CAPITULO 11

Francisco Hernández Bermúdez

Han pasado muchos años desde que nuestro hombre, candidato por el extinto Partido Centrista, recorría mendicante los despachos de los ricos de su distrito, a quienes había conocido siendo él un alto cargo de la democracia orgánica. Su argumento estaba muy estudiado: pedía fondos; no tanto para ganar las elecciones, como para conseguir detener el socialismo, para impedir que los socialistas llegaran al poder. «Sería un auténtico desastre para España», repetía. Ante tan negro vaticinio, el empresario —patriota él— abría la caja y obsequiaba al candidato con unos olorosos fajos de billetes, «dinero B», como era sólito. La ceremonia se repetía en otras «provincias» (entonces todavía llamadas así, no territorios históricos como ahora) con otros candidatos.

De momento, los socialistas no llegaron al poder, pero terminaron haciéndolo. No debió de ser demasiado desastroso para España. En todo caso, no lo fue para Hernández Bermúdez, quien había conseguido ser ministro con el Partido Centrista y también lo fue con el Partido Socialista, en sus dos versiones, antes y después del «rebautizo». Es más, abandonó la cartera de Exteriores en 1990 y en principio la política, pero volvió de vicepresidente en el Gobierno de concentración —el interregno— de José María Graznar. Desde esa posición maniobró para convencer a Felipe Gómez de que regresara de su retiro en El Olivar. No sólo lo consiguió, sino que el que pronto sería Líder Modélico le volvió a nombrar ministro, esta vez de Economía y Represión Fiscal, lo que en la jerga administrativa se conoce como «la supercuerda». Se trata de un caso no de transfuguismo, sino de trashumancia política. Los pastores llevan el ganado en invierno a que paste en otras tierras para volver en verano a las de origen. El viaje por la cañada es de ida y vuelta, de la manera más tranquila y regular. La trashumancia implica una gran sabiduría popular.

Hay que reconocer otras buenas cualidades del personaje. Por ejemplo, que no se ha enriquecido personalmente a lo largo de su ininterrumpida carrera en diferentes gobiernos, partidos y aun regímenes. Segundo, que mantuvo siempre un aire de político culto, liberal, discreto y simpático. Tercero, que por encima de todo siguió cultivando su verdadera vocación literaria. Más discutible es la carambola que consiguió en 1991, unos meses antes de la crisis, no desde un puesto oficial, sino como asesor a título personal del secretario general de las Naciones Unidas. El Reino Unido nos cedía Gibraltar. A la vez, nosotros devolvíamos Ceuta y Melilla a Marruecos. En compensación, y para cerrar el triángulo, el Reino Unido se hacía cargo de los fosfatos del Sahara. Todos quedaban contentos en principio. Pronto se vio que, en realidad, las tres partes habían quedado insatisfechas. «Gibraltar español» supuso cuantiosos gastos y la sorpresa de que su panza estaba destinada a almacenar armas nucleares. La euforia de los marroquíes pasó pronto al plantearse, de rechazo, la independencia del Sahara, suceso que provocó la renacionalización de los fosfatos. En todo este episodio tuvo mucho que ver «el Lawrence de Arabia español», el afamado escritor Fernando Sánchez Escarbó. Pero cuando llegaron todos estos descalabros internacionales, Hernández Bermúdez era ya ministro de Economía y Represión Fiscal y no tenía nada que ver con el asunto. En su nuevo cargo impulsó la política de subsidios a las familias y a las empresas con los efectos no deseados que los lectores ya conocen. Su sucesor, Morrell, cambió el nombre del Ministerio dejándolo sólo en Represión Fiscal. En 1998 Hernández Bermúdez se retiró definitivamente de la política activa y escribió una especie de memorias ensayísticas con el polisémico título de La generación del 98. Fue nombrado profesor emérito en la Universidad Internacional de El Escorial.

No se puede ocultar la lógica oposición entre Francisco Hernández Bermúdez y José Morrell, que se traduce en el debate aquí registrado. La pugna mutua se reflejaba incluso en los gestos. Hernández Bermúdez extremaba sus esparajismos nerviosos cada vez que Morrell le interrumpía y éste bizqueaba más que de costumbre cuando su contrincante le replicaba. Es una lástima que el lector no pueda apreciar este detalle visual de la famosa teleconferencia.

