28

Jovita anunció desde el rellano que acababa de ver los faros de un automóvil por la carretera.

—Baja —le ordenó Isabel.

Meyes y Neca estaban ya en el porche. Cuando Jovita descendió, oyeron el ruido del motor. Gregorio salió al parque con las mujeres y ellas penetraron en la oscuridad.

Al atardecer, unas nubes de tonos malvas habían aparecido por la cima del valle. Gregorio anduvo hasta el recodo del sendero de grava. El automóvil se detuvo unos metros más allá, frente a la entrada.

Jacinto hablaba a Darío, al entrar Gregorio en el living. El brazo derecho de Jacinto se alzaba hasta los hombros de Darío y, aunque su cabeza apenas si sobresalía de los hombros del médico, la inclinaba, como recostándose sobre su pecho. Pedro y Leopoldo le saludaron y Darío volvió el rostro.

De la estatura de Leopoldo, tenía una delgadez más acentuada. La larga nariz dividía su rostro en dos patentes mitades. Gregorio se apoyó en el repecho de un ventanal. Entonces, Darío le miró por vez primera.

—No acabo de creerlo —dijo Darío.

—Las muchachas se asustaron.

—Y tú, ¿cómo has esperado tanto a llamarme? —observó a los cuatro en una pausa estudiada—. En el caso de que haya una perforación, sólo operando dentro de las veinticuatro horas, se puede salvar a la enferma; y lleváis cinco días, desde el jueves según me han dicho éstos. También es más que posible una septicemia. ¿Quién le inyectaba la morfina?

—Yo.

—Ya hablaré con usted.

Un segundo más tarde, Darío subía la escalera, seguido de Pedro.

Gregorio se encogió de hombros y lanzó una carcajada. Leopoldo quiso reír con él, pero produjo únicamente un sonido espaciado y agudo.

—Viene bufando —opinó Jacinto.

—Quisiera yo que hubierais hecho el viaje con él. Nos hemos mamado un tratado de moral médica, cívica e higiénica. El cabrito, cuando no nos sermoneaban se dedicaba a ponerle los pelos de punta al pobre Pedro.

—¿Ha hablado algo de la policía? —preguntó Gregorio.

Los tres se sentaron en el diván. Jacinto cruzó los brazos y sonrió, nervioso.

—Ni una palabra. Nos ha asegurado toda clase de penas, sufrimientos y venganzas del destino. Pedro y yo, como piedras. A mí se me ocurrió proponer una parada, para beber algo fresco. Porque, a todo esto, un calor de miedo. Bueno, pues no hizo más que gruñir y Pedro le metió un acelerón al coche. Lo peor fue al principio. Se lió a dar gritos. Estábamos en su casa, en la consulta. Tuvimos que esperar una enormidad y, luego, va y se lía a gritar, que yo creo que se han enterado su madre, su mujer, su puñetero niño de cuatro meses y todos los de la sala de espera.

—Magnífico —dijo Gregorio.

—Oye, Gregorio, no nos enzarcemos ahora. Discutimos más tarde lo que sea. Pero, por lo pronto, vamos contra él. Ha venido duro y tiene que salir blando. Tú, Leopoldo, llama a las chicas. Están en el parque. Diles que vengan aquí y que preparen café.

—Las mujeres sólo van a estorbar.

—Tú diles que vengan —Leopoldo se levantó—. Gregorio, a gritos no conseguiremos nada.

Gregorio subió silenciosamente. Inmóvil, en la penumbra que creaba la raya de luz eléctrica de la puerta del dormitorio de Julia y la luz del living por el vano de la escalera, escuchaba.

Detrás de la puerta, vibró una especie de grito o carcajada de Julia, continuado por la voz de Pedro, estentórea e ininteligible. Gregorio avanzó un paso y la puerta se abrió. Sin que tuviese tiempo de retroceder. La luminosidad le cegó.

—¿Qué haces aquí? —se sobresaltó Pedro.

—Pero ¿cómo ha encontrado a Julia?

