Reconocía algunos tramos de carretera. Atravesó dos pueblos, vislumbrando paseantes y luces eléctricas en las puertas de los bares. Cuando fue de noche cerrada, aceleró y el viento aumentó su fuerza contra las ventanillas. Unos diez kilómetros antes de llegar a Madrid, el tráfico se hizo más numeroso. Gregorio disminuyó la velocidad.
El calor era muy fuerte y el bochorno pesaba en las primeras calles. Comenzó a rodar en la sistemática ordenación de los semáforos. Las aceras llenas de gentes y las innumerables luces le desconcertaron. Apenas tres horas antes habían hablado Jacinto y él, a la orilla del torrente en sombra. El sudor le pegaba la camisa al respaldo del asiento.
Empleó un largo tiempo en cruzar la ciudad. Una vez libre de los embotellamientos y las desesperantes paradas ante las luces rojas, volvió a acelerar. A uno y otro lado de la calzada lucían bombillas en postes de madera sin desbastar. Dejó el automóvil aparcado, después de cambiar la dirección de la marcha, en un ensanche de la cuneta. Con paso rápido recorrió los descampados y llegó a las callejas.
Un clarividente recuerdo le orientaba, a medida que penetraba en el poblado. Las luces, los sonidos, las figuras apenas percibidas, se hacían familiares por el olor picante de la miseria. En la plazuela el número de personas y de luces era mayor.
La puerta de la chabola de Juan estaba cerrada y, cuando golpeó en ella, adivinó que su llamada no sería contestada. Permaneció en la oscuridad, con una mano en la madera, esperando.
Más allá de los tejados y las voces, sonaban los cánticos. Preguntó a unos hombres por Juan y, después, ya por Emilia. A ella la conocían, pero ignoraban dónde podría encontrarse. Bordeó la plazoleta y entró en la capilla.
De las más elevadas cabezas al techo de pizarra ondulada habría sólo medio metro de luz parpadeante, humo y hedor. En las paredes estaban pintadas escenas religiosas, muy esquematizadas y en enérgicos colores. Un grupo obstaculizaba la entrada; delante, los bancos de madera se hallaban casi vacíos. Le abrieron paso y se encontró en el centro de la capilla, asordado por la música del órgano y los cánticos. Arrodillado, el sacerdote vestía unos ajados ornamentos. Más que las lámparas, a ambos lados del altar, iluminaban las velas.
Escudriñaba despaciosamente a los fieles. Si Emilia no estaba allí, preguntaría al cura; lo que sería preferible a buscar su chabola, interrogando a unos y a otros. Los hombres eran escasos y jóvenes casi todos ellos; las mujeres, por el contrario, viejas y suspirantes.
Gregorio cerró los ojos. Los olores indeclinables y la pesantez del aire le marearon. Era inútil orientarse en aquella selva de ruidos, silencios como simas, temblorosas luces e indudables miradas de extrañeza, que él desconocía tercamente. Unas voces de niñas cantaban en castellano. El sacerdote, seguido de unos chiquillos también revestidos, evolucionaba por el altar. De improviso, todos se arrodillaron. El suelo era de tierra, muy pisoteada y gris, como ceniza. La capilla se agrandó y Gregorio distinguió al cura, que les bendecía con algo muy brillante.
Sujetó unos minutos su impaciencia y, por fin, se abalanzó a la salida. Allí continuaba el grupo, atento a la ceremonia, remiso a penetrar del todo en la capilla. Gregorio enquistó el suyo en los cuerpos, que cedían, y posó una mano, al tiempo que otras manos se posaban en él, sobre las telas ásperas. Nunca había percibido tan cerca el hedor, la humanísima costra de sus cuerpos sucios, cansados y tenaces.
Respiró con ansia el aire libre. La plazoleta estaba más animada. Restregó las manos y, al alzar la cabeza, vio a Emilia, que le observaba persistentemente. Antes de que hubiese iniciado un movimiento para acercársele. Emilia se volvió. Gregorio rodeó la plazoleta. Por una de las callejas, dejó de distinguir sus hombros. La oscuridad era casi total; de pronto, tropezó con Emilia.
