Jim Lovell estaba cenando en la Casa Blanca cuando su amigo Ed White murió carbonizado.
En realidad, Lovell no estaba cenando, sino picando canapés y bebiendo zumo de naranja y un vino poco memorable, servidos en mesas cubiertas con manteles de hilo en la Sala Verde. Pero, como ya se había puesto el Sol y oficialmente no se había especificado otra hora para comer ese día, aquello era lo más parecido a una cena que podría tomar Lovell.
Y en realidad, tampoco Ed White murió carbonizado. El humo lo mató mucho antes que las llamas. Según los cálculos, él, su comandante Gus Grissom y su compañero Roger Chaffee tardaron sólo quince segundos en sucumbir envenenados por los gases tóxicos. Aunque, a fin de cuentas, debió de ser lo mejor. Nadie sabía exactamente qué temperaturas se habrían alcanzado en la cabina, pero con una atmósfera alimentada por oxígeno puro al ciento por ciento, probablemente el termómetro habría subido a más de 760 grados. A esas temperaturas, el cobre se pone al rojo, el aluminio se funde y el cinc arde. Gus Grissom, Ed White y Roger Chaffee, frágiles compuestos de piel, pelo, carne y huesos, no tuvieron la menor oportunidad.
Jim Lovell no podía saber qué les estaba sucediendo a los tres en aquel preciso instante. Pronto lo sabría, pero en ese momento no. En ese instante, Lovell estaba muy ocupado en su tarea, que consistía en pasear, relacionarse y estrechar manos. Había docenas de dignatarios reunidos alrededor del cóctel que ofrecía la Casa Blanca, y Lovell tenía la misión de saludar al mayor número posible de ellos. La invitación que Lovell había recibido por correo era muy específica en ese punto:
«Salas Verde y Azul, para saludar a los embajadores personalmente», decía. No decía: «Se le invita a comer», ni «Se le invita a pasarlo bien». Decía, en otras palabras: «Se le invita, si quiere saberlo, para trabajarse a la multitud».
Lovell ya estaba acostumbrado a esa clase de veladas, desde luego, y el candor de la invitación no fue ninguna sorpresa. No era más que lo que él y sus colegas del cuerpo de astronautas llamaban «pasar por el tubo»: aquellas ocasiones en que algún jefe de Estado o alguna Cámara de Comercio necesitaban exhibir a un astronauta en una recepción y la NASA mandaba a un par de ellos a la fiesta, para que posaran en las fotos con el anfitrión y repartieran buenos deseos en general. Todos los astronautas servían para ese propósito, pero Lovell era especialmente hábil. Con su metro noventa de estatura y sus setenta y siete kilos de peso, su aspecto típico del Medio Oeste proyectaba una imagen del astronauta arquetípico, perfecto para las personalidades que sólo querían una buena foto para colgar de la pared de su despacho.
Esa tarde habría menos posibilidades que otras veces para hacer tales fotos. La invitación les convocaba puntualmente a las cinco y catorce minutos de la tarde, decía realmente a las 17:14 horas, y el acto debía concluir no más tarde de las siete menos cuarto. No estaba muy claro qué era lo que la Casa Blanca deseaba realizar en aquellos sesenta segundos extras previos a la reunión, pero Lovell y sus cuatro colegas habían ido allí a trabajarse a la multitud durante 91 minutos y después serían libres para salir a disfrutar de Washington.
A decir verdad, si Lovell tenía que pasar por el tubo durante hora y media más o menos, había peores sitios que la Casa Blanca. Asistía Lyndon Johnson, que siempre estaba espléndido en aquellas sesiones de picoteo y palique, y Lovell, por su parte, tenía ganas de saludar al presidente. Ya se habían conocido, hacía cosa de un mes, cuando Lovell y su copiloto Buzz Aldrin fueron invitados al rancho del presidente para recibir una medalla y escuchar un discurso después del amerizaje del Gemini 12 en el Atlántico, que puso el broche a las diez misiones triunfales de la pequeña nave tripulada por dos hombres.
En lo más hondo de su corazón, Lovell pensaba que tal vez no se merecieran una medalla, y aunque no era muy diplomático decirlo, lo pensaba. No es que el vuelo no hubiera sido una enorme hazaña; que lo fue. Ni que no hubiera logrado con creces todos los objetivos previstos; los logró. Pero los nueve vuelos anteriores también habían cumplido todos sus objetivos, y de no ser por toda la experiencia astronáutica acumulada en los Gemini 3 a 11, el Gemini 12 nunca habría logrado nada. Sin embargo, a Johnson le gustaba el teatro y cuando terminó la última misión de los Gemini, cuando Lovell acopló su nave con una Agena no tripulada con la misma soltura que si estuviera aparcando un Pontiac; y cuando Buzz salió al exterior y se montó a caballo de la Agena como un pajarito sobre el lomo de un rinoceronte, el presidente se quedó cada vez más complacido con su multimillonario programa espacial. En cuanto Lovell y Aldrin amerizaron, Johnson convocó a los fotógrafos y a los cronistas y reunió a los héroes en una ceremonia propia de la hospitalidad del sur de Tejas.
Desde entonces, Lovell tenía debilidad por el presidente y se contaba entre sus admiradores más entusiastas. Aunque no hubiera ningún jefe del ejecutivo allí esa tarde, merecía la pena asistir a la recepción. El propósito de la reunión era celebrar la firma de un tratado, muy debatido y de nombre prosaico: «Tratado sobre los Principios Rectores de las Actividades Nacionales para la Exploración y el Uso del Espacio Exterior». En cuanto a tratados, Lovell sabía que aquél no tema nada de particular; no era el Tratado de Versalles, ni Appomattox, y tampoco una prohibición de realizar pruebas nucleares. Era uno de esos tratados que se hacían porque, como dicen los diplomáticos, «había que poner algo por escrito».
Ese algo tenía relación con el espacio: concretamente, con los límites que definen el espacio. Desde que la primera protonación había trazado la primera línea en el suelo de la primera sabana habitada, los países habían ido extendiendo constante y ávidamente sus fronteras.
Primero fue un círculo alrededor de una hoguera, después una zona desde el asentamiento hasta la costa y posteriormente, desde la costa hasta una línea imaginaria en el mar, a tres millas. En los últimos diez años, desde los albores de la era espacial, las tres millas se habían convertido en doscientas, la horizontal había cambiado por la vertical, y la mayor parte de las naciones del mundo habían estado discutiendo cómo había que seguir trazando líneas en esa exótica frontera y si eso era conveniente.
