Desde el porche oyeron los gritos de Leopoldo. Neca preguntó qué sucedía. Fue Jovita, quien respondió con un plañidero tono:
—Su atlas, mujer. ¡Su maravilloso y asqueroso atlas!
La cólera de Leopoldo culminó en una maraña de insultos.
—No llegaremos a misa —les advirtió Neca—. Avisad a Pedro y a Meyes. Y a mi marido.
Isabel sacudió su ensimismamiento.
—Jacinto salió hace unos minutos. Dijo que prefería dar un paseo.
Neca descruzó las piernas y avanzó el rostro.
—¿En qué estabas pensando?
—¿Quién? ¿Yo? No sé. En Gregorio. Es más de la una y aún no ha regresado.
—Estará durmiendo.
—Claro.
—Espero que se haya arreglado bien él solo en casa.
La verde línea de la montaña contenía unas nubes; sobre el valle el fuerte sol vibraba en los contornos. El viento de la madrugada hacía unas horas que había cesado. Isabel sonrió a Neca.
—Seguro.
—¿Por qué te ríes? Ah, comprendido.
—No le levantemos calumnias al muchacho.
—Tú —dijo Neca— le conoces a fondo.
Jovita salió al porche, manoteando detrás de Leopoldo.
—No viajas más que sobre el papel. Un día se descubrirá que te gustan las revistas pornográficas. Viajes de papel, mujeres de papel… Aun admitiendo que tuviese el atlas mal abierto, ¿para qué quieres conservar tu asqueroso atlas? Según él —Jovita se dirigió a Isabel y a Neca— no sé tener ni un libro entre las manos. Descuida, que no volveré a tocar tu atlas —insólitamente tranquilo, Leopoldo se apoyó en la baranda y miró hacia el final del parque—. Tu marido no sé dónde está.
—No te sofoques —dijo Neca.
—Todo el santo día con el atlas a cuestas. Y sólo quiere ir a Italia. Pues anda, hijo, que si se te ocurre ir a la India o a América…
—¿Les has dicho a Pedro y a Meyes que no llegamos a misa? —Pedro, las tres mujeres y Leopoldo parecían esperar la respuesta—. ¡Pedro!
—Ahora baja —gritó Julia.
Neca se puso en pie, al tiempo que Jovita se sentaba. Leopoldo saltó los escalones y dobló la esquina, en dirección al garaje.
—Tendré la mesa puesta —dijo Isabel.
—¿No te importa quedarte sola?
—No. Dentro de un cuarto de hora pongo la olla al fuego. No os retraséis mucho.
—¿Qué tal darnos un chapuzón en alguna piscina del pueblo?
—Vendremos inmediatamente, Isa. No, Jovita. Cuanto menos permanezcamos fuera de casa, mejor. Ya oíste anoche a Jacinto.
—También podemos encontrarnos conocidos en misa.
—Espero que Gregorio llegue para la comida —dijo Isabel.
Meyes traía un devocionario forrado en piel y el velo sujeto a los cabellos. Jovita se levantó.
—Pedro ha ido a sacar el coche. ¿Y Jacinto? —preguntó Meyes.
—Va delante. Quería pasear —dijo Isabel.
Abierto sobre la mesa del living, estaba el atlas de Leopoldo. Isabel encendió un cigarrillo. Sobre las voces sonaba el ruido del motor. El mar tenía un verde desvaído en las inmediaciones de la costa. Isabel resbaló la punta del índice por las cordilleras, puntiagudas y ocres, por las aspadas rayas de las fronteras. Se quitó el cigarrillo de los labios y subió las escaleras.
—¿Qué tal va eso? —preguntó desde la puerta.
Julia abatió la revista gráfica que estaba viendo y sonrió. Sin maquillaje, tenía su rostro una extraña puerilidad. Isabel, a su vez, trató de sonreír.
—Muy bien. ¿Se han ido?
—Sí. Estamos solas. Voy a la cocina. El timbre suena en el living, pero con este silencio te oiré.
—De acuerdo.
—¿Quieres un cigarrillo?
—Acabo de fumar. Gracias, Isa —levantó la revista.
Bajo las sábanas, se arqueó el cuerpo de Julia. Isabel se acarició la nuca.
—Bueno, llama, si quieres algo.
Antes de ir a la cocina, se sentó junto a la chimenea y bebió un vermut con ginebra. Cerró los ojos y desaparecieron los muebles, los dos cuadros, las reproducciones tras los cristales ligeramente destellantes, las sombras y las luces, las cortinas de las ventanas, la escalera. Al principio, una tiniebla absoluta aplastó sus párpados; más tarde, se deslizaron unos colores vivísimos y vertiginosos. Pensó que estaba durmiéndose y movió las manos. Unos pájaros piaron alborotadamente en el parque.
