26

—No me voy.

—¿Está anocheciendo?

—Al contrario, cariño. Amanece.

—En casa de los padres de Neca había unos sillones parecidos. De cuero amarillo, ¿recuerdas? El día de la petición de mano de Neca tú bebiste mucho. Entonces no me querías como ahora. Juan llevaba un traje horroroso. Meyes y Juan salían con frecuencia y parecía que fuesen a hacerse novios. Yo miraba a Meyes y Meyes estaba mirando las solapas de la americana de Juan. Estoy segura que aquellas solapas, tan mal planchadas, la ponían nerviosa. Bailamos hasta muy tarde. Jacinto tenía los ojos húmedos, cuando te abrazó después de la boda. Estabas guapo de verdad con el chaquet. Meyes supo cortar a tiempo.

—¿No puedes dormir?

—¿Para qué dormir? No te vayas.

—Descuida, que no me voy. Si descansases unas horas, luego te encontrarías mejor. Así, te subirá la fiebre.

—¿Tengo mucha fiebre?

—No, claro que no.

—Me gustan tus manos, Pedro. Dicen que, con el tiempo, se pierden las sensaciones, pero a mí eso no me sucede.

—Deja de hablar. Debes ser razonable, como siempre lo has sido.

—Un poco sólo. Estamos un poco más y me acompañas a casa. Tengo necesidad de hablar, ¿sabes?, de hablar mucho, durante horas. Hay que explicarse todo lo que nunca tuvimos tiempo de decir. Pedro, ¿estás incómodo?

—No.

—Leopoldo y tú me tranquilizasteis aquella mañana que nos citamos en el Ministerio. Había telefoneado a tu madre. La mesa camilla era igual a la que tenían en la habitación donde fuimos las primeras veces. Gregorio estaba esperando y no tenía miedo. Sabía que todo iba a ser así, pero no imaginé que oliese a repollo cocido. No pensé en que pudiese oler la casa. La mujer me sonreía. Cuando Leopoldo me contaba lo de su nuevo automóvil, se me aparecieron las sonrisas de aquella mujer. Esas gentes no son honradas, como Jacinto.

—¿Tienes sed?

—No.

—Te quiero mucho, Julia.

—Tiéndete junto a mí y abrázame.

—Voy a darte mucho calor.

—La ventana debe de estar abierta. Juntos los dos. ¿No me encuentras fea y sucia? Huele a aire frío.

—Sí, está abierta la ventana.

—¿Se han acostado ya?

—Gregorio está abajo. No tiene sueño.

—He delirado, ¿no? Me gustaría ayudarlas. Claro que, si no estuviese yo enferma, hubiésemos traído a las doncellas. Con Isabel no os portáis bien, Pedro.

—¿Qué dices?

—Sí, ríete, pero no os portáis bien. La tratáis como a una solterona maniática. La pobre Isabel es una mujer como yo o como Neca. ¿Te acuerdas de Juan? Dicen que ella le sorprendió. Yo soñé una noche que entraba en una habitación y, en el centro de la oscuridad, tú estabas desnudo. Me avergonzaban esos sueños y, al día siguiente, no te los contaba. Lloraba mucho, como si desease dejar de quererte, igual que Isabel dejó de querer a Juan. No se casará nunca y no nos tiene más que a nosotros. Si no contáis con ella cuando se va a algún sitio, acabará por darse cuenta y sufrirá mucho. Hay que tratarla de otra forma, Pedro. Ella no tiene un hombre. Nunca podrás imaginar lo feliz que soy, teniéndote a ti. Suceda lo que suceda, tú y yo podemos hablar y besarnos.

—¿No sientes dolor ahora?

—Te acostumbras a un dolor y lo más terrible es que cambie. Eso me mata. Te quitan lo que es más tuyo. Ahora me encuentro como si no tuviese cuerpo, hueca, casi flotando. Tu madre y la mía no lo habrían resistido. De esta forma, todo saldrá bien.

—Naturalmente.

