25

Meyes bajó del dormitorio de Julia y comunicó que ésta comenzaba a dormirse. Isabel acababa de retirar los cubiertos de la cena y Neca le siguió a la cocina.

—No discutáis más —recomendó Neca, antes de salir del living.

Gregorio sonrió a Neca. En el parque persistía la machacona melancolía, que Jovita tocaba en su armónica. La discusión, que había durado toda la cena, pareció acabada. Pedro subió a ver a Julia y volvió a bajar. Jacinto y Gregorio fumaban en silencio. Únicamente Leopoldo paseaba por la habitación y hasta el porche; fue al pasillo, que conducía a la cocina, y habló con Isabel y con Neca. Meyes abrió el diario, que habían comprado en el pueblo y que alguien dejó en el mueble de las revistas, entre unos antiguos Vogue y Paris-Match.

—Si se levantase algo de viento… —dijo Jacinto.

—No hace mala noche —Gregorio miró a los espacios abiertos de los ventanales—. Al menos, nos hemos librado del bochorno.

Meyes giró la cabeza y le miró unos instantes. La armónica de Jovita continuaba con los mismos compases. Una puerta rechinó en el piso superior y Pedro alzó el rostro.

—Creo que me voy a acostar —dijo Jacinto.

—¿Queréis beber algo?

—Gracias, Meyes.

—Hazme un cuba-libre, si no te importa.

Meyes se puso en pie, colocó el periódico en el mismo sitio de donde lo había cogido y sacó los vasos de uno de los aparadores. Leopoldo empujó la puerta batiente del office y reanudó sus paseos.

—Podríamos jugar un poker. O al subastado, si no somos bastantes.

La proposición de Gregorio varió la postura de Jacinto en su sillón frente a la chimenea.

—Yo me voy a acostar —dijo Jacinto.

Meyes preguntó a Neca e Isabel si les preparaba bebidas.

—Sí, haz el favor. Ahora vamos.

Llenó la bandeja y dudó, mirando al parque. Leopoldo descubrió la mirada de Meyes.

—A ésa, déjala —reaccionó.

Meyes distribuyó los vasos. Después de los pequeños ruidos, de los murmullos, de los gestos, en las medidas luces del living quedaron la quietud y el silencio. El monótono estribillo de la armónica de Jovita se petrificó, en la misma inmovilidad de un sillón o una contraventana. Meyes se sentó junto a Gregorio y éste se acercó a ella, en el diván.

—Si, al fin, descargase la tormenta, como anunció la radio, refrescaría unos días.

En el silencio oyeron bajar el conmutador de la luz y los pasos de Isabel y Neca. Las dos se acomodaron en los butacones y frotaron sus manos con una crema. Meyes apoyó los codos en los muslos y contempló el humo ascendente del cigarrillo de Pedro.

Una vez que tomó una tableta de aspirina, Leopoldo llamó a Jovita. La musiquilla adquirió un ritmo galopante. Leopoldo, acodado en el repecho del ventanal, distinguía a Jovita, balanceándose en el sofá entoldado, entre las blancas sillas y la mesa de hierro contra la mancha igual de los árboles.

—¿Cuándo vas a poner el surtidor, Jacinto?

—Ay, hijo —contestó Neca a Leopoldo—, eso nadie lo sabe.

—No tengo tiempo de meter todo esto en obras. Cuando hagan la instalación de agua para la piscina. También quisiera enlosar otros trozos. Si no, colocan las sillas en el césped y se pisotea. Neca, no bebas mucho que luego no dormirás.

—Un sorbo, cariño.

—¡¡Jovita!!

El segundo grito de Leopoldo sobresaltó a Isabel y cortó el sonido de la armónica. Unos segundos después, con la camisola verde colgando sobre los pantalones cortos, Jovita apareció en el porche.

—¿Qué?

—Siéntate por ahí y guárdate a la Sinfónica de Viena, monstruo.

—Necesitaba un poco de aislamiento y de…

—¡Siéntate!

—Tú me dijiste que me largase.

—A la mierda. Yo te dije que te largases a la mierda, pero tú sólita. No que nos emporcases a los demás con esa matraca. Si me quedo a vivir en Italia un par de años, será porque tú me has hecho irrespirable este país.

