—Ahora ya es noche en toda Europa —dijo Meyes—. Durante estas dos últimas horas, se han ido encendiendo todas las avenidas de las ciudades de Europa. ¿Te las imaginas? Líneas larguísimas de farolas, de anuncios luminosos, de automóviles, de gentes —hizo una pausa—. Ahora ya empieza otra noche en todos los países.
—¿Te gusta pensar en ella? —preguntó Gregorio.
—Sí.
—Creo que te entiendo.
—¿De verdad? Me reconforta, me da una pequeña tristeza y un frenético deseo. Bien, pensarás que soy una loca o una cursi.
—No, no —musitó sonriendo.
El aire quieto y ligero de la noche disipaba el entumecimiento que le había dejado la siesta, desnudo y húmedo de sudor sobre la cama, en el dormitorio sofocante asaeteado por la luz de las rendijas.
—Opina lo que quieras. Estoy contenta.
El sendero, entre las praderas, era gris. Caminaban despaciosamente, juntos, cuidadosos de sus pasos en las inesperadas piedras y desniveles. A uno y otro lado, las rocas y los matorrales sustituyeron las iguales extensiones de hierba.
—Yo también. Hemos retrasado la hora de ponerse a beber en el parque. Si se levantase un poco de viento…
—La radio ha anunciado tiempo tormentoso. Pero suele equivocarse. Tendremos otra semana de calor.
—Vamos por aquí —indicó Gregorio.
Andar fuera del sendero, a pesar de la claridad del cielo, les obligó a ir más despacio.
—¿Sabremos volver? Claro que sí. De niña me aterrorizaba la idea de que los mayores no supiesen regresar. El campo por la noche me ponía muy triste. Con una tristeza terrible.
—¿Qué es lo que ahora te pone triste?
—Pocas cosas. Beethoven, las aglomeraciones, algunas personas y las bodas.
—Las tardes de domingo también.
—Las tardes de domingo procuro que estén llenas. Si no, desde luego que resultan infames. Por lo general, las paso en casa de Neca.
—Y sin Beethoven. En casa de Neca no debe de haber más que jazz. ¿Te gusta el jazz?
—Casi nada. ¿Y a ti Beethoven?
—Nada. Me parece un cascarrabias en continuo ataque de ira, con pausas sensibleras. Oye, no hagas caso de mis estúpidas blasfemias musicales. No entiendo nada de música.
—Te perdonaré tus herejías. ¿Dónde vamos?
—Espero que el sanatorio esté iluminado.
Ella llevaba una chaqueta de punto sobre los hombros y un vestido de grises frutas estampadas en fondo amarillo.
El sanatorio, en la verdosa oscuridad de la montaña, estaba iluminado; del arroyo, a trechos visible, se levantaba una húmeda aroma.
—Quizá —Meyes se sentó en la tierra— te manches el vestido.
—Es magnífico.
Gregorio se sentó junto a Meyes y fumaron, sin hablar, con la reciente frescura de la noche en los paladares. La piel de Meyes tenía una claridad mate e igual.
—¿Te divertiste anoche?
—¿Anoche? ¿En Madrid?
—Sí. Supusimos que estarías de juerga.
—No, claro que no —Gregorio enrojeció de la resonancia teatral de su propia risa—. Estaba muy cansado.
De pronto, en el silencio, creyó que Meyes necesitaba algo. La muchacha sonreía, como distraída, y, a la vez, en sus facciones se delataba una suerte de anhelo o desamparo.
—Isabel fue la primera que me habló de ti.
—Lo haría bien. A Isabel la tengo engañada.
—La tienes encantada.
—¿Quieres escapar de algo, Meyes? —-preguntó, deliberadamente brusco.
—¿Por qué lo dices?
Instantáneamente volvió a la superficialidad.
—Por tu expresión.
—Eres listo, tú. Apenas tiene importancia.
—Si puedo ayudarte…
—¿Tú no pides nunca ayuda?
—Muchas veces —bromeó.
