus se detuvo ante el acceso a la casa de los Lovell. Un funcionario de relaciones públicas de la NASA se acercó al coche, habló cuatro palabras con el chófer y después, con inmensa sorpresa e indignación de los periodistas, a quienes no se permitía la entrada a la casa, le acompañó a la puerta, donde el chófer entregó una caja a Marilyn Lovell. Iba envuelta en papel de regalo azul metalizado y estaba decorada con dos bolas de Styrofoam, una de color verde mar y la otra de un color blancuzco moteado, vagamente lunar. Una navecita espacial de plástico blanco estaba suspendida sobre la bola de la Luna. Marilyn desenvolvió el paquete y levantó el papel de seda azul oscuro con estrellitas del interior de la caja. Dentro había una chaqueta de visón y una tarjeta de regalo que decía simplemente: «Feliz Navidad y todo el cariño del Hombre de la Luna».
Durante el resto de la mañana, Marilyn Lovell realizó sus preparativos navideños en pijama y chaqueta de visón. Más tarde, ese mismo día, cuando salió con sus hijos hacia la iglesia, se puso un vestido apropiado para la ocasión, pero no se quitó la chaqueta. Hasta que no salió de casa, a la benigna temperatura de Houston, los periodistas que estaban apostados en el exterior no vieron lo que le había entregado el hombre del Rolls-Royce.
Pero el día de Nochebuena, la atención de la prensa estaba centrada a unos 400 000 kilómetros de allí, donde el astronauta que había comprado la chaqueta y organizado su entrega hacía varias semanas estaba dando vueltas a la Luna en una órbita regular y perfecta de 271 por 97 kilómetros. Durante sus diez rotaciones previstas, la tripulación tenía la tarea de tomar fotografías de la Tierra y de la Luna, hacer mediciones del campo gravitatorio lunar y realizar una cartografía de los posibles lugares de alunizaje y de los accidentes topográficos que se hallaban a su alrededor. En cuanto a los detalles de la superficie, los astronautas debían estudiar los llamados «puntos iniciales», referencias de la Luna que los miembros de futuras misiones pudieran utilizar al iniciar la fase final de aproximación. Al explorar el Mar de la Tranquilidad, una seca llanura de lava prevista para llevar a cabo el primer alunizaje, Borman, Lovell y Anders tomaron nota de una sinuosa cresta de montaña situada justo al sudoeste del cráter Secchi. Aunque la formación global ya aparecía en los mapas trazados por los astrónomos de la Tierra, las cumbres individuales eran demasiado pequeñas para ser vistas con el telescopio. Esa clase de detalles ínfimos de la superficie eran precisamente la información que necesitarían las futuras tripulaciones cuando descendieran desde su órbita. En el mismo borde de la escarpada elevación, justo en el extremo del Mar de la Tranquilidad, Lovell descubrió una pequeña montaña triangular, lo bastante pequeña para no haber llamado la atención hasta entonces, pero suficientemente fácil de identificar para ser reconocida en el futuro por las tripulaciones que fueran allá.
—¿Habías visto esa cumbre antes? —preguntó Lovell a Borman, señalando la pequeña formación.
—No que yo recuerde.
—¿Y tú? —preguntó a Anders, árbitro de todos los asuntos topográficos.
—No —respondió Anders—, con esa forma la recordaría.
—Entonces la he descubierto yo —dijo Lovell sonriendo—. Y pienso bautizarla. ¿Qué os parece «Monte Marilyn», chicos?
Para los administradores de la NASA, eran tan importantes las tareas científicas del Apolo 8 como las obligaciones de las relaciones públicas. La Agencia había programado dos transmisiones en directo desde la órbita lunar, una a primera hora de la mañana del día de Nochebuena y otra más larga por la noche, a la hora de máxima audiencia. La transmisión de la mañana tuvo mucho público pero como todo el país estaba muy ocupado con los preparativos de última hora de Navidad, no batió récords. La de la noche, en cambio, fue todo un acontecimiento presenciado por unos cien millones de hogares. Las tres cadenas compraron el programa con derecho preferente de emisión, lo cual significaba que las audiencias de televisión de esa noche sólo podrían ver la transmisión desde la Luna. Comenzaron a emitir a las nueve y media y la nación, como casi todo el resto del planeta, lo dejó todo para verlo.