Jovita se sentó en el diván. Por detrás de Gregorio, Meyes tiró a Jovita de las mechas de la nuca. Jovita sonrió, agradecida.

—Veinte años mejor que dos.

—No conozco un tipo de ejemplar humano tan cargante. Me exasperas.

—Estás exasperado.

—Estoy como me da la gana.

—Pues no digas que soy yo. Si tienes miedo por lo de Julia, no…

—Por favor —interrumpió Pedro—; no empecemos.

—Julia está sola —dijo Neca.

—Déjala que duerma —aconsejó Gregorio.

—Te morirás con tu inoportunidad omnipotente. Recuerdo una tarde que fui a recogerla a la Facultad y que nos quedamos por la Universitaria hasta el anochecer. Yo tenía mis problemas económicos, mis problemas intelectuales, sociales, y puede que hasta morales. Quiero decir, que yo aquella tarde era un muerto respecto a su contextura física y fisiológica. Bueno, pues va y se me abalanza, confesándome que ha comprendido, que desde el primer momento ha comprendido que había ido a buscarla porque la sexualidad no me dejaba tranquilo —Gregorio y Jacinto rieron—. Me costó más de media hora convencerla de lo contrario.

—¿A qué viene eso?

—Pero, oye, oye. Leopoldo, atiende. ¿Y cómo —intervino Neca— la convenciste?

—Es cierto, ¿no?

—Y, aunque lo sea, ¿qué pinta esa historia imbécil ahora?

—Compadecedme —Leopoldo, extendiendo los brazos, se dejó caer en un butacón.

—¿Qué clase de hijos —preguntó Isabel— vais a tener Jovita y tú?

—Nunca me lo había imaginado —dijo Neca.

—Pero si es de lo más pintoresco. ¿No has jugado nunca a pensar cómo serán los hijos de tus amigos? Imagínate a Jovita y a Leopoldo casados.

—Imposible.

—¿Por qué? —dijo Jovita.

Todos rieron. Meyes volvió a llenar el vaso de Gregorio. Jacinto peleó con Jovita y les obligaron a levantarse del diván, con su lucha y sus carcajadas. Neca reclamó silencio.

—Andad, vamos a acostarnos.

—Yo mañana tengo que volver a Madrid.

—Ya se hablará.

Gregorio había cenado con exceso, a juzgar por el grasiento sopor que le aplastaba allí, con el cigarrillo y la dulce tibieza del ron. Sus propios gestos, en una algodonosa lentitud, le procuraban un profundo bienestar. Los demás estaban por el living o las habitaciones de arriba. Se oía ruido de grifos, con un cristalino y reconfortante crisparse del agua, pasos, puertas, palabras. Alguien redujo la iluminación. Afuera, los grillos agudizaban la profundidad de la noche. No habría ya luces en el sanatorio. La montaña sería ahora una continua oscuridad verdosa. Neca recogía los vasos y, en unos minutos, el living recuperaría su orden. Desde el sábado, ellas cuatro eran las mujeres que constantemente veía. Y a Julia, bajo su sábana que, en ocasiones, más que cubrirla, la desnudaba. Le dominó la sensación de los blancos cabellos terrosos de Emilia. Luego, se adormiló:

—Pedro, tienes la cama preparada. No estés toda la noche levantado.

—No te preocupes, Neca.

—Jovita, vas a despertar a Julia.

—La vais a despertar entre todos.

—Entornad las ventanas. A la madrugada hace frío.

—Yo me dejo una manta a los pies de la cama.

—Leopoldo, ¿quieres tú otra?

—Anda, Neca, vete a la cama de una vez.

—¿Y Gregorio?

Gregorio abrió los ojos; Jacinto, con un batín sobre el pijama, chancleteaba las pantuflas de cuero hacia él. Se repantigó en el diván y aseguró el vaso entre sus dedos.

—¿No te acuestas?

—Esperaré un poco.

—Julia parece que va bien.

—Es por estar un rato aquí.

—Despiértame, si es preciso. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

Leopoldo se despidió desde el rellano de la escalera.

—En el frigorífico quedan botellas —advirtió Jacinto.