El acuerdo firmado ese día por más de cinco docenas de países regulaba que no hubiera tales líneas. Entre sus cláusulas se garantizaba que el espacio exterior permanecería definitivamente no militarizado, que ningún país establecería órbitas espaciales propias y que nunca se reclamarían territorios de la Luna, Marte o cualquier otro lugar al que pudieran llegar algún día los cohetes de la humanidad. Sin embargo, para Lovell y los colegas que le acompañaban esa tarde, era más importante el artículo V del documento, la cláusula relativa a la seguridad de los viajeros espaciales, puesto que garantizaba que cualquier astronauta o cosmonauta que se desviara de su curso y amerizara en algún océano hostil o se estrellara en algún trigal hostil no sería retenido ni encerrado por las fuerzas armadas del país violado. En cambio, se les trataría como «enviados de la humanidad» y se les «devolvería sanos y salvos al país de origen de su vehículo espacial».
La NASA había elegido cuidadosamente a su delegación de astronautas para esa ocasión. Además de Lovell, que había volado dos veces en el Programa Gemini, estaba Neil Armstrong, un veterano piloto de pruebas de la NASA, cuyo único vuelo en el Gemini 8 por poco había terminado en desastre, hacía diez meses, cuando uno de sus propulsores se desprendió súbitamente e hizo que su nave empezara a girar vertiginosamente a 500 revoluciones por minuto, obligando a los controladores de vuelo a abortar la misión y a hacerlo amerizar en el mar o en la charca más cercana que encontraron. También estaba allí Scott Carpenter, cuyo vuelo en el Mercury casi se había ido al garete cinco años atrás porque se entretuvo demasiado en su órbita final, tonteando con algún experimento astronómico, alineó incorrectamente los retropropulsores y amerizó en el Atlántico a casi 500 kilómetros del lugar donde le esperaba el equipo de rescate. Mientras la Armada rastreaba el mar, el segundo astronauta americano que había estado en órbita alrededor de la Tierra se hallaba flotando alegremente en su balsa salvavidas, mordisqueando su ración de galletas y escrutando el horizonte en busca de un barco donde esperaba fervientemente que ondeara la bandera de barras y estrellas.
Tanto Armstrong como Carpenter podían haber necesitado la protección del tratado en sus misiones e, indudablemente, la NASA lo tenía en cuenta al mandarles allí esa tarde. La presencia de los otros dos componentes de la delegación, Gordon Cooper y Dick Gordon, era menos explicable, aunque probablemente la NASA sólo lo había echado a suertes y escogió los dos primeros nombres que salieron.
Johnson saludó brevemente a Lovell en cuanto empezó la recepción, un saludo muy breve, muy distinto de la adulación de un mes antes.
Después, Lovell remoloneó hacia la mesa del buffet a coger un bocadillo y a vigilar el campo minado de dignatarios que evolucionaban en derredor.
Había mucho trabajo en la sala. Estaba Kurt Waldheim, de Austria; de Gran Bretaña, el embajador Patrick Dean; de la embajada soviética, Anatoly Dobrynin; y de Estados Unidos, Dean Rusk, Averell Harriman y Arthur Goldberg. La presencia de tantos personajes geopolítica también era un aliciente para los legisladores del Capitolio. Estaban el líder de la minoría del Senado, Everett Dirksen, el senador por Tennessee, Al Gore Sr., y los senadores por Minnesota, Eugene McCarthy y Walter Mondale, así como otros pesos pesados de Washington que se habían agenciado una invitación.
Cuando estaba a punto de vadear a la multitud, Lovell advirtió que tenía a Dobrynin justo a su derecha. El embajador soviético tenía una sólida reputación entre los astronautas que lo conocían. Se decía que era un consumado estudiante de los programas espaciales tanto estadounidenses como soviéticos, un tipo sociable y de buen talante que hablaba inglés de primera, un hombre que, en conjunto, no encajaba en absoluto con la imagen que uno pudiera tener de un representante de la superpotencia socialista. Lovell le tendió la mano.
—Señor embajador… Soy Jim Lovell —le dijo.
El embajador le sonrió.
—Ah, Jim Lovell. Encantado de conocerle. Usted es… em… —le dijo Dobrynin.
La expectante frase sin terminar de Dobrynin, por supuesto, era una clave para que Lovell dijera «astronauta», después de lo cual Dobrynin asentiría con gran convicción y sonreiría encantado, como diciendo: «Sí, sí, ya sé quién es usted, es que no me salía la palabra en inglés». Lovell sospechaba que lo mismo podía haber dicho «jugador de béisbol», «escultor» o «luchador profesional», y Dobrynin habría reaccionado igual.
—Astronauta, señor embajador —le dijo.
—Sí, es usted el que acaba de regresar —respondió Dobrynin inmediatamente—. Un viaje espléndido, una verdadera hazaña.
Lovell sonrió, impresionado.
—Bueno, estamos trabajando mucho para no quedarnos atrás.
—Tal vez algún día no tengamos que competir tanto —dijo Dobrynin—. Tal vez este tratado sea el primer paso hacia una colaboración pacífica.
—Esperamos que así sea. Sería estupendo que toda la humanidad pudiera explorar la Luna algún día.
—No sé si podré ir a la Luna —dijo el diplomático—, pero no me sorprendería que fuera usted.
—Para eso estoy trabajando —contestó Lovell.
—Pues muchísima suerte.
Después, el embajador le estrechó la mano y se sumergió en la muchedumbre, dedicándose a hechizar a otra gente.
Lovell se volvió hacia el otro lado y distinguió a Hubert Humphrey sumido en una conversación con Carpenter y Gordon. Mientras se acercaba, oyó la voz nasal de Humphrey, con su simpatía característica.
—Este tratado es un hito, un verdadero hito —decía da Humphrey mientras Lovell se les acercaba—. Todo el mundo ha ganado, hasta los países que no tienen programa espacial, porque ahora las superpotencias no militarizarán las áreas del espacio.
—Los astronautas siempre han pensado que era una gran idea —dijo Carpenter, haciéndose eco del discurso de la NASA, aunque él la apoyaba firmemente—. Durante mucho tiempo ha existido una gran camaradería entre los astronautas americanos y rusos. Nosotros siempre hemos pensado que la exploración pacífica del espacio es más importante que cualquier país.
—Mucho más importante —coincidió Humphrey.
—Lo que más nos preocupa a los astronautas —intervino Lovell, después de presentarse—, es la cuestión de la seguridad. Sería estupendo pensar que podemos sobrevolar cualquier país… incluso un país hostil, y tener la garantía de que seríamos recibidos cordialmente si tuviéramos que abortar la misión.
—Ése es uno de los mayores objetivos de este tratado —repuso el vicepresidente—. La seguridad de todos ustedes.
