CAPITULO 4

Joaquín Menina

El veterano director del Instituto de Inmigración de la Subcomunidad Española es la viva representación de Trotsky, si bien un Trotsky rollizo y con una mirada entre triste e irónica. Su cargo le viene de su antigua profesión de demógrafo y quizá de su gran capacidad de comprensión del sufrimiento ajeno. Se le conoce más bien como novelista. Sus relatos son históricos e intimistas, de fácil lectura, con personajes en clave que han sido reales. Aunque ya hace años que dejó de ser presidente de la Autonomía Madrileña, su paso por ese cargo dejó buenos recuerdos. La que fuera catedral de la Almudena se llama ahora Auditorio Subcomunitario de Música Joaquín Menina.

Durante un tiempo, Menina representó una especie de reserva del ala crítica del antiguo PSOE y hasta estuvo en dudas de si incorporarse o no al Partido Laborista, pero esos tiempos oscilatorios pasaron. Lleva ya varios años alojado en Inmigración, un cargo eminentemente técnico y en todo caso pensado para una persona que, como nuestro personaje, es una mezcla de reformador social y de diplomático.

Los problemas de la inmigración son ingentes. Baste decir que la sede del Instituto de Inmigración de la Subcomunidad Española (IISE) necesita para alojarse todo el edificio de los viejos Nuevos Ministerios en el centro de Madrid. Ha parecido prudente no llevarse este organismo a Bailén por sus vínculos orgánicos con la Administración Comunitaria y por el peso de la inmigración en la autonomía madrileña. Un gran contingente de la última ola inmigratoria trabaja en las empresas de robótica situadas en el parque empresarial de Las Rozas-Cantoblanco. La subcomunidad española cuenta con más de cuatro millones de inmigrantes extranjeros, la mayor parte africanos (mayormente de Kenya, Sudán, Etiopía y países del África Central). A ello hay que añadir el contingente anual de niños que se «importan» (éste es el verbo que se emplea para la ocasión, sin demasiado rebozo) para su adopción: cerca de un millón en el último quinquenio. Las dos corrientes inmigratorias y el predominio de las personas de color ha provocado una fuerte corriente xenófoba. Todos los esfuerzos de Menina para contenerla han sido inútiles. La situación en Canarias resulta explosiva. En esa autonomía la mayor parte de la población es extranjera y de color. En Andalucía se plantea otro problema con un nuevo tipo de movilidad geográfica, la que protagonizan sobre todo los japoneses que vienen a residir aquí una vez que se jubilan. Su presencia no provoca furores racistas, pero sí problemas de ajuste. Por ejemplo, el territorio histórico de Almería es ahora prácticamente trilingüe: castellano, japonés y suahili (por la población negra).

Lo anterior sirve para situar tanto al personaje como el debate de la teleconferencia. En efecto, los problemas de la inmigración están muy relacionados con el «agujero fiscal». Es desproporcionado el volumen de servicios sociales que requiere una inmigración tan nutrida, sea de adultos o de niños.

Joaquín Menina fue el responsable de la publicación del Libro Blanco sobre los Negros en España, que se situó en las listas de los más vendidos durante el otoño del 2001. También estuvo en ellas, por cierto, la novela Las senectudes socialistas del propio Menina, una narración satírica sobre el acomodo social de los jóvenes protegidos por el Partido (se identifican, entre otros, a Javier de Guerra y Nicolás Cuadrado, junior). Ambos títulos provocaron un torrente de críticas y protestas. Aun así, nuestro hombre conservó la poltrona por su excelente relación personal con el caudillo Gómez. No todos pueden decir lo mismo. Se rumorea, incluso, que Menina ha escrito alguno de los discursos más líricos del Líder Modélico, por ejemplo, el de la recepción del Premio Nobel de la Paz, otorgado en 1994 después de los esfuerzos en pro de la unión de la OTAN con el Pacto de Varsovia. Oigámosle.