Pedro le abrazó. Eran sollozos histéricos aquella momentánea explosión de Pedro sobre su hombro. Le sacudió, hundiéndole los dedos en los costados y Pedro reaccionó.

—Que traigan agua caliente. Deprisa.

Se callaron, cuando él apareció. Neca e Isabel subieron las palanganas.

En el porche, un raro alivio le relajaba la tensión. Continuaba con el eco de la risa o los lamentos de Pedro, en el pasillo relampagueantemente iluminado, durante unos segundos de sorpresa y ahogo.

—No bajan —dijo Meyes.

Jovita, que venía detrás de ella llevaba sus pantalones ajustados. Gregorio sonrió.

—¿Crees que será grave?

—No seas gafe, Jovita —dijo Meyes—. Deberías tomar una copa de coñac, Gregorio.

—Desde luego, estás muy inquieto.

Gregorio se sentó en uno de los escalones. Ellas entraron en la casa, al oír la voz de Pedro. El silencio se quebró tumultuosamente. Gregorio, sujetándose en el barandal, se puso en pie. Era posible aguantar un tiempo más largo, pero sus nervios y sus músculos estaban dominados.

Darío le miró y dejó de hablar.

—¡¿Has oído, Gregorio?! —gritó Isabel.

—¿Usted es Gregorio?

—Sí.

—¿Usted proporcionó la mujerzuela que matase a Julia?

—Sí.

—Afortunadamente —Gregorio dejó de moverse a un metro del diván, sobre el que Darío doblaba una pierna— entre bobos anda el juego.

—Hombre, Darío… —comenzó a decir Jacinto.

—Bobo es el calificativo más benévolo que a usted se le puede aplicar. Ni su poca edad, ni su absoluta carencia de criterios morales, le eximen de todos los demás adjetivos, que por buen gusto me callo.

—No se torture con delicadezas inefables. Dígalos.

—Como guste. Es usted un asesino, un idiota, un tozudo y un cerdo.

—Siga.

—Vamos a tratar de otro asunto que me interesa más.

—Siga, le estoy diciendo.

Sus voces, hasta el momento serenas e implacables, pareció que fuesen a elevarse.

—Quiero el nombre y el domicilio de esa mujer que usted encontró —Gregorio se sentó en una silla y apoyó en la mesa los antebrazos—. Oiga, va usted a dármelos.

—No, desde luego.

—El nombre y el domicilio de esa delincuente.

—No suministro nombres a los chivatos. Desde niño practico esa costumbre.

—Si hubiese usted vivido muchos años desde que empezó a practicarla, se daría cuenta ahora de que dice quién es esa mujer o es su nombre el que va a la policía.

—Lo cual sería más justo. Es igual, en último término.

Isabel avanzó una mano a través de la mesa y sus dedos quedaron sobre los puños de Gregorio.

—Tú ya has hecho todo lo posible.

Los ojos le brillaban a Isabel.

—No pretenda que comparta su peculiar concepto de la justicia. Esa mujer no debe seguir en libertad. Nadie más se verá comprometido. Confío en que esta experiencia les será suficiente. Pero ella va a seguir haciendo…

—¡Pero si no ha hecho nada! —exclamó Jovita.

Gregorio se puso en pie y rodeó la mesa, con las manos en los bolsillos del pantalón.

—¿Es cierto?

—Eso resulta secundario ahora. Ella aseguró que Julia estaba embarazada y les hizo creer, no sólo eso, sino que le había hecho un legrado. No le produjo más que unas heridas superficiales. Lo imprescindible para que Julia sufriese y ella quedase a cubierto de su engaño.

—Y, encima, le disteis más dinero del que pidió —dijo Leopoldo.

—Váyase.

—Me parece que no ha comprendido bien. Sé cual es mi deber…

—No vamos a entendernos. Váyase —le interrumpió Gregorio.

—¡No! Y, además, pollo, no me hable en ese tono. A un tipo de su calaña le prohíbo, por dignidad, que intente amedrentarme con chulerías.

—Será mejor… —comenzó a intervenir Jacinto.