—Lo mío es algo que debe de sucedemos a todas las chicas de mi edad. De pronto, sientes que tu vida ha estado vacía, sin sentido o hueca. Hace tiempo, Juan y yo salimos con frecuencia.
—No sabía.
—Es que carecía de importancia. Como lo demás. Había estudiado la carrera casi entera, había salido con uno y con otro, a bailar, a dar una vuelta, a no sé. Tenía amigas, los exámenes, a los de casa. Pero ahora veo que estaba muy sola. He reconocido mi soledad.
Mientras escuchaba, sujetaba sus manos contra las rodillas. Meyes le hablaba de sus años del colegio. El sosegado tono de su voz, el cuerpo y el rostro tan cercanos, su aroma, sus sonrisas encadenadas a las palabras, matizándolas o precisándolas, le enervaban. Acababa de fumar, pero volvió a hacerlo. Hubiese abandonado sus muñecas y su boca en el agua, que adivinaba helada, de haber estado solo. Cuando Meyes dejó de hablar. Gregorio dijo:
—Me acuerdo de la falda que llevabas el día que te conocí. Tu falda de flecos.
Meyes rió. Gregorio le ayudó a ponerse en pie. Mientras se sacudían la ropa, ella estaba muy próxima a sus manos.
—Mis piernas. En eso es en lo que te fijaste. Ya sé que las tengo bonitas.
—Algo más que bonitas.
—Me agrada que fuese así. Aunque recurras a la hipocresía de recordar mi falda con el borde de flecos.
—Por favor, no la arrincones. Alguna vez me gustaría volvértela a ver.
Meyes se apoyó en su brazo, al caminar.
—Ha sido un buen paseo.
Meyes andaba con la cabeza gacha y Gregorio oprimía el brazo de ella contra su cadera.
El suelo de la carretera forestal estaba más igualado. Los chalets, la mayoría de ellos sin luces, comenzaron a aparecer. Gregorio recordó la procesión de orugas, bajo el sol de aquella mañana, reptando el tronco del árbol. Detuvo a Meyes y miró sus ojos. Ella sonreía tenuemente y él encontró la causa de que ella, a pesar de la extraña o lejana o no entrañable sensación que siempre le había producido, fuera ahora distinta y no sólo a ella misma, sino distinta a todas las mujeres que había conocido. Era justo, e inevitable, que ella, si no lo sabía ya, no lo ignorase.
—He tardado en darme cuenta. Como a ti te pasó el día que descubriste que habías vivido en soledad. Yo ya lo sé.
—Tú y yo nos comprendemos.
Ella continuó mirándole y él fue ahondando su mirada. Meyes casi no despegó los labios, cuando añadió:
—Tú y yo no queremos perder libertad.
—Siempre he creído saber muy bien en qué consistía mi libertad.
—Lo difícil es encontrar a la otra persona.
La risa de él movió los hombros de Meyes en un impulso ascendente. Ambos se cogieron de una mano y siguieron andando. Meyes canturreaba. Antes de llegar al chalet, brillaron unos faros y ellos dos, sin soltar sus manos, se apartaron a una de las cunetas. Los de las bicicletas reían y una voz de mujer les saludó.
—Mira —dijo Gregorio.
Dos de las bicicletas llevaban una pequeña luz en las ruedas traseras.
—Están contentos —dijo Meyes.
—Tengo apetito. Y, ¿tú?
—Enorme.
En el parque no había nadie. Llegaron al porche, mirándose, risueños y burlones.
Meyes entró primero en el living. Sobre su hombro, Gregorio vio el rostro de Isabel.
—Pedro ha salido a buscarte —dijo Isabel.
Entonces oyó los gritos de Julia y pensó que Meyes y él debían de haberlos oído, hacia la mitad del sendero.
—¿Qué pasa? —preguntó Meyes.
Más que los gritos, las luces y la inmovilidad de ellas dos le alarmaron.
—Salió hace unos minutos.
