DELIBERACIÓN
Sonó el timbre del teléfono en la habitación de Poirot y una voz respetuosa sonó en el auricular.
—Habla el sargento O’Connor. El superintendente Battle le saluda y desea saber si el señor Hércules Poirot tendría inconveniente en pasar por Scotland Yard a las once y media.
Poirot contestó afirmativamente y el sargento colgó.
Faltaba un minuto para las once y media cuando el detective descendió de un taxi frente a la puerta de New Scotland Yard… y se dio de bruces con la señora Oliver.
—Monsieur Poirot. ¡Qué estupendo! ¿Quiere ayudarme?
—Enchanté, madame. ¿En qué puedo servirla?
—Págueme el taxi. No sé lo que me ha pasado, pues he cogido el bolso donde llevo el dinero cuando viajo por el extranjero y el taxista se ha empeñado en no admitir francos, liras o marcos.
Poirot sacó galantemente unas monedas y luego, junto con la escritora, entró en el edificio.
Los condujeron al despacho del superintendente. El policía estaba sentado ante una mesa y su aspecto era más rudo que nunca. «Igual que una obra de escultura moderna», murmuró la señora Oliver al oído de Poirot.
Battle se levantó, estrechó la mano de sus visitantes y les invitó a sentarse.
—Creí que ya era hora de que tuviéramos un cambio de impresiones —dijo—. Les gustará saber lo que he averiguado y a mí me encantará enterarme de los progresos que han hecho ustedes. Esperaremos que llegue el coronel Race y luego…
En aquel momento se abrió la puerta y entró el coronel.
—Siento haberme retrasado, Battle. ¿Cómo está usted, señora Oliver? Hola, monsieur Poirot. Me sabe mal haberlos hecho esperar, pero me marcho mañana y tengo un sinfín de cosas que hacer.
—¿Hacia dónde va? —preguntó la señora Oliver.
—Una pequeña expedición de caza… al Beluchistán.
Poirot comentó, mientras sonreía irónicamente:
—Hay un poco de inquietud por esta parte del mundo, ¿verdad? Tenga cuidado.
—No se preocupe —replicó Race gravemente, aunque sus ojos parpadearon.
—¿Ha conseguido algo? —preguntó Battle.
—He reunido la información relativa a Despard. Aquí la tiene…
Sacó un fajo de papeles.
—Hay un revoltijo de fechas y lugares. Muchos de esos datos no tienen ninguna importancia, según creo. No hay nada contra él. Es un chico intrépido. Sus antecedentes no tienen ni una mancha. Le gusta la disciplina a rajatabla. Los nativos le aprecian y le respetan en todos los sitios. Uno de los nombres que le dan en África, adonde Despard va con mucha frecuencia, es: «El hombre que calla y juzga imparcialmente.» Los de raza blanca opinan, por lo general, que es un «Pukka Shaib». Buen tirador, con nervio y sangre fría. Sagaz y digno de confianza.
Sin conmoverse por estos elogios, Battle preguntó:
—¿No hay muertes violentas relacionadas con él?
—Dediqué especial atención a este punto. Existe una buena circunstancia a su favor. Uno de sus compañeros fue atacado por un león…
—Las circunstancias favorables no me interesan.
—Es usted un hombre perseverante, Battle, Sólo he podido enterarme de un incidente que tal vez cuadre con lo que busca. En un viaje al interior de Sudamérica, acompañaron a Despard el profesor Luxmore, célebre botánico, y su esposa. El profesor murió de fiebres y fue enterrado en la zona del alto Amazonas.
—Fiebres… ¿seguro?
—Fiebres. Pero voy a jugar limpio con usted. Uno de los porteadores nativos (que por cierto fue despedido por ladrón) propaló la historia de que el profesor no murió de fiebres, sino de un tiro. Este rumor no se tomó nunca en serio.
—Tal vez sea ahora la ocasión de hacerlo.
Race sacudió la cabeza.