Los astronautas siguieron charlando informalmente con Humphrey un minuto o dos, lo suficiente para dejar constancia en la administración de que los embajadores bienintencionados de la NASA estaban cumpliendo su cometido, pero también lo bastante breve para conceder a los demás convidados la oportunidad de hablar con el vicepresidente. Cuando los tres estaban a punto de dispersarse para saludar a otras personalidades, Lovell, de repente, se turbó. La mención de la seguridad de los astronautas le recordó algo que le preocupaba.
—¿A qué hora iniciaban la cuenta atrás en el Cabo hoy? —preguntó Lovell a Gordon mientras se alejaban.
—A primera hora de la tarde —repuso Gordon.
Lovell consultó su reloj, eran poco más de las seis.
—Entonces deben de estar terminando. Bien, bien —añadió.
La prueba que preocupaba a Lovell no era tan insignificante. Ese día, la NASA tenía previsto realizar un simulacro a gran escala de la cuenta atrás de la primera misión de la nave Apolo, que estaba planeada para partir tres semanas más tarde. Si las cosas habían salido según los cálculos, en ese mismo instante los tres astronautas estarían embutidos en sus trajes espaciales, sentados en sus asientos con el cinturón abrochado y encerrados en la cabina del módulo de mando, herméticamente sellado en una atmósfera de 1,125 kilogramos por centímetro cuadrado de oxígeno puro. Lovell había realizado esa prueba incontables veces en su entrenamiento para la misión en el Gemini 12, su vuelo de dos semanas en el Gemini 7 y las otras dos misiones Gemini en las que había participado como astronauta suplente. No había ningún peligro inherente en una prueba de cuenta atrás. Y sin embargo, si se le preguntaba a alguien en la Agencia, la respuesta sería que estaban impacientes por acabar.
El problema no eran los astronautas, por supuesto. El comandante, Gus Grissom, ya había salido al espacio en los programas Mercury y Gemini y había pasado docenas de veces por esos simulacros de cuenta atrás. El piloto, Ed White, había volado en un Gemini y también tenía entrenamiento de sobra. Incluso el segundo piloto, Roger Chaffee, que todavía no se había estrenado, estaba rigurosamente formado en el arte de las simulaciones de vuelo. No, lo preocupante en aquel ejercicio era la nave.
La nave Apolo, según las opiniones más tolerantes, se asemejaba a la Edsel. En realidad, entre los astronautas, se la consideraba aún peor que la Edsel, es decir, era una cafetera, aunque una cafetera básicamente inofensiva. El Apolo era verdaderamente peligroso. En las primeras pruebas de la nave, la tobera de su motor gigantesco, el mismo que habría de funcionar perfectamente para poner el módulo lunar en órbita y después devolverlo a la Tierra, se estremeció como una taza de té cuando los mecánicos intentaron ponerlo en marcha. Durante un simulacro de amerizaje, la pantalla térmica de la nave se había rajado de parte a parte, haciendo que el módulo de mando se hundiera como un yunque de 35 millones de dólares hasta el fondo de la piscina de pruebas de la factoría. El sistema de control ambiental ya había experimentado 200 fallos individuales; la nave en su conjunto ya había acumulado unos 20 000. Durante una de las pruebas de control en la factoría, Gus Grissom, asqueado, abandonó el módulo de mando, dejando un limón encaramado en lo alto.
Según los rumores, el día anterior por la tarde todo aquello había llegado al colmo. Durante la mayor parte del día, Wally Schirra, un veterano del Mercury y del Gemini, y comandante de la tripulación de reserva que sustituiría a Grissom, White y Chaffee si les ocurría algo, había realizado una prueba idéntica de cuenta atrás con sus tripulantes Walt Cunningham y Donn Eisele. Cuando el trío abandonó la nave, sudoroso y fatigado tras seis largas horas, Schirra dejó bien claro que no estaba satisfecho con lo que había visto.
—No sé, Gus —dijo Schirra más tarde al reunirse con Grissom y el director del Programa Apolo, Joe Shea, en la residencia de astronautas del Cabo—, no puedo señalar nada en concreto que funcione mal en la nave, pero me siento incómodo. No suena bien…
Decir que una nave no «sonaba» bien era uno de los informes más inquietantes que podía dar un piloto de pruebas. El término conjuraba la imagen de una campana ligeramente agrietada que parece más o menos intacta en la superficie, pero que emite un chasquido sordo en lugar de un resonante gong cuando la golpea el badajo. Era mejor que la nave se hiciera pedazos al intentar ponerla en vuelo, que la tobera del motor se cayera o que los propulsores se rompieran; al menos entonces uno sabía a qué atenerse. Pero una nave que solamente no sonaba bien podía engañar de mil maneras distintas e insidiosas.
—Si tenéis algún problema —dijo Schirra a su colega—, yo de vosotros saldría de ahí.
Grissom se quedó indudablemente preocupado con la declaración de Schirra, pero reaccionó con sorprendente tranquilidad ante su advertencia.
—Ya le echaré un vistazo.
El problema, como todo el mundo sabía, era que Gus estaba loco por volar. Claro que la nave tenía pegas, pero para eso estaban los pilotos de pruebas, para descubrir las pegas y resolverlas. E incluso si había un problema en la nave, «salir», como había sugerido Schirra, no sería tan fácil. La escotilla del Apolo era un conglomerado de tres capas diseñado más para mantener la integridad de la nave que para permitir una salida cómoda. El recubrimiento interior estaba dotado de un mecanismo de transmisión sellado, una barra de soporte para el dispositivo y seis pestillos que encajaban en el tabique del módulo. La capa siguiente era aún más complicada porque tenía manivelas, rodillos, palancas y una cerradura central con veintidós pestillos. Antes del lanzamiento, toda la nave se cubría con una «funda de protección contra la presión», un blindaje exterior que protegía la nave de las presiones aerodinámicas de la ascensión. Dicha cubierta debía desprenderse mucho antes de que la nave se pusiera en órbita, pero hasta entonces suponía otra barrera más entre los astronautas del interior y el equipo de rescate del exterior. Aun en las circunstancias más favorables, entre los astronautas y el equipo de rescate podrían abrir las tres escotillas en unos noventa segundos. En condiciones adversas, podía tardarse mucho más.
Lovell, que estaba en la Sala Verde de la Casa Blanca, consultó su reloj. La prueba habría terminado al cabo de media hora, más o menos, y sería un alivio saber que sus compañeros estaban fuera de esa nave.
