Tiempo atrás, una noche estuvo contemplando la luna con unos prismáticos. Había descubierto que aquella plana superficie blanca, a través de las lentes, era redonda y tenía manchas, como montañas o lagos de barro azulado. En la curva del cielo, contra los pinos indistintos, permanecía ahora la luna, difuminada en la desgarrada luz de la tarde. Gregorio volvió a acercar el reloj a su oreja derecha. Mientras descendía la escalera, giró la ruedecilla de la cuerda.
—Hola —saludó Jovita—. ¿Qué tal has dormido?
—Bien —por uno de los ventanales, vio a Jacinto, leyendo en el parque—. ¿Qué hora es?
—Las cuatro. Bueno, las cuatro menos cinco.
—Pues ya ha salido la luna. Habéis comido, ¿no?
—Hay pollo frío, algo de pescado y…
—Hazme una tortilla francesa y dos litros de café.
—¿Nada más? —Gregorio denegó con una sonrisa—. ¿Le pongo chorizo a la tortilla?
—Como quieras.
Jovita se levantó de un salto, le palmeó la frente y salió corriendo. Sobre la repisa de la chimenea estaban las gafas de sol de Isabel. Terminó de arremangarse la camisa y dejó de mirar por el ventanal. La casa parecía vacía. Afuera, el campo crujía de calor. Cuando Jovita trajo la bandeja, Gregorio se sentó a la mesa.
—He encontrado también melocotón en almíbar.
—¿Quién te ha dicho a ti que me apetece ahora el melocotón en almíbar?
—Ay, hijo, yo creo que es una cosa que siempre apetece.
—Bueno —esperó a que la tortilla se enfriase—. ¿Cómo ha pasado Julia la mañana?
—Un poco intranquila. Hace un rato dormía.
—Sí, continúa durmiendo.
Estaba amaneciendo, cuando Pedro había bajado por un vaso de leche para Julia. En el diván del living, él combatía el sueño con cigarrillos. Pedro le había comunicado que Julia se encontraba inquieta, con la fiebre en aumento. Una insólita lucidez sostuvo su cansancio, hasta que la luz se definió tajantemente en los ventanales. En el piso superior habían comenzado a oírse ruidos. Neca, con un claro vestido y recién maquillada, fue la primera en descender. Ella y Meyes le habían preparado una taza de té e instado a acostarse. Antes de hacerlo, se había cruzado con Leopoldo, que salía del cuarto de baño, la chaqueta del pijama sobre los hombros y los cabellos revueltos. Leopoldo había gruñido algo y él, después de lavarse la boca, había caído en la cama.
—¿Está buena?
—Sí.
—Pues ya se lo puedes decir a ésos. Me tratan como si fuese una princesa griega que no ha pisado nunca una cocina.
—Hoy día hasta las princesas griegas saben guisar.
Cuando despertó, el reloj estaba parado en las diez; unos minutos antes de aquella hora, debía de haberse dormido. Oyó voces en el parque. Después de ducharse y vestirse, en la penumbra del dormitorio de Julia, donde un cierto resuello denotaba su respiración, tuvo por vez primera la sensación de soledad en la casa. Las puertas de las otras habitaciones, abiertas o entornadas, dejaban ver que nadie estaba en ellas.
—¿Por dónde anda la gente?
—Por ahí —dijo Jovita— Neca y Meyes han bajado al pueblo, de compras.
—Y tú, ¿cuándo te vuelves a Madrid?
—Bah, no hay prisa. Hablé esta mañana con casa. Leopoldo también tuvo una conferencia con su madre. Y Meyes. Estamos a cubierto.
—¿Más sosegados los ánimos?
Jovita tardó en responder:
—Sí.
Después de haber bebido el café, encendió un cigarrillo. Jovita recogió los cubiertos. Los pantalones le aprisionaban las nalgas.
—¿Y tus pantalones cortos?
—¿Qué? —Jovita se volvió en la puerta batiente, sujetándola con una cadera.
—Nada. Que tienes unas piernas emocionantes.
—¿A qué viene ahora esa emoción por mis piernas?
—Muy largo de explicar.
Jugueteó con las dos patillas de imitación de ámbar, al tiempo que silbaba. Con las gafas en la mano, salió al porche. Isabel leía un libro, sentada en la hierba. Desde donde se encontraba, vería a Jacinto.
Gregorio volvió a entrar y dejó las gafas en la repisa. Empujó la puerta y recorrió el corto pasillo. Jovita, de espaldas, fregaba en el lavadero. La luz del sol, que chocaba en los cristales de las ventanas entornadas, era allí blanca. Jovita se volvió, con las manos mojadas a la altura del estómago.
