Carlos Tomillo
Es el eterno, inevitable, ministro de Agricultura, Pesca y Nutrición desde hace no se sabe cuántos años. Le tocó la interesante fase de los bruscos cambios climáticos, que han hecho de la mayor parte de España un vergel. En este momento somos los principales exportadores mundiales de mango, papaya, cacao, ron y otros productos naturales de la agricultura subtropical. El zumo de mango o mangola, comercializado por una multinacional hispanoportuguesa, ha pasado a ser la bebida mundial, sobre todo después de las leyes restrictivas del alcohol promovidas por la FAO y adoptadas por la Comunidad. Bien es verdad que importamos casi toda la carne y la leche que consumimos (productos que proceden de los países escandinavos), pero, como suele señalar Carlos Tomillo, «el balance alimentario es enormemente positivo». Es ese saldo lo que le ha hecho atornillarse a la poltrona, de la cual sólo estuvo ausente en la crisis de 1991. Aun así, durante el breve interregno (así se llamó), tuvo la oportunidad de dirigir la FAO, organismo que, debido a su presencia, pasó de la ciudad de Roma al territorio histórico de Zamora. Una Zamora que es en la actualidad activísimo puerto fluvial, cosa sabida es, gracias a la subida del nivel de los mares y a la intensificación del régimen de lluvias. La Tierra de Pan, antaño tan yerma, se ha transformado en una especie de réplica del Valle del Sacramento californiano, naturalmente antes de que éste resultara anegado por el mar. En la parte zamorana de la Tierra de Campos (la comarca de donde es originario Carlos Tomillo) destacan enormes plantaciones de piña, mango y otros productos de creciente demanda en el mundo. No hay que ocultar que nuestro hombre ha sido uno de los impulsores de esa transformación.
Por encima de todo, Carlos Tomillo es uno de los más fieles amigos del Líder Modélico. Se rumorea que juntos han participado en la constitución de la más grande plantación de productos agrarios para la exportación (PRIMORES, S. A.), pero se trata de una leyenda más. Todos esos bulos son expresión del resentimiento. Al igual que la falsa historia que hace de Zamora —al ser un centro de intenso tráfico marítimo y la sede de la FAO— la capital europea de la prostitución. En todo caso, Carlos Tomillo no tiene ninguna culpa de, lo que podríamos llamar, «los costes sociales del progreso» (son sus palabras).
Carlos Tomillo es más bien bajito —como suelen serlo los zamoranos—, sanguino y está siempre de buen humor. Para los europeos boreales representa el arquetipo del meridional. Su imaginación y la buena relación con el caudillo Gómez le llevó a ser el que propusiera el cambio de logotipo del Partido con ocasión de lo que se llamó «rebautizo». En 1992, al constituirse el PSNTTSE, se cambió la insignia de la rosa y el puño por la del pez y la bola. Tomillo argumentó que se reconocía así el carácter ictiófago de la subcomunidad española. El pez se dibujaba más bien como un delfín contorsionante, acaso para dar ilusión de inteligencia y movilidad, pero los críticos de siempre empezaron a hablar de la «pescadilla que se muerde la cola». No deja de ser una falta de respeto. En realidad, la figura del pez, cerrada sobre sí misma y juguetón con su pelota, daba una apariencia circular, siguiendo en esto la querencia de la estética española que aprecia los símbolos circulares: el ruedo, la castañuela, las tocas ibéricas, el capirote de los encapuchados de Semana Santa, la tortilla de patatas, la sardana, las torres de los castillos, las custodias de las catedrales, las rosquillas. Es claro que los españoles de todos los tiempos se han sentido fascinados por las formas redondeadas. No hay que extrañarse de que sean también los únicos en el mundo que les gusta aderezar el plato de pescadilla mordiéndose la cola, hay quien dice que para llenar más el plato. Hay que arrebatar a los críticos la falsa connotación. Después de tantos cambios de cosmética política, el PSNTTSE ha vuelto al punto de partida: el llamado Programa Máximo del viejo socialismo, interpretado ahora por el Líder Modélico. Ese es el mejor símbolo del pez que se revuelve sobre su aleta caudal en una actitud lúdica. Ya se ha dicho que la nueva denominación del partido es consonante con la tradición española de los largos nombres de los partidos. Por cierto, que Carlos Tomillo supera en esto cualquier ejercicio de imaginación. Desde 1993 es nada menos que presidente honorario del PSZ-PSCYL-PSNTTSE, es decir, si el lector tiene paciencia, del Partido de los Socialistas Zamoranos, del Partido Socialista de Castilla y León y del Partido Socialista Nacional de los Trabajadores y Trabajadoras de la Subcomunidad Española. Un título tan sesquipedálico se corresponde muy bien con las profundas transformaciones económicas e institucionales que a la vista están. Por cierto, que el partido del larguísimo nombre acaba de pedir la autodeterminación de Zamora y reivindicar la salida al mar para ese territorio histórico.