—Bienvenidos a la Luna, Houston —dijo Jim Lovell a los técnicos de la NASA y, por implicación, al mundo.
La imagen que parpadeaba en las pantallas de televisión del globo cuando Lovell empezó a hablar era una bola blanca que flotaba suspendida contra un fondo incoloro. Por debajo se veía un arco alargado y suave, curvado hacia abajo, que se desvanecía por el borde de la pantalla.
—Lo que estáis viendo —explicó Anders enderezando la cámara, flotando y agarrado a un mamparo de la nave— es una vista de la Tierra por debajo del horizonte lunar. Vamos a seguirlo un rato y después daremos la vuelta para mostraros el terreno alargado y sombreado.
—Estamos orbitando a noventa y seis kilómetros de la Luna desde hace dieciséis horas —añadió Borman mientras Anders enfocaba la lente hacia la superficie—, haciendo experimentos, tomando fotografías y encendiendo el motor de la nave para maniobrar. En el transcurso de las horas, la Luna se ha convertido en una cosa distinta para todos nosotros. Mi propia impresión es que se trata de una extensión amplísima, solitaria e impresionante de un vacío que parece formado de nubes y nubes de piedra pómez. Desde luego no sería un lugar atractivo para vivir o trabajar.
—Frank, mi impresión es similar —prosiguió Lovell—. Esta soledad es sobrecogedora. Te hace darte cuenta de lo que tienes en la Tierra.
La Tierra desde aquí es un oasis en la inmensidad del espacio.
—A mí, lo que más me ha impresionado —intervino Anders— son los amaneceres y los anocheceres lunares. El cielo es negrísimo, la Luna muy blanca y el contraste entre los dos es una vívida línea.
—En realidad —añadió Lovell—, el mejor modo de describir toda esta zona es una extensión en blanco y negro. No hay colores.
El plan de vuelo había previsto que la transmisión durara exactamente 24 minutos, durante los cuales la nave sobrevolaría el ecuador lunar de este a oeste, cubriendo unos 72 grados de su órbita de 360. Los astronautas ocuparían ese tiempo en explicar y describir, señalar, instruir e intentar transmitir con palabras y con sus granuladas fotografías todo lo que veían. El esfuerzo que hicieron fue noble.
—Esta zona no tiene muchos cráteres, así que debe de ser reciente… —dijo uno de ellos.
—Este cráter es de la variedad delta…
—Ahí hay una zona oscura, que podría ser una antigua colada de lava…
—Van a aparecer unos cráteres muy interesantes de doble anillo…
—Por la cresta de esa montaña corre una grieta sinuosa, con ángulos rectos.
Los astronautas prosiguieron mientras los espectadores, en sus casas, contemplaban las imágenes y oían sus explicaciones, digiriendo todo lo que sus sentidos y su escepticismo les permitía. Finalmente, llegó la hora de cortar la transmisión. Semanas antes del vuelo, Borman, Lovell y Anders habían discutido el mejor modo de concluir la transmisión entre dos mundos, la víspera del día más sagrado del calendario cristiano. Poco antes del día del lanzamiento llegaron a un acuerdo: en el dorso del manual de vuelo de a bordo había una hoja de papel (antiinflamable, por supuesto, todo era antiinflamable esos días) con un breve texto mecanografiado. Anders, enfocando la cámara de televisión por la ventanilla con una mano, cogió el papel con la otra y dijo:
—Nos estamos acercando al amanecer lunar y la tripulación del Apolo 8 quiere mandar un mensaje a todas las gentes de la Tierra.
—En el principio —empezó— creó Dios el Cielo y la Tierra. Y la Tierra era nada, y las tinieblas cubrían la superficie del océano… —Anders leyó lentamente cuatro líneas y después le pasó la hoja a Lovell.
