Capítulo XVI

EL TESTIMONIO DE ELSIE BATT

El sargento O’Connor era conocido por sus colegas del Yard con el irrespetuoso apodo de «El sueño de las sirvientas».

No había duda de que era un hombre apuesto en extremo. Alto, erguido, de anchos hombros. La regularidad de sus facciones, sin embargo, no lo hacían tan irresistible para el bello sexo, como el brillo picaresco y atrevido de sus ojos. Era bien patente que el sargento O’Connor conseguía magníficos resultados y, además, con rapidez.

Tan rápido era, que cuatro días después de que ocurriera el asesinato del señor Shaitana, estaba sentado en una localidad de tres chelines y seis peniques, en el Willy Nilly Revue, al lado de la señorita Elsie Batt, la única doncella que tuvo a su servicio la señora Craddock, de 117, North Audley Street.

Después de haber preparado cuidadosamente su aproximación, el sargento O’Connor estaba lanzando entonces la gran ofensiva.

—… me recuerda —decía— la forma en que acostumbraba a llevarlo un jefe que tuve. Se llamaba Craddock. Era un poco tunante.

—¿Craddock? —preguntó Elsie—. Serví en cierta ocasión a unos Craddock.

—Qué divertido. A lo mejor eran los mismos.

—Vivían en North Audley Street —indicó la muchacha.

—Los que yo digo vivían en Londres cuando los dejé —aclaró O’Connor con presteza—. Sí; creo que luego vivían en North Audley Street. La señora Craddock tenía un genio bastante raro.

Elsie sacudió la cabeza.

—Me hacía perder la paciencia. Siempre encontraba faltas y protestaba por todo. Nada estaba bien hecho.

—Su marido también era víctima de sus destemplanzas, ¿verdad?

—Siempre se quejaba de que no se preocupaba de ella… que no la comprendía. Decía constantemente que tenía muy poca salud, y aunque gemía, no estaba enferma, ni mucho menos.

—Eso es. ¿No hubo nada entre ella y cierto doctor? ¿Algo gordo?

—¿Se refiere al doctor Roberts? Era un caballero muy amable.

—Las chicas son todas iguales —dijo el sargento—. En cuanto tropiezan con un pájaro de cuidado, no hay ninguna que no lo defienda. Yo conozco esa clase de tipos.

—No, no lo conoce. Está equivocado respecto a él. No hubo nada de lo que supone. ¿Tenía él la culpa de que la señora Craddock le estuviera llamando constantemente? ¿Qué debe hacer un médico en esos casos? No pensaba en ella más que como una paciente. Todo lo demás lo hacía la señora. No lo dejaba ni a sol ni a sombra.

—Todo eso está muy bien Elsie. ¿No le importará que la llamase Elsie? Parece como si la hubiera conocido de toda la vida.

—¡Pues no es así!

La muchacha sacudió la cabeza.

—Muy bien, señorita Batt —dijo él lanzándole una rápida mirada—. Como le decía, todo esto está muy bien, pero el marido demostró su resentimiento, ¿verdad?

—Un día se puso bastante furioso —admitió Elsie—. Pero entonces ya estaba enfermo. Murió poco después.

—Sí, lo recuerdo, murió de una enfermedad algo rara, ¿verdad?

—De origen japonés fue… producida por una brocha de afeitar que compró. Parece mentira que no tengan más cuidado, ¿no le parece? Desde entonces no me he vuelto a encaprichar de ningún objeto japonés.

—«Compremos géneros ingleses», es mi lema —dijo O’Connor con tono sentencioso—. ¿Y dice que tuvo una agarrada con el médico?

Elsie asintió, gozando intensamente al revivir escándalos pretéritos.

—Se pusieron muy violentos —dijo—. El señor, por lo menos. El doctor Roberts se mantuvo siempre tranquilo. Sólo dijo: «Tonterías» y «Quién le ha puesto eso en la cabeza».

—Supongo que eso pasaría en casa.

—Sí. La señora llamó al médico. Luego ella y el señor tuvieron unas palabras. En esto llegó el doctor Roberts y el señor la emprendió con él.

—¿Qué le dijo exactamente?

—Bueno… como es natural, ellos no sabían que yo estaba escuchando. Todo pasó en la habitación de la señora. Pensé que ocurriría algo bueno y, por lo tanto, cogí la escoba y me puse a barrer la escalera. No quería perderme nada.

—Como le decía —prosiguió Elsie—, el doctor Roberts no se alteró… el señor fue quien dio todos los gritos.

—¿Qué dijo? —preguntó O’Connor, acercándose por segunda vez al punto vital.

—Le estaban engañando —comentó la joven con fruición.

—¿Qué quiere decir?

—Parecía que Elsie no iba a llegar nunca a lo que interesaba.