—Veo con asombro que casi todas las sugerencias parten de la idea de que, como ha fracasado el impuesto sobre la renta, hay que sustituirlo por un impuesto al consumo. Espero que no sea una crítica a la reforma fiscal que yo impulsé hace bastantes años. Entonces todos éramos jóvenes (incluso Nicolás Cuadrado) y, claro está, confiábamos más en la naturaleza humana. No es que haya que desconfiar de ella, es que hay que incentivarla desde una perspectiva global. Es evidente que no puede sostenerse un impuesto como el de la renta de las personas físicas, que en estos momentos arroja un saldo negativo para el Fisco, es decir, que al final hay que devolver más dinero del que se ingresa, aparte de lo que cuesta la recaudación y del enorme desgaste político que han supuesto los sucesivos rechazos por inconstitucionalidad de las reformas propuestas. Pero tampoco es de recibo, ¿verdad?, que se arbitre un impuesto sustitutorio sobre el consumo, puesto que puede ser sumamente injusto, al gravar por el mismo rasero a ricos y pobres. Mi idea es que hay que llegar a un sistema mixto, un impuesto sobre el consumo, corregido de tal manera que se acepte la progresividad del impuesto sobre la renta. ¿Cómo se articula una cosa así? No por procedimientos de declaración, que nos llevarían otra vez al fraude. Hay que volver a la antigua tesis de los «signos externos».

—Señor Bermúdez —saltó el moderador—. La vuelta a los «signos externos» puede ser un legítimo ejercicio de nostalgia para usted, pero ello nos lleva a épocas pretéritas que todos deseamos olvidar. ¿No le ocurre a usted lo mismo?

Por la pantalla se veían los gestos incontrolados del rostro arrugadísimo, como de labrador curtido, de Hernández Bermúdez. Por un instante se le detuvo la voz y hasta pareció que el maquillaje había sido asimilado de golpe por todos los poros del rostro. Se le veía sudar. El auditorio esperaba una réplica airada, pero ésta no se produjo. Terminado el prólogo de espasmos gestuales, Hernández Bermúdez prosiguió como si tal cosa.

—Hay ciertos indicadores de nivel de vida que traducen muy bien la riqueza de una unidad doméstica, pues de gravar a los hogares se trata, no tanto a los individuos. Aquí hay que hacer uso de los estudios sociológicos, que no siempre son mentirosos. Tenemos, por ejemplo, la última encuesta del CIS (Centro de Investigaciones Sociológicas) sobre una muestra de trescientas mil familias a través del retrograbador. Haré gracia de los procedimientos estadísticos. La conclusión es que los indicadores más válidos para determinar el nivel de vida de un hogar son: el número de grifos, el número de minutos diarios en que están inter-activos los aparatos electrónicos (retrograbador, multifax, estación de trabajo, robots, etc.) y el número de yogures que se consumen por unidad de tiempo, todo ello obviamente en términos per cápita o por persona adulta. Una combinación de los tres indicadores permitiría establecer una relación muy clara con el nivel de vida familiar. Por debajo del umbral mínimo (por ejemplo, un grifo, diez minutos interactivos y dos yogures diarios por persona) daría un impuesto cero. A medida que subiera el indice de bienestar doméstico, iría elevándose más que proporcionalmente el impuesto.

—¿Puedo intervenir? —sonó la voz carrasposa de Nicolás Cuadrado—. Un impuesto así me parece a mí que sería más bien regresivo, ¿no? Las clases pudientes tienen varias viviendas, comen fuera de casa, pueden sustituir el yogur por drogas sintéticas y muchas operaciones interactivas las realizan desde las empresas o los despachos, desde el automóvil, desde una segunda residencia o desde los hoteles. Estamos en las mismas. ¿Cómo se puede sugerir una política tan contraria a los intereses de los grupos destituidos desde la óptica de un partido que se sigue llamando socialista? Habría que decir otra vez aquello de «Porque ya está bien» con que salíamos a la calle todos los primeros de mayo, antes de que prohibieran las manifestaciones. Por cierto, que los sistemas interactivos no son lo mismo que las movilizaciones en la calle. Aprovecho una vez más la ocasión para recusar esa medida de sustituir los manifestantes por maquinitas.