—Le he proporcionado los hechos. Quería usted saberlos y de ello tendrá que ocuparse, pero por mi parte tengo la impresión de que Despard no fue el autor del trabajito de la otra noche. Es un hombre blanco, Battle.
—¿Quiere decir que por ello es incapaz de cometer un asesinato?
—Incapaz de realizar lo que yo llamo un asesinato… sí… desde luego.
—Pero no de matar a un hombre, basándose en lo que para él pudieran ser buenas y suficientes razones, ¿verdad?
—De ser así, tenían que ser muy buenos dichos motivos.
Battle hizo un gesto negativo con la cabeza.
—No se puede permitir que un ser humano juzgue a un semejante y se tome la justicia por su mano.
—Pero eso ocurre, Battle… ocurre a veces.
—Pues no debe ocurrir… ése es mi criterio. ¿Qué dice usted, monsieur Poirot?
—Estoy de acuerdo con usted, Battle. Siempre reprobé el asesinato.
—¡Qué forma más divertida de tratar el asunto! —exclamó la señora Oliver—. Como si se hablase de cazar zorras o matar pájaros. ¿No cree usted que hay personas a las que debiera asesinarse?
—Posiblemente.
—Y entonces, ¿qué?
—No me ha comprendido. No es la víctima lo que tanto me interesa. Es el efecto sobre el carácter del homicida.
—¿Y qué me dice de la guerra?
—En la guerra no ejerce uno el derecho de juzgar privadamente. Ahí está precisamente el peligro. Desde el momento en que un hombre está imbuido por la idea de que sabe a quién debe permitírsele vivir y a quién no… tiene la mitad del camino recorrido para convertirse en el peor de los asesinos; es decir, el criminal arrogante que no mata en provecho propio, sino por una idea. Usurpa las funciones de le bon Dieu.
El coronel Race se levantó.
—Siento no poder quedarme con ustedes, pues tengo mucho que hacer. Me gustaría ver en qué para todo esto, pero no me sorprendería que no se llegue nunca a la solución. Aunque descubran quién lo hizo, les va a ser muy difícil probarlo. Le he proporcionado lo que necesitaba, superintendente, pero en mi opinión, Despard no es el culpable. No creo que haya cometido jamás un asesinato. Shaitana pudo haber oído algún rumor sobre la muerte del profesor Luxmore, pero no estimo que supiera mucho más. Despard es un hombre blanco y estoy seguro de que nunca fue un asesino. Tal es mi parecer y que conste que conozco bien a los hombres.
—¿Qué tal es la señora Luxmore? —preguntó Battle.
—Vive en Londres y, por lo tanto, puede verla usted mismo. Encontrará su dirección entre esos papeles. Vive por South Kensington. Pero les repito que Despard no es el culpable.
El coronel Race salió del despacho con el paso elástico y silencioso del cazador.
Battle hizo un gesto afirmativo cuando se cerró la puerta.
—Probablemente tiene razón —dijo—. El coronel Race conoce bien a los hombres. Pero, de todas formas, no puede darse nada por sentado.
Empezó a ojear el fajo de documentos que Race dejara sobre la mesa y, de vez en cuando, hizo unas anotaciones en un bloc que tenía a su lado.
—Bueno, superintendente Battle —dijo la señora Oliver—. ¿Va a decirnos de una vez qué es lo que ha descubierto?
Battle levantó la mirada y sonrió. Una sonrisa lenta que arrugó su cara.
—Esto que estamos haciendo es muy irregular, señora Oliver. Espero que se dará cuenta de ello.
—Tonterías —dijo la escritora—. No pensé jamás que nos fuera a contar algo que no quisiera usted que supiéramos.
Battle sacudió la cabeza.
—No —dijo con decisión—. Las cartas sobre la mesa. Tal debe ser el lema de este asunto. Quiero decir que se ha de jugar limpio.
La señora Oliver acercó la silla en que estaba sentada.
—Cuéntenos —rogó.
El superintendente empezó a hablar despacio.