—Y Dios llamó a la luz día y a la oscuridad llamó noche, y atardeció y luego amaneció: día uno… —Lovell leyó cuatro líneas más y después pasó la hoja a Borman.
—Y dijo Dios: Haya un firmamento encima de las aguas y separe unas aguas de otras… —Borman continuó hasta que llegó al final del pasaje y concluyó—. Y Dios vio que era bueno.
Cuando hubo leído la última línea, Borman bajó el papel.
—Y de parte de la tripulación del Apolo 8 —su voz chisporroteó a través de 442 000 kilómetros de espacio— nos despedimos deseándoles buenas noches, buena suerte, feliz Navidad. Que Dios bendiga a todos los hombres de buena voluntad.
En los televisores del mundo entero la imagen de la Luna se desvaneció de repente, sustituida al principio por bandas de colores, después por interferencias y luego por periodistas que resumieron rapsódicamente lo que acababan de ver ellos mismos y el resto del mundo.
Sin embargo, en la nave las cosas eran mucho menos líricas. En cuanto concluyó el programa, Frank Borman y su tripulación se pusieron en contacto con los controladores de Houston.
—¿Ha finalizado la transmisión? —preguntó Borman al Capcom Ken Mattingly.
—Afirmativo, Ocho —respondió Mattingly.
—¿Se oyó todo lo que teníamos que decir?
—Fuerte y claro. Gracias, ha sido un reportaje interesantísimo.
—Muy bien. Ahora, Ken —prosiguió Borman—, nos gustaría cuadrarlo todo para la inyección transterrestre. ¿Puedes darnos algún buen consejo como nos prometiste?
—Sí, señor. Tengo vuestra maniobra y después repasaremos todo el sistema.
Al igual que hizo Jerry Carr antes de proceder al encendido de la LOI, Mattingly les leyó los datos y las coordenadas para la inyección transterrestre, o encendido TEI. Una vez más, Lovell tecleó los datos en el ordenador, los astronautas se abrocharon los cinturones y Houston aguantó los nervios en silencio mientras transcurrían los minutos anteriores a la pérdida de contacto. A diferencia del encendido LOI, el TEI exigía que la nave navegara de proa y aumentara la velocidad en lugar de perderla. Otra diferencia con el encendido LOI era que en el TEI no habría catapulta de regreso libre que mandara la nave a la Tierra si el motor fallaba. Si la hidrazina, la dimetilhidrazina y el tetróxido de nitrógeno no se mezclaban, ardían y descargaban su energía, Frank Borman, Jim Lovell y Bill Anders se convertirían en un satélite permanente del satélite terrestre, morirían asfixiados al cabo de una semana aproximadamente, y después continuarían dando vueltas a la Luna cada dos horas, durante cientos, no, miles… no, millones, de años.
La tripulación perdió el contacto por radio y los controladores se quedaron esperando en silencio. En alguna parte, del otro lado de la masa lunar, el motor gigante de propulsión se pondría en marcha o no, y Houston no lo sabría hasta pasados 40 minutos. Control de Misión guardó silencio durante esas dos terceras partes de una hora y cuando transcurrió el último segundo, Ken Mattingly empezó a intentar comunicarse con la nave.
—Apolo 8, aquí Houston —llamó. Silencio.
Ocho segundos más tarde:
—Apolo 8, aquí Houston.
Veintiocho segundos después:
—Apolo 8, aquí Houston.
Cuarenta y ocho segundos más tarde:
—Apolo 8, aquí Houston.
Los controladores esperaron en silencio otros cien segundos y entonces, de pronto, la voz de Jim Lovell sonó exultante en sus auriculares:
—Houston, aquí Apolo 8 —dijo. Su tono revelaba que el motor se había encendido según lo previsto—. Quiero comunicaros que Santa Claus existe.
—Afirmativo —repuso Mattingly, audiblemente aliviado—. Sois los más indicados para saberlo.
