Alfonso Paz
Estamos ante un verdadero hombre del Renacimiento, un hombre universal que brilla en el firmamento de las artes, las ciencias y la política. En realidad, dimitió de los cargos políticos directos en 1991. No fue una sorpresa porque su carrera estuvo siempre ligada estrechamente a la del Presidente, su compañero del alma, quien se retiró en esa fecha, con estudiada táctica, ante la dificultad de tener que gobernar con un gobierno sin mayoría absoluta y asaeteado por un rosario de mociones de censura y de recursos sobre fraude electoral. Alfonso Paz le siguió en el autoexilio momentáneo.
En 1992, con el definitivo retorno del Líder Modélico, Alfonso Paz fue nombrado presidente de la Real Academia de las Lenguas de la Subcomunidad. «Estando Paz, debería llamarse la Academia de la Lengua Viperina», en frase del director de El Universo. La verdad es que, desde ese puesto, Alfonso Paz logró dar un impulso a las diferentes lenguas que se hablan en España, incluyendo el suajili, la lingua franca de la numerosa colonia africana. La Academia ha dado origen a prometedoras empresas, como la Renovada Escuela de Traductores de Toledo, en la que se están utilizando las más modernas estaciones de trabajo para traducir a cuatrocientos cincuenta idiomas minoritarios el contenido de las obras culminantes de la literatura de todas las culturas. Este proyecto lo lleva a cabo ARTEK-X, la multinacional española de informática.
En 1993, por un decreto especial, Alfonso Paz fue nombrado catedrático de Literatura Española en la Universidad Pablo Iglesias de Madrid. Desde entonces su figura se ha hecho muy popular entre los estudiantes, casi todos hijos de inmigrantes. Destaca la innovación pedagógica que defendió en el proyecto docente: cada asignatura debe estudiarse con un único texto. Profesores y alumnos acogieron la medida con simpatía.
En 1994, Alfonso Paz recibió el nombramiento de presidente de la Comisión del Tercer Milenio, desde donde impulsó algunas iniciativas, como el traslado de la capital de la Subcomunidad al nudo de Bailén (a unos minutos de helicóptero de El Olivar), lo que ha permitido la descongestión de Madrid. Suya fue también la iniciativa del Programa 3000, un seminario permanente para estudiar los proyectos socialistas a largo plazo. Participan en él más de doscientos intelectuales de renombre, los autodenominados «orgánicos». Baste citar a Fernando Caudín, Ludolfo Andamio, Salvador Triginer, Elías Daza, José Félix Tizano, Juan Luis Corvián, Javier Pastizal, Carlos Luis Ansúrez, Ramón Cacabelo, Xavier Rupert de Besós, entre otros nombres, casi todos ellos premios nacionales de ensayo.
Otro de los empeños de la Comisión del Tercer Milenio ha sido la publicación de las obras completas del Líder Modélico, dispersas como estaban hasta la fecha en hemerotecas y videotecas. Incluirán un tomo de Memorias, que el caudillo Gómez dicta en su retiro de El Olivar.
La Comisión se ha impuesto igualmente otra empresa monumental, nunca mejor dicho. Todo proviene, como tantas otras veces, de una frase del Líder Modélico. Esta: «Hay que cerrar, de una vez por todas, el ciclo de la reconciliación subcomunitaria». Alfonso Paz aventuró en seguida una interpretación práctica a esas enigmáticas palabras. Había que dar al Valle de los Caídos una función cívica definitiva. En la rotonda del altar mayor estaban enterrados, frente por frente, Francisco Franco y José Antonio Primo de Rivera. «No se trata de aventar cenizas, que luego caen malditas sobre nuestras espaldas», dijo Alfonso Paz en ocasión memorable. Y añadió: «Concluyamos el siglo y el milenio con la inhumación, a los otros dos lados de la rotonda, de los restos de Antonio Machado y Buenaventura Durruti. De esta forma las dos Españas quedarán eternamente conviventes». Se cumplió la orden. Los restos de los dos prohombres republicanos ya están enterrados bajo la gélida bóveda de la basílica del Valle. Lo de que sean «conviventes» no deja de ser una generosa licencia retórica. La impresionante ceremonia tuvo lugar en un día señalado, el 20 de noviembre de 1995. Se eligió precisamente para conmemorar el vigésimo aniversario de la muerte de Franco. Se conjuraba de manera definitiva la efemérides. Téngase en cuenta que Durruti también murió un 20 de noviembre, como Primo de Rivera y Franco. Extrañas casualidades. Las mismas que forzaron después la elección de la fatídica fecha para asesinar, en distintos años, a destacados dirigentes del independentismo vasco. Algún crítico malintencionado sugirió que el señalamiento del día para la ceremonia antedicha obedeció más bien a que se trataba del aniversario del estreno de la primera sinfonía de Mahler, la debilidad del melómano Alfonso Paz.