—Mi querido Nicolás —continuó Hernández Bermúdez con la mejor de sus sonrisas—. No estamos aquí para discutir de artilugios técnicos. En la filosofía estamos de acuerdo, en la óptica también. La discusión es de gramática. Lo que para mí es progresivo, para ti es regresivo. Por algún lado habrá que salir. Dame tú la fórmula concreta que tenga en cuenta los indicadores de nivel de vida familiar. Yo lo que quiero, como tú, es que los ricos paguen más al Ministerio de Represión Fiscal, que es el que mejor nos representa a todos. No me valen las declaraciones de los sujetos contribuyentes porque los ricos lo tienen todo inventado para desgravar al máximo. Hay que ir a la medición objetiva de los estilos de vida. Pon tú un impuesto, si quieres, a los animales domésticos, pero el polinomio sería todavía más difícil. ¿Cuántos peces o cuántos pájaros vale un perro? No os riáis. Hay que ir a fórmulas sencillas que el contribuyente pueda calcular.

—¿Puedo hacer una pregunta? Llevo media hora intentando hablar y no hay manera —tomó la palabra Rosa Marqués—. Me parece que se han olvidado ustedes de que el nudo del problema es que la natalidad ha bajado por debajo del nivel de reemplazo y que para mantener el mismo número de habitantes tenemos que importar muchos niños. La solución que aporta el señor Hernández Bermúdez me parece muy alejada del tema. Yo le preguntaría cómo piensa atacarlo. No parece muy racional que sigamos presionando a las economías domésticas. Cuantos más hijos, más consumo. Así no va a recuperarse la natalidad.

—Si me permite, señora Marqués, le contestaré en un minuto, antes de que me llegue el zumbido, y eso que soy duro de oído. Esto es el huevo de Colón, mi querida señora y pido excusas. Si se dan subsidios elevados por cada hijo, sea propio o adoptado, lo normal es que se importen, como usted dice. Si de mí dependiera (yo ya estoy retirado de la política activa), eliminaría las subvenciones a las familias que adoptasen niños. Me atrevería a pensar que, si seguimos así, en unos pocos años el ochenta por ciento de los alumnos de la Enseñanza Fundamental van a ser de raza negra. Por supuesto, los españoles no somos racistas. Puestos a importar criaturas, por lo menos sería aconsejable diversificar la demanda, si se me permite la expresión, y que se importaran niños de los países iberoamericanos. Después de todo, el mestizaje es lo nuestro.

—Lo del mestizaje no se referirá al mestizaje ideológico —dijo el moderador—. Veo, señor Francisco, que respira usted ideas muy contradictorias, supongo que derivadas también de experiencias muy distintas. Ya le acusaron a usted una vez de traer el divorcio a España y ahora le van a echar en cara su deseo de que pasemos a un crecimiento negativo de la población. No seguirá usted respirando por la herida, ¿verdad? Aquí hemos venido a solucionar un problema, no a plantear otros nuevos. Déjese el esquema de las deducciones familiares tal como está —entre otras cosas porque usted mismo lo promovió en su día— y veamos de hacer un nuevo impuesto que compense los fallos heredados de la contribución sobre la renta. Lo siento, pero ha consumido usted su tiempo. No puedo concederle ni un minuto más. Aproveche usted la oportunidad de poder interrumpir, por aclaraciones, a sus compañeros. Siento tener que cortar a quien me precede en dignidad, pero yo no hago las normas, sólo las cumplo. Llevo algunos años en este papel y me lo sé muy bien. Por favor, el siguiente. ¡Ah, la pantalla! Apenas sobrepasa los dos millones, dos millones cuatrocientos mil. No es muy popular su propuesta. Sobre todo lo del yogur no lo podemos tocar. Es un auténtico vicio nacional, y yo diría que no es de los más perjudiciales. El siguiente, he dicho.