—¿Nos sentamos fuera? —propuso Pedro—. Hace una noche formidable.

Gregorio sacó las botellas y Pedro llevó los vasos. Meyes, que había subido a ponerse su chaqueta de punto azul, se les unió en el parque.

—¿Dónde está Isabel?

—Ahora viene —dijo Meyes.

Las luces del pueblo señalaban confusamente el trazado de algunas calles. Las lejanas carreteras se iluminaban por los faros de los automóviles o de los camiones. Isabel vino a sentarse en el diván colgado. Pedro sirvió un vaso más, que Isabel cogió con mano temblona.

—No bebas mucho, Isa.

—Un poco solamente. En el patio de atrás había un bicho rarísimo. Fosforescente.

—Déjalo.

—¿A vosotras no os preocupa la vida de los animales? —preguntó Meyes.

—¿Qué quieres decir?

Impremeditadamente hablaban en un tono bajo. Meyes cruzó las piernas y en la penumbra se acentuó la claridad de sus pómulos.

—Hombre, pues pensar en lo que sentirán los animales. Hasta los más repugnantes. Una rata o una cucaracha, por ejemplo. Yo, cuando tenga una casa propia, no permitiré que haya un solo animal. Ni perros, ni pájaros, ni, naturalmente, gatos.

—Me aterrorizan los gatos —dijo Gregorio.

—Aquí se está bien.

—Es estúpido convivir con animales. Una regresión o algo así.

—Yo conozco a un tipo, un compañero de Ministerio, que tiene un gato encima de su mesa, entre los expedientes.

—Gente anormal.

—Vete a saber… Hay de todo. Lo que sucede, es que no conocemos más que a cincuenta personas. El círculo donde nos movemos. Pero hay de todo.

—En Gijón, una chica, corriente, una chica como vosotras, tiene seis tortugas en su casa. Por las habitaciones, encima de las camas o de las sillas. Nauseabundo. Dicen de ella que… Bueno, creo que no se puede contar.

—Me lo imagino.

—Aunque sea un chisme provinciano y no me lo imagine, le está bien empleado lo que digan de ella.

—Se está a gusto, ¿verdad?

—Sí, Isa.

—¿No te aburrías en Gijón?

—La mayor parte del invierno la pasaba en Oviedo. Pero sí, me aburría mucho. Menos mal que, entre mi madre y yo, hemos arrancado al viejo de allí. Para él no existe más mundo habitable que Asturias.

—Pues los asturianos, como los gallegos, suelen ser gente inquieta, con ganas de viajar.

—Según, ya sabes. Mi padre se estaba apocilgando en su ambiente de club, reuniones de matrimonios y excursiones por la costa. Le vendrá bien, y no sólo para los negocios, vivir en Madrid.

—Yo no sabría vivir en otra ciudad.

—En París.

—O en Roma.

—Ya ves, no sé qué te diga. No sé.

—¿Vosotros creéis que Leopoldo se marcha a Italia o que no? —preguntó Isabel.

—Es posible —dijo Pedro—. Depende del dinero que consiga.

—A mí me gustaría ir con él, pero me tendré que quedar con mis padres.

—Veranearemos en la piscina de Eduardo, ¿eh, Gregorio? No me apetece nada encadenarme a padres, hermanos y sobrinos.

—Estupendo, Isa.

—Irán a Sangenjo como todos los años, ¿no?

—Sí, hija; como todos los años. No soporto más rías bajas. ¡Madrid de mis amores! Con todo lo horno que sea.

Gregorio hizo saltar la chapa de la botella a palanca entre la juntura de unas losas. La espuma de la coca-cola le humedeció las manos. Meyes le dejó un pañuelo. La casa, con las ventanas abiertas en la oscuridad, permanecía en silencio. Las ramas de los árboles no se movían. Isabel tosió.

—¿Qué habría sucedido —dijo Pedro— si Jacinto y Leopoldo hubieran encontrado al médico?

—No le des más vueltas.

—¿Habéis hecho bien? —preguntó Isabel—. Oh, por favor, sin reticencia. Cuando os veo enfrentados, no sé quién obra con razón. Ellos tienen miedo y vosotros no. Pero vosotros dos no os apoyáis en nada.