—Yo, como demógrafo, tengo que advertir que la curva de la población española ha llegado a la asíntota, es decir, ya no crece más. Se insinúa incluso que va a comenzar a decrecer. Llevamos ya cinco años en que ha habido más muertes que nacimientos (incluyendo en estos últimos a los niños importados para adopción). Esto significa que cada vez hay menos personas activas y, por lo tanto, menos contribuyentes. De nada ha servido la política de munificentes subsidios al número de hijos. En realidad ésa ha sido una de las causas que ha disparado la actual crisis fiscal. Por lo tanto, se impone una corrección del problema en sus mismas causas. Hay que recoger un impuesto que al tiempo contribuya al aumento de la natalidad. Como es sabido, los modernos sistemas de control natal han quedado obsoletos por contraproducentes para la salud, así que la gente ha vuelto al clásico sistema del preservativo. Naturalmente, no son las engorrosas fundas de antaño, sino la película de látex extrafino producida en ausencia de gravedad en los laboratorios espaciales. La eficacia del nuevo producto (más biológico que químico) es tal que incluso se dice que las nuevas series de preservativos, prácticamente invisibles de puro finos, lo que hacen es aumentar la sensibilidad, amén de proteger al usuario de los peligros del sida. Visto este resultado, no debe extrañar que más del ochenta por ciento de las parejas en España se hayan habituado a este sistema. Su fabricación es un monopolio estatal y gracias a él hemos logrado que el ISI (el Instituto Subcomunitario de Industria, el antiguo INI) sea definitivamente rentable sin tener que recurrir a más enajenaciones de su patrimonio. Por lo tanto, es fácil la instauración de un impuesto por cada preservativo que se utilice. De esta forma se lograría otro efecto beneficioso. También es conocido el hecho de que los españoles somos cerca de treinta y ocho millones (descontando a los vascos, claro está, desde la última reforma constitucional), pero recibimos al año más de doscientos cincuenta millones de turistas. La relación es tan desproporcionada que se ha convertido en otra de las razones que han precipitado la crisis fiscal. Resulta que tenemos que disponer de unos servicios públicos pensados para los doscientos cincuenta millones de visitantes, aparte de la población española, pero con sólo siete millones de personas ocupadas. Se impone alguna corrección de esta desproporción. El impuesto sobre el preservativo viene a cumplir admirablemente ese requisito. Son muchos los turistas que aprovechan las vacaciones para una cierta licencia sexual o al menos para hacer uso del matrimonio a un ritmo algo más generoso que el normal. Ese desahogo se traduce en el mayor uso de preservativos. Dado que los nuevos preservativos espaciales son un artículo perecedero (hay que guardarlos en el congelador, por su estructura proteínica), se tienen que consumir al día. Es decir, los turistas tienen que comprarlos en España. El impuesto sobre el preservativo supondría una voluminosa renta para el Estado español, que, además, sería pagada en gran medida por la corriente turística. Es evidente la múltiple funcionalidad de un impuesto de esta naturaleza.

—¿Puedo intervenir? —era la voz ronca de Alfonso Paz—. No entiendo de mentiras estadísticas, pero sí sé que esa propuesta del señor Menina va a provocar indirectamente el aplauso del Consejo de las Iglesias Monoteístas, y que conste que yo soy miembro de la religión musulmana. Hay que mantener el principio de la separación de las Iglesias y el Estado. Por eso mismo me temo que el impuesto sobre el preservativo iba a plantear muchos problemas de interferencia religiosa. No podemos, desde las instituciones del Estado, auspiciar la campaña de las Iglesias en contra de los preservativos. Lo que faltaba, castigar fiscalmente el uso de esos adminículos tan combatidos por las Iglesias, especialmente los «papistas» y los «aleluyas». Esto sería tanto como caer en brazos de la derecha.