En el aluminio de las cacerolas unos reflejos de sol alegraban la cocina. Mientras fregaba, demoró sus muñecas bajo el agua. Por la puerta que daba al pequeño patio trasero, penetraba un caluroso aroma de salvia y jara. Isabel oyó un crujido y enfrentó la puerta del patio. Unos segundos más tarde, entró Gregorio.
—Ah, ¿ya has vuelto? Hola.
—Hola. ¿Cómo se encuentra Julia?
—Bien. A la madrugada estuvo algo molesta, pero ahora no tiene fiebre. ¿Y tú?
—Harto de carretera. Encerré el coche; por eso he entrado por aquí. ¿Te he asustado?
Gregorio, con las piernas separadas y la americana doblada sobre el hombro, seguía con la mirada los movimientos de Isabel.
—No, no. Tenía la batidora funcionando y no te oí. ¿Has dormido en casa de Neca?
—Sí.
—Neca estaba preocupada por si no te arreglabas.
—Voy a ver a Julia.
—Los demás están en misa.
Julia, tendida de costado, se incorporó al verle entrar. Gregorio recogió la revista, caída junto a la cama, y la colocó sobre la consola.
—Tienes un gran aspecto.
Ella retiró el cuerpo, al tiempo que palmeaba un espacio libre, donde Gregorio se sentó. Le tomó la muñeca y sintió los latigazos de la sangre de Julia en las yemas de los dedos.
—Bah, ya estás bien.
—Completamente. A la tarde, pienso levantarme.
—¿Te has aburrido?
—Mucho. Jacinto se negó a jugar al poker aquí. Neca se quedó dormida, Isabel se pasó la noche en el parque.
—¿Quién ganó?
—Leopoldo y Pedro. Jovita perdió unas trescientas y Jacinto algo menos. Y tú, ¿qué hiciste?
—Llevé a esa mujer a Madrid, cené en una cafetería, di una vuelta y me metí en la cama.
—Tampoco muy divertido.
—Tampoco.
La mirada persistente de Julia carecía de la movilidad enfermiza de los últimos días.
—Meyes te recordó mucho anoche.
—Y yo, a vosotros. Madrid estaba inaguantable.
—¿Te gusta Meyes?
Gregorio se puso en pie. Inmediatamente, Julia ocupó bajo la sábana el hueco que él había dejado al sentarse.
—Es muy mona. Y tiene un gran tipo.
Se aproximó a la ventana y graduó las persianas.
—No me refiero a si te atrae físicamente. Leopoldo se va la próxima semana a Italia.
—Descansa un rato. Luego, te pondré la «aqucilina».
—De acuerdo, enfermero. Te estás portando.
—¿Cómo?
—Cuando las pasaba moradas y te veía a mi lado, deseaba decirte cuánto me ayudabas.
—Te subirá la fiebre, si te pones sentimental.
Isabel acababa de distribuir los cubiertos en la mesa. Desde el rellano, Gregorio contempló el pelo pajizo de Isabel, sus largos brazos desnudos; de arriba llegaba la melodía que silbaba Julia. Hubo un tintineo de loza y cristal. Gregorio contuvo un escalofrío.
—¿A qué misa han ido?
—A la de una y media. ¿Quieres tomar algo?
—Gracias.
Llenó dos grandes vasos lisos de coca-cola y añadió un poco de ron.
—Leopoldo dice que se va a Italia.
—Eso me ha contado Julia.
—Quizá haga menos calor fuera. Tiene los nervios rotos.
Se instalaron en los divanes «morris» del porche.
—¿Leopoldo?
Isabel bebió un sorbo, que le dejó húmedos los labios, apenas enrojecidos de pintura. Cerró los ojos y estiró el cuerpo.
—Estuve pensando anoche.
—¿En qué pensaste?
—En que todo acabará un día.
—Todo, ¿qué?
—Todo esto de Julia.
—Ya puede decirse que ha acabado.
—Estoy deseando volver a coger el ritmo de antes. Aunque me aburra. Pensé muchas tonterías. Hasta en ese pobre tonto, que se dedica a perseguirme últimamente.
—A ver si ese tonto termina por gustarte —Gregorio rió del gesto de Isabel—. Tú no te fíes nunca de ti misma. Por eso insistimos los hombres. Y piensa que todo esto se olvidará.
—Sí, tienes razón. Pero se te hace habitual un poso de desasosiego o de tristeza. Es todo lo que has olvidado, ¿comprendes?
—No. Creo que, con el tiempo, no sentiremos nada de estas cosas que hoy constituyen nuestra vida.
—Cuando tengas más años, comprenderás.
