CAPITULO 14

Narciso Terra

Es catalán, como Morrell, pero no «catalán del bosque», como se dice, sino del Ensanche, esto es, citadino, cosmopolita. Parece un hombre feliz. Sólo dos problemas, uno físico y otro psíquico, de menor cuantía. El físico es su tendencia a «hacer barriga», como él dice; una característica poco acorde con su papel de ministro de Paz y Seguridad (la conjunción en un superministerio de los antiguos departamentos de Defensa, Asuntos Exteriores y, en parte, Industria). El psíquico es su complejo de ser la reencarnación de Manuel Azaña, otro civil, otro intelectual, al frente de las Fuerzas Armadas. Los dos eran igualmente miopes y con un cuerpo parecido, fofo, grandullón y sin gracia. Ambos eran espíritus sensibles y selectos. Los dos intentaron despolitizar los ejércitos. Aquí acaban las semejanzas. Narciso Terra es un triunfador, sabe de economía, habla inglés, es catalán y ejerce. Felipe Gómez suele dejar caer que Azaña era «un amargao». No puede decir lo mismo de su colaborador, un hedonista profesional, un optimista nato.

El rival de Narciso Terra no ha sido ningún otro ministro, pues él fue siempre más que un ministro. Especialmente en el interregno de 1991 a 1992, período que él aprovechó ladinamente para erigirse en presidente de la Generalidad catalana. El baño popular fue suficiente y rápido. Ni por un momento dudó en volver con el Líder Modélico, una vez que éste se aposentó de nuevo en la jefatura, ya vitalicia, de Gobierno. Regresó, además, a su antiguo cargo, aunque, como en otros casos, previo un ligero retoque de etiqueta y una estudiada ampliación de funciones. ¿Quién mejor que el comerciante Terra para saber que las etiquetas son imprescindibles en el negocio? Además de ministro de Paz y Seguridad fue nombrado vicepresidente del Gobierno. Retirado el Líder Modélico a El Olivar, él era quien conducía la «política de cada día» en La Moncloa, primero, y luego en Bailén.

Durante su mandato en la Generalidad, a Terra se le planteó la tentación de la autodeterminación, como en el caso de los vascos. Tampoco lo dudó y eso que tenía que extremar sus veleidades nacionalistas para desbaratar a su oponente, su antiguo compañero de despacho Miguel Pedra, el sempiterno alcalde de Barcelona. Lo que hizo fue manejar con habilidad la presión independentista para conseguir él personalmente más poder, más prestigio, como hombre componedor, enemigo del tot o res. En la práctica, consiguió un especialísimo autogobierno para Cataluña, distinto del de las demás autonomías y alejado así mismo del modelo de Estado Libre Asociado que se habían dado los vascos. El tiempo le ha dado la razón. El ELA de Euskadi representa una nación agraria y decadente (bien que con sellos de correo propios), mientras que Cataluña concentra hoy el parque empresarial más moderno de Europa. Desde luego, la industria catalana (asociada en gran medida a la japonesa y coreana, todo hay que decirlo) es hoy la principal exportadora de sistemas de seguridad de todo el continente europeo. Se comprende que los empresarios catalanes quisieran ver otra vez a su paisano al frente de los destinos militares. ¿Quién iba a imaginar hace unos años que Cataluña iba a exportar armas al Reino de Rusia (antes Unión Soviética)? El artífice de ese milagro está hoy en la teleconferencia. Precisamente fue él quien descubrió el peligro potencial que iba a representar en pocos años el rearme de Indonesia y la tesis de la democracia no participativa que se ha difundido desde ese país. Indonesia es hoy la gran amenaza mundial y son pequeños todos los esfuerzos que se hagan para resistir ese brutal superpoder. Todo esto nos parece hoy un razonamiento conocido y admitido por todos, pero en su día fue el novedoso argumento de Terra que sirvió para unificar el Pacto de Varsovia con la OTAN. En esta teleconferencia sus palabras despertaron una gran expectación.