—¿En nada? —dijo Gregorio sonriendo.

—Entiéndeme.

—Yo te entiendo, Isabel —dijo Meyes.

—Estáis empeñados en esperar, solamente en esperar. Con una tozudez absurda. Ya sé, ya sé, Gregorio. Pero esa mujer, por muy médico que sea, ha podido equivocarse o engañarnos porque no quiera reconocer su error.

—Habría tomado sus medidas. No olvides que ella está metida en el lío, igual o más que cualquiera de nosotros.

—Bueno, pero es posible que lo haya hecho mal. Por torpeza. Y aunque resulte muy improbable… Se trata de Julia, de su vida.

—Vamos, Isa, esto ha salido bien —dijo Pedro—. Es algo que suele salir bien. Y no podemos estropearlo en un minuto de nerviosismo o de terror.

—O de impaciencia —completó Gregorio.

Pedro se puso en pie y dio unos pasos hasta la mesa; donde dejó su vaso vacío. Isabel tardó en hablar; asió una de las cadenas y balanceó el diván, sin posar los pies en el suelo.

—Quizá vosotros estéis en lo cierto.

—Gregorio, voy a subir al cuarto de Julia. Mira, yo no creo que vaya a ocurrir nada, pero si ésos se intranquilizasen otra vez… ¿comprendes? Debemos estar prevenidos. He pensado en inutilizar los coches.

—No te tortures.

—Tendremos que hacer algo, Gregorio.

—Acuéstate, Pedro —dijo Meyes.

Gregorio cambió su silla por el diván colgante, al lado de Isabel. Frente a él, al alcance de la mano, Meyes le sonreía. Los perfumes de Isabel y de Meyes, metamorfoseando la amplitud de la oscuridad, crecían en su respiración a rítmicos golpes. No recordaba haber experimentado nunca una tensión semejante a la de aquellas largas y repletas miradas.

Isabel estaba bebiendo, en un mutismo reconcentrado. Meyes cruzó sobre el vientre las puntas de su chaqueta y puso las manos en los costados.

—Oye, Isabel —dijo Gregorio—, no hables así delante de Pedro. Pedro también tiene miedo. Intenta no fracasar, ni arrastrarnos a los demás, pero también tiene miedo.

—¿Y tú?

—El mío particular, Isa.

—No, tú no. Duro como una plancha de acero y con menos inteligencia que un mosquito. Te quiero, Gregorio. Hasta que tú llegaste, no habíamos conocido más hombres de acción que Leopoldo, ¿verdad, Meyes? Nunca supuse que pudiese haber un tipo de hombre de acción, que no se diese importancia.

—Pero si soy un intelectual. Mejor dicho, un aprendiz de intelectual. Burgués. Y más burgués que intelectual, quizá. Tendré, como Meyes, una casa muy ordenada y sin animales. A cargo de una mujer elegante y algo decadente. Excepto a la hora de ser madre, se entiende. Con sus buenos cuadros, sus buenas reuniones y sus buenos rincones para chismorrear. Hasta es posible que a los cincuenta y tantos mantenga una querida y todo.

—Eres un hombre de acción y no me discutas —Gregorio y Meyes rieron tenuemente—. O, al menos, en mis tiempos un muchacho como tú era considerado como un hombre de acción. A mí me gustaban, en aquellos lejanísimos años…

—Isa, tienes mucho sueño.

—… los llamados hombres de acción, esencialmente, por la maestría que usaban para abrazarla a una. ¿Nunca has sido abrazada por un hombre de acción, Meyes? Sí, tienes razón; sueño, borrachera y una enormidad de tonterías en la lengua. Algo inenarrable. Pero no son convenientes para la existencia normal. Por lo menos, en mi época, donde la existencia era muy normal y un hombre de acción resultaba, la mayor parte del tiempo, inútil. Todo está cambiado, lo reconozco, y quizá los hombres de acción no sean tan superfluos como hasta ahora —se levantó, haciendo oscilar el asiento y tirando un almohadón al suelo, que trató de recoger unos segundos después que Gregorio—. Sin embargo, prefiero un hombre de pensamiento. Alguien como tú, Gregorio.