Meyes, a unos pasos de la chimenea, le estaba mirando y él dejó de mirar a Meyes, cuando apartó con la mano derecha a Leopoldo. Dejó de sentir la presencia de los otros. Jacinto acudió tarde, a pesar de haber adivinado y por culpa de Neca, que huyó de aquella onda de violencia, aun no realizada, pero cierta en la casi perezosa forma con que Gregorio sacó su mano izquierda del bolsillo del pantalón. Isabel gritó con miedo y asombro y corrió hacia el porche; Jovita se abrazó a ella, llorando. Leopoldo permaneció anonadado.

—Voy a terminar esta basura de asunto.

Le golpeó en el estómago, confiando que se doblase o, al menos, se aproximase a una distancia posible para alcanzarle el mentón. Pero Darío se tambaleó y, sólo al segundo golpe, extendió los brazos en defensa de aquella metódica furia de Gregorio. Gregorio saltó, buscándole el cuello, y lanzó a Darío contra la pared. Logró sujetarse al aparador. Inmediatamente, Gregorio le abofeteó. La sangre en la boca de Darío pareció enardecerle y rechazó con un impulso de los codos a Jacinto, que había intentado sujetarle.

—¡Basta, basta! —gritó Isabel.

Darío estaba arrodillado y él proyectó aplastarle la nariz de un rodillazo, pero temió romperle la mandíbula. Estaba en el living, era de noche y en el piso de arriba Julia no se hallaba, ni nunca lo había estado, en peligro de muerte. Reunió todas sus energías, para deshacer el arco ascendente que había trazado su mano hasta el límite del brazo. El golpe dio de lleno contra la cabeza de Darío, que resbaló contra el pecho. La mano de Gregorio chocó con una silla. Aquel vivísimo dolor anuló su ira. Leopoldo y Jacinto ayudaban a Darío a tenderse en el diván. Neca descorchaba una botella.

Dio unos pasos hacia el porche. Isabel se debatía entre los brazos de Jovita. Gregorio rodeó la cintura de Isabel. Antes de salir, dijo:

—Que se largue, en cuanto haya dejado de sangrar.

—Hasta Jacinto —le secreteó Leopoldo— le hubiera arreado de seguir así. Pero tú lo has hecho a maravilla. Lo has puesto blando.

—Anda, Isabel.

En el parque redobló su furioso manoteo. Gregorio la condujo, arrastrándola por entre los árboles, hasta el sendero que conducía a la piscina y acababa en la cerca de piedra. Desde allí, no se veía la casa. Isabel sollozaba y le golpeaba. Gregorio la derribó en la hierba y sujetó sus brazos contra la tierra, mientras con las rodillas oprimía sus caderas. Quedó exhausta, despeinada, con unos últimos espasmos de lágrimas y gemidos. Gregorio se sentó y encendió un cigarrillo.

El incompleto círculo del horizonte clareaba de estrellas. En unas horas, sería otra vez de día. Mientras golpeaba a Darío, había deseado que Pedro, Juan o la propia Julia se encontrasen bajo sus puños. Todos ellos, puesto que todos habían colaborado en la minuciosa y fatigante maraña de aquel inútil combate de las noches y los días últimos. No obstante, Darío era el culpable. Reprimió un temblor de las piernas. No entre ellos, ni siquiera Emilia, sino Darío había cometido aquella defraudación, al revelarles lo que debió callar.

—Por eso le he pegado —dijo.

Isabel se agitó. El quieto aire de la noche le enfriaba las mejillas. Luego, pensó en el viaje de Leopoldo a Italia.

—Isa.

—¿Qué?

Ella se dejó pasar un brazo por la espalda y moverse, hasta quedar guarecida contra el pecho de Gregorio.

—No estaba borracha.

—Siempre preocupada con la bebida.

—Era terrible que Julia no estuviese embarazada.

Gregorio puso el cigarrillo en los labios de Isabel y ésta aspiró con ansia. Se recogía una necesidad de quietud, en el silencio punteado de rumores.

