CAPITULO 12

José Luis Rastacueros

En un partido apellidado PSNTTSE lo raro era precisamente encontrar un ministro que hubiera sido trabajador manual. Estamos ante él. Hace mucho tiempo que no ha manejado un destornillador, pero es cierto que José Luis Rastacueros fue electricista en sus años mozos. Tanto es así que todavía los funcionarios de su departamento le siguen llamando «el Chispa». Su origen obrero se muestra en su escasa facundia, en los proverbiales tacos que suelta cada dos por tres, en un cierto gesto entre inseguro y cortante. Lleva muchos años de ministro de Seguridad Ciudadana. Cesó, como es natural, en la crisis de 1991, pero volvió a su antiguo cargo un año más tarde con el retorno del Líder Modélico. Es posible que se le, ofreciera otra vez el puesto porque nadie más lo quería. No es para menos. La economía española habrá crecido como nunca en el último decenio, pero a costa de una extraordinaria complicación de los problemas, que antes se llamaban de orden público y ahora se denominan de destitución. Un dato: en 1998 se ha descubierto el mayor alijo de drogas de la historia de la represión del narcotráfico. Nada menos que un petrolero entero de ochenta mil toneladas había estibado sus bodegas con cocaína, elaborada además en España y en Italia, los dos centros de producción más activos del mundo. El comentario del ministro Rastacueros, no por oído, resultó menos doliente: «Indiscutiblemente, hasta donde sabemos, se trata de un éxito de la operación policial».

El problema de las drogas alucinógenas ha llegado a extremos de difícil superación. Hace unos años hubo que prohibir las pilas de agua bendita de las iglesias para que no se utilizaran para lavar jeringuillas. Por la misma razón ha habido que eliminar, hace unos meses, el agua corriente de los lavabos públicos (incluidos los de la Renfe, que es ahora una compañía alemana).

La lucha contra el terrorismo se ha apagado después de la reciente independencia del País Vasco y de la política de «proscripción a las antípodas» (la frase es auténtica de Rastacueros). Ahora resulta que los vascos reivindican la zona vascofrancesa con atentados en Francia. Desde ese país se persigue a los terroristas, que se refugian en el «santuario» español. Es el cuento de nunca acabar. Lo que sí se ha desarticulado definitivamente es el GRAPO. Los «grapos» detenidos en la última redada eran hijos (y en algún caso hasta un nieto) de los primeros terroristas de esa organización, «desarticulados» ya en tiempos de Rodolfo Martín Pilla.

José Luis Rastacueros es el prototipo de fiel mozo del Partido, noblote, leal y disciplinado. Es un trabajador infatigable, que es lo que se suele decir cuando no destacan mucho las otras cualidades. Es posible que en su cargo no tengan por qué destacar. La verdad es que le ha tocado un Ministerio difícil. En este campo, como en otros, lo que se ha producido es una imparable corriente reprivatizadora. Prácticamente toda la plantilla de la policía está para «escoltar» a los altos cargos. No hay policía para patrullar las calles. Cada empresa o cada comunidad de propietarios tiene que contratar su propia policía particular. Esto significa un peligro potencial, al haber más de un millón de personas particulares que van armadas, aunque sea con esos fines de protección legal. Es lógico que en ocasiones esas armas se utilicen en beneficio propio e ilegítimo.

La política reprivatizadora se ha seguido también con las cárceles y con la policía de tráfico. Lo que se ha ganado en menores costes se ha perdido en mayor corrupción. Hay ahora un reflujo de todas estas ideas y hasta se detecta un cierto movimiento que reivindica la reinstauración de la Guardia Civil, desaparecida en 1996.

José Luis Rastacueros participa raras veces en las teleconferencias, acaso por su dificultad de palabra o por el carácter reservado de sus tareas. Se ignora por qué fue seleccionado en esta ocasión. Se rumorea que va a ser cesado en el cargo, después de tantos años, para pasar a dirigir el complejo de seguridad de El Olivar. Sería un auténtico ascenso para este «viejo sindicalista», como él mismo suele autodefinirse. Oigamos ya su intervención.

—Yo pienso de que el impuesto tendría que ir en sendas direcciones: a sacar dinero de los que lo tienen y a contener las posibles conductas delictivas, o si ustedes quieren, a premiar los comportamientos dentro de la ley. El tema es que los actos constitutivos de delito suelen ser ocultos, pero se pueden rastrear por un procedimiento indiciario, que se ha dicho aquí otras veces, y yo aprovecho para enfatizar que estoy de acuerdo con los que promueven esa noción de los sistemas indiciarios. Gravar el consumo de bienes de uso corriente me parece una soplapollez, si se me permite esa expresión bastante vulgar, pero enormemente clara, y la claridad es la cortesía del político, que decía Unamuno. En cambio, estoy de acuerdo con algún compañero que ha dicho que es la familia, el hogar, lo que determina la unidad contribuyente, no el individuo. Si en una familia hay una persona drogadicta, terrorista, alcohólica, fumadora, enganchada al yogur con drogas sintéticas o delincuente de alguna manera, parece justo imponerle una cuota impositiva más alta. Ya sé que hay muchos hogares humildes en que también se dan esas formas de destitución, pero la dirección de la causa es la contraria. Son pobres porque se engolfan. La «amenaza» de un impuesto sobre esas conductas serviría de disuasión y más todavía en los hogares más modestos.

—Un momento —pidió la palabra Georges Maura—. De modo que si acaban ustedes con esas formas de delincuencia o marginación, ¿desaparecerían también los impuestos? Sería la reducción al absurdo. Pagarían justos por pecadores y muchas víctimas aparecerían como culpables. Lo que hay que hacer es acabar con el terrorismo, las drogas y todo lo demás (incluido el maldito yogur) sin que las víctimas devengan culpables.