No es sólo que, gracias a la invasión del mar en las costas españolas, se haya creado un riquísimo banco de pesca de bajura, acelerado aún más por las granjas marinas. Esta nueva economía de la acuicultura es otra de las fecundas iniciativas que ha desarrollado el ministro Tomillo, gracias a sus conexiones con el Consejo Mundial de la Pesca de la FAO y sus buenas relaciones con Marruecos. Estas últimas, hay que reconocerlo, deben mucho a los buenos oficios de Enrique Rascabola, aunque conviene desmentir la supuesta conexión de este último con la Organización Sufita.
En definitiva, estamos ante un hombre que se ha merecido el cargo, ya prácticamente vitalicio. A él se debe el cambio de rumbo de la política económica española después de la crisis del 92. Se trataba de conseguir la «solución californiana», es decir, agricultura y servicios, más una industria electrónica y aeroespacial de gran calado. O como dijo Tomillo en la inauguración de la nueva sede de la FAO en el rutilante palacio de San Frontis, de Zamora, al precisar la fórmula del desarrollo para el siglo XXI: «Parques empresariales, parques de atracciones y mangos». El tiempo le ha dado la razón. Pero oigámosle.
—Abundando en el tema del turismo, suscitado por mi compañero Burbuja, voy a presentar la vertiente nutricional, que es la que me compete. De todos es sabido que en este país es frecuente la costumbre de «ir de tapas». Los ciudadanos y ciudadanas frecuentan bares y otros establecimientos de hostelería con el propósito de beber unos vasos de mangola acompañando a una tapa, pincho, banderilla o ración, según los casos. Además, los visitantes extranjeros son los más aficionados a esa sana costumbre. Hay más bares en España que en el resto de la Comunidad. Pues bien, si, como se ha dicho, el principio es lograr que los impuestos repercutan psicológicamente lo menos posible, nada más equitativo que gravar la costumbre establecida de la tapa. El «impuesto sobre la tapa añadida» (ITA) vendría a cobrar una tapa más a las regularmente consumidas. De esta manera se lograría, además, contener el aporte calórico, que en este momento supera en un veinte por ciento las necesidades que los nutriciólogos consideran razonables. El único problema de la contención del consumo alimentario está en que provocaría un alza alarmante de los excedentes agrarios, ya de por sí elevados.