—No me gusta verte así —pareció salir a su encuentro, aun sin moverse, al adelantar los hombros—. Se te ponen los ojos redondos.
Cuando la tenía estrechada, experimentó un brusco relajamiento. Jovita persistía en su extraña pasividad resignada.
—Me gustaría saber qué te sucede.
—Nada —había tratado de sonreír inútilmente.
Le besó la frente con la boca entreabierta y sanó al patio trasero. Jovita dijo algo, pero él ya doblaba la fachada. Isabel levantó los ojos del libro unos metros antes de que Gregorio llegase y se tendiese en el césped. La fría sombra de la tierra le sosegó.
—¿Cuándo te has levantado?
—Así no puedo seguir. Creo que me estoy idiotizando.
—Pero ¿de qué hablas?
—Es el calor.
Alargó un brazo y cogió el libro que tenía sobre la falda.
—¿Has hablado con Jacinto? —preguntó Isabel.
Jacinto, que se levantaba de la silla, le saludó con un gesto.
—Meyes y Neca se fueron al pueblo, ¿no? Tú y yo deberíamos dar un paseo. Esta modorra me puede —Jacinto se aproximaba, sus pies desnudos en las sandalias de cuero, moviéndose a un ritmo igual sobre la grava—. Un paseo me quitaría el embotamiento.
—Luego.
—Hola —dijo Jacinto.
Isabel se inclinó, al sentarse Jacinto frente a ella. Gregorio colocó el libro sobre la falda de Isabel. Jovita estaba en el porche.
—¿Qué dice el periódico?
—Nada interesante. Además, es el de ayer. Gregorio…
—Me gustaría llegar hasta el sanatorio. Le proponía a Isa un paseo, en el coche. Casi casi me siento con la inquietud de horizontes de Leopoldo. Voy a buscar algo de beber.
La voz de Jacinto, en un murmullo indeciso, le quebró el impulso.
—Espera, Gregorio. Vamos a charlar un rato los tres.
—¿De Julia?
—Sí, en cierto sentido.
—Julia está bien.
—Será preferible no discutirlo. Isabel quería ser ella quien te hablase y yo prefiero que te enteres por mí.
Jovita estaba en lo alto de los escalones del porche. Sus pantalones azules destacaban en el gris de la piedra.
—¿De qué?
—Espero que comprendas —Jovita bajaba los escalones—. Pedro y Leopoldo han ido a buscar a Darío.
—¿Pedro?
—Oye —dijo Isabel—, no te sientas ahora traicionado. Era lo más lógico. No voy a decirte que también era lo más moral. Puede que hubiese sido mejor despertarte. Pero todos tuvimos miedo de que te opusieses. Nadie ha pretendido engañarte, créeme.
—Claro, Isabel. Comprendo que se hiciese mientras estaba durmiendo. Sólo que sigo pensando —Jovita se había detenido al sol y, las manos en la nuca, sus brazos trazaban dos divergentes triángulos en la luz— que no debía haberse hecho.
—Fui yo quien les convencí. Mejor dicho, quien convenció a Pedro. Ahora hablemos de Darío. No le creo capaz de denunciarnos.
La voz de Jovita sonó paulatinamente más próxima. Estuvo un largo tiempo oyéndoles, hablando él mismo a veces, mientras continuaba aquella graduación de luces en la rama del árbol y más allá azuleaba el cielo, monótono, sin nubes. Ellas dos discutieron con Jacinto sobre el carácter de Darío. Cuando Jovita fue por las botellas y los vasos, le dijo:
—Sube a ver a Julia.
Julia ignoraba que Darío venía a verla. También él, una vez, había dormido sin saber, sin sospechar. Ni aun siquiera intuir, cuando unos minutos antes había experimentado la soledad de la casa, que en la casa culebreaba una fingida soledad, puesto que únicamente faltaban de ella Pedro y Leopoldo y los otros espiaban su aparición en el parque.
—¿Estarán de vuelta Meyes y Neca antes de que regresen ésos?
—Supongo —dijo Jacinto—. Pero será mejor que las chicas no aparezcan hasta que nosotros hayamos hablado con Darío. Pedro y Leopoldo salieron alrededor de las doce. A la una o una y media, en Madrid. No es buena hora de localizar a Darío y es también probable que hayan tardado en decírselo. Si a las dos se lo han llevado a comer, a las tres…
—Ya deberían estar de vuelta —interrumpió Jovita.
—Es lo mismo —dijo Gregorio.
Bebieron en silencio, hasta que el ruido del motor se oyó. Gregorio esperó tumbado en la hierba. Julia acababa de despertarse y en la nueva pausa, mientras Jacinto e Isabel se alejaban y Jovita corría hasta debajo de la ventana de Julia, anheló que Meyes terminase de aproximarse a él.