—Antes que nada, he de reconocer una cosa. No tengo ni la más mínima idea de quién pueda ser el asesino del señor Shaitana. No existe ni un indicio, ni una pista de cualquier clase entre los papeles de la víctima. Y respecto a los cuatro sospechosos, he hecho que los siguieran, como es natural, pero sin ningún resultado positivo. Era cosa de esperar. Como dice monsieur Poirot, sólo hay una esperanza… el pasado. Descubramos cuál fue exactamente el crimen… (si es que hubo alguno, pues, al fin y al cabo, el señor Shaitana pudo estar fanfarroneando para impresionar a monsieur Poirot), cuál fue el crimen, como digo, que cometió cada uno de esos cuatro… y les podré decir quién fue el autor del asesinato.
—¿Ha descubierto usted algo?
—Estoy sobre la pista de uno de ellos.
—¿Cuál?
—El doctor Roberts.
La señora Oliver le miró con emoción.
—Como sabe monsieur Poirot, he ensayado toda la clase de teorías y establecí de forma clara que ninguno de sus familiares inmediatos murió repentinamente. Exploré lo mejor que pude a una sola posibilidad… más bien, a una posibilidad ajena a la cuestión. Hace unos pocos años, el doctor Roberts pudo haber sido culpable de imprudencia, por lo menos respecto a una de sus pacientes. Tal vez no hubo nada en el fondo… y posiblemente así fue. Pero la señora tenía uno de esos temperamentos emotivos y nerviosos que gustan de organizar escenas. Por otra parte, el marido se enteró de lo que pasaba a su mujer, «confesó». De todas formas, y por lo que se refiere al doctor, podía considerarse que el asunto se ponía feo. El encolerizado marido lo amenazó con denunciarle al Colegio Médico…
—¿Y qué paso? —preguntó la señora Oliver casi sin aliento.
—Al parecer, Roberts procuró calmar al enfurecido caballero, al menos temporalmente… y murió de ántrax casi inmediatamente después.
—¿Ántrax? ¿Pero no es una enfermedad del ganado?
El superintendente hizo un ligero gesto.
—Eso es, señora Oliver. No fue uno de esos venenos sutiles que emplean los indios de la América del Sur para emponzoñar sus flechas. Recordará usted que por entonces se habló mucho sobre unas brochas de afeitar baratas, que estaban infectadas con el virus de esa enfermedad. Se comprobó que la brocha de Craddock fue la causa de la infección.
—¿Y lo atendió el doctor Roberts durante su enfermedad?
—No. Era demasiado prudente para hacerlo. Pero es indudable que Craddock tampoco hubiera querido que lo hiciera. La única prueba que tengo, bastante insignificante, por cierto, es que entre los pacientes del doctor Roberts hubo un caso de ántrax por aquellos días.
—¿Quiere usted decir que el médico infectó la brocha de afeitar?
—Ahí es precisamente donde voy a parar. Pero, por desgracia, es sólo una idea. Nada definitivo. Pura conjetura, aunque no hay pruebas a ese respecto, pudo haber sido así.
—¿Y no se casó con la señora Craddock después?
—No. Me imagino que la pasión sólo existió por parte de ella. Pareció demostrar algún resentimiento según me he enterado, pero de repente se fue a Egipto para pasar alegremente el invierno. Murió allí. Un caso de envenenamiento de la sangre. Tiene un nombre largo y enrevesado que no creo que les dé mucha luz sobre la cuestión. Algo raro en este país, pero muy común en Egipto.
—Entonces, ¿el doctor no la envenenó?
—No lo sé —contestó Battle—. He hablado con un bacteriólogo amigo mío… Es terriblemente difícil conseguir respuestas concretas de esa gente. Nunca dicen sí o no. Siempre aquello de: «Eso puede ser bajo ciertas condiciones»… «depende de las condiciones patológicas de quien lo recibe»… «se han visto casos así»… y cosas por el estilo. Pero, por lo que pude sacar de lo que me dijo mi amigo, el germen o gérmenes, según supongo, pudieron ser introducidos en la sangre de la señora Craddock antes de que saliera de Inglaterra. Los síntomas no hubieran aparecido hasta pasado cierto tiempo.