—¿En qué quedamos?

—Nunca se puede quedar en nada. Se habla, se habla, nos analizamos o nos dejamos analizar y, al final, resulta imposible quedar en algo. Serás el báculo de mi histeria —Gregorio se puso en pie—. Dentro de unos años, te querré como a un hijo. Ahora, no.

—Anda, te acompaño.

—Sólo hasta el porche. Adiós, Meyes.

—Duerme de un tirón, Isabel.

—¿Y las escaleras?

—Subir las escaleras con los ojos cerrados es una de las maravillosas facultades que proporciona el ron.

Cuando volvió, Meyes continuaba con los brazos cruzados. Se sentó en el columpio y no tuvo tiempo de buscar su mirada. Ella llegó a sus brazos, en un total y ansioso movimiento.

—Parecía que no iban a marcharse nunca.

—Nunca.

Le rodeó los hombros y ella apoyó la cabeza en su pecho.

—¿Estás cómoda?

—Un poco más fuerte.

Gregorio aumentó la presión de su brazo. Las manos de Meyes se detuvieron sobre su cuello.

—Ahora se fuma un cigarrillo, se bebe un trago y se es feliz.

—A ver si puedo explicártelo. Vas caminando por una red de telarañas, a tientas, y, de repente, has llegado donde ni sabías que ibas, ni podías imaginarlo. A este parque, este verano —imprimía un tono burlón a su emocionada voz—. Como un sueño de jovencita, encerrada en su dormitorio una tarde de calor. Pero distinto, claro.

—Y mejor.

—Temí que te cansases de esperar a que se fuesen.

—¿Añoras tu libertad?

—Muchísimo. Pero estoy contenta.

—Me gusta asegurar la felicidad. Prométeme que serás siempre una muchacha deliciosa.

—Hasta que te decidas a mantener a esa rubia gordísima. ¿Te enciendo un cigarrillo?

—Y yo te preparo un trago.

—Son las cuatro y veinticinco, casi y media.

—Dentro de poco, amanecerá.

—Esto es lo que me fastidia. Que parece un sueño de jovencita.

Estrechados, con el eco de la risa de Meyes en el pecho, el tiempo era una mancha luminosa, como la noche, casi un placer realizado. Luego, recogieron los vasos, las botellas, el cenicero y entraron en la casa. Guiándose el uno al otro, con las manos extendidas, subieron al piso de los dormitorios.

En el pasillo, se besaron. Al separar los labios, con los alientos contenidos, Meyes tenía los ojos enturbiados por unas pequeñas lágrimas.

—¿Es posible? —susurró Gregorio.

Al fondo, se abrió la puerta del dormitorio de Julia. Pedro les sorprendió aún abrazados.

—Le está empezando el dolor.

La bombilla del techo y la de la lámpara, en la mesilla de noche, llenaban las paredes de una hiriente claridad. Meyes acarició la frente de Julia y miró a Pedro.

—Tiene mucha fiebre.

—¡Maldita herida! Ahora que iba bien…

—Bueno, ya pasará. Procura que ésos no te oigan. Meyes, en uno de los armarios del primer cuarto de baño hay un frasco con alcohol.

Meyes salió, cuidando de no hacer crujir el parquet. Pedro rodeó la cama y cogió a Gregorio de un brazo.

—¿Vas a inyectarla?

—Esperaré un poco. Quizá se calme.

Julia gemía intermitentemente, con el rostro contra la almohada. En el escote, la carne de la espalda tenía un casi invisible vello, húmedo de sudor.

Cuando Meyes volvió con el frasco, los tres se sentaron —Pedro, en la cama— intentando no mirar a Julia. Meyes, ya sin la chaqueta de punto, encendió el cigarrillo que le había entregado Gregorio.

Durante media hora, Julia no cambió de postura. De pronto, se lamentó con más fuerza y saltó como descoyuntada. Pedro se abalanzó sobre ella. Puesta en pie, al tiempo que restalló el cuerpo de Julia, Meyes empalideció.

—¿Qué es ello, Julia?

Abrió los ojos, sin comprender. Gregorio, con las manos en los bolsillos del pantalón, sonrió sin separar los labios.