—Ah, perdone.
—Le vi en la iglesia.
—La buscaba a usted. Estuve en casa de Juan.
—Juan ha salido de viaje. ¿Alguna complicación?
Gregorio buscó inútilmente los rasgos en aquella superficie gris.
—Unos dolores insoportables.
—¿Sólo eso?
—Tuvo además una hemorragia. Y los dolores son constantes. Hay que inyectarla morfina cada menos tiempo.
—Siga haciéndolo. Y que tome los calmantes que receté. En unos días…
Tendió un brazo en la oscuridad y Emilia se apartó hacia el centro de la calle.
—¡He venido a buscarla! No crea que me voy a ir sin usted, una vez que me he decidido a meterme en esta mugre —saltó y le asió de un brazo—. Puede que no la suceda nada, pero puede también que esté muriéndose. Usted lo hizo y nos va a sacar de dudas.
Aflojó la presión de su mano; ella le miraba inquieta.
—¿La ha reconocido algún médico?
Gregorio soltó el brazo de Emilia.
—No, claro que no. No me suponga idiota.
—Escúcheme —su voz trataba de ser amable—. Me parece ineficaz… —inesperadamente su presencia muda cambió la actitud de Emilia—. De acuerdo. No crea que rehuyo mi obligación. Sé bien lo que he hecho y no hay peligro, pero si se empeña usted…
—Sí. Pagaré lo que sea.
—¿Ha traído coche?
—Está en la carretera.
Ella le guiaba por las intrincadas callejuelas; se detuvo y acabó de ordenarse los blancos cabellos. A menos de cien metros, paralelo al descampado donde se encontraban, estaba el automóvil.
—Hay que salir fuera de Madrid.
—¿La han trasladado ustedes? ¿Por qué?
—En la ciudad no había seguridades. En una hora llegaremos.
—Oiga —ahora fue ella quien le colocó una mano sobre el antebrazo, como deteniéndolo o suplicándole o negándose otra vez— yo debo estar esta noche aquí.
—No le preocupe eso. Estará. Si quiere cobrar ahora, dígame cuánto es.
—No. Ni ahora, ni luego. Ya me pagó usted lo convenido.
—Pero se trata de una visita profesional.
—Va incluida en los gastos generales. Pero eso sí —insistió—, esta noche quiero estar de vuelta.
En las primeras calles de la ciudad observó que Emilia llevaba un vestido descolorido y estrecho, y una chaqueta de punto, que cruzaba sobre el vientre. Miraba derechamente, sin moverse. Las luces de la Gran Vía parecieron distender su rigidez. En la carretera, Gregorio aceleró al máximo. La proximidad de Emilia le enervaba, impulsándole a devorar distancias frenéticamente.
—Esperaba encontrarla antes. Me molestaba preguntar, ¿comprende? Por mí y por usted.
Ella rió brevemente.
—Este viaje es inútil. Pero está bien; no discutamos.
—¿Quiere un cigarrillo?
—Sí, gracias.
El motor marchaba a una velocidad alarmante, sin fallos. Ella acabaría por hablar, si él persistía en su silencio. La calzada de asfalto se hizo adoquinada. Los últimos restaurantes y los últimos cruces habían quedado ya atrás.
—¿No va muy deprisa?
—¿Tiene miedo? —preguntó Gregorio, casi triunfal.
—No. Conduce usted bien. Me gusta la velocidad. Dicen que es una prueba de insatisfacción.
—Eso dicen. Pero usted no se encontrará insatisfecha.
—¿Acaso por la vida que llevo? —Gregorio asintió—. No me dedico con frecuencia a estas cosas.
—¿Las teme o le asquean?
—Las temo y me asquean.
—¿Cree que las mujeres deben tener el hijo que llevan dentro?