La retirada de la política activa por parte de Alfonso Paz no fue táctica como la del Líder Modélico. Era clara su orientación cultural. Se le reavivaba la primitiva vocación. Con todo, siguió ejerciendo una notable influencia como líder del ala radical del Partido. Algunos críticos han sugerido que desde ese puesto ha seguido nombrando ministros como cuando era vicepresidente del Gobierno. Formalmente es el responsable de los clubes Divino Tesoro de los jóvenes socialistas, otra plataforma de gran influencia cultural y política. De ellos han salido vocaciones políticas tan decididas como la de Javier de Guerra, actual gerente del Consorcio Almadrabero Hispanomarroquí, la multinacional pesquera promovida por Enrique Rascabola, que se ha situado a la cabeza de la Comunidad.
Otra forma de influencia de Alfonso Paz es su participación regular en las tertulias del programa radiofónico Deuteragonistas, que dirige Luis del Colmo en la cadena POPE y que se transmite en directo a toda América. Alfonso Paz se expresa en ellas con total desinhibición e incluso se atreve a ridiculizar a algunos personajes del entorno familiar y amical del Líder Modélico. En este mismo sentido de denunciar la corrupción y el personalismo del cimborrio presidencial se incluye su famosa «tercera» de ABC, titulada «Un palomino por añadidura los domingos». Alfonso Paz recibió una reprimenda del «cuñadísimo» por la clara alusión del artículo, pero logró el Cavia, que era lo que andaba buscando.
El aspecto más discutible e imprevisible de la trayectoria vital de Alfonso Paz ha sido su reciente conversión a la religión islámica. Bien es verdad que en todo momento ha dejado claro que nada tiene que ver su postura con las corrientes integristas (por ejemplo, con la todopoderosa Organización Sufita de Granada, que extiende sus ramas a todo el Magreb). Su conversión se debe más bien a razones que podríamos llamar de estilo de vida. Su cuarta mujer, Fátima, es una princesa árabe, especializada en Antonio Machado, muy religiosa y líder del movimiento que reivindica la poligamia. Su influencia ha sido tanta que el nuevo Código Civil de 1998 ha tenido que reconocer el derecho a la poligamia (o mejor, la «cuatrigamia», como suele advertir Alfonso Paz), por lo menos para el caso de la nutrida minoría musulmana. La reforma ha afectado a varios países del sur de Europa, donde abunda la población inmigrante que proviene de los países africanos de religión musulmana, algunos de ellos incorporados recientemente a la Comunidad. Hasta el Vaticano ha tenido que ceder, hay quien dice que debido a la influencia del Papa africano.
Alfonso Paz es un hombre de vastísima erudición. Terrible polemista, son muy celebradas sus sátiras contra los banqueros y algunos políticos del PPPCDS (Partido Popular Progresista del Centro Democrático y Social). En 1994 fue nombrado doctor honoris causa por la Universidad de Rosario (Argentina) y aclamado por las masas justicialistas. Famosa fue su frase de salutación, que recordaba la del presidente Kennedy en Berlín: «¡Yo también soy un descamisado!» Aludía con ello a su humilde origen y a las posiciones radicales (en el sentido europeo, no argentino) y nacionalistas que siempre ha mantenido.
La transcripción de la intervención de Alfonso Paz en la teleconferencia presenta algunas lagunas, puesto que, por razones de lógico respeto a su papel eminente, el moderador no quiso recortarle mucho el tiempo. De todas formas los párrafos que se omiten tienen poco que ver con la sustancia del debate. Son más bien recursos eruditos, a los que nuestro personaje es tan aficionado. Oigámosle.