—Pedro, me quema y me escuece. Cuando haya agua, despiértame.

—Tiene náuseas —dijo Meyes.

—¿Náuseas?

Pedro le acechaba, sobresaltado.

—Sí será mejor —decidió Gregorio.

Estaba con la jeringuilla en la mano derecha, mientras con la izquierda sostenía la ampolla, cuando Julia se arrodilló en la cama, debatiéndose contra Pedro y Meyes. Gregorio acudió rápidamente y Meyes se apartó.

Se quejaba en un grito único, enronquecedor y ululante. El cuerpo se le crispaba en espasmos. Pedro resollaba, a punto de llorar. Gregorio se tendió sobre Julia y la contuvo.

—Sujétale las piernas.

—Sí —dijo Pedro.

—Sujétale las piernas. Que no se mueva nada.

La fuerza cedió y una brusca laxitud hundió a Gregorio contra Julia. Apoyó las manos sobre la almohada y se irguió, en un único impulso.

—Se ha desmayado —exclamó Pedro.

—No.

Por sus labios entreabiertos silbaba la respiración, fuerte, anhelosa. Las manos de Julia se unieron y la cabeza le cayó a un lado.

—Aún no. Pero… No sé qué puede haberle pasado —buscó con la mirada la butaca, donde estaba, llena, la jeringa—. Trae el Cardiazol.[3]

Jacinto y Leopoldo obstruían la puerta. Para dejar salir a Pedro, penetraron en la habitación. Leopoldo fue hasta la cama.

—Se está muriendo.

—No digas majaderías.

Jacinto le hizo girar sobre sí mismo.

—Gregorio —su voz contrastaba con la fuerza de sus manos—, yo no estoy nervioso, ni he perdido la cabeza. Pero a Julia hay que salvarla. No tenemos derecho a esperar más.

Se desprendió violentamente de Jacinto. El pulso de Julia latía con regularidad y entonado. Le arregló las almohadas.

—Llama a Isabel. Tú, Jacinto.

Pedro trajo el Cardiazol. El aspecto de Julia era más tranquilizador, a pesar de su boca entreabierta y los ramalazos de desasosiego que alteraban su sueño.

—¡Pedro! —gritó Leopoldo.

Las muchachas se agolpaban en el pasillo. Gregorio empujó a Leopoldo.

—Fuera.

Leopoldo, en el centro de la habitación, no se movió. Cuando nuevamente Gregorio le apartó, alzó los brazos, tambaleándose, y tropezó en una jamba de la puerta.

—Entra, Isabel.

—Se está desangrando —dijo Leopoldo.

Neca gimió y trató de entrar en el dormitorio.

—Oye, imbécil, nadie se está desangrando.

—Lo has visto igual que yo. Por eso llamas a Isabel.

Isabel, en pijama, procuraba domeñar sus manos. Volvió la cabeza. Pedro, arrodillado en el suelo, mordía un pliegue de la colcha. Jovita se anudaba un salto de cama transparente, al fondo del pasillo.

—Jacinto, esperad abajo. Después buscaremos una solución —dijo Gregorio.

—Está bien —accedió, como aliviado.

La boca hundida de Isabel compuso una mueca compungida.

—No me obligues, Gregorio —apretó el rostro contra su mejilla y añadió en un susurro—: Una asquerosa borracha, que no puede con las manos. De verdad, que no puedo.

Gregorio la acompañó hasta la escalera.

—Baja y tranquilízate.

Neca cubría el cuerpo de Julia.

—Yo lo haré —dijo.

Mientras traían el agua y cambiaban la ropa de la cama, Pedro se sentó en una butaca y cerró los ojos. Trabajaron en silencio, con precisión. De vez en cuando, una mirada espectral modificaba la impasibilidad de las facciones de Julia. Neca recogió las sábanas y las toallas sucias. Pedro besó los párpados de Julia. Al ver a Gregorio con la jeringuilla dispuesta, no opuso ninguna objeción. Gregorio inyectó a Julia.

—Gracias —dijo Pedro.

—No la dejes sola.

—¿Qué vas a decirles?

—Nada. Lo de siempre.