A 1800 kilómetros de allí, en la costa de Florida, la cuenta atrás no estaba saliendo bien. Desde el momento en que los astronautas se abrocharon el cinturón de sus asientos, sobre la una de la tarde, hora de Cabo Cañaveral, la nave Apolo había empezado a superar las peores expectativas que sus críticos habían vaticinado. Cuando Grissom conectó el tubo flexible de su traje espacial al suministro de oxígeno del módulo de mando, advirtió un agrio olor que penetraba en su casco, aunque pronto se disipó y el equipo de control ambiental prometió revisarlo. Poco después, a lo largo de la tarde, se produjeron otros problemas en el sistema de comunicaciones tierra-aire. Las transmisiones de Chaffee eran más o menos nítidas; las de White eran cuanto menos, irregulares; las de Grissom chisporroteaban y crujían como un intercomunicador de juguete cuando transmite durante una tormenta eléctrica.
—Pero ¿cómo queréis que nos entendamos desde la Luna si no podemos siquiera comunicarnos desde la pista de despegue hasta el blocao? —gritó el comandante a través de los ruidos estáticos de la comunicación.
Los técnicos prometieron que lo revisarían.
Alrededor de las 18:20, hora de Florida, faltaban sólo diez minutos de cuenta atrás, y hubo que parar momentáneamente el reloj mientras los ingenieros resolvían el problema de las comunicaciones y otros pequeños inconvenientes. Como cualquier lanzamiento real, ese simulacro era controlado desde Cabo Cañaveral y desde el Centro de Operaciones Espaciales Tripuladas de Houston. El protocolo exigía que el equipo de Florida dirigiera el espectáculo desde la cuenta atrás hasta el lanzamiento, cuando las campanas del propulsor auxiliar salían de la torre; después cedían el bastón de mando a Houston.
En Florida estaban dirigiendo el cotarro Chuck Gay, director de Pruebas Espaciales, y Deke Slayton, uno de los siete primeros astronautas del Mercury.
Slayton se había quedado en tierra a causa de una arritmia cardíaca antes de tener oportunidad de viajar al espacio, pero había conseguido sacarle el jugo a esa contrariedad y ser nombrado director de Operaciones Tripuladas, es decir, astronauta jefe, mientras conspiraba insistente y calladamente para recuperar la condición de navegante. Slayton tenía tanta alma de astronauta que esa mañana, cuando habían empezado a estropearse las comunicaciones desde la nave, se había ofrecido a ir personalmente hacia allí, acurrucarse en la zona de almacenamiento, a los pies de los astronautas, y quedarse allí durante toda la prueba para ver si lograba solucionar él mismo el problema de los ruidos estáticos de la comunicación tierra-aire. Sin embargo, los directores de pruebas finalmente vetaron la idea y Slayton tuvo que permanecer sentado frente a la consola de Stu Roosa, el comunicador con la cápsula, o Capcom. En Houston, el supervisor, como muchos otros días, era Chris Kraft, director adjunto del Centro Espacial de Operaciones Tripuladas, que ya había actuado como director de vuelo de las seis operaciones Mercury y en las diez Gemini.
Kraft, Slayton, Roosa y Gay estaban ansiosos por superar el ejercicio. Los astronautas se habían pasado más de medio día tumbados boca arriba, bajo el peso de sus propios cuerpos y sus pesados trajes espaciales, en unas literas diseñadas no para la carga opresiva de la gravedad terrestre, sino para la ligereza ingrávida del espacio. A los pocos minutos se pondría en marcha de nuevo la cuenta atrás, completarían su lanzamiento simulado y después sacarían a sus hombres de allí.
Pero no fue así. El primer signo de que algo fallaba en la prueba de rutina fue momentos antes de que volvieran a poner en marcha el cronómetro, a las 18:31 horas, cuando los técnicos que observaban por la pantalla el interior del módulo de mando advirtieron un súbito movimiento por el ojo de buey de la escotilla, una sombra que cruzó rápidamente la pantalla. Los controladores, que estaban acostumbrados a los movimientos pausados de los astronautas bien entrenados, quienes superaban pacientemente las familiares pruebas de cuenta atrás, pegaron la frente a la pantalla. Cualquier persona que no tuviera un monitor delante o que estuviera en la torre de montaje, que más bien parecía un andamio que rodeaba la nave Apolo y su propulsor auxiliar de 74 metros, no habría advertido nada. Pero un instante después, una voz resonó desde el morro del cohete.
—¡Fuego en la nave espacial! —era Roger Chaffee, el novato, gritando.
En la torre de montaje, James Gleaves, el técnico mecánico que controlaba el circuito de comunicaciones por sus auriculares, se volvió sobresaltado y echó a correr hacia la Sala Blanca que conducía directamente del nivel superior de la torre a la nave. En el blocao, Gary Propst, un técnico de control de comunicaciones, miró instantáneamente la pantalla superior izquierda, que estaba conectada a una cámara de la Sala Blanca y creyó… creyó distinguir un vago resplandor por el ojo de buey de la escotilla. En la consola del Capcom de Cabo Cañaveral, Deke Slayton y Stu Roosa, que habían estado repasando los planes de vuelo, miraron su monitor y creyeron ver algo parecido a una llama lamiendo la junta de la escotilla.
En una consola cercana, el supervisor ayudante de pruebas William Schick, responsable de llevar el diario de vuelo de cualquier acontecimiento insignificante en el transcurso de la cuenta atrás, miró inmediatamente el reloj de vuelo y después anotó cuidadosamente: «18.31: fuego en la cabina».
Por la línea de comunicaciones resonaron las mismas palabras procedentes de la nave:
—¡Fuegos en la cabina! —gritó Ed White por su radio defectuosa.
El médico aeronáutico observó su consola y descubrió que las pulsaciones de White se habían acelerado dramáticamente. Los oficiales de control ambiental examinaron sus lecturas y advirtieron que los detectores de la nave recogían furiosos movimientos dentro de la nave. En la torre, Gleaves oyó un repentino silbido procedente del módulo de mando, como si Grissom hubiera abierto el orificio de ventilación de oxígeno para, descargar la atmósfera de la cabina, precisamente lo que uno haría para asfixiar un incendio. Cerca, el técnico de sistemas Bruce Davis vio que empezaban a brotar llamas del costado de la nave, junto al cordón umbilical que la conectaba a los sistemas de tierra. Un instante más tarde, las llamas empezaron a bailar sobre el propio cordón umbilical. Ante su monitor del blocao, Propst vio de repente las llamas por el ojo de buey; del otro lado, también vio un par de brazos que por su posición, tenían que ser los de White, tendiéndose hacia la consola, manipulando algo.
—¡Fuego! ¡Sacadnos de aquí! —gritó Chaffee, por el único canal de radio perfectamente audible.