—¡Más años, más años…! ¿Qué es lo que dan los años?
—Una especie de memoria, a cambio de lo que te quitan.
—Parece mentira que, estando tan guapa, tengas un día tan fúnebre.
Gregorio acabó el vaso de un trago. Las uñas de los pies de Isabel estaban pintadas de un rojo anaranjado. Sus planas sandalias de tiras doradas engrosaban sus tobillos. Gregorio siguió con los ojos la piel de las piernas extendidas de Isabel, hasta el límite de la falda.
—Esa mujer no te diría, luego, que Julia está peor.
—Naturalmente que no.
—No lo tengo fúnebre; lo tengo inaguantable. Un día de presentimientos.
El automóvil frenó en el sendero. Regresaban únicamente las mujeres. Julia llamó desde su habitación. Neca pasó un brazo por los hombros de Gregorio y éste tuvo que tranquilizarla respecto a la comodidad de su última noche.
—Se han quedado en la bolera —explicó Jovita—. Ellos no importa, porque, como son tan listos, no pueden meter la pata. En cambio, nosotras a casa enseguidita, no vaya a ser que demostremos lo bárbaramente idiotas que somos.
—Hola, Meyes.
—Hola, Gregorio.
—Todo bien, ¿verdad?
—Sí, muy bien.
—Pero entonces, ¿a qué hora se come?
—Jacinto ha prometido que subirían antes de las tres.
—Si encuentran un taxi.
—Dijeron que si estabas aquí y te apetecía, que fueses a buscarlos.
Neca e Isabel entraron por el patio trasero. Jovita se quitó sus zapatos de tacón alto y fue a conectar la radio.
—Esta noche, sin falta…
—Gregorio —rió Meyes—, ¿sabes desde cuándo estamos proyectando salir juntos?
—Desde que nos conocimos en casa de Neca. ¡Entonces —se asombró— nunca hemos salido juntos!
—Te acompaño al garaje.
Meyes aseguró el cigarrillo en la boquilla. Gregorio sacó el automóvil de Jacinto, frenó frente al porche y, por la portezuela entreabierta, preguntó:
—¿Queréis algo del pueblo?
La voz de Neca se juntó a la de Julia, pidiéndole no se retrasasen para la comida. Jovita corrió descalza y se acomodó en uno de los guardabarros delanteros.
—Te abro la valla.
—Quítate de ahí —ordenó Gregorio.
—Jovita —gritó Meyes, desde el porche—, vas a romperte la cabeza.
Jovita rió con fuerza. Bajo la blusa blanca oscilaban sus pechos, mientras Gregorio conducía lentamente hacia la salida. Jovita saltó al suelo, abrió la valla y le despidió con el brazo derecho extendido en vertical.
En uno de los recodos de la carretera forestal, al disminuir la velocidad, descubrió una línea de orugas blancas ascendiendo el tronco de un árbol. Al llegar al pueblo, preguntó por la bolera. Uno de los numerosos veraneantes que paseaban por la calzada le explicó concienzudamente que en el pueblo existían cuatro boleras y que tres de ellas aun estaban cerradas aquel año, antes de indicarle la localización de la cuarta.
Gregorio descendió del coche y se aproximó al arco, donde unas letras de tubo de neón rotulaban: BOLO-CLUB. Las únicas instalaciones cubiertas eran las del bar. En la parte derecha y al fondo, brillaban las pistas. La sombra del pajizo apenas si disminuía el calor. Una de las pistas estaba libre. Pedro, en contra de Jacinto y Leopoldo, deseaba jugar.
—Hombre, menos mal que has llegado. ¿Tú quieres echar una partida?
Gregorio escuchó unos instantes la música del altavoz y detuvo su mirada en la muchacha de los ceñidos pantalones granates, que se doblaba para lanzar la bola; durante el rodante tableteo, la muchacha mantuvo su quebrada postura última. Los bolos cayeron, los amigos de la muchacha gritaron y ella se irguió. A Gregorio le ahogaba el aire seco.
—Bueno.
Pero permanecieron sentados. Pedro contemplaba, más allá de las tapias blancas, la ladera azulada.
—Quizá haga demasiado calor. Si nos ponemos a jugar, sudaremos.
—Tú, que tanto protestas del calor —dijo Jacinto a Leopoldo—, verás lo que es bueno, cuando estés en Italia.
—¿Es cierto que te vas la semana que viene? Mejor dicho, a la otra.
—Aquí ya no hay nada que hacer.
Como una isla de silencio en la animación del bar, continuaron callados, hasta que un muchacho, con gafas, saludó a Leopoldo. Era un compañero de Facultad y su cordialidad no decayó por el altanero cansancio con que fue recibido.