—Nada de eso, señor Paz. Mi sugerencia se enmarca en una óptica de izquierdas, como una iniciativa en favor del proletariado. Es como el metro de Moscú, que es de la máxima calidad, pero al servicio del pueblo porque se ha hecho desde una óptica socialista. Pues esto es lo mismo. Nada hay más placentero que la cópula y en esto le doy la razón a lo que antes decía Luis Umbría, que los impuestos deben ponerse allí donde hay un acto satisfactorio. ¿Es que se imaginan un acto más satisfactorio que el que todos ustedes están pensando? No lo digo más claro en atención a que es la hora de máxima audiencia. Fíjense que no estoy proponiendo que el Estado se inmiscuya en la vida íntima de las parejas. Por eso se grava el preservativo, no el «acto» como tal. ¿Que todavía hay un veinte por ciento que no utiliza el preservativo? Peor para ellos. No gozarán tanto y correrán el riesgo de todo tipo de enfermedades. Ni siquiera se pueden justificar diciendo que quieren tener descendencia. Como saben, hoy casi todas las concepciones se realizan clínicamente, sin contacto corporal, por implantación e incluso ya algunas por donación. De esta manera el amor, el sexo, se ha desvinculado totalmente de la procreación. Esto es lo progresista. Si se me permite jugar con las palabras, diría que la demanda de preservativos es lo que los economistas llaman «inelástica», es decir, se consumen con cierta prescindencia del precio, sobre todo porque es muy barato. El ejemplo clásico es el de la sal, cuyo consumo es muy constante, sea cual sea su precio. Por cierto, esta razón es la que llevó a muchos Estados en la Antigüedad a poner un impuesto sobre la sal. En el caso que propongo, el impuesto se halla bien repartido y en gran medida lo pagan los extranjeros. Supongo que a las mujeres les gustaría advertir que es un impuesto que van a pagar los varones.

—Por alusiones, puesto que soy aquí la única mujer —interrumpió Rosa Marqués—. Vamos a ver si me explico. Fui alumna hace muchos años del profesor Menina y sé de qué pie cojea. Aunque él insinúe lo contrario (para conseguir más puntos en el retrograbador), este impuesto sobre el preservativo me parece a mí típicamente machista y bastante injusto. Sólo faltaba que a los hombres se les hiciera pagar un extra por «holgar» con sus compañeras. La insatisfacción femenina iba a llegar a cotas de verdadera desesperación colectiva. Si el impuesto es alto (y tiene que serlo para tapar el «agujero», no se rían, perdón por la alusión, quiero decir el «agujero fiscal»), decía que si el impuesto es alto, muchos hombres van a adoptar una actitud de «retirada». Esto significaría, de alguna manera, un inmenso y colectivo coitus interruptus, simbólicamente, claro está. Todo lo más que se conseguiría sería el retroceso a la forma tradicional del acto sexual sin preservativo, algo que repugna a la psicología femenina porque restaría sensación de placer. Por todo eso la propuesta del profesor Menina es perfectamente machista. Entonces, no acierto a comprender cómo va a aumentar la natalidad con ese procedimiento. Lo que ya no veo por ninguna parte es cómo puede compararla con el metro de Moscú, esa horrendez. Son ganas de hacer frases. Está bien que el señor Menina sea un best seller con sus novelas, pero en este caso la licencia de su prosa parece como demasiado. ¿Es que quiere volver a la situación de hace cuarenta años, la que relata precisamente en una de sus novelas? Hablando de novelas, a mí me parece que con lo de los preservativos espaciales nos acercamos al «mundo feliz» de Huxley. Lo que no ha dicho nuestro comunicante es que para la fabricación de esos adminículos se necesitan fetos humanos y hasta placentas humanas. No todo es tan «aeroespacial» como parece. Hay cierta sordidez en todo este invento, algo que repugna a toda mujer bien constituida.

—Mi querida Rosa, no es para ponerse así. Tú sabes tan bien como yo que ha sido la introducción de los nuevos preservativos espaciales o proteínicos lo que ha elevado la frecuencia del acto sexual en las parejas, hasta hace unos años entristecidas con la escasísima cadencia del «débito conyugal». Es más, los estudios dicen que, a causa de los nuevos productos, se logra un apreciable incremento de sensibilidad, lo que supone no sólo un refuerzo de la frecuencia de relaciones, sino una mejora cualitativa. Ante tales progresos, no estaría mal que el Estado se apropiara de una parte de esa «plusvalía sexual». Lo de las placentas, los fetos y todo eso no es más que sensacionalismo. Parece mentira que una socióloga caiga en esa trampa. Es cierto que se necesita un cierto compuesto hormonal como catalizador de todo el proceso, pero la materia prima consiste en desechos clínicos perfectamente reutilizables. Sobre todo no quiero extenderme más, por delicadeza. Lo del metro de Moscú viene a cuento en todo lo que sea proporcionar bienestar a un gran número de ciudadanos y ciudadanas, y nunca mejor empleado el doble género. El mejor indicio de que las cosas van a mejor es que la palabra preservativo ya apenas se utiliza y aún menos las otras más vulgares. En la publicidad se llaman ahora «reforzativos». Me parece muy bien el neologismo, pues se trata de subrayar el aspecto positivo, vigorizante. En resumen, que este impuesto se distribuye muy bien, satisface al usuario y no le duele mucho pagarlo. El balance es francamente positivo. A riesgo de pasar otra vez por machista o paternalista, yo le sugeriría a Rosa Marqués que hiciera un esfuerzo de imaginación para pensar un poco más en la situación de las mujeres que empiezan ahora su ciclo fértil.