Por la izquierda de la pantalla de Propst, un segundo par de brazos, seguramente los de Grissom, aparecieron por el ojo de buey. Donald Babbitt, jefe de la plataforma de lanzamiento, cuya mesa estaba sólo a tres metros de la nave, en el nivel superior de la torre, el 8, gritó a Gleaves:
—¡Hay que sacarlos de ahí! —Mientras Gleaves se precipitaba a la escotilla, Babbitt se volvió para coger su aparato de comunicaciones torre-blocao.
En ese preciso instante, una densa nube de humo emergió del costado de la nave. Justo por debajo, un conducto diseñado para la expulsión de vapor empezó a vomitar llamas.
Desde el blocao, Gay, director de pruebas, llamó a los astronautas en tono disciplinado.
—Tripulación, salid.
No obtuvo respuesta.
—Tripulación, ¿podéis salir en este momento?
—¡Volad la escotilla! —gritó Propst a nadie en particular—. ¿Por qué no vuelan la escotilla?
A través del humo de la torre, alguien gritó:
—¡Va a estallar!
—Despejad el nivel —respondió otra voz.
Davis se volvió y echó a correr hacia la puerta sudoccidental de la torre. Creed Journey, otro de los técnicos, se tiró al suelo, y Gleaves se alejó cautelosamente de la nave. Babbitt se quedó en su mesa, empeñado en comunicarse con el blocao. En el suelo, la consola de control ambiental registraba una presión en la cabina de dos kilogramos por centímetro cuadrado, dos veces la del nivel del mar, y la temperatura rebasaba la escala. En ese momento, se oyó un crujido, luego un rugido y finalmente una explosión de un calor atroz, y la nave Apolo 1, la nave insignia americana a la Luna, de repente se rindió a su infierno interior y se rajó por las juntas como un neumático gastado. Habían pasado catorce segundos desde el primer grito de alarma de Chaffee.
A unos cuatro metros del módulo de mando del Apolo, Donald Babbitt sintió la onda expansiva de la explosión. Era tan fuerte que le derribó de espaldas, y sintió la ola de calor como si alguien hubiera abierto súbitamente la puerta de un horno gigantesco. Glóbulos de metal fundidos y pegajosos salieron disparados de la nave, salpicaron su bata blanca de laboratorio y le quemaron la camisa que llevaba debajo. Los papeles de su mesa se achicharraron y se retorcieron. Cerca de allí, Gleaves fue arrojado hacia atrás contra una puerta de emergencia de color naranja, que, según descubrió, estaba mal instalada y se abría hacia dentro, no hacia fuera. Davis, que se alejaba de la nave, sintió un viento abrasador a su espalda.
En la emisora del Capcom, Stu Roosa, frenético, intentaba comunicarse por radio con los astronautas, mientras Deke Slayton agarraba a los médicos por el cuello:
—¡Salid a la plataforma! ¡Os necesitan allí!
En Houston, Chris Kraft, impotente, veía y oía el caos de la torre de montaje y sintió la extraña impresión de no tener idea de lo que estaba ocurriendo a bordo de una de sus naves.
—¿Por qué no los sacan de ahí? —les preguntó a sus controladores y a los técnicos—. ¿Por qué no los saca nadie?
En la estación del asistente del supervisor de pruebas, Schick escribió en su diario: «18.32: el jefe de la plataforma ordena que se ayude a la tripulación a salir».
En el nivel 8 de la torre, Babbitt se levantó de su mesa, salió corriendo hacia el ascensor y agarró a un técnico de comunicaciones.
—¡Di al supervisor de pruebas que hay fuego! —le gritó—. Necesito inmediatamente bomberos, ambulancias y equipo.
Después Babbitt regresó precipitadamente y agarró a Gleaves y a los técnicos de sistema, Jerry Hawkins y Stephen Clemmons. El jefe de la plataforma no veía por dónde se había roto la nave, lo cual significaba que la grieta podía no dar acceso al interior de la cabina, y eso significaba que sólo había una vía para llegar hasta los astronautas.
—Hay que quitar la escotilla —gritó a sus ayudantes—. ¡Tenemos que sacarlos de ahí!
Los cuatro hombres cogieron unos extintores y penetraron en la nube negra que vomitaba la nave. Disparando casi a ciegas con los extintores, asfixiaron un poco las llamas, pero el humo negro y las densas nubes tóxicas eran una combinación mortífera y los hombres retrocedieron rápidamente. A su espalda, en la estación de suministros, el técnico de sistemas L. D. Reece encontró una reserva de máscaras antigás y las repartió entre el personal de la plataforma de lanzamiento, que se estaba asfixiando. Gleaves intentó despegar la tira de cinta adhesiva que activaba la máscara y advirtió con incongruente claridad que la cinta era del mismo color que el resto de la máscara y por lo tanto era casi imposible distinguirla con la densidad del humo. («Recuerda dar parte para la próxima vez. Sí, tengo que acordarme de dar parte»). Babbitt logró activar su máscara y ponérsela, y descubrió que formaba el vacío contra su cara, lo cual hacía que la goma se le clavara incómodamente, impidiéndole apenas respirar. Se arrancó la máscara y probó otra; y descubrió que aquélla funcionaba tan sólo un poco mejor.
Los hombres de la plataforma penetraron en el humo y empezaron a forcejear con la escotilla durante el tiempo que el calor, los humos y las defectuosas máscaras antigás se lo permitieron. Después se alejaron de allí, tambaleándose, jadeando y tosiendo hasta llegar a una zona parcialmente más limpia donde recobraron aliento para intentarlo de nuevo. En los niveles inferiores de la torre ya había corrido la voz de que arriba se estaba produciendo un pandemónium de llamas. En el nivel 6, el técnico William Schneider oyó los gritos de fuego de los pisos superiores y corrió hasta el ascensor para subir al nivel 8. Sin embargo, la cabina acababa de arrancar, y Schneider se dirigió a la escalera.
Mientras subía, descubrió que las llamas estaban empezando a bajar a los niveles 7 y 6, e iban a alcanzar el módulo de servicio de la nave. Cogió un extintor y empezó, casi inútilmente, a rociar con dióxido de carbono las compuertas que daban a los propulsores del módulo. En el nivel 4, el técnico mecánico William Medcalf oyó los gritos de alarma y se metió en otro ascensor para alcanzar el nivel 8. Cuando llegó a la Sala Blanca y abrió la puerta, no estaba preparado para el muro de calor y humo y el espectáculo de hombres asfixiados que lo recibieron. Se abalanzó hacia la escalera, bajó al nivel inferior y regresó con un puñado de máscaras antigás. Cuando llegó, se encontró con Babbitt, con los ojos desorbitados y tiznado de hollín, que le gritó:
—¡Dos bomberos ahora mismo! ¡Los astronautas están dentro y quiero que los saquen ahora mismo!