—Yo soy un hombre de letras y entiendo poco de estas cuestiones de economía. Si hay un «agujero fiscal», como se ha dicho, habrá que consultar a los técnicos, cosa que yo no soy ni por lo más remoto. En todo caso soy un experto en transmitir ideas generales, ars dicendi peritus, que escribiera el clásico. Pero, como decía Juan de Mairena, «en las facultades de Teología debería haber una cátedra de Blasfemia que explicara el mismo Diablo» (cito de memoria). Pues yo soy ese diablo que va a blasfemar de Economía en este debate, en el que, según veo, predominan los economistas. Para mí no hay nada más lejano que lo crematístico. Claro que entiendo que aquí se trata de dar ideas generales, «el deber ser» en sentido kantiano. Para eso estoy siempre dispuesto.
—Perdón, señor Paz —le interrumpió con melosa cortesía el ministro Morrell—, lo que aquí interesa es la propuesta que hace cada uno. No es una solución técnica, que eso ya vendrá más adelante, sino un planteamiento político, de cara a los ciudadanos y ciudadanas de esta subcomunidad. Este es un ejercicio de democracia directa.
—No, si ya voy. Para mí no hay más democracia que la directa, como en la antigua Grecia. La democracia liberal es una aberración producida en el medio cristalino de la lucha de clases. «Un invento de los ingleses, como pueblo de boxeadores que son», que decía también Juan de Mairena. A propósito, este debate me recuerda la situación de Contrapunto de Huxley, que es la gran novela del siglo que acaba de terminar, digo la gran novela, obviamente, en la versión original, que en la traducción al español abundan los hispanoamericanismos. Por fortuna, la hemos retraducido en el «tradartek» y ahora podemos gozar de un texto impecable. Pero me he perdido. ¿Por dónde iba? ¡Ah, sí! Yo bien quisiera aportar una solución práctica, pero es que soy un teórico incorregible. Siempre he sido un teórico. No hay nada más práctico que una buena teoría, creo que dijo Einstein. Mi teoría en este caso es que los impuestos deben de ser inversamente proporcionales a la capacidad que tienen los ciudadanos de utilizar los servicios públicos. Para que se me entienda, un padre de familia con seis hijos, todos ellos en edad escolar, utiliza más servicios educativos, sanitarios, transportes, etcétera, que una persona sin hijos. El primero debe de pagar más impuestos. Ya sé que el principio admite una corrección. Es la situación actual en que la población de la subcomunidad española se ha hecho regresiva y tenemos que importar niños africanos. Hay que primar la natalidad y de ahí paradójicamente el «agujero fiscal». Bueno, esto es conocido. ¿Cómo resolver el apotegma? Esto es como el juego lógico de Aquiles y la tortuga. Simplificando, hay que seguir con las subvenciones a la natalidad (que existen en toda la Comunidad, excepto en Irlanda y Polonia, donde no se necesitan; por lo visto allí son católicos de verdad), pero hay que tapar el famoso «agujero». Tengo dos soluciones, una a largo plazo y otra a corto plazo. A largo plazo habría que considerar que las subvenciones familiares de estos últimos años se han ido dando a título de préstamo. Es decir, a medida que los niños a los que iban destinadas vayan ingresando en la mayoría de edad, tendrán que devolver al Estado esa inversión. Con interés, por supuesto. A corto plazo, se impone una solución algo más drástica (como saben ustedes, drástico significa en griego «purgante»), es decir, la purga Benito, que dicen en Sevilla. Aquí hay que ir a los socialistas utópicos y convenir con ellos en que la propiedad es un robo. No se alarmen, que los veo en las pantallas, también decían eso los Padres de la Iglesia, según tengo oído yo al cardenal Enrique Moret Sobao. Si la propiedad es un robo, lo que hay que hacer es aplicar el principio de «herencia cero». Quiere esto decir que no se puede transmitir nada por herencia, excepto objetos simbólicos, claro. De esta forma se conseguirá además que los hijos amen a los padres con verdadero afecto y no por heredarles. Ya sé que se me va a tachar de socialista utópico por esta propuesta. Es un principio. Luego los técnicos tendrán que desarrollarlo en decretos y baremos, que yo de eso no entiendo. No podemos adentramos en el siglo XXI con los restos de una sociedad de clases y la propiedad es la base de esa sociedad. No estoy en contra de todo tipo de propiedad, cuidado. Me parece muy bien que cada uno disponga de los bienes que ha ido acumulando con su trabajo, incluso con el trabajo de los demás, que de todo hay en este capitalismo salvaje que todavía colea. Pero nada de transmitirlo a la otra generación. Que los padres inviertan su dinero en la educación de los hijos, por ejemplo, me parece muy bien. Es lo que hago yo, que mis dos hijos mayores están ahora en universidades americanas haciendo el Ph. D. Pero cuando yo falte todo lo que poseo volverá al Estado. A su vez el Estado lo reparte a través de una buena red de servicios públicos, que ha mejorado mucho y que todavía falta mucho por mejorar. Señores, esto es el socialismo rectamente entendido, el socialismo de los «descamisados», no me importa decirlo.
