CAPITULO 13

Manuel Chapines

Es otro de los cargos que ha permanecido largo tiempo en el poder, quizá por su excelente relación con el Líder Modélico. Sólo ha variado de nombre. Su departamento, que era antes Ministerio de Trabajo, se denomina ahora Ministerio de Desempleo. Se supone que el trabajo lo da la sociedad en su conjunto y que al Estado propiamente tal compete la administración del desempleo. El cambio de nombre supuso una cura de humildad para el Gobierno. Entre una y otra etiqueta, el ministro Chapines osciló entre diversos puestos de responsabilidad e incluso participó en algunas aventuras económicas, como la que le llevó a organizar la empresa multinacional que comercializa la mangola (según las malas lenguas como testaferro del propio Gómez). Es una muestra imaginativa de las iniciativas que crean muchos puestos de trabajo.

La lucha contra el paro, que lleva tantos años dirigiendo este veterano sindicalista, presenta un matiz favorable. No es sólo que la coyuntura económica haya cambiado, esa caprichosa articulación que se despliega cada equis tiempo. Lo más esencial ha sido que, después de tantos años, muchos parados se han ido jubilando o muriendo. No es sólo esta consideración pasiva lo que cuenta. La dinámica oficina de Chapines ha ido tomando algunas medidas ingeniosas. Por ejemplo, el decreto 6969 de 5 de agosto de 1996 por el que se estipula que en cada familia sólo se puede admitir un sueldo. De esta forma, si surgiera otra persona dispuesta a trabajar, y no encontrara acomodo laboral, pasaría automáticamente a engrosar las cifras de la población inactiva. Como la proporción de desempleo se calcula sobre la base de la población activa, esa proporción se reduce de esta manera a un mínimo tolerable. Un beneficioso efecto secundario del decreto 6969 es que propicia la emancipación de muchos jóvenes, que de otro modo seguirían viviendo luengos años en el hogar paterno. Muchos padres han respirado aliviados con la medida.

Aparte de su antigua adscripción sindical y de su paso por un bufete laboralista, Manuel Chapines aprovechó la crisis de 1991 para procurarse una estadía en el Comisariado para el Espacio Social Europeo, en Bruselas, donde aprendió, digamos, los trucos del oficio. Fue esa experiencia la que decidió al Líder Modélico a reponer a su colaborador en el puesto primitivo, previo cambio de nombre, como queda dicho.

Hay que reconocer lo ingrata que ha sido la tarea de Manuel Chapines. En esta sociedad finisecular, el avance tecnológico ha sido tan impresionante, que ya apenas quedan tareas que no puedan ser desempeñadas por máquinas. En la Presidencia del Gobierno se acaba de instalar una complicada estación de trabajo capaz de elaborar decretos, incluso con preámbulos y exposiciones de motivos que llevan un hondo contenido político y que presentan un discreto estilo literario. La maquinita es capaz de redactar por ella misma diez decretos por minuto y además traducirlos a todos los idiomas de la subcomunidad. Este trabajo equivale al de muchas horas de un amplio equipo de juristas, pasantes y secretarios. Lo más curioso es que la innovación se ha aplicado primeramente a la elaboración de decretos y órdenes ministeriales… para el Ministerio de Desempleo. En esas condiciones, tratar de reducir las cifras de paro es toda una proeza.

Hace algunos años, a raíz del desmantelamiento del Ministerio de Cultura, se planteó la posibilidad de hacer desaparecer también el Ministerio de Desempleo. En este caso, Manuel Chapines se opuso con todas sus fuerzas, entre ellas la derivada de su amistad con el Presidente. Tenía sus razones. Sólo la confección de las encuestas de población activa daba trabajo a varios miles de personas, bien que un trabajo ocasional en la mayor parte de los casos. Hay que reconocer que es un argumento. No es el supuesto de mayor parasitismo de la Administración. El ejemplo perfecto es el de los miles y miles de agentes municipales de tráfico que están sólo para poner multas de aparcamiento y cuya recaudación va a pagar los sueldos de dichos agentes. Pero dejemos que se exprese el ministro Chapines, testa poderosa, pómulos relucientes, mentón deportivo, bracitos cortos, acento seseante. Así habló.