Poirot preguntó:
—¿Se vacunó la señora Craddock contra el tifus antes de salir para Egipto? Tengo entendido que mucha gente lo hace.
—Bravo, monsieur Poirot.
—¿La vacunó el doctor Roberts?
—Así es. Pero ya estamos en lo de antes… no podemos probar nada. La mujer se inoculó la vacuna en dos veces, como de costumbre. Pudieron ser dos inyecciones antitíficas. O pudo serlo una de ellas y la otra… cualquier cosa. No lo sabemos, ni nunca lo sabremos. Todo es mera hipótesis. Sólo podemos decir: «Pudo ser».
Poirot asintió pensativamente.
—Ello coincide perfectamente con ciertas observaciones que me hizo el señor Shaitana. Exaltó al asesino afortunado… al hombre a quien nunca podrá imputársele el crimen que cometió.
—¿Y cómo pudo enterarse el señor Shaitana? —preguntó la señora Oliver.
Poirot se encogió de hombros.
—Nunca lo sabremos. Shaitana estuvo en Egipto en cierta ocasión. Lo sé porque conoció a la señora Lorrimer allí. Pudo haber oído comentar a cualquier médico local las notables características que presentó el caso de la señora Craddock… la extrañeza sobre la forma en que se declaró la infección. Cierto tiempo después, tal vez llegaron a sus oídos algunas murmuraciones sobre el doctor Roberts y la señora Craddock. Posiblemente se divirtió haciendo una observación cabalística al doctor y notó una expresión alerta en sus ojos… algo raro. Algunas personas tienen un misterioso poder para descubrir los secretos de los demás. El señor Shaitana era una de ellas. Pero todo esto no nos importa. Sólo podemos decir… que él suponía algo. ¿Era correcta su suposición?
—Yo creo que sí —dijo Battle—. Tengo el presentimiento de que nuestro jovial doctor no es demasiado escrupuloso. He conocido a uno o dos como él. Hay que ver cómo se parecen muchos tipos. En mi opinión, es un homicida. Mató a Craddock y pudo matar a la esposa de éste, que empezaba a ser un estorbo y la causa de un escándalo. ¿Pero mató a Shaitana? Ésa es la cuestión. Comparando los crímenes me inclino a dudarlo. En el caso de los Craddock utilizó métodos científicos. Las defunciones parecieron debidas a causas naturales. Si mató a Shaitana, estimo que lo hubiera hecho también científicamente. Hubiera utilizado los microbios y no el puñal.
—Nunca creí que fuera él —observó la señora Oliver—. Ni por un instante. Es demasiado notorio.
—Descartado Roberts —murmuró Poirot—. ¿Y qué me dicen de los demás?
Battle hizo un gesto de impaciencia.
—Estoy completamente a oscuras. La señora Lorrimer es viuda desde hace veinte años. La mayor parte del tiempo ha vivido en Londres, haciendo viajes al extranjero durante el invierno, en ocasiones. Sitios civilizados… la Riviera, Egipto y lugares semejantes. No he podido asociar con ella ninguna muerte misteriosa. Parece que ha llevado una vida perfectamente normal y respetable… la vida de una mujer de mundo. Todos parecen apreciarla y tienen formada una alta opinión de su carácter. Lo peor que se dice de ella es que no soporta a los tontos. No niego que en este aspecto he fracasado en todo la línea. Y, sin embargo, debe haber algo. Shaitana creyó que lo había.
Lanzó un suspiro de desesperación.