Gregorio dio unos pasos, acariciando la espalda de Meyes, al adelantarla en dirección a Isabel. Meyes atravesó la habitación, corriendo, y subió las escaleras. Los gritos de Julia decrecieron.
—¿Ha sangrado?
—No. Un dolor muy fuerte.
—¿Intentó levantarse?
—Estaba dormida y se despertó con el dolor —Isabel dejó el vaso sobre la mesa y le asió, crispadas las manos, los antebrazos—. Pero ¿no comprendes?
—Sí. Leopoldo y Jacinto. Están haciendo algo, pero no puedo acabar de entenderlo.
—Han ido al pueblo. Pedro salió a buscarte.
Gregorio se separó de Isabel. La puerta del garaje estaba abierta. Isabel se apoyó en una de las jambas.
—Van dispuestos a traer al médico.
—No te angusties y vuelve con Julia. Cuando regrese Pedro, que se esté aquí.
—Ha debido de llegar ya.
Los ciclistas se sobresaltaron de sus golpes de claxon. Gregorio vio detenerse las rodantes lucecitas y aceleró, al pasar junto a ellos.
Las calles del pueblo estaban mal iluminadas. Dejó el coche antes de las primeras casas y comenzó a correr.
Como Meyes le había dicho a orillas del riachuelo, la vida consistía en ir de un lugar a otro, sentarse, conversar bebiendo algo, mirar o sentirse mirado y, por fin, regresar. Aquella carrera sobre los adoquines, con el cortado aire quemando su garganta, beneficiaba, en una especie de paradoja o engaño, la continuidad que rompía. Rastreaba algún posible signo de Jacinto y Leopoldo. Se detuvo y recuperó aliento. Encendió un cigarrillo y caminó a un ritmo casi normal.
Un altavoz, que podía ser el de la bolera, repartía en el silencio unas ráfagas de música. En las rectangulares luces de las puertas de los bares, había hombres y golpes de fichas de dominó. Gregorio tiró el cigarrillo y volvió a correr.
Atravesó el pueblo y retornó por la travesía hasta las inmediaciones de una plaza. A derecha e izquierda, las callejuelas se ramificaban. Eligió la parte de la colina, donde se encontraba uno de los hoteles y algunos modestos chalets.
Oyó golpear sobre la madera, con una repetida furia. Después, descubrió la silueta del coche y, cuando llegó, les vio, casi en el centro de la calzada, las cabezas levantadas a las ventanas. Leopoldo tenía las manos en los bolsillos del pantalón. Gregorio dejó de correr y se apoyó en la fachada.
—¿A qué vienes? —preguntó Leopoldo.
Cerró los ojos y oyó las pisadas desconcertadas y presurosas de Pedro. Pedro llegó, por la dirección contraria a la que él había traído, unos segundos después. Entonces Jacinto, les miró.
—Deja de llamar —ordenó Pedro.
Gregorio separó la espalda de la pared y comprobó que ellos dos estaban en el centro de la calle, de la que Pedro y él ocupaban los extremos. Se movió, apartándose del automóvil, para lograr más visibilidad.
—Vamos, tú, deja de llamar —repitió Pedro.
Una mujer abrió la puerta de la casa vecina. Era una mujer gorda, con un viejo vestido negro y un corto collar de vidrios de colores oprimiéndole la carne.
—¿Buscan ustedes al médico?
Los cuatro permanecieron en silencio. La mujer se separó del umbral de la puerta. Tenía los dientes superiores muy prominentes.
—Sí —dijo Gregorio.
—No tardará en volver. No hay nadie en su casa. Pueden esperarle en la mía. Él no ha de tardar.
—No es nada grave.
—Don Hilario fue a la estación; tenía que recoger un encargo del tren de Segovia.
Sonaría —si es que no había sonado ya— el silbido de la locomotora sobre la música y los ruidos.
—Es lo mismo. Gracias, señora.
—Si quieren, déjenme las señas.