—No entendí algunas cosas de las que dijeron —admitió ella—. Gran cantidad de palabras largas, «conducta impropia de su profesión», «abuso de confianza» y cosas por el estilo. Oí decir al señor que iba a conseguir que expulsaran al doctor Roberts del Registro Médico; ¿se dice así? Dijo algo parecido.

—Eso es —observó O’Connor—. Se quejaría al Colegio Médico.

—Sí, una cosa así. Entonces la señora se puso nerviosa y dijo: «No te preocupas de mí, ni te importo nada. Me dejas sola.» Y añadió que el doctor Roberts había sido un ángel de bondad para ella. Luego el doctor entró en el tocador acompañado por el señor y cerró la puerta del dormitorio. Oí perfectamente como decía: «Pero mi querido amigo, ¿no se da cuenta de que su esposa es neurótica? No sabe lo que se dice. Si he de confesarle la verdad, este caso es muy difícil y ya hace tiempo que lo hubiera dejado si hubiera creído que ello era com… com… una palabra rara; ahí, sí; compatible… eso es… compatible con mi deber.» Tal vez fue lo que le dijo. También se refirió a no excederse de los límites… algo entre un médico y un paciente. Logró que el señor se apaciguara un poco y luego le advirtió:

—«Llegará usted tarde a su trabajo. Será mejor que se vaya. Piense las cosas con tranquilidad y creo que se dará cuenta de que el asunto en sí no tiene pies ni cabeza. Me lavaré las manos antes de marcharme. Recapacite sobre esto, amigo mío. Le puedo asegurar que todo es producto de la imaginación desordenada de su esposa.» Y el señor contestó: «No sé qué pensar.» Salió del tocador… entonces estaba yo barriendo con toda mi alma… pero ni se dio cuenta de mí. Según pensé después, tenía aspecto de enfermo. El doctor, entretanto, silbaba alegremente mientras se lavaba las manos. Poco después salió llevando su maletín y habló conmigo, muy amable y jovial, como siempre hacía. Bajó por la escalera tan contento como de costumbre. Por ello estoy segura de que no hizo nada que pudiera censurársele. Fue cosa solamente de ella.

—¿Y luego Craddock enfermó de ántrax?

—Sí. Yo creo que entonces ya estaba enfermo. La señora lo cuidó con mucho afecto, pero murió. En el entierro hubo unas coronas muy bonitas.

—¿Volvió después por casa del doctor Roberts?

—No, no volvió. Pareció como si le tuviera rencor por algo. Ya le he dicho que no hubo nada, pues de no ser así se hubiera casado después con la señora, ¿no le parece? Pero no lo hizo; no fue tan tonto. Sabía de qué pie cojeaba ella. La señora le telefoneaba a menudo, pero siempre daba la casualidad de que él no estaba en casa. Poco después, la señora vendió todo cuanto tenía, despidió a la servidumbre y se marchó a Egipto.

—¿Y no vio usted al doctor Roberts durante todo ese tiempo?

—No. La señora sí lo vio, porque fue a su consulta para que le pusiera la…, ¿cómo se llama…?, la vacuna contra el tifus. Cuando volvió a casa le dolía mucho el brazo. Si he de decirle la verdad, creo que él le expuso claramente que no había nada que hacer. Ella no le volvió a telefonear. Se compró un juego de vestidos muy bonitos… de colores claros, aunque estábamos a mitad del invierno, porque, según dijo, debía hacer mucho calor entonces en Egipto.

—Así es —comentó el sargento—. Dicen que algunas veces hace allí demasiado calor. Supongo que sabrá que su señora murió.

—No; de veras, no lo sabía. ¡Quién lo iba a pensar! La pobrecita debía estar más enferma de lo que yo creía.

Y añadió, dando un suspiro:

—Quisiera saber qué es lo que habrán hecho con aquellas ropas tan bonitas. Los negros no pueden ponérselas.

—Me refiero que hubiera estado usted estupenda con ellas —dijo O’Connor.

—Descarado.

—Está bien; no tendrá que soportar mis descaros por mucho tiempo. Tengo que marcharme en viaje de negocios, por cuenta de la casa donde trabajo.

—¿Por mucho tiempo?

—Tal vez tenga que ir al extranjero.

La cara de Elsie se alargó.

Aunque la muchacha no conocía el famoso poema de lord Byron, «Nunca amé a una preciosa gacela, etc.», estos sentimientos eran entonces los de ella.

La joven pensó:

«Hay que ver de qué forma todos los chicos verdaderamente atractivos no llegan nunca a cuajar. Bueno; todavía me queda Fred.»

Lo cual era consolador, porque demostraba que la repentina incursión del sargento O’Connor en la vida de Elsie, no la había afectado profundamente. ¡Fred podía ganar todavía!