—¿Puedo intervenir? —levantó un dedo Luis Umbría, como si dijéramos el anfitrión del debate—. Pienso que aquí se están confundiendo las cosas. Lo que condena el socialismo es la propiedad de los medios de producción cuando ésta pierde su misión estimulante de la iniciativa empresarial. No podemos abolir la herencia ahora que hemos aceptado a Bulgaria y Manchuria en la Comunidad y esos dos países han tenido que readaptar sus instituciones a las nuestras. Lo tengo dicho: el mundo es una «aldea global» y no puede haber islas utópicas. Aquí lo que se pide es una propuesta realista. No hay que criticar los principios básicos de la civilización occidental.
—¡Alto ahí! —bramó Alfonso Paz, elevando las cejas en un característico gesto colérico—. No admito lecciones de filosofía de la historia. El compañero confunde la crítica con las malas tripas, como así mismo decía Juan de Mairena, y perdón por citar tantas veces a mi maestro, pues yo fui a su escuela. Lo mío es crítica, pero no malas tripas. Ya he dicho que se trata de una solución a corto plazo, de emergencia, podríamos decir. Una vez que desaparezcan las clases, claro que puede haber transmisión hereditaria, entre otras cosas porque al otro mundo no nos podemos llevar nada de éste. (Esto, que parece de Mairena, es mío). Bueno, déjenme terminar mi intervención, ya les tocará hablar a todos ustedes. El impuesto al cien por cien de las herencias no sólo permitiría tapar el «agujero fiscal» que hoy nos convoca, sino que haría posible que el Estado pudiera redistribuir una cantidad importantísima de riqueza. Mucho de ella, señor Umbría, iría a parar a manos de los empresarios en forma de ayudas y subvenciones, si es eso lo que a usted le preocupa. No me opongo a ello. Después de todo, los empresarios son los que crean los puestos de trabajo. Diré de paso que los sindicatos son los que destruyen los puestos de trabajo, con las huelgas salvajes y la incapacidad para dialogar. (Luego, luego, señor Cuadrado). Los empresarios son, por tanto, nuestros aliados naturales. Para que vean que mis ideas no son nada radicales, yo, señores, provengo de un ambiente de «descamisados», pero soy un conservador inteligente, eso es lo que soy. Los intelectuales queremos conservar lo bueno y transformar lo malo. No me venga con sonrisitas escépticas, señor Umbría. Ya sé que mi propuesta tiene un fallo lógico: que la gente donaría sus propiedades en vida. Está previsto, está previsto. Las donaciones inter vivos (nunca mejor dicho) serán controladas con todo cuidado y más las que se realicen dentro de la misma familia. ¿Está claro? Corto porque me empieza a zumbar la cabeza.
—Mi querido señor Paz —observó obsequioso el moderador—, no me ha entendido usted o no me he explicado yo. Perdone. Usted tiene que hacer una sugestión técnica, entre otras cosas, para que la audiencia pueda emitir sus votos. La supresión de la herencia es un principio filosófico, utópico además, pero no admite la posibilidad de que votemos sobre ella.
—Acabo de comprobar que moderator quiere decir «dictador» en latín. Lo que usted pretende es que yo diga lo que usted está pensando. No estoy dispuesto a comulgar con ruedas de molino, entre otras razones porque soy musulmán. Yo digo lo que me parece. El desastre fiscal lo ha provocado usted y ahora nos quiere echar el muerto a los demás. Conmigo no cuente. Yo voy por la libre, como dicen los cubanos.
El rostro del moderador se iba encendiendo a medida que hablaba Alfonso Paz. No dijo nada, no le interrumpió, pero se vio cómo apretaba el botón del aparato. Alfonso Paz acusó el zumbido y se echó las manos a la cabeza, siempre tan gestero. En la pantalla habían «pinchado» ya al siguiente orador, quien sonreía beatíficamente. La amenaza se cumplió y no hubo lugar a la votación. En este juego de las teleconferencias, ya se sabía, a Alfonso Paz se le invitaba por ser «fijo» y para que hiciera de provocador. Luego, lo que dijera era lo de menos.