—Simplemente decir que alguien nos está tomando el pelo deliberadamente. En cualquier caso, no sé quién nos ha convocado aquí, ante el público, armado de los botones de los retrograbadores. Pienso de que es con el propósito de ridiculizarnos, no a nosotros, que llevamos en esto muchos años y más que llevaremos, sino a los poderes públicos, al Ejecutivo. Se nos hace definirnos frente a un tema que es más bien para tratarlo en el Gabinete y, de acuerdo con la Constitución, las deliberaciones del Gobierno son secretas. ¿Qué hacemos aquí entonces? Yo me rebelo a estar ante estas cámaras que no son precisamente las legislativas. A saber qué grado de utilización se va a hacer de lo que aquí digamos. Ya veo yo algún listo que publicará todo esto, aunque ahora mismo lo estarán grabando millones de hogares. Quiero pensar que los asuntos de Estado, y éste lo es, deberían de tener más discreción. Por otra parte, ¿dónde está el Presidente? Dejarlo en la sombra forma parte de esa misma estrategia oculta que nos hace hablar, queramos o no. La estrategia consiste en hacer caricatura de las instituciones más altas, como es el Gobierno de la subcomunidad. Este tipo de actuaciones no deberían de estar permitidas. Estoy seguro de que se nos hará decir aquí lo que nosotros no diríamos nunca, por supuesto, fuera de contexto. Algunos se empeñan, no sé con qué oscuros fines, en desmitificarlo todo, como si los pueblos no necesitasen de las utopías, y qué mejor utopía que nuestro permanente posicionamiento con la realidad. Llevamos menos de veinticinco años al frente de los destinos de la subcomunidad (con excepción del breve interregno, en el que tampoco estuvimos ausentes del todo), el «fecundo felipato» como lo llamaba el otro día el presidente del Consejo General de Intelectuales Orgánicos, Ludolfo Andamio. En tan poco tiempo hemos reprivatizado las falsas nacionalizaciones del régimen anterior, hemos constituido el ELAE (Estado Libre Asociado de Euskadi) con unas cotas de autogobierno para las demás autonomías jamás soñadas en este país, hemos implantado la semana laboral de veintidós horas para todos los ciudadanos y ciudadanas en activo, y aún estamos empezando, como quien dice, ante el horizonte del reto de la Comunidad ampliada, desde Vladivostok a Nouakchott. Después de ese currículum, tremendamente importante, ¿quién nos manda someternos a esta prueba?

—Le recuerdo, señor Chapines, que ha sido el propio Presidente, nuestro Líder Modélico, el que nos ha convocado —se oyó, como en un susurro de confesionario, la voz insinuante del moderador—. No me hagan más difícil esta faena, señores míos. Ciertamente, yo soy el primero en lamentar que nos hayamos visto obligados a esto. Es como si alguien nos estuviera estimulando a decir lo que teníamos callado, pero ésta es la servidumbre de la libertad de expresión. Así que le ruego, señor Chapines, que concrete el tema. ¿Cuál es su aporte en este debate público, al que nos obliga no sé si el destino o las circunstancias o ambas cosas a la vez? Por favor, concrete usted su pensamiento, a ser posible en el ámbito de su larga experiencia en lo laboral.

—Constatar de que el mundo del trabajo es el más sensible a estos temas. Estoy de acuerdo con el compañero Nicolás (me permitirá que todavía lo llame así, como en los viejos tiempos) en que los impuestos, en este país, los pagan los trabajadores. Hemos de ser tremendamente autocríticos, en esto como en todo, según dice nuestro Presidente. Llamo trabajadores a los que están circunscritos al bloque semanal de veintidós horas. «El placer del veintidós», dice el acertado eslogan que hemos diseñado para vender esta reforma. Gracias a ese dispositivo no hay desempleo, pero también es verdad que hay demasiado ocio para casi todo el mundo. Ahora bien, las clases dirigentes siguen teniendo el privilegio de poder trabajar tantas horas como les convengan. Esos son los que tendrían que pagar el impuesto, todos los que superan las veintidós horas semanales. Excluyo, obviamente, a los altos cargos de la Administración porque lo suyo es una dedicación altruista, no un trabajo. Quedan, pues, alrededor de unas ochocientas mil personas al frente de las organizaciones privadas o en trabajos profesionales, artísticos o intelectuales. El tema yo lo veo muy fácil. Por cada hora que supere «el placer del veintidós», se tiene que pagar una cantidad a Hacienda. De esta manera se conseguiría un efecto secundario tremendamente importante: reducir las horas de trabajo y en consecuencia crear más empleo en puestos directivos y profesionales, que son precisamente los que exigen más calificación. De nada vale haber regulado la enseñanza obligatoria hasta los veintiún años, si luego no promovemos puestos de responsabilidad y dirección para la juventud. Los círculos Divino Tesoro de las Juventudes del Partido han presionado, y con toda legitimidad, en este sentido. ¿Que todavía quedaría un reducido grupo de «laboradictos» que quisieran trabajar cuarenta o más horas semanales como en los viejos tiempos? Allá cada cual. Eso sería un privilegio y por tanto tendrían que pagar por ello. No hay que olvidar lo que dijo nuestro Presidente en la promulgación de la Ley de la Semana Laboral Restringida: «Por cada hora que se supera la cota del bloque de veintidós horas semanales, se está quitando un puesto de trabajo a un joven que lo necesita». Parece lógico pensar que hemos de ser consecuentes y gravar con un impuesto al que así demuestra su insolidaridad. En el impuesto que propongo habría que ser doblemente estrictos con los que están obligados a la semana laboral de cero horas porque han superado la edad de jubilación (naturalmente siempre fuera de los casos de dedicación a las tareas del Estado), que hemos conseguido rebajarla a los cincuenta años. Porque vamos a ver, ¿se puede consentir que un escritor publique obras originales pasados los cincuenta años, cuando esas mismas páginas las podría suscribir bastante mejor un joven? ¿Es que no tiene suficiente el jubilado con su pensión vitalicia? Que no se diga, como ha dicho algún comentarista malévolo, que los escritores no dedicados a funciones del Estado lo que quieren es crear y no ganar dinero. Pueden crear perfectamente, asignados como están a los clubes de la tercera edad, como animadores culturales no retribuidos. Incluso, los menos rebeldes, pueden participar en los circuitos de conferencias (con gastos pagados) que se dan en toda la red subcomunitaria de clubes Divino Tesoro. Esto, señores, es trabajar por el progreso. No me duelen prendas decirlo.