—Una puntualización —se coló en la pantalla Nicolás Cuadrado—. No se trata de inventar por inventar. Hablamos de arbitrios, pero no somos arbitristas, ni tampoco arbitrarios, que no es lo mismo. Si se propone un nuevo impuesto tiene que ser, ante todo, para solucionar un problema, arreglar una deficiencia, no para recoger dinero sin más. No me gustan los impuestos sobre el consumo porque repercuten en los trabajadores, pero puestos a imaginar un gravamen sobre el consumo, al hilo de lo que señala Tomillo, se me ocurre uno muy elemental. Pongamos un peaje para entrar en las ciudades, como dicen que existía en la Edad Media. Quiero decir, entrar en un vehículo privado. Sólo así se resolverá, de paso, el inquietante problema de la congestión de tráfico. La contaminación ya ha quedado mitigada con los coches eléctricos, pero éstos, más pequeños, llenan ya todas las aceras de las calles. La única manera de contener el hacinamiento automovilístico es establecer unas «puertas» artificiales para entrar en las ciudades y cobrar un peaje. Esto me recuerda, ahora que lo digo, a las casillas de usos y consumos que había en Bilbao cuando yo era un crío y tirábamos piedras a los guiris que las custodiaban. Bueno, no todo lo del pasado es malo. Mejor sería que la chinchorrería esa de la «tapa añadida», que a los ciudadanos de ahora no les va a gustar mucho. Es que no me parece justo. Incluso lo del peaje lo digo a bote pronto, pero no es lo más recomendable. No es lo mismo imponer el peaje a un trabajador o trabajadora que acuden a la oficina que a alguien que va al centro a divertirse. Todo lo que no sea tener en cuenta la clase social en los impuestos es una monstruosidad. Entiendo que la resolución de los graves problemas de la reestructuración agraria y alimentaria tiene que ir más allá del control de esa costumbre, por lo demás tan agradable, del «chiquiteo» (aunque sea con mangola). Si es sólo eso lo que propone Tomillo, como decía el otro, apaga y vámonos.
—Déjeme continuar Claro que hay más cosas. No ha sido suficiente el plan de primas al abandono de tierras de cultivo. En el último decenio sólo se han abandonado un millón de hectáreas de tierras de labor (aparte de las anegadas por el mar), casi todas de secano. Tenemos que reducir todavía mucho más la superficie agraria útil para homologamos con el resto de la Comunidad. Más que nada porque las últimas incorporaciones a la misma son de países agrícolas. Aparte hay que considerar el reto que ha supuesto la implantación de los nuevos cultivos cálidos, como la caña de azúcar, el mango o el café, por ejemplo. Eso ha significado una diversificación de las exportaciones, pero también importantes costes de transformación. Mi departamento es el que más ha sufrido las consecuencias del «efecto invernadero» al que se refería el señor Burbuja y que están en el ánimo de todos. Al mismo tiempo yo veo que es en la alimentación donde puede estar la llave que nos abra la fórmula para tapar el «agujero fiscal». Esta es nuestra apuesta. No me canso de repetir que los españoles comemos demasiado (y no lo digo sólo por mi orondo perfil). Si el ITA no es suficiente para resolver el problema (es evidente que reduciría el consumo de tapas) hay que pensar en soluciones complementarias. Por ejemplo, se ha hablado aquí de la sal. No es cuestión de volver a tiempos pretéritos. Si miramos para atrás nos podríamos convertir otra vez en estatuas de sal, como en el cuento de la Historia Sagrada que nos enseñaban en el colegio. Por otro lado, hace ya algunos años que hemos sustituido el cloruro de sodio por diversos tipos de sal sintética, que contienen la hipertensión. Hay que ir a lo práctico. Aparte de las tapas, ¿qué es lo que consumen los españoles a todas horas? Es claro que yogures. Hemos superado en esto al último socio en ingresar en la Comunidad, Bulgaria. O lo que es lo mismo, somos el primer país del mundo en consumo de yogur, con dos litros por persona y día. Fue tal el éxito de la campaña publicitaria que realizamos en 1993, para tratar de aumentar el consumo de los excedentes de leche en la Comunidad, que ahora nos encontramos con esta desmesura a todas luces perjudicial. Tanto es así que se están detectando ciertos side effects, que dicen los expertos, por el alto consumo de yogur: impotencia sexual en el varón, infertilidad y retraso de la menstruación en las mujeres y una cierta adicción en los niños sobre todo. De nada ha servido la prohibición de que las yogurterías sirvan sus productos a los menores de catorce años. Lo que no podemos es incluir en la prohibición a las mujeres. Es posible que los efectos secundarios que digo tengan que ver con la disminución de la natalidad que a todos nos preocupa (no sólo a Joaquín Menina o a José María Graznar). Un buen impuesto no es el que obtiene fondos públicos, sino el que corrige las malas costumbres de los ciudadanos y ciudadanas. Las dos fórmulas que propongo cumplen ambas condiciones. Vienen a ser el equivalente a las fuertes tasas que gravan el alcohol en los países nórdicos, desde Islandia a Manchuria.