—Estamos en ello y usted lo sabe muy bien, Maura —continuó Rastacueros—. En este momento tenemos trasterrados a unos cuatro mil terroristas en las islas del Pacífico. Todos ellos reciben el equivalente a una pensión de un alto funcionario con la única condición de que no abandonen la isla respectiva. Cada semana sale un avión con nuevos expedicionarios. Antes eran mayormente vascos, pero ahora proceden de casi todas las autonomías. El último grupo son los Independentistas de Sayago. Esto pasa por aceptar la discusión sobre la autodeterminación de Zamora. Nuestra política ha demostrado ser la más eficaz y limpia en la lucha contra el terrorismo. Por lo menos hemos reducido enormemente el número de asesinatos innecesarios, aunque las cifras exactas sean difíciles de cuantificar. Obviamente nos cuesta una fortuna, pero vale más la paz social que es nuestra primera prioridad. No parece desacertado recuperar un poco del dinero invertido a través de un pequeño impuesto que recaiga sobre las familias de los terroristas. De otra forma, la «cantera» no concluiría nunca. Lo mismo pasa con los otros fenómenos de destitución. El cambio de clima, al que aquí se ha aludido varias veces (más calor y más lluvia), ha hecho que pasemos a ser el segundo país del mundo como productor de coca. La planta crece espontánea en todas las cadenas montañosas, especialmente el Guadarrama y los Pirineos. No nos interesa económicamente castigar la producción, aparte que sería imposible, pero sí podemos gravar el consumo, sobre todo desde que los derivados de la coca se despachan en la Seguridad Social en vista de que el peligro verdaderamente está en las drogas sintéticas, incluso subrepticiamente en algunas marcas de yogur. No hagan gestos, que yo sé lo que me digo. A propósito, ésta ha sido otra medida muy discutida, la de recetar la coca en la Seguridad Social, pero al final se vio que traía más ventajas que inconvenientes. El control social familiar es más eficaz y más barato que el de la policía. Si «castigamos» con un impuesto a los hogares donde hay problemas de destitución, éstos empezarán a atenuarse. Son muchos años los que llevo en la brega y me sé la lección. La erradicación del terrorismo y de las otras formas de destitución es una cuestión de poco tiempo más. Seguimos estando en el buen camino, como no se cansa de repetir nuestro Líder Modélico. Matemos dos pájaros de un tiro: al tiempo que acabamos con esta amenaza a la sociedad, consigamos nutrir los fondos del Estado, exhaustos los pobres. A la gente ya no le importa ir a la cárcel, sobre todo después del nuevo sistema de «apartocárceles» privadas en régimen de residencia abierta, pero a la gente sí le duele rascar sus bolsillos. No sé si me entienden lo que les quiero decir.

—Señores míos —interrumpió Morrell, visiblemente estrábico, con su más suasorio tono de predicador—, ya que se ha citado el latín, tengo que recordar que aquí estamos hablando más que nada de «tributos», voz que para los romanos significaba lo que los vencidos tenían que pagar a los vencedores para poder seguir viviendo. El vencido que no pagaba era aniquilado. Salvando todas las distancias, ésa parece ser la noción que aquí empieza a cristalizar en sus propuestas. Francamente, las encuentro demasiado punitivas. Luego no se extrañen de los comentarios sarcásticos que nos hacen al emblema del pez y la bola. No tiene que ser una pescadilla que se muerde la cola, en el sentido de que se devora a sí misma. Los que detentamos el poder no estamos aquí para comer a nadie, para castigar al ciudadano, sino para servir al pueblo. No son tributos lo que queremos imponer, sino que pedimos solidaridad. Creo que somos los primeros en dar ejemplo. Los ministros que han sido procesados por cohecho o tráfico de influencias se pueden contar con los dedos de una mano. Somos el Ministerio de Represión Fiscal porque si la solidaridad no funciona (éste es un lastre de siglos), entonces cae todo el peso del Estado sobre los que no contribuyen con alegría. El mercado es miope y el capitalismo no tiene prisa. Así que es función de los poderes públicos el armonizar las fuerzas del mercado para que se logre la armonía y la equidad. Por tanto, nada de castigar a nadie. Los contribuyentes son nuestros más directos colaboradores.

—Mira Morrell —contestó sin alterarse Rastacueros—. Yo llevo en esto tanto tiempo como tú y sé que nadie paga a gusto ningún impuesto. Ya que es una obligación, hagamos que la cumplan prioritariamente los que de alguna manera atentan contra la sociedad. Un ejemplo, hombre: piensen ustedes que tenemos más de cuatro millones de-extranjeros residentes en la sub-comunidad, de ellos igual la mitad son africanos. Yo no creo que exista el «criminal nato», pero sí que ciertos parámetros sociales llevan a la delincuencia. Esto tenemos que atajarlo como sea y la mejor manera es que paguen o se vayan. No hay que confundir la hospitalidad con dar facilidades a todos los indeseables del mundo. La fórmula que propongo es preventiva para evitar males mayores.

—Bueno, no quiero discutir más. Veamos la pantalla de la verdad. No hago juicios de valor. Un millón y medio de votos. No es para entusiasmar. Necesitamos iniciativas un poco más esperanzadoras. Esperamos la suya, señor Chapines, que está usted muy callado. Sí, ya sé. Perdone que no le haya dado paso antes, pero todos quieren hablar al tiempo y eso está más allá de mi control. Adelante, por favor.