—Lo prepararemos con calma, durante el invierno. Dejarás el Ministerio. Siempre me ha gustado estar segura de que nos entenderíamos a la hora de colocar los muebles o distribuir el dinero. Tú y yo somos de la misma pasta, ¿eh, Pedro? Estos últimos días han sido muy extraños. Ahora, quiero olvidarme de todo lo que he pensado. Meyes me ha dicho que tendremos que confesárselo a un cura especial, que un sacerdote corriente no puede absolvernos. Pedro, hace poco estuve a punto de averiguar cómo es la muerte. Vi unos colores.

—Julia, pequeña.

—Lo tenía ya muy claro y me entretuve a fijarlo en la memoria. Para contártelo, cuando me encontrase bien. Y, de repente, lo olvidé. Fue tranquilizador, no creas. Era volver a lo de siempre.

—Pero tú, a pesar de esos horribles dolores, no te encuentras mal, ¿verdad, Julia?

—¿Duermen ya, Pedro?

—Sí.

—Entonces, ¿estamos solos?

—Sí, solos, Julia.

—Hoy es sábado, ¿no?

—No, ya es lunes. Pero es día festivo.

—¿Cuándo vais a volver a Madrid?

—Ya se verá.

—Pero tendrás que ir al Ministerio y Jacinto, a su oficina. Pueden quedarse Gregorio e Isabel. Jovita deberá aparecer por su casa y Leopoldo recoger el automóvil.

—No te preocupes.

—Alguna vez habrás ido con otra mujer. Pedro, cielo, estoy convencida de que me has engañado.

—Por favor, pequeña, ¿qué tonterías son esas?

—Es muy difícil morir, Pedro. Desde niña, me ha parecido casi imposible. Nos conocemos hace tantos años…

—Mira, estáte quieta. Desde ayer tarde no tomas nada y voy a traerte un vaso de leche. Te ayudará a dormir.

—Pero si no quiero dormir.

—Es un minuto. Llamo a Gregorio y así no te quedas sola.

—Ahora podemos aprovechar para hablar de muchas cosas. Está amaneciendo. Lo malo es cuando empieza el escozor. Se me extiende por todo el cuerpo, como un reguero de hormigas.

—No pienses en ello.

—Me desespera. Si duele hondo, lo aguanto. Pero el escozor… ¿Qué decías antes?

—¿Cuándo?

—No sé. Antes. Se os oía hablar muy fuerte. Era de noche.

—Serían Leopoldo y Jovita. Estuvieron discutiendo, ya sabes.

—Todo esto te cuesta mucho dinero.

—Pero ¿qué idea es ésa?

—Sé que estás gastando mucho.

—Pareces una niña.

—Tengo mal sabor de boca.

—Hoy has fumado demasiado.

—Estuve leyendo una revista y me iba a levantar. Me quedo muy derrengada, cuando Gregorio me pone una inyección. ¿Isabel ha traído el coche?

—Sí.

—Sería ridículo que, después de tanto trabajo como os estáis tomando, se enterasen en nuestras casas.

—No hay peligro. Cada uno se ha buscado una buena justificación.

—Es verdad. Además, ellos tienen sus problemas. Nunca se enteran de nada. Las primeras veces, durante las cenas, pensaba que ellos iban a descubrirlo. Por mis ojos o por mis gestos o, simplemente, por la forma de mi cuerpo. Pero no. Por muy distinta que yo me sintiese, ellos me veían igual que siempre. O ni siquiera me veían. Quizá tampoco nosotros comprenderemos a nuestros hijos.

—Julia.

—¿Qué?

—Algún día tendremos un hijo.

—Sí.

—Julia, no debemos separarnos.

—No. Neca estuvo aquí la otra mañana y hablamos de ti. Neca te quiere mucho. Se subió una labor y estuvo sentada en la cama, haciendo punto. A mí Neca me da confianza. Pienso que seré como ella. Me habló de una medicina. Al parecer, si la tomas en el primer mes, produce resultado. Ya no había remedio y nos reímos. Neca comprende.

—Todos ellos comprenden.

—No estoy segura. Tú no debes asustarte.

—Julia, yo no me asusto.

—Sí, cuando me entra el dolor. Es posible que hasta hayas temido que pueda morir. Te conozco, Pedro, y sé que vives pendiente de lo que me ocurre. Oye, yo no he querido a nadie como a ti. A nadie puedo querer así. Y no sólo me refiero a las tardes que me has vuelto loca.