—Después tenemos a la señorita Meredith. He investigado concienzudamente sus antecedentes. La historia de costumbre. Hija de un oficial del Ejército. Su padre le dejó muy poco dinero y tuvo que ganarse la vida. No estaba preparada para ningún oficio. He comprobado todo lo que hizo cuando quedó sola en Cheltenham y no hay nada sospechoso. La gente se compadeció mucho de la pobrecilla. Primero fue a vivir con unas personas de la isla de Wright… era una especie de niñera y asistente. La señora con quien estuvo vive ahora en Palestina, pero he hablado con su hermana y me ha dicho que la señora Eldon estaba encantada con la muchacha. Y nada de muertes violentas ni cosas parecidas. Cuando la señora Eldon se fue al extranjero, la señorita Meredith fue al Devonshire y entró a servir de acompañante a la tía de una de sus amigas del colegio. Esta amiga es la que vive ahora con ella… la señorita Rhoda Dawes. Estuvo allí durante dos años, hasta que su señora se puso muy enferma y tuvo que emplear a una enfermera fija. Creo que tiene cáncer. Todavía vive, pero su conversación es muy vaga, pues casi siempre está bajo los efectos de la morfina. Tuve una entrevista con ella. Se acordaba de Anne y dijo que era una chica muy agradable. Hablé también con una vecina que fuera más capaz de recordar lo sucedido en los últimos años. Ninguna defunción en la parroquia, excepto la de uno o dos de los más viejos del lugar, con los cuales, según pude deducir, nunca tuvo contacto Anne Meredith. Después de aquello estuvo en Suiza. Pensé que allí encontraría la pista de algún accidente mortal, pero no tuve ningún éxito. Ni tampoco hay nada en Wallingford.
—¿Queda absuelta, pues, Anne Meredith? —preguntó Poirot.
Battle titubeó.
—No diría yo eso. Hay algo… Tiene un aspecto asustado, que no puede atribuirse por completo al pánico que le infundía Shaitana. Es demasiado precavida. Está demasiado sobre aviso. Aseguraría que hay algo. Pero, al fin y al cabo… ha llevado hasta ahora una vida intachable.
La señora Oliver aspiró profundamente el aire… con aspecto de completa satisfacción.
—Y sin embargo —dijo—, Anne Meredith estuvo en cierta casa cuando una mujer tomó un veneno por equivocación y murió.
No tuvo queja del efecto que causaron sus palabras.
El superintendente Battle dio la vuelta completa en su sillón y se quedó mirando a la novelista con asombro.
—¿Es verdad eso, señora Oliver? ¿Cómo lo sabe?
—He estado husmeando por ahí —dijo ella—. Me ocupé de las muchachas. Fui a verlas y les conté un cuento chino acerca de mis sospechas sobre el doctor Roberts. Piensan que yo era una celebridad. A la pequeña Meredith no le hizo gracia mi visita y lo demostró bien a las claras. Sospechaba. ¿Por qué debía sospechar, si no tenía nada que ocultar? Les dije a las dos que vinieran a verme en Londres. Rhoda lo hizo y me lo contó todo sin rodeos. Me dijo que Anne había estado algo desconsiderada conmigo porque algo de lo que yo dije le recordó un doloroso incidente. Luego me lo describió con pelos y señales.
—¿Le dijo cuándo y dónde ocurrió?
—Hace tres años, en Devonshire.
El superintendente Battle murmuró algo para su capote y escribió unas palabras en el bloc. Su pétrea calma había sido sacudida.
La señora Oliver saboreaba su triunfo. Fue un momento de gran satisfacción para ella.
—Me descubro ante usted, señora Oliver —dijo Battle—. Esta vez nos ha dado una lección. Es una información de mucho valor. Y demuestra cuán fácilmente puede uno omitir una cosa.
Frunció un poco las cejas.
—No pudo estar mucho tiempo allí… donde quiera que fuese —agregó—. Un par de meses a lo sumo. Debió ser entre su salida de la isla de Wright y su llegada a la casa de la señorita Dawes. Sí así debió ocurrir. La hermana se la señora Eldon recordaba que se fue a vivir a un lugar del Devonshire… pero no sabía exactamente dónde.