—Usted mismo lo ha dicho —interrumpió el anciano, pero aún ágil, Georges Maura—. En esos países nórdicos no se ha reducido, como en otros, el consumo de alcohol (que además es alcohol casero, lo que es peor), precisamente por los elevados impuestos que lo gravaban. ¿No pasará algo de eso con las tapas y yogures? Por cierto, ¿qué se puede esperar de un pueblo que se alimenta de mangola, tapas y yogures? Esto es como volver a la Arcadia pastorial, pero en demente. Hombre, puestos a sugerir algo positivo, se me ocurre que podríamos volver a instituir lo de un día de ayuno cívico al mes. Por lo menos en ese día cerrarían todas las yogurterías. El equivalente del gasto cotidiano en yogur pasaría al Fisco. Esta es una medida excepcional, de guerra, pero es que el objetivo de rebajar el consumo de yogur empieza a ser de carácter bélico, como suelen ser las campañas para el cambio de las costumbres. No hay más que recordar lo que costó introducir la «fórmula portuguesa» en las corridas de toros: el escritor Andrés Amorosito llegó a exiliarse a México por esa decisión. Esperemos que ahora no se produzca otra reacción parecida en el gremio intelectual. Téngase en cuenta que en el caso del yogur, por los cambios de clima, tenemos que importar casi toda la materia prima de Groenlandia, lo que hace todavía más cara y caprichosa esta moda.
—De momento —siguió Tomillo— lo que tenemos es que el consumo de yogur se ha convertido en uno de los más importantes símbolos de estatus. Ahora se han puesto de moda las yogurterías para los jovencitos de buenas familias. Son el lugar de reunión de la juventud y es sabido que se impone la costumbre entre ellos de mezclar los yogures con drogas sintéticas. Dicen que así se inmunizan contra el sida. Tonterías. El tema es importante. No veo por qué un impuesto especial sobre el yogur va a estimular aún más el consumo. Sobre todo si lo acompañamos de una gran campaña publicitaria para orientar el gusto por productos alternativos, por ejemplo el chocolate, ahora que somos una potencia exportadora de cacao. Mi departamento está estudiando un plan de reparto de chocolate en las escuelas para habituar a los niños. El impuesto sobre el yogur tendría este efecto saludable de moderar un poco el consumo. Hemos pensado también cambiarle el nombre por el de «leche agria» o «leche cortada». Hay un equipo de sociolingüistas trabajando sobre el tema. Aquí no se improvisa nada, compañero Burbuja.
—Las alusiones personales están fuera de lugar, señor Tomillo —sentenció el moderador—. Deje usted la «leche agria» para mejor ocasión. ¿Tiene algo que añadir de sustancia? Le quedan dos minutos.
—Yo soy de la tierra de los garbanzos (aunque ahora producimos chirimoyas) y por eso soy austero en palabras. Si me sobra tiempo se lo regalo a los que están ávidos de intervenir. Sólo decir que a los hombres se les gana por el estómago. Vean lo rollizo que estoy yo. Es para hacer propaganda de los productos de la tierra.
Las palabras de Carlos Tomillo fueron acompañadas de gestos risueños en la pantalla múltiple. Tenía fama el hombre de labrador dicharachero y nunca defraudaba. Físicamente se parecía más a un viejo campesino francés, con sus enormes mostachos blancos y sus ojillos maliciosos. Fuera por esta razón o por el hecho de que sus propuestas sonaban saludables, el hecho es que la pantalla del retrograbador le concedió ocho millones largos de votos. Por primera vez en toda la noche surgió un aplauso espontáneo por parte de algunos participantes, sobre todo los que todavía no habían hablado. El moderador hizo un gesto para indicar que no le gustaban los aplausos y cedió paso a la siguiente intervención. Era la figura más venerable de la tenida y los asistentes se aprestaron a escucharle con cierta estudiada atención. Sus intervenciones eran siempre las más errabundas. Esta vez no defraudó, como podrá comprobar el que siguiere leyendo.