Medcalf transmitió la alarma a la estación de bomberos del Cabo, alertándoles de que necesitaban camiones en el complejo de lanzamiento 34; le respondieron que ya habían salido tres unidades. Cuando Medcalf regresó a la Sala Blanca, casi tropezó con el personal de la plataforma de lanzamiento que, tras abandonar sus máscaras malas y porosas, avanzaban a gatas hacia y desde la nave, justo por debajo del nivel del denso humo, manipulando los cierres de la escotilla hasta que no aguantaban más. Gleaves estaba casi inconsciente y Babbitt le ordenó que se retirara del módulo de mando. Hawkins y Clemmons no estaban mucho mejor, y Babbitt echó un vistazo a la sala, distinguió a otros dos técnicos y les indicó que se metieran en la nube.
Tardaron varios minutos en abrir la escotilla, y sólo en parte, apenas una abertura de unos quince centímetros por la parte superior. Sin embargo, aquello bastó para que saliera una exhalación final de calor y humo del interior de la nave que reveló que el fuego por fin se había consumido. Con unas cuantas sacudidas y manipulaciones más, Babbitt logró desenganchar la escotilla y la dejó caer en el interior de la cabina, entre la cabecera de las literas de los astronautas y la pared. Después, él cayó hacia fuera, exhausto.
El técnico de sistemas Reece fue el primero que se asomó a las fauces del Apolo achicharrado. Metió la cabeza dentro, nerviosamente, y vio a través de la oscuridad las luces de emergencia parpadeando en el panel de instrumentos, así como un débil foco interior encendido en el lado del comandante. Aparte de eso no vio nada, ni siquiera a la tripulación. Pero oyó algo; Reece estaba seguro de que había oído algo. Se inclinó hacia dentro y tocó la litera central, el puesto de Ed White, pero sólo encontró tela chamuscada. Se quitó la máscara y gritó al vacío:
—¿Hay alguien ahí? —no obtuvo respuesta—. ¿Hay alguien ahí?
Clemmons, Hawkins y Medcalf, provistos de linternas, apartaron a Reece. Los tres hombres recorrieron con los haces de luz el interior de la cabina, pero tenían los ojos irritados por el humo y no distinguieron nada más que una sábana de cenizas sobre las literas de los astronautas.
Medcalf retrocedió y tropezó con Babbitt. Estaba asfixiado.
—No queda nada dentro —dijo al jefe de la plataforma de lanzamiento.
Babbitt penetró en el interior. La gente se arremolino alrededor de la nave, e introdujeron más luces en su interior. Acomodando un poco la vista, Babbitt vio que seguramente había algo dentro. Justamente enfrente de él estaba Ed White, tumbado de espaldas, con los brazos por encima de la cabeza, intentando alcanzar la escotilla. A la izquierda se veía a Grissom, ligeramente vuelto en dirección a White, con los brazos extendidos hacia la escotilla, igual que su segundo de a bordo. Roger Chaffee no aparecía y Babbitt supuso que probablemente se habría quedado aprisionado en su litera. Las instrucciones de salida de emergencia exigían que el comandante y el piloto abrieran la escotilla, mientras el tercer tripulante permanecía en su asiento. Sin duda Chaffee estaba allí, esperando paciente y eternamente que sus compañeros terminaran su tarea. Desde detrás del grupo, James Burch, del servicio de bomberos de Cabo Kennedy, se abrió camino hacia la nave. Burch ya había presenciado otras escenas como aquélla, los otros hombres no. Los técnicos, que se ganaban la vida manipulando las mejores máquinas que la ciencia pudiera concebir, dejaron paso respetuosamente al hombre que se hacía cargo de todo cuando una de esas máquinas sufría algún desastre.
Burch se coló por la escotilla hasta el interior de la cabina y, sin saberlo, se detuvo encima de White. Enfocó con su linterna el panel de instrumentos chamuscado y la telaraña de cables socarrados que colgaban de él. Justo a sus pies, descubrió una bota. No sabía si los astronautas estaban vivos o muertos, y como no tenía tiempo para averiguarlo cautelosamente, dio un fume tirón de la bota. La masa aún caliente de goma y tela se le deshizo entre las manos, revelando el pie de White. Después, Burch tanteó un poco más adelante y encontró los tobillos, las pantorrillas y las rodillas. El uniforme estaba parcialmente quemado, pero la piel estaba intacta. Burch frotó un poco la piel para ver si se despegaba de la carne, puesto que sabía que las quemaduras traumáticas podían hacer que la víctima se pelara como una salamanquesa tropical. No obstante, la piel estaba intacta; en realidad, todo el cuerpo parecía intacto. El fuego había sido tremendamente intenso, pero también extremadamente breve. Habían sido los humos los que habían matado a aquel hombre, no las llamas. Burch tiró de las piernas de White hacia arriba con todas sus fuerzas, pero sólo levantó el cuerpo unos centímetros, así que lo volvió a soltar. El bombero retrocedió hasta la escotilla y echó otro vistazo al cruel horno de la cabina. Los dos cuerpos que flanqueaban al del centro tenían el mismo aspecto que el de White, y Burch comprendió que toda la vida que hubiera habido en aquella cabina sólo catorce minutos antes se había extinguido definitivamente. El bombero salió de la nave.
—Están todos muertos —dijo con voz serena—. El fuego se ha extinguido.
Durante las horas siguientes, los fotógrafos y los técnicos acudieron a plasmar la escena, incluida la posición de cada clavija de la cabina, puesto que seguramente a continuación se haría una investigación exhaustiva y detallada. Serían más de las dos de la madrugada, más de trece horas después del inicio de la fatal prueba de cuenta atrás, cuando la tripulación del Apolo 1 fue retirada de la nave y trasladada a una ambulancia, en la planta baja de la torre.
La celebración del tratado espacial concluyó en la Casa Blanca a la hora anunciada, justamente a las 18:45 horas. La reunión se disolvió, como todas las reuniones de la Casa Blanca, casi indetectablemente. El presidente desapareció de la sala discretamente, casi como la comida y la bebida. Después, la multitud empezó a disgregarse lenta y uniformemente, sin instrucciones, hacia las puertas, como si en el fondo de la sala se hubiera formado un frente de altas presiones que empujara sutilmente a todos los presentes hacia el otro extremo. Poco antes de las siete, el quinteto de astronautas convocados allí esa noche estaba en Pennsylvania Avenue, compitiendo con los turistas por conseguir uno de los pocos taxis libres que pasaban por el bulevar a esas horas de la tarde. Scott Carpenter reclamó el primer taxi y se dirigió al aeropuerto, a atender otro compromiso en otra ciudad. Lovell, Armstrong, Cooper y Gordon, que se habían desplazado allí en un avión de la NASA, no debían volver a Houston hasta el día siguiente y por lo tanto habían reservado habitaciones en el hotel Georgetown Inn, en Wisconsin Avenue.