—Dígame —rogó Poirot—. La señora Eldon es una mujer bastante desordenada, ¿verdad?
Battle lo miró con curiosidad.
—Me sorprende que pregunte usted eso, monsieur Poirot. No sé cómo pudo llegar a saberlo. La hermana de la señora Eldon me la describió muy gráficamente. «Es una atolondrada y nunca sabe dónde deja las cosas.» ¿Cómo se enteró usted?
—Porque necesitaba una asistenta —indicó la señora Oliver.
—No, no; no es eso. No importa de momento; sólo era curiosidad. Continúe, superintendente.
—Como decía —prosiguió Battle—, di como cierto que estuvo con la señorita Dawes cuando se fue de la isla de Wright. Esa chica es una mentirosa consumada y me engañó como a un chino.
—Mentir no es siempre señal de culpabilidad —observó Poirot.
—Ya lo sé, monsieur Poirot. Aunque existen mentirosos natos, y esa joven lo es. Siempre dice las cosas que mejor suenan. De todas formas, se corre un grave peligro callando hechos como el que nos ocupa.
—Tal vez creerá que no le interesan a usted los crímenes pasados —comentó la señora Oliver.
—Ésa sería una razón de más para no suprimir semejante información. Pudo haberse aceptado como un caso de muerte accidental, ocasionada de buena fe y, por lo tanto, la muchacha no tenía nada que temer… a no ser que fuera culpable.
—Sí; de no ser culpable de la muerte ocurrida en el Devonshire —repitió Poirot.
Battle se volvió a él.
—Ya sé a qué se refiere. Aun en el caso de que aquella muerte no hubiera sido accidental… no se puede asegurar por ello que la chica matara a Shaitana. Pero todas esas muertes ocurridas hace años no dejan de ser asesinatos, y yo necesito colocarme en situación de poder achacar cada crimen a la persona responsable de él.
—Si hemos de atenernos a la opinión de Shaitana, eso resultará imposible —dijo Poirot.
—En el caso del doctor Roberts, puede ser. Pero todavía me queda por ver si ocurrirá lo mismo en el de la señorita Meredith. Mañana iré a Devon.
—¿Ya sabe usted adónde tiene que dirigirse? —preguntó la señora Oliver—. No me gustó pedirle más detalles a Rhoda.
—Hizo usted muy bien. Pero no me costará mucho averiguarlo. Como tuvo que celebrarse una encuesta, localizaré los antecedentes en el registro del médico forense. Es un trabajo rutinario. Mañana a primera hora ya me tendrán preparados todos los detalles.
—¿Y qué me dice del mayor Despard? —preguntó la novelista—. ¿Ha investigado acerca de él?
—Estaba esperando el informe del coronel Race. Como es lógico, ordené que le vigilaran y me enteré de que hizo una cosa bastante significativa: fue a Wellinford y visitó a la señorita Meredith. Como recordarán, el muchacho aseguró que nunca la había visto antes de que se la presentaran en casa de Shaitana.
—Es una chica muy bonita —murmuró Poirot.
—Sí. Espero que a eso se reducirá todo. Y a propósito. Despard no ha dejado nada al azar. Consultó con un abogado. Eso parece significar que no está seguro de que las cosas marchen bien.
—Es un hombre precavido —dijo Poirot—. Recuerde que puede actuar con gran celeridad.
Battle lo miró fijamente.
—Y bien, monsieur Poirot, ¿qué cartas tiene usted en la mano? Todavía no las ha puesto sobre la mesa.
El detective sonrió.