—Vamos de viaje, señora. Uno de mis amigos se encontró indispuesto y nos detuvimos en este pueblo. Pero —Jacinto andaba hacia el coche— no merece la pena molestar a nadie. Él ya se encuentra bien —añadió Gregorio.
Por la travesía pasó un camión y trepidaron unos cristales.
—Como usted mande —dijo la mujer.
Pedro susurró:
—Rápido.
Gregorio se despidió de la mujer. En el asiento posterior, Leopoldo, con las piernas extendidas y las manos bajo las axilas, muequeó una sonrisa.
—¡Vamos, venga!
—No pierdas los nervios —dijo Leopoldo.
Pedro se revolvió en el asiento delantero.
—¿Yo? ¿Qué, yo…?
—Déjalo —dijo Gregorio.
—Sí, dejémoslo —dijo Jacinto.
Maniobró marcha atrás y, al llegar a la carretera, aceleró. En la salida del pueblo, Gregorio le pidió que frenase.
—Vais a matarla —exclamó Leopoldo.
—¿Tú es que no lo comprendes, Jacinto?
—Sí. No sé. Ya está hecho.
—Aún podemos volver por ese hombre —insistió Leopoldo—. A Julia la matáis.
—Soy yo —empezó a decir Pedro— quien más quiere a Julia y…
—¿Tú? Y la has dejado sola. A ver ahora lo que te encuentras. Has salido corriendo a buscar a éste, para impedir que llevemos un médico. Es más lógico pensar, que te quieres a ti solo. A tu seguridad. Lo primero es no pisar la cárcel y, después, ya se verá lo que ella aguanta.
Leopoldo calló, al abrir Gregorio la portezuela.
—Si no llegamos a tiempo, vamos todos a la cárcel.
—Jacinto —con los antebrazos en el volante, Jacinto esperaba— conocía al tipo ese. No nos creas tan estúpidos. Tampoco ha de ser muy alto el precio del médico de un poblacho de esta clase. Pero tú te crees muy listo, Pedro, y no sabes a quién tocará pagar más, si a Julia le sucede algo.
—A Julia no le sucederá nada —dijo Gregorio.
Descendió del automóvil, para ocupar el de Isabel. Los dos pilotos del coche de Jacinto se separaban de la luz de los faros. Por las abiertas ventanillas brillaban trozos de rocas, estrellas, una larga penumbra.
—Hemos llegado a tiempo —se murmuró Gregorio.
Jacinto aceleró y Gregorio dejó de ver las dos lucecitas rojas. Abajo, en la entrada del valle, el tren último para Madrid estaría en marcha. La mujer de los dientes saltones explicaría a don Hilario la visita de unos clientes frustrados. Probablemente, don Hilario habría ido a recoger unas muestras o instrumental nuevo. Aquellos coloreados vidrios dejarían, cuando ella se desnudase después de la cena, un enrojecimiento en la grasa del cuello de la mujer. A quien él había llamado repetidamente señora, sin moverse, en una suerte de miedo expectante o incontrolada dureza.
Isabel sujetaba la valla. Gregorio no frenó hasta el porche. En el living, Jacinto servía unos vasos. Leopoldo hablaba con Isabel en el jardín. Subió a saltos de dos escalones. A lo largo del pasillo, las luces de las habitaciones entrecruzaban triángulos de sombra. Meyes vino hacia él y se inmovilizó, dejándole paso. Empujó la puerta del dormitorio. Olía a sudor, a ácido úrico y al acre cansancio de sábanas revueltas. Neca y Jovita trataban de calmar a Julia. Se dirigió a la consola. Mientras hervía la jeringuilla, dijo:
—Sujetadla, por favor.
Luego, vació la ampolla y se acercó a la cama.
—Más. Sujetadla más —vio a Meyes en la puerta, con la boca entreabierta, aletargada de pasmo—. Anda, ven a ayudar.
Meyes tuvo un solícito apresuramiento. En el living, sobre la voz de Isabel, ellos habían vuelto a enmarañarse en las palabras.