Desde 1962, cuando Wally Schirra acudió a la ciudad a recoger una medalla y estrechó la mano del presidente Kennedy a raíz de su viaje triunfal de nueve horas en el Mercury, el Inn había sido el alojamiento no oficial de prácticamente todas las personalidades de la NASA que visitaban la capital. El hotel estaba lo bastante apartado para ofrecer cierta privacidad a los tan perseguidos pioneros del espacio y era lo bastante moderno para ofrecerles los lujos que querían disfrutar. Collins Bird, el primer y único propietario del hotel, lo había decorado al estilo colonial: suave, con camas de cuatro columnas, mecedoras de caña curvada, y con cortinas y tapicerías a juego. Las cinco plantas de habitaciones se distinguían por los colores: la primera planta era azul, la segunda dorada, la tercera roja, la cuarta turquesa y la quinta blanca, negra y gris. Esa noche, los astronautas se alojaron en la planta turquesa; no era el color preferido de Bird para los Magallanes de finales del siglo XX, pero habían hecho las reservas muy tarde y la dirección lo resolvió lo mejor que pudo.
Antes de que Lovell, Armstrong, Cooper y Gordon llegaran esa noche, Bird ya sabía que había habido problemas. Bob Gilruth, director del Centro Espacial de Operaciones Tripuladas, también convidado esa tarde a la Casa Blanca, llegó al hotel con aspecto aturdido y desolado, y pasó con la mirada perdida por delante del mostrador donde estaba trabajando el propietario. Gilruth había hablado por teléfono con Houston y sabía lo que había pasado en la plataforma 34.
—¿Ocurre algo, señor Gilruth? —le preguntó Bird.
—Hemos tenido problemas, Collins, problemas graves —repuso Gilruth sin expresión.
—¿Podemos hacer algo? —inquirió el hotelero.
Gilruth no le contestó y siguió su camino.
Cuando los astronautas llegaron y entraron en sus habitaciones, todos ellos advirtieron que tenían un recado: la lucecita roja del teléfono parpadeaba. Lovell llamó a recepción y le dijeron simplemente que tenía que telefonear inmediatamente al Centro Espacial. Marcó el número que le dieron y le contestó una voz desconocida, algún funcionario, administrador o encargado de relaciones públicas de la oficina del Programa Apolo. Lovell oyó sonar otros teléfonos y varias voces en segundo plano.
—Los detalles todavía son muy imprecisos —le dijo el hombre por teléfono—, pero esta tarde se ha producido un incendio en la plataforma 34. Algo serio. Es probable que la tripulación no haya sobrevivido.
—¿Qué quiere decir con que «es probable»? —le preguntó Lovell—. ¿Han sobrevivido o no?
El otro hizo una pausa.
—Es probable que la tripulación no haya sobrevivido.
Lovell cerró los ojos.
—¿Lo sabe ya alguien más?
—Lo saben las personas que deben saberlo. Los medios de comunicación no tardarán en enterarse. Cuando se enteren, avasallarán a todo aquél que tenga alguna relación con la Agencia. Se les sugiere encarecidamente a los cuatro que desaparezcan hasta nuevo aviso.
—¿Qué significa «desaparecer» exactamente? —le preguntó Lovell.
—No salgan del hotel esta noche. De hecho, no abandonen su habitación. Si necesitan algo, llamen a recepción. Si tienen hambre, llamen al servicio de habitaciones. No queremos cabos sueltos.
Lovell colgó, apabullado. Hacía años que conocía a Grissom, White y Chaffee, los tres eran amigos suyos, aunque a quien conocía mejor era a White. Hacía quince años, cuando Lovell era guardiamarina en Annapolis, asistió a unos partidos que se disputaban entre el Ejército y la Armada en Philadelphia y allí conoció a un simpático cadete de West Point, cuyo nombre no llegó a retener del todo, en una fiesta concurridísima que se celebraba en un hotel. Como era tradicional en esa clase de reuniones, los adversarios intercambiaron regalos improvisados a modo de recuerdo de la competición y la subsiguiente celebración. Como no tenía nada mejor a mano, Lovell se quitó uno de los gemelos de la Armada y se lo dio al cadete de West Point, que le correspondió con un gemelo del Ejército, y los dos jóvenes se despidieron.
Después de más de una década, cuando Lovell había ingresado en el cuerpo de astronautas, le contó la historia a su colega Ed White, que se quedó con la boca abierta puesto que él era el cadete de West Point. Él, al igual que Lovell, había contado la historia muchas veces a lo largo de los años, y uno y otro, todavía conservaban el gemelo. Los dos astronautas trabaron rápidamente amistad. Grissom no era tan amigo de Lovell, pero su reputación de piloto veterano del Mercury era bien conocida en el cuerpo de astronautas; como todos quienes conocían a Grissom, Lovell sentía un profundo respeto por sus éxitos y una gran admiración por sus habilidades profesionales. Chaffee era algo más desconocido para Lovell. Como miembro de la tercera promoción de astronautas, el segundo piloto había tenido pocas ocasiones de trabajar con los hombres que volaron en el Programa Gemini. Sin embargo, la NASA había elegido a Chaffee para la primera misión Apolo y aquello significaba mucho. Además, Grissom se había referido a su aprendiz como «un muchacho excelente». Y aquello significaba mucho más todavía.
Lovell se dirigió, como un sonámbulo, al pasillo de la planta turquesa, mientras los demás astronautas salían también de sus respectivas habitaciones. Gordon y Armstrong ya habían hablado con Houston; Cooper, el miembro más veterano del grupo, y uno de los siete astronautas tripulantes del Mercury, recibió la llamada del congresista Jerry Ford, miembro republicano del Comité Espacial de la Cámara.
—¿Os habéis enterado? —les preguntó Lovell.
Los otros tres asintieron.
—¿Qué demonios ha pasado?
—¿Qué ha pasado? —repitió Gordon—. Era la nave, eso es lo que ha pasado. Tenían que haberla retirado hace tiempo de la circulación.
—¿Lo saben las esposas? —preguntó Lovell.
—Todavía no se lo ha dicho nadie —respondió Cooper.
—¿Quién está a mano para decírselo? —preguntó Armstrong.