—Sí. O, quizá, no. No pienso mucho en ello.
—Donde usted vive no les será fácil mantenerlos.
—Por lo general, no. Pero allí, también por lo general, cuando una queda encinta, maldice, blasfema y termina por parirlo. Hay otras que no hacen así. Acuden a mí o ellas mismas se lo provocan. Cada persona es distinta y no se puede generalizar.
—Y en este caso…
—Ella tiene dinero, ¿no? Con dinero se arreglan las dificultades. Su hijo podría haber sido feliz o desgraciado. Nunca se sabe, claro está. Pero habría tenido seguridad y comodidades; y eso es algo al principio de una vida. Pero no deseo juzgar a nadie. A mí me han juzgado con exceso. Si usted ha preferido que no haya alumbramiento…
—¿Yo?
—… tendrá sus motivos. Que no me interesa conocer, ni siquiera preocuparme sobre si podría llegar a conocerlos. Por esto es bueno el dinero. No solamente porque calma el hambre y con él se compra el jabón y la ropa, sino, principalmente, porque simplifica las relaciones entre unos y otros.
—Si quiere beber algo, podemos detenernos un momento.
—Será mejor continuar.
—Ya falta poco.
—La muchacha es fuerte y joven. No se lo habría hecho, si yo hubiese creído que no iba a soportarlo.
—Alguien me ha preguntado si ella podrá tener hijos después de esto.
—Sí, podrá tenerlos. Si quiere —añadió.
El aire era más frío, cuando comenzaron a subir la colina. Emilia miraba a ambos lados. A Gregorio le divirtió su curiosidad, que contrastaba con su hasta entonces melancólica expresión. La valla de madera estaba abierta y Gregorio supuso que ellos se encontrarían por el parque. Frenó y vio a Pedro en los escalones de la entrada.
Julia estaba dormida, les comunicó. Isabel fingía leer, junto a la chimenea. Se puso en pie y subió detrás de Pedro y de Emilia. Gregorio bebió un trago de ginebra y salió al parque. Jovita siseó desde la oscuridad.
—¿Qué? —preguntó Jacinto.
Estaban sentados —Meyes, Jovita, Leopoldo y Jacinto— en círculo y él se sentó en el centro, sobre la hierba.
—Puso algunas dificultades para venir.
—¿Quieres tomar algo? —le preguntó Meyes.
—No, gracias.
—¿Se va a quedar aquí? —se interesó Leopoldo.
—No; tengo que volverla a Madrid. Fue su única condición.
—Pero tú estás cansado.
—Yo la llevo —Leopoldo se puso en pie.
—Es preferible que se luzca uno solo. Me encuentro bien. Si no tengo más ganas de volante, paso la noche en Madrid.
—¿Qué vas a decir en casa?
—No, no; duermes en mi piso —ofreció Jacinto.
—Eso había pensado.
—Voy a buscarte las llaves.
—¿Y Neca?
—En la cocina —dijo Meyes—. Entonces, ¿no regresarás ahora?
Gregorio se reclinó en el sillón que Jacinto había dejado.
—No; ¿por qué?
—Por nada.
En el valle lucían las casas y las calles del pueblo. A veces, la carretera se hacía visible por unos faros. Jacinto volvió con Neca. Le entregó las llaves y Neca explicó dónde estaba todo aquello que pudiese necesitar. Leopoldo y Jacinto fueron a revisar el coche de Isabel y Gregorio quedó solo con las mujeres.
—Se te echa de menos —dijo Jovita—. Ésos se ponen de mal humor o se enzarzan en un poker.
—¿Vas a comer algo? ¿Y esa mujer?
—Gracias, Neca —bajó los ojos a la esfera del reloj—. Antes de las doce la habré dejado y ceno unos sandwiches.
—Mañana daremos nuestro paseo.
—Desde luego.
—Hace una noche genial, eh.
—Yo no siento nada de fresco.
—Porque has estado metida en la cocina.
—A ver qué dice.