—Bueno, te la han jugado, ¿no es eso?
Gregorio logró sonreír.
—Jacinto pensó que iba a herirme mucho la cosa. Y tenía razón —le acarició un brazo a Meyes—. Soy un chiquillo.
Neca les propuso un paseo. Isabel acababa de conectar la radio. Neca se colgó del brazo de Gregorio y Meyes se colocó a su derecha. Entre las dos, por el último repecho de la carretera forestal, tuvo la evidencia de aquella ridicula frustración y de sus innumerables y minúsculas causas.
—Esperad —las dos se detuvieron—. Debo volver —la música se oía desde allí—. Estaba olvidando algo muy importante.
Meyes dio media vuelta, pero Neca quiso saber. Entre los árboles, más allá de los caminos y las praderas, de las rocas, de los tejados y las paredes, un automóvil avanzaba.
—Por Julia —aclaró a Neca.
Aunque no corriese (y dado por supuesto que era el coche de Pedro) llegaría a tiempo, pero comenzó a correr para desfogar la actividad que, de golpe, había retornado. Al atravesar el parque, estaba casi contento. Jacinto e Isabel le preguntaron qué sucedía. Subió las escaleras sin contestarles y entró en el dormitorio.
—¿Dónde estabas?
Se apoyó en la pared, recuperó la regularidad de la respiración y sonrió. Julia, recostada en las almohadas, se frotaba el rostro con una pequeña toalla. Jovita le sostenía el espejo y en la ventana abierta lucía un rectángulo de paisaje.
Sonaban cerca los pasos de Jacinto y la voz de Isabel. Antes de que llegasen, se sentó en el borde de la cama.
—Por ahí. Preparándote una sorpresa.
—Una sorpresa agradable, ¿no? —la sonrisa tembló en las mejillas de Julia—. ¿Y Pedro?
Jacinto e Isabel acababan de entrar y, en unos instantes, llegarían Meyes y Neca. Si no se dejaba interrumpir hasta que Julia supiese, si arrancaba de ella, aunque fuese únicamente por un fruncimiento de labios o un parpadeo, su asentimiento, en cierto modo, su perdón, se hallaría justificado o, al menos, habría anulado la apática inercia que presagiaba sin límite.
—No es del todo agradable, pero sí tranquilizadora. Ya no habrá más peligro.
Julia apoyó las manos en el colchón y subió el cuerpo, que mantuvo separado de las almohadas. La muchacha le compensaría del engaño de los otros, permitiéndole desarrollar su última entrega, antes que ellos hablasen o el automóvil (en el supuesto que se tratase del automóvil de Pedro) frenase.
—¿Peligro?
—¿Está Julia despierta? —dijo la voz de Meyes.
—Anoche hablamos con Darío por teléfono. No se te dijo nada, para no inquietarte. Yo mismo le expliqué el caso. Al principio, se revolvió. Tú ya le conoces. Pero, luego, todo fue sencillísimo. Tenía mucho trabajo y no podía venir, pero quedamos en que se iría a buscarle a Madrid. Él te curará del todo.
—¿Anoche?
—Tenía mucho trabajo. Visitas urgentes, ¿te das cuenta?
—Sí, sí, naturalmente —Julia volvió a mirarle—. Pero ¿por qué?
Ahora que Isabel, Neca, Meyes, Jovita y Jacinto estaban allí, escuchando, él debía aprovechar la oportunidad de vengarse. Cogió una mano de Julia y la oprimió con fuerza.
—Se me ocurrió a mí la idea.
—No te comprendo, Gregorio. Ahora no te comprendo.
—Era ridículo que no te viese un médico de completa confianza. Lo pensé, de repente. ¿A ti no te sucede, a veces, eso? Crees en algo y, sin más, dejas de creer.
No era preciso continuar. Julia cerró los ojos, estrechó la mano de Gregorio, forzando sus dedos, y suspiró. Gregorio se puso en pie. Inmediatamente, las mujeres hablaron. Sintió sus cuerpos, que se aproximaban a la cama, y sus aromas conocidos, y se apartó hasta la puerta. Jacinto le alcanzó en el pasillo.
—Has tenido una idea genial. Yo no sabía cómo soltárselo a Julia.
En el living vacío, la radio transmitía un pasodoble. Gregorio se sentó en el diván y encendió un cigarrillo. Meyes bajó la escalera y se apoyó contra él. Estuvieron abrazados. La música había sido sustituida por los anuncios comerciales. En el dormitorio de Julia, Jacinto y ellas reían.
—Ahora todo será mejor —dijo Meyes.
Gregorio besó las comisuras de su boca y ella tuvo un estremecimiento.