—Tengo muy poca cosa. ¿Cree usted que me reservo algo? Pues no es así. No me he enterado de mucho. Hablé con el doctor Roberts, la señora Lorrimer y el mayor Despard; todavía tengo que ver a la señorita Meredith. ¿Y de qué me enteré? ¡De esto, simplemente! De que el doctor Roberts es un observador muy sutil; de que la señora Lorrimer tiene un considerable poder de concentración, pero que, precisamente por ello, casi no se da cuenta de lo que le rodea. Le gustan las flores. Despard solamente se da cuenta de las cosas que le atañen… alfombras, trofeos de caza, etc. No tiene lo que yo llamo visión externa, observación de los detalles que rodean a uno, ni visión interna… concentración, enfoque del pensamiento sobre un objeto. Su visión se limita a un solo intento. Sólo ve lo que se combina y armoniza con la tendencia de sus pensamientos.
—Y a eso llama usted hechos… ¿no es así? —preguntó Battle con curiosidad.
—Son hechos. Un pequeño enjambre de ellos… tal vez.
—¿Y la señorita Meredith?
—La he dejado para lo último. Pero le preguntaré también si recuerda los objetos que había en aquella habitación.
—Es un método muy raro de investigar —comentó Battle—. Puramente psicológico. ¿Y si lo llevaran por el camino equivocado?
Poirot sacudió la cabeza mientras sonreía.
—No; eso es imposible. Tanto si tratan de ocultar algo o de ayudarme, revelan necesariamente su tipo de mentalidad.
—No hay duda de que existe algo positivo en ello —dijo el superintendente—. Aunque yo no sé actuar de esa forma.
Poirot comentó, sin dejar de sonreír:
—Me parece que he adelantado muy poco, comparándolo con lo que han hecho usted y la señora Oliver… y el coronel Race. Las cartas que he puesto sobre la mesa son muy bajas.
Battle le miró.
—Ya sabe usted, monsieur Poirot, que el dos de triunfo es una carta baja, pero gana a cualquiera de los ases de los tres palos restantes. De todas maneras voy a rogarle que lleve a cabo un trabajo práctico.
—¿Cuál es?
—Quisiera que se entrevistara con la viuda del profesor Luxmore.
—¿Y por qué no lo hace usted mismo?
—Porque, como le dije antes, tengo que ir a Devonshire.
—¿Por qué no lo hace usted mismo? —repitió Hércules Poirot.
—No le convence, ¿verdad? Bueno; se lo diré. Porque pienso que usted conseguirá más cosas de ella que yo.
—¿A pesar de que mis métodos no son tan directos?
—Dígalo usted como quiera —Battle hizo una mueca—. Oí comentar al inspector Japp que tenía usted una mente tortuosa.
—¿Como la del difunto Shaitana?
—¿Cree usted que él hubiera sido capaz de hacer hablar a esa señora?
Poirot respondió lentamente:
—Creo que eso fue lo que sucedió.
—¿Por qué lo dice? —preguntó Battle vivamente.
—Por una observación casual que me hizo el señor Despard.
—Se fue de la lengua, ¿verdad? No me parece cosa de él.
—Mi querido amigo; es imposible no irse de la lengua… a menos que nunca se abra la boca. La palabra es el revelador más seguro.
—¿Aunque la gente mienta? —preguntó la señora Oliver.
—Sí, madame; porque puede verse en seguida que está usted diciendo una clase determinada de mentira.
—Me hace usted sentirme terriblemente incómoda —dijo la novelista levantándose.
El superintendente Battle la acompañó hasta la puerta y le estrechó efusivamente la mano.
—Se ha llevado usted el premio, señora Oliver —dijo—. Es usted mejor detective que su larguirucho héroe lapón.
—Finlandés —corrigió la mujer—. Desde luego, es imbécil, pero a la gente le gusta. Adiós.
—Debo irme también —dijo Poirot.
Battle escribió unas señas en un trozo de papel y se lo entregó al detective.
—Ahí tiene. Vaya y entiéndase con ella.
Poirot asintió.
—¿Qué quiere usted que averigüe?
—La verdad acerca de la muerte del profesor Luxmore.
—Mon cheri Battle. ¿Conoce alguien la verdad de las cosas?
—Pues yo voy a saberla respecto a este asunto del Devonshire —dijo el superintendente con decisión.
Poirot murmuró:
—Me extraña.