La nave Apolo 8 amerizó en el Pacífico a las 10:51, hora de Houston, del 27 de diciembre. Todavía no había amanecido en la zona de rescate, a unos 1600 kilómetros al sudoeste de Hawai, y la tripulación tuvo que esperar noventa minutos en la caldeada nave, flotando, hasta que salió el Sol y el equipo de rescate pudo recogerles. El módulo de mando, después de caer al agua, volcó, en lo que la NASA llamaba «posición estable 2». («Estable 1» era boca arriba). Borman pulsó el botón que hinchaba unos globos en el vértice del cono de la nave, y ésta se enderezó.
Desde el momento en que los astronautas salieron de la nave ante las cámaras de televisión, estuvo claro que la ovación nacional que los recibiría sorprendería incluso a los más expertos publicitarios de la NASA. Borman, Lovell y Anders se convirtieron en héroes de la noche a la mañana, recibieron premio tras premio en una cena de homenaje tras otra. Fueron los «Hombres del Año» de la revista Time, hicieron un discurso ante un pleno del Congreso, desfilaron por Nueva York bajo una lluvia de cintas perforadas, fueron recibidos por el presidente saliente Lyndon Johnson y conocieron al presidente entrante, Richard Nixon. La gloria era merecida, pero al cabo de dos semanas se acabó. Cuando regresaron a la Tierra los astronautas del Apolo 8, la nación se quedó satisfecha: podían ir a la Luna; pero la pasión siguiente era pisarla. En la estela del triunfo de la misión, la Agencia decidió rápidamente que sólo necesitaría un par de vuelos más de precalentamiento para demostrar la seguridad de su equipo y sus planes de vuelo. Luego, alrededor del mes de julio, el Apolo 11, el afortunado Apolo 11, sería enviado a alunizar sobre el viejo polvo lunar. Sus tripulantes serían Neil Armstrong, Michael Collins y Buzz Aldrin, y de momento parecía que sería Neil Armstrong quien daría el primer paso histórico.
Después del Apolo 11 habría seis alunizajes más y Lovell, uno de los hombres más expertos entre las filas de los astronautas, se figuró que tendría muchas oportunidades de mandar alguno. En efecto, cuando se barajaron más adelante los equipos de pilotos, Lovell, con los noveles Ken Mattingly y Fred Haise, fueron nombrados tripulación suplente del Apolo 11, y primera tripulación del Apolo 14, cuyo alunizaje estaba previsto realizarlo en octubre de 1970. En menos de dos años, Lovell regresaría al pequeño planetoide rocoso que acababa de orbitar y daría por fin el paseo lunar que había motivado su adhesión al programa. Después de aquello, se retiraría. Sin embargo, hubo un pequeño problema en los planes. El vuelo inmediatamente anterior al de Lovell, el Apolo 13, debía ser tripulado por Alan Shepard, Stuart Roosa y Edgar Mitchell. Shepard, el primer norteamericano que salió al espacio, ya era un símbolo nacional desde el 5 de mayo de 1961, cuando voló en la diminuta cápsula Mercury, en una misión suborbital de quince minutos. Desde entonces había tenido que permanecer en tierra a causa de un rebelde problema en el oído interno que le afectaba el equilibrio. En sus ansias por recobrar su antigua actividad profesional de vuelo, Shepard había recurrido recientemente a un nuevo procedimiento quirúrgico para corregir su desorden y, después de conspirar intensamente en el seno de la Agencia, consiguió que le asignaran una misión lunar. Pero tras un paréntesis de nueve años en tierra, Shepard no tardó en comprender que necesitaría algo más de tiempo para ponerse al día. Antes de que se decidieran los equipos de las tripulaciones, Deke Slayton se puso en contacto con Jim Lovell y le preguntó si le importaría mucho modificar ligeramente sus planes. ¿Qué le parecería cederle el Apolo 14 a Shepard y pilotar él el Apolo 13? Deke le dijo que aquello significaría mucho para Al y además aseguraría el éxito de ambas misiones. Lovell se encogió de hombros. Por supuesto, contestó. ¿Por qué no? Confió a Slayton francamente que estaba deseando regresar a la Luna y adelantar seis meses el viaje le parecía perfecto. Un alunizaje era tan bueno como otro cualquiera y ¿qué diferencia podía haber entre el Apolo 13 y el Apolo 14, aparte del número?