—Le sigo perfectamente. Es usted el que no me ha dado entrada cuando se la he pedido. Como que la comunicación va por satélite… Nosotros vamos a resucitar la vieja tradición de la «cuota». Así matamos dos pájaros de un tiro, para emplear la expresión que acabamos de oír. Por un lado, recaudaremos los impuestos necesarios y por otro solventaremos el pavoroso problema de la insumisión. Este año hemos hecho un 40 por ciento de insumisos más un 20 por ciento de prófugos. En total, seis de cada diez mozos y mozas obligados al servicio militar se excluyen de ese deber. Cierto es que, con la incorporación de las mujeres y la automatización de las armas, ya no necesitamos reemplazos tan numerosos, pero la desmoralización de la tropa es evidente, sobre todo después de la mala experiencia de la guerra del Norte y de la permuta de Ceuta y Melilla. Cada vez que vengo a Bruselas me lo recuerdan mis colegas. Esto ha de corregirse. El impuesto de cuota es muy sencillo. Todos los mozos y mozas están obligados al servicio. No hay excepciones. Para liberarse de la obligación, basta con pagar una tasa, cuya cuantía fijaremos en su día. Después de todo, el servicio militar no es más que un impuesto en especie. No lo podemos sacar sin más. Parece más moderno que se pueda satisfacer en dinero. Esto permitiría al Estado un ingreso regular de fácil recaudación. Me adelanto a las críticas que va a recibir este proyecto: que «la guerra la harían los pobres». Pobre concepto de la guerra. Es palabra que no me gusta. Nosotros no hacemos guerras, como en el pasado. Bellum gerant fortes, es decir, que hagan los poderosos las guerras. Nosotros somos un pequeño país pacífico, que sólo se preocupa por mantener la paz y la seguridad del área de referencia. En ella convivimos con nuestros vecinos, amigos y aliados: franceses, vascos, portugueses y marroquíes. Lo que nos preocupa es que el resto del mundo (excepto Indonesia, es claro) se interese por esas cuestiones de paz y seguridad y así les podamos vender armas, o mejor, dispositivos de defensa. Tanto es así que la mayoría de los mozos y de las mozas del reemplazo los tenemos actualmente en misiones de distribución de esos dispositivos por todo el mundo. Aun así, las comisiones son escasas y la mayoría prefiere trabajar en la economía civil. Nosotros no estamos en contra de esa legítima aspiración…, siempre que paguen. El que no quiera participar en la patriótica misión de difundir los dispositivos defensivos españoles por toda la geografía global tendrá que contribuir con la cuota correspondiente. Este es el impuesto más justo, lo digo como economista que soy. Pondremos, incluso, una cuota obligatoria mínima y una cuota extraordinaria y voluntaria para todos aquellos que quieran contribuir generosamente a esta patriótica labor. A los que decidan hacer país de este modo, les diremos: Señores, ante su gesto nos sacamos el sombrero.

El encendido parlamento del ministro de Paz y Seguridad fue seguido con atención por los participantes de la teleconferencia. Se veía en sus caras. Hablaba Terra desde el puente de mando del portahelicópteros que acababa de ser entregado a las Fuerzas Reales de Marruecos. Sus ojillos brillaban de ingenio y malicia, gesto al que acompañaba una sonrisa de satisfacción en su cuerpo orondo, grasiento, del que destacaban también las manitas regordetas como apéndice móvil de unos brazos demasiado cortos. La figura era lo menos marcial que uno pueda imaginar. Es más, destilaba la bonhomía que suelen tener los tenderos de su tierra. Se rumoreaba que era el delfín del Líder Modélico, seguramente por su mole carnosa y su agilidad mental. Para ser un auténtico delfín, esto es, heredero del número uno, le sobraban años y caderas. Las malas lenguas le criticaban la voz aflautada, que se escapaba, sorprendentemente, de aquella figura adiposa, casi como una venus esteatopigia. Habladurías. Lo cierto era que daba vuelta y media en astucia política a todos sus oponentes. Suya fue la idea, como hemos dicho, de fundir en una sola organización la OTAN y el Pacto de Varsovia para conjurar la terrible amenaza de Indonesia. A partir de ahí se demostró que los asuntos de Defensa y de Exteriores tenían que ir unidos. El hecho es que, cuando Narciso Terra hablaba, nadie le contradecía. Tampoco en esta ocasión. Solamente hay que destacar el estrambote del ministro Morrell, por una vez dubitativo y más bizqueante que de costumbre.