—Quizá convendría buscar otra vez a esa mujer.

—Quizá.

Respiró hondo, las piernas separadas. Antes de descender al living, se duchó.

Isabel bebía una taza de té, ovillada en el diván. Neca y Jovita secreteaban. Una expectación furiosa le siguió hasta el último escalón.

—Tú dirás —dijo Leopoldo.

—¿Qué? —preguntó suavemente.

Notó que su sonrisa relajaba la actitud general.

—Hay que traer un médico —dijo Jacinto.

—Detrás llegará la policía.

—No tanto.

—Exactamente, Jacinto. No tanto. Julia ha tenido una pequeña hemorragia. ¿Sabes por qué?

—Ni él, ni yo somos médicos.

—Yo tampoco, Leopoldo. Pero sé que la hicieron una herida exterior y que le duele tanto, que se revuelve constantemente. Ésa es la causa. Ahora llamáis a quien sea y, en una hora, estamos todos en un calabozo. ¿O es que no queréis comprenderlo?

—Tú tampoco quieres comprender que Julia se te puede morir en los brazos.

—No melodramatices.

—¡En cualquier momento! Por tu culpa.

—Yo…

—Has buscado a esa mujer, has traído y has llevado a Julia y quieres que esto se desarrolle a tu manera, porque tú lo has dirigido.

—Cállate, Leopoldo.

—No me da la real gana. Estoy harto de tu orgullo y de tu terquedad.

—Gregorio, lo de la policía, en el peor de los casos, puede tener arreglo, pero si Julia muere…

—¿No podéis resistir?

—Estás jugando al héroe. Sabes pinchar en un brazo, convencer al cerdo de Juan y conducir un automóvil, y lo estás explotando bien. Pero se ha acabado. O intentarás que te ayudemos a cavar una fosa.

—Leopoldo, no me hables como a Jovita.

—Eres el tío más cobarde que he conocido en mi vida. La dejas morir sin…

—¡¡Que te calles!!

El aire se llenó de coloreadas manchas, entre las que oscilaban los rostros. Un inesperado deseo de golpear le dañaba en el tórax. Pensó que nunca cesarían de colgar de sus manos aquellas diez varillas de hierro. Luego, estimó suficiente su contención y volvieron el sudor y los aromas de la noche. Como si hubiera abierto los ojos, reconquistó los límites naturales de la habitación. Se sentó. Neca y Jovita lloraban en silencio.

—Por la noche se desmesuran las cosas.

—Gregorio —dijo Meyes.

—Pero Julia está viva y, además, no va a morirse. Si deseáis que piense lo contrario, también lo pienso. Mañana os vais todos. Pedro y yo nos quedamos aquí. Pedro y yo cargaremos con el asunto y vosotros sabéis perfectamente que no os complicaremos en él. Yo estoy tratando de ver claro. A veces, también me sobresalto y me sorprendo. Sobre todo, de mis propias reacciones. Puede que no me conociese del todo y ahora vosotros me lo estéis diciendo. Es posible que alardee con mis inyecciones y mis viajes en automóvil. Largaos mañana mismo. Recurrir a un médico sería una irrevocable estupidez.

—Ya es tarde para que nos salgamos del asunto —dijo Jacinto.

—No, no lo es.

—Nos quedaría el remordimiento de no haber intentado salvar a Julia.

—Habéis hecho todo lo que estaba en vuestras manos. Si ahora os vais…

—Gregorio —dijo Meyes.

—Realmente es tonto quedarnos todos —admitió Leopoldo.

—Absolutamente tonto.

—Y, sin embargo, alguien tiene que quedarse.

—Sí.

—¿Por qué Pedro y tú?

—Pedro la quiere.

—¿Y tú?

Pedro se detuvo en el rellano de la escalera. La irónica sonrisa de Leopoldo acosaba la respuesta. Gregorio encendió un cigarrillo.

—¿Y por qué he de marcharme, si tengo la certidumbre de que Julia no morirá?

Pedro bajó los escalones, al tiempo que Isabel se levantaba asustada. Sobre los hombros, sintió Gregorio los dedos de Meyes, rozando la camisa.

—Parece que duerme —les anunció Pedro.