—¿Me permite una matización, señor Chapines? —hablaba el moderador—. Su propuesta es ingeniosa, pero siguen ustedes erre que erre con las ideas punitivas. Lo que es peor, amigo Chapines, su sugestión resulta ineficaz. Si usted castiga trabajar más horas, la gente se irá a su casa y en paz. Se crearán con ello más puestos de trabajo (que es lo que a usted le interesa, no nos engañemos), pero ni un ecu más para el Estado, que es lo que aquí nos preocupa, porque nos interesa el bienestar general. Así que cavile usted mejor, hombre.

Por un momento, el orondo Chapines, de generosa calva, no supo qué decir. No esperaba una ofensiva tan cortante. Menos mal que, para esta eventualidad, su jefe de prensa le había preparado la salida. Así que sacó la última fichita de reserva y, según leía, fue repentizando:

—Bueno, entonces, la situación es tremendamente importante. Es evidente, a mi juicio, ciertamente, en cualquier caso, que los servicios públicos resultan cada vez más colapsados por las necesidades artificiales que han ido creando en la ciudadanía las ofertas del Estado de bienestar. Esta es la raíz del problema y en ella está la solución. Propongo un impuesto global: la tasa por colapso de los servicios públicos. Todos los ciudadanos dispondrán de una línea de crédito para la utilización de los distintos servicios públicos. Por ejemplo, pueden ser atendidos de una operación grave en un hospital una vez cada cinco años, en un ambulatorio una vez al año; pueden requerir los servicios de la policía una vez al mes; tienen derecho a que se les atienda en una oficina pública una vez a la semana. Los ciudadanos se proveerán de una cartilla al respecto, que será sellada en cada uno de esos usos de los servicios públicos. Por cada atención ulterior, dado que contribuyen al colapso antedicho, los usuarios recibirán una penalización administrativa, es decir, una tasa especial que se devengará como la cuota que habría que pagar por el servicio correspondiente a precios de mercado. Este dispositivo lograría otro objetivo, acorde con el giro social del régimen, cual es el de la tendencia a reprivatizar muchos servicios públicos. Esta sería una forma de reprivatización de hecho, que contaría con el beneplácito de todos y cada uno de los interlocutores sociales. Se evitaría el colapso en los servicios públicos, que esto sí es de lo que se trata, me parece a mí.

—De todas formas —prosiguió el moderador— opino que algo así ya se ha dicho aquí. No confundan ustedes las tasas con los impuestos. El Estado tiene que seguir poniendo un precio a los servicios que imparte (éstas son las tasas), pero también ha de detraer una parte de la renta de los ciudadanos con independencia de la utilización que éstos hagan de los servicios. De no existir esta segunda forma de impuesto propiamente dicho, los ricos serían cada vez más ricos y aniquilarían al Estado, que somos un poco todos. De lo que se trata, siento repetirme tanto, es de arbitrar alguna fórmula aceptable para hacer más Estado al Estado y menos ricos a los ricos. Señor Chapines, veo por las pantallas de los retrograbadores que su propuesta ha recibido escasísimos votos de la audiencia. Lo siento. No, no, se ha terminado su tiempo. Señor Terra, le estamos esperando. La imagen llega un poco distorsionada. ¿A ver? Ahora. ¿Me sigue?