—¿Quién?
—Ésa.
—La pobre Julia no ha tenido nunca enfermedades.
—¿Te parece competente, Gregorio?
—¿Cómo?
—Que si te parece de confianza, como médico.
—Sí, naturalmente que sí.
Jacinto y Leopoldo volvieron junto a ellos. La boca de Jovita destelló en la penumbra.
—No se ha calentado mucho, pero llévate el mío si quieres.
—Me he habituado al de Isabel. El de Isabel marcha bien.
Oyeron las voces en la casa. Gregorio se despidió. En el living, Emilia tranquilizaba a Pedro y a Isabel. Con su floja chaqueta de punto y sus zapatillas, semejaba una mujeruca que hubiera entrado a vender algo, minimizada en un desamparo grotesco.
—¿Qué tal la ha encontrado? —preguntó Gregorio.
—Tiene los dolores normales, después de una intervención de esta clase. No deben alarmarse ustedes y, en ningún caso, recurrir a otra persona. Sigan con el mismo tratamiento y no teman ponerle morfina, si ella se agota demasiado. Dentro de dos días estará completamente bien.
—¿Es posible alguna complicación? El corazón, por ejemplo —dijo Pedro.
—Tiene una salud magnífica. Les repito que no se asusten, por mucho que ella se queje.
Isabel se movió, molesta. Pedro se despidió y subió las escaleras. Gregorio superó su ensimismamiento y miró a las dos mujeres.
—Si usted quiere tomar alguna cosa…
—Nada, muchas gracias.
Isabel quedó en el porche. Los otros se detuvieron, acechantes, en la oscuridad, pero Emilia no pareció oír.
Emilia había apoyado los antebrazos en las rodillas. La luz del cuadro indicador trazaba una divisoria sobre su frente. En uno de los pueblos, Gregorio compró tabaco y bebió una coca-cola. Le trajo a Emilia otra botella y descansaron mientras ella bebía.
—La otra noche descubrí que tenía una herida.
—No entiendo a qué se refiere —sonrió Emilia.
—Una herida casi externa. Y bastante honda. De ella deben de proceder las hemorragias.
—Lógico. ¿Qué había pensado? Suelen ser frecuentes esas heridas.
—¿Un descuido?
—Frecuentes —acabó la botella—. E inevitables. Pero sin importancia, gracias a los antibióticos —redobló su sonrisa—. No se inquiete.
Durante algunos kilómetros, se mantuvo erguida en el asiento y cambiaron unas frases. Al llegar a Madrid, dormía apoyada contra la portezuela, con el viento en pleno rostro. Las calles estaban más vacías.
—Emilia.
Detrás de la oscuridad estaba el poblado. Emilia abrió los ojos. El silencio era absoluto. Esperó que ella acabase de despertar.
—Ha venido usted volando —dijo Emilia.
Sin mirarla, la abrazó. El cuerpo de ella cedió sobre el asiento. Las manos de Gregorio se aplastaron contra sus pechos. En sus cabellos blancos encontró un sabor a tierra.
—Sigue —dijo Emilia.
Bruscamente, la vio avejentada, alteradas las facciones, e insólita. Cruzó la chaqueta de ella sobre su cuerpo y se irguió.
Descendieron del automóvil.
—Perdone —susurró.
—Lo estuve pensando —tenía un lamentable aspecto—. ¿Quiere pagarme algo?
—Es lo justo. ¿Cuánto?
Pareció a punto de reír o sollozar convulsivamente.
—Cien, doscientas, lo que usted crea conveniente. Tampoco tengo honorarios fijos.
—Tome doscientas.
—Gracias. Adiós.
Gregorio condujo hasta el centro de la ciudad. En la Gran Vía no encontró espacio para aparcar y tuvo que desviarse. Tenía las piernas entumecidas, cuando entró en la cafetería.
—Hacía tiempo que no se le ve a usted por aquí —le saludó Lupe.
Bebió un vaso de leche fría y