—Quiero abundar en lo que ha dicho mi compañero Narciso Terra. Entiendo que sería poco equitativo que la cuota del servicio (militar, por supuesto) se hiciera por igual para todas las personas. Tendría que arbitrarse un polinomio para hacer equivaler la cantidad a pagar con la mitad del montante de los ingresos que podría devengar el sujeto tributario a lo largo de un año de trabajo en una ocupación civil, la más cercana a sus posibilidades. Incluso ese 50 por ciento podría escalonarse según un gradiente progresivo en función de los ingresos familiares, ajustados naturalmente al índice de inflación.

—No descendamos a detalles —le interrumpió con un falsete Narciso Terra—. Aquí lo que se discute es de principios. No es éste el lugar para tecnicalidades. Mi departamento es el único que afecta sin excepción a todos los ciudadanos y ciudadanas. Por lo tanto, es el que tiene capacidad de recoger el grueso de los fondos públicos que en este momento se necesitan. Aprovecho para decir que si queremos ser competitivos en nuestra principal partida de exportaciones, que es la venta de dispositivos de seguridad, hemos de dar más facilidades fiscales a los compradores, hoy prácticamente todos los Estados del mundo libre. La guerra actual es una guerra de escandallos. Nos hemos convertido en una formidable potencia de paz y seguridad. No vamos a renunciar a ello. En este momento, el 80 por ciento de los efectivos de investigación y desarrollo en nuestras universidades trabajan en proyectos de paz y seguridad que subvenciona mi departamento de alguna manera. Son actividades todas ellas de «trabajo intensivo», es decir, que proporcionan mucha mano de obra y mucho cerebro también. Es lógico que si el país se beneficia tanto de esa actividad, haya que devolver la parte correspondiente al Fisco. Es una cuestión de justicia distributiva. «Justicia» porque es el ideal que persigue nuestro Partido (The New York Times lo llamaba el otro día «el partido justicialista de Europa») y «distributiva» porque la distribución de sistemas de paz y seguridad por todo el mundo es nuestro principal negocio, el negocio del Estado.

Las últimas palabras fueron acompañadas por los aplausos de algunos asistentes a la teleconferencia. Era la oratoria arrebatadora del delfín, aunque a veces se le criticara por su acento catalán (pura envidia). La expresión «el negocio del Estado» la empleaba mucho Narciso Terra para contestar a la opinión de la izquierda que hablaba del «Estado de los negocios» para referirse despectivamente a la política económica del Gobierno. Narciso Terra era un gran dialéctico. Una vez en el Parlamento, ante la ironía de Pablo Aragonés, el veterano líder de Izquierda Federada, quien pronunció lo de «felipismo rima con fascismo», Terra le contestó con gran rapidez: «Sí, y también izquierda rima con mierda».

Aunque era de esperar —había sucedido otras veces—, los retrograbadores se volcaban tras las palabras de Terra. Más de diez millones de televidentes habían apoyado sus palabras, una cifra destacada, pues en estas confrontaciones la mayoría de la audiencia permanecía silente. Este dato quería decir otra cosa: que muchas familias iban a pagar con gusto la «cuota» anunciada para que sus hijos no fueran al servicio militar. Una vez más, Narciso Terra había dado en el clavo. Lo que no señalaba el dispositivo de los retrograbadores era cuántos de esos votos eran de militares. No sabemos si tal pensamiento pasó por la cabeza de Terra mientras contemplaba satisfecho el baile de cifras en la pantalla. De suceder tal cosa, seguramente lo habría desechado como parte de la pesadilla de Azaña.