—Bueno, bueno, señor Menina, absténgase de alusiones personales —suavizó el moderador—. Permítame un pequeño retoque. Dice usted que éste es un impuesto general, que se distribuye bien, pero claramente gravaría más a los jóvenes y nada a los célibes. Esto puede provocar protestas en el estamento juvenil. Sólo le faltaba una cosa así a los sindicatos. Mejor pretexto para organizar insumisiones fiscales no lo iban a encontrar.

—Recojo la crítica. Las cosas se pueden ver también de otro modo. En efecto, los jóvenes pagarían más, pero también tienen más satisfacciones. Visto por el otro lado, la tercera edad (que ha de ser protegida, según la Constitución) tendría en este caso un respiro fiscal, que no sería nada malo. Respecto a los célibes, bastante duro es el celibato como para que encima les exijamos un impuesto. Insisto en lo acertado de mi idea. Lo único que me preocupa es que disminuya drásticamente (de acuerdo con la etimología que aquí ha quedado establecida) la frecuencia en el uso del matrimonio, o de la pareja, tanto da. Sólo sería un efecto ocasional. Confío en la naturaleza inelástica de esta demanda. Y perdón otra vez por el juego de palabras.

—Abundando en lo que aquí se está diciendo —terció Nicolás Cuadrado, gran amigo de los gerundios administrativos—, me parece que pasan ustedes por encima el problema real del descenso de la natalidad que a todos nos preocupa. Puede que a los empresarios no, porque así en el futuro disminuirá la presión salarial. Vosotros los técnicos algo tendríais que hacer para animar a las parejas jóvenes; si no, no sé lo que sería del futuro. Estoy con Rosa en que no veo cómo tu iniciativa pueda ayudar a elevar la natalidad.

—Para responder a lo que antes me preguntaba Rosa, el aumento de natalidad vendría precisamente porque más gente se preocuparía menos del sexo y más de la procreación —hablaba otra vez Menina—. No soy sospechoso de favorecer una política natalista y por eso mismo podrán confiar en lo adecuado de esta medida. Si el problema fuera sólo el descenso de la natalidad, la cosa tendría fácil solución. Lo demuestra este hecho. En la primera semana de marzo de 1992 se produjo un inesperado aumento en el número de nacimientos, algo así como un veinte por ciento más de la cifra media. La explicación es clara. Exactamente nueve meses antes, el primero de junio de 1991, se produjo una huelga general en todos los canales de televisión. Resulta significativa la covariación entre los dos fenómenos. Según eso, si suprimiéramos la televisión se lograría un aumento de los nacimientos, hasta ese punto somos todavía primitivos. La cuestión está en que la premisa no se puede cumplir, pero teóricamente indica que la conducta humana es condicionable. A mí personalmente lo que me importa es que la sociedad continúe, aunque sea con el mismo número de habitantes, más o menos, y aunque sea con una alta proporción de bebés «importados».

—Bueno —sentenció el moderador—, la propuesta está hecha y vamos a ver qué dice el pueblo soberano. ¿Cuántos están a favor del impuesto del preservativo, perdón, del «reforzativo»? No está mal, no está mal. Cinco millones y medio en números redondos. Tengan en cuenta que en este tipo de consultas más de la mitad suele abstenerse. Así que cinco millones y medio es una buena marca, sobre todo si tenemos en cuenta que la base real es aquí la población adulta, ni viejos ni niños. No me disgustaría a mí un impuesto así, fácil de administrar, que lo pagan también los extranjeros y que se recoge todos los días. Pero sigamos, que todavía quedan más oradores y ya veo impaciente al señor Graznar. Su turno, Y, por favor, sean concisos porque todavía quedan muchos invitados por hablar.