—Cuando llegue el invierno, buscaré un buen sitio. Un sitio acogedor y bonito. No uno de esos lugares detestables. Eso se acabó. De ahora en adelante, tú y yo vamos a sacarle a la vida todo su jugo, ¿sabes? Quiero que vivamos mejor que nadie y así va a ser.

—No puedo recordar el nombre de ese medicamento.

—Pondremos la casa más sensacional de Madrid.

—Tenía un nombre pintoresco.

—Julia, ¿no te encuentras bien?

—Ya pasó. Ha sido una arcada. Te acercas por casa y le dices a la chica que tardaré unos días, que me quedo en la Sierra. Coge las cartas que haya. A lo mejor, papá ha escrito. Las abres y me las lees por teléfono. Si vienes tú o Jacinto, me traéis… Ya os haré una lista.

—Estás muy fatigada.

—Tienes razón. Hay que resarcirse de esto. Las madrugadas son terribles. Aquella mujer ya me lo advirtió. Pedro, tenemos que adelantar la boda lo más posible. No me da la gana de estar sola por las noches. Creo que ahora no podría resistir despertar, cuando está amaneciendo, y encontrarme sola.

—Sí, Julia, sí.

—Tengo un ansia rara.

—Respira con sosiego.

—Y, al mismo tiempo, un descanso muy profundo. No sé explicártelo.

—Con tanta charla, vas a empeorar.

—Y tengo que decirlo, Pedro. Eso pasa con frecuencia. Hay un lado de las cosas, del que nunca hablamos, ¿verdad? O no sabemos o no creemos necesario hacerlo. Pero esta noche es preciso que tú y yo hablemos desde el otro punto de vista. ¿Me entiendes? Luego, será de día y estarán los otros. Nos pondremos a contar las cosas en el tono de siempre y ya será tarde para comprender. Hay que aprovechar ahora.

—De acuerdo, bonita, pero no te inquietes.

—No se oye nada.

—Todos están durmiendo.

—Ni veo colores, saltando unos encima de otros. No olvides lo de Isabel.

—¿Qué de Isabel?

—Ella es divertida. Necesita estar rodeada de gente. ¿Prometes que la telefonearás tú o que harás que la llame alguno de ellos?

—Prometo lo que quieras. Pero descansa. El último beso y me levanto. Te arreglaré un poco este camastro, cerraré las persianas y beberás un vaso de leche.

—Espera un poco.

—Pero, Julia…

—Tú espera. Yo ignoraba que era valiente.

—Lo eres.

—A los cinco años me hice una herida. Papá me limpiaba con yodo y el abuelo me acariciaba la cabeza, temblando. Habrá que volver allí, Pedro. Meyes se levantará, en cuanto amanezca. Duerme poco Meyes. Estudia por las noches y eso le producirá insomnios para toda su vida. Se lo he dicho muchas veces. Júrame que volveremos allí.

—Volveremos.

—Estará aún la mesa camilla y yo recordaré. Tú, mientras tanto, apriétame fuerte. Y nos reiremos. Nos reiremos y nos pondremos a escupir y pisotear aquello. ¡Hay que hacerlo rápidamente! ¡¡No quiero esperar más!! ¡¡Me estáis haciendo esperar siempre!! Y ¡¿si no queda ya tiempo?! Es un robo, me estáis robando.

—Quieta, Julia.

—Maldito dolor. Me ha tenido cogida, pero ya ha pasado y nos largaremos a bailar y a bañarnos. Cuando Leopoldo regrese de Italia, nosotros estaremos bronceados. Tengo que preguntárselo a Neca.

—Vamos, Julia.

—Es una hora tranquila ésta.

—Hay que ser sensatos, Julia. Deja que me levante.

—Cómo sudas…

—Tienes arrugadísimas las sábanas.

—No estés triste, Pedro.

—¿Triste?

—Al sol, con el olor del agua y de la crema. Ya estoy limpia de fiebre.

—¿Quieres fría la leche o un poco templada?

—Decide tú. Tú sabes bien lo que conviene. ¡Qué silencio! Parece que se oye, ¿verdad, Pedro?