—No sabía que veraneabas aquí.
—Estoy de paso. Voy a Italia.
Antes de expresar su sorpresa, el muchacho les miró.
—¿A Italia? ¿Para ir a Italia pasas por la Sierra? Sigues siendo un tipo genial.
—Voy a Italia dentro de nueve días, exactamente. Si quieres beber algo con nosotros…
—No, no, muchas gracias. Acércate algún día por mi chalet. Los viejos se han largado al Norte y se puede preparar una fenómeno.
—Ya veremos.
—Yo voy a echar un ratito de bolos.
—Los bolos es un juego para impotentes.
El otro rió, desconcertado, y se despidió.
—Buen chico —enjuició Leopoldo—. Su familia tiene un fortunón. El padre dejó el Ejército y se dedicó a los negocios. Hicieron el dinero en unos cuantos años.
—¿Cómo has encontrado a Julia? —preguntó Jacinto.
La ansiedad desfiguró el rostro de Pedro.
—Bien, muy bien —la frente de Pedro y sus mejillas sudorosas parecían extraordinariamente blandas—. La he encontrado muy mejorada. Además, según Isabel, ha tenido una buena noche. ¿Qué sucede?
Pedro se adelantó a Jacinto:
—No les hagas caso. Se empeñan en empeorar la situación.
Gregorio miró tenazmente a Leopoldo y Jacinto.
—Hazle caso a él. ¿No sabes que le darán un día de estos —Leopoldo, en un segundo, se había apasionado— la medalla del valor?
—Es posible —Pedro trataba de contener su impetuosidad—. Y a ti, la del miedo. Si empleases para el poker la misma audacia, se te iría el dinero como espuma.
—Aquí no se trata de tirarse un farol, sino de la integridad de Julia.
—Chis, chis —hizo Jacinto.
—Sé muy bien lo que le pasa a Julia y lo que…
—No, eso no —le interrumpió Leopoldo—. Lo que la pueda pasar, no lo sabes. O no quieres saberlo. Te has encariñado con el papel de hombre sereno y matón. Ahí es donde te duele a ti; que estás confundiendo el valor con la matonería.
—¿Queréis decirme qué sucede?
Los tres tomaron contacto con su presencia. En el principio de las pistas, se movían los rotundos colores de los pantalones, las faldas y las blusas de las muchachas. Jacinto habló, con un forzado tono apaciguador:
—Es posible que Julia tenga una lesión interna o algo así. Hablando de ello, se nos ocurrió la idea. No pasa de ser una idea, eh. Que a Julia le quede una enfermedad, después de todo esto.
—Pero ¿en qué os fundáis? Ha sido Meyes —aclaró Pedro a Gregorio— quien les ha metido esa estupidez entre ceja y ceja. ¡Lo único que les preocupa a ellas es tener hijos y más hijos, para el día que ya no gusten!
—El heroico condecorado discursea contra la maternidad. El heroico condecorado nos está saliendo rana, con su abrumadora capacidad para la injusticia —Leopoldo varió bruscamente el tono—. ¿No has visto lo que ha hecho ella por ti? ¿Es que no te preocupa saber cómo ha quedado ella?
Las mesas y la barra del bar se desocupaban. Contra los ruidos de la bolera, persistía el aluvión de las melodías de moda. Una afilada luz tajaba el campo.
—No liaros en discusiones tontas —intervino Jacinto—. Julia está bien.
Gregorio permaneció inalterable, al tiempo que Pedro sonreía.
—Creo, Jacinto, que Leopoldo y tú pretendéis que a Julia la vea un médico.
—Exactamente.
—No.
—Bien, no ahora, claro, sino cuando todo haya pasado.
Gregorio respiró como en un suspiro.
—Ya se verá, entonces. Pero ahora, no. Esa mujer es médico, la ha reconocido y ha encontrado que a Julia no puede sucederle nada grave. Hemos pasado lo peor y supongo que nadie estará dispuesto a estropear el asunto en el último minuto.
—Es lo razonable —dijo Pedro—. Ahora que ya no tiene dolores…
—Aunque volviese a tenerlos —Pedro asintió mecánicamente—. Julia se curará sin que intervenga más gente. Y sin comprometer a los que hemos intervenido.
Leopoldo anunció la hora y Jacinto trató de abonar las consumiciones.
—Deja, deja —dijeron Pedro y Leopoldo, al tiempo.
Las voces recobraban su cordial habitualidad. Gregorio, con las manos en las caderas bajo su camisa suelta, dio unos pasos hasta el círculo de cemento, que constituía la pista de baile y que parecía fuese a resquebrajarse al sol. Ya sólo jugaban a los bolos unos hombres.