Inútil. Y absurdo. Pero también habría sido inútil y absurdo, aunque Julia no se hubiese equivocado cuando creyó que iba a ser madre. Gregorio aflojó su abrazo.

—Este verano iremos a la piscina y, por las noches, al cine o a bailar. ¿De acuerdo, Isabel?

Lloraba mansamente.

—Creo que estoy loca. Me dais miedo. No puedo hacer nada para entenderme con vosotros. Gregorio, estos nervios míos me convierten en una chiflada.

—No le des vueltas.

—Cuando a una mujer le sucede esto, dicen que necesita un hombre. Pero es idiota creer que todo lo vaya a resolver un hombre. Gregorio, a ti te necesito mucho. Contigo estoy bien —le abrazó y Gregorio resbaló de espaldas sobre la hierba, con el rostro de Isabel en su cuello—. Desde que te conozco, cien veces he estado a punto de contarte quién era Juan. Y es, porque espero que tú puedas hacérmelo olvidar. Un día te lo diré todo. Es grotesco. A ti, un crío de veinte años escasos, recién entrado en la Facultad. También un día, tendrás que besarme esta boca vieja y triste, que me está agriando el alcohol.

Su aliento le entibiaba la piel. Los pechos de Isabel, blandos, aplastados contra su camisa, le produjeron una inesperada ternura. Darío también tendría un instante de laxitud, en que se le hiciese patente toda la lamentable debilidad de un hombre. Sonrió de su conmiseración por la carne bien oliente y apenada de Isabel. Abrió los ojos. Acariciaba la nuca de Isabel, que había dejado de hablar y respiraba regularmente.

Aunque la ausencia de signos no presuponía la inexistencia de hechos, tampoco un signo, un recuerdo, la precisa recriminación de Darío, había de determinar toda una vida. Una vida era algo más confuso, más inestable, que cualquier hecho aislado o cualquier propósito. Volvería a buscar a Lupe, a jugar al poker, a acumular desconcierto, a besar a Meyes, a charlar con Neca, a acechar a Carmen en el recodo del pasillo.

Cuando Isabel levantó el rostro, recordó que ella estaba allí.

Entre los árboles, brillaban las luces en los ventanales. La música sonaba fuerte y profundizaba la extensión del parque.

—Voy por la cocina. No debo de tener un aspecto como para lucirme.

Julia, envuelta en una manta de colores, reía desde el diván, con las contorsiones de Pedro y Leopoldo, que bailaban con Jovita. Gregorio se sentó junto a ella.

—¿Cómo va eso?

—Estupendamente.

Leopoldo dejó de saltar y, girando sobre sí mismo, se sostuvo en Gregorio.

—Jacinto se lo llevó a Madrid. Esta noche hay que celebrarlo.

—¿Qué hay que celebrar? —dijo Jovita.

—Pedro, Pedro… —gritó Neca—. No seáis locos y bajad un poco esa radio.

Meyes estaba en la cocina, con Neca. En el patio trasero, Isabel con las piernas separadas, se lavaba la cara en la fuente.

—Creía que la habías hecho buena —dijo Neca, dejando de pelar patatas— cuando le diste el primer puñetazo.

Gregorio sonrió y miró a Meyes.

—Bueno, ya ha pasado.

—¡Jovita! —llamó Meyes—. Ven un rato.

—¿Para qué?

—Podemos dar un paseo Gregorio y yo antes de la cena —explicó.

—¡Jovita! —Neca apartó las peladuras—. ¡Que te digo yo que vengas!

Gregorio volvió al living. Julia y Leopoldo reían de la pelea de Jovita con Pedro. Rompieron un vaso y el ruido de los vidrios contra el suelo aumentó las voces de Neca.

—Pero ¿para qué queréis que vaya? Estoy muy bien aquí.

—Tú no seas tonta —aconsejó Leopoldo— y no te dejes engañar, si no te corresponde el turno de fregona.

Gregorio, casi arrastrando los pies, fue hasta el porche y se sentó en uno de los sillones a esperar.