—Mike Collins —propuso Lovell—. Pete Conrad y Al Bean también deberían estar. Deke está en el Cabo, pero su mujer está en su casa, y vive cerca de la de Gus. —Lovell hizo una pausa—. En realidad, ¿qué más da quién se lo diga?
En el vestíbulo, Collins Bird recibió por fin un mensaje de Houston acerca del desastre del Cabo. Sin que se lo pidieran, el anfitrión no oficial de la NASA sabía lo que necesitarían esa noche los astronautas de la cuarta planta. Mandó a su personal que abriera la habitación 503, una suite con un salón donde los pilotos podrían instalarse sin ser molestados y charlar. Lovell y los demás se fueron allí, telefonearon a la cocina, pidieron la cena y mucho whisky escocés. Sabían que al día siguiente deberían regresar a Houston para estar presentes en las autopsias y en las reuniones de urgencia. Esa noche, sin embargo, era suya, y harían lo que hacen tradicionalmente los hombres del aire cuando muere un miembro de su pequeño círculo insular. Hablarían de cómo y por qué había ocurrido y se emborracharían.
Su conversación duró hasta la madrugada, y expusieron su preocupación por el futuro del programa, sus predicciones sobre si sería posible llegar a la Luna antes del final de la década, su resentimiento con la NASA por apretar tanto las clavijas hasta lograr esos plazos tan apurados, su rabia contra la Agencia por haber construido esa mierda de nave espacial, negándose a escuchar a los astronautas cuando decían que habrían de gastarse el dinero para reconstruirla adecuadamente. Inevitablemente, mientras el alcohol iba bajando y el Sol empezaba a salir, la conversación verso sobre la muerte, y los astronautas coincidieron serenamente en que aunque Grissom, White y Chaffee habían muerto como héroes, un incendio en la plataforma de lanzamiento, en un misil cerrado y sin combustible no era la mejor manera de morir. Si había que acabar, más valía hacerlo con las botas puestas, tripulando un cohete incontrolado por la atmósfera, manejando una nave que cayera en picado a la Tierra, chocando en órbita con un retropropulsor abandonado, o estrellándose contra la superficie de la Luna. No era muy respetuoso admitirlo, especialmente esa noche, pero aunque la muerte violenta no era envidiable, los astronautas sabían que morir en tierra lo era mucho menos.
Gus Grissom, Ed White y Roger Chaffee recibieron sepultura cuatro días después, el 31 de enero de 1967. Grissom y Chaffee fueron enterrados, con todos los honores militares, en el cementerio nacional de Arlington. White, como era su deseo, fue enterrado donde su padre quería ser enterrado en su día, en West Point, su alma mater. Los compañeros sobrevivientes de Grissom y Chaffee, astronautas de la primera y la tercera promoción, respectivamente, asistieron a la ceremonia de Arlington junto con docenas de otros dignatarios, incluido Lyndon Johnson.
Jim Lovell y el resto de los astronautas de la segunda promoción, con lady Bird Johnson y Hubert Humphrey, fueron a West Point. Lovell voló a la Academia en un reactor T-38 con Frank Borman, su comandante en la misión Gemini 7. Después de pasar dos semanas juntos en la lata de sardinas de la cápsula Gemini, Lovell y Borman nunca habían tenido dificultades para charlar por los codos, pero durante ese trayecto permanecieron mucho rato callados. Borman recordó un par de cosas de los astronautas muertos, Lovell le contó su historia del gemelo; por lo demás, meditaron y guardaron silencio.
De las dos ceremonias celebradas ese día, la de White fue decididamente la más sencilla. El funeral se celebró en la capilla Old Cadet, ante novecientas personas. Después del servicio, Lovell, Borman, Armstrong, Conrad, Aldrin y Tom Stafford cargaron el ataúd hasta un acantilado qué dominaba el río Hudson helado, donde pronunciaron unas cuantas palabras más y los restos de White fueron depositados en una tierra tan dura como el cemento.
En Arlington, los actos fueron mucho más rimbombantes. Ante el presidente desfilaron reactores Phantom volando en formación, bandas de música y cornetas, y el cuerpo de fusileros y guardias de honor permanecieron plantados junto a las tumbas; la despedida de Grissom y Chaffee fue digna de un jefe de Estado. Schirra, Slayton, Cooper, Carpenter, Alan Shepard y John Glenn portaron el féretro de su compañero Grissom, veterano del Mercury. Chaffee fue transportado hasta su tumba por marinos de la Armada y varios miembros de su promoción. El presidente Johnson ofreció unas palabras de pésame. Como uno de los hombres que había espoleado el programa espacial a ritmo intenso (¿temerario?) en los últimos años, a Johnson le pareció que sus condolencias eran recibidas muy tibiamente. El padre de Chaffee apenas reconoció al presidente cuando se encontraron junto a la tumba, le miró brevemente e inclinó la cabeza, antes de desviar la mirada. Los padres de Grissom no le miraron ni a los ojos. Los discursos, por supuesto, alabaron profusamente los méritos de los astronautas.
Grissom fue tachado de «pionero» y de ser «uno de los grandes héroes de la era espacial». En West Point, White recibió un homenaje similar. Pero en el panegírico de Chaffee, los aplausos sonaron algo más cansados. El astronauta novel sólo había volado en los aviones normales que la Armada destinaba a los pilotos ordinarios, así que las odas al fallecido explorador no podían referirse a las maravillas que había hecho, sino a las que podría haber realizado.
Al menos una persona en Arlington sabía que Chaffee ya había logrado algo más que la mayoría de los mortales. De pie entre los dolientes, Wally Schirra recordó una semana de octubre de 1962, cuando visitó la Casa Blanca para recibir su medalla. La ceremonia de aquel día era netamente más mecánica que otros de los recibimientos dispensados a astronautas anteriores, no sólo porque la novedad del Programa Mercury había empezado a resquebrajarse, sino porque el presidente Kennedy tenía otras cosas en mente. Recientemente, la vigilancia aérea había sobrevolado Cuba, revelando la presencia de silos, lanzacohetes, camiones, grúas y, sobre todo, misiles balísticos intercontinentales, donde normalmente había campos en barbecho o cosechas de caña de azúcar. Aunque Schirra no podía saberlo en aquel momento, el mismo día en que él, su esposa y su hija estaban en el despacho oval, otro piloto volaba en un avión de reconocimiento que se dirigía hacia la furiosa isla de Castro para reunir más pruebas que serían enviadas a su presidente. El piloto de aquel avión aquella tarde era el aviador naval Rogar Chaffee.
Schirra dedicó una muda despedida al astronauta que nunca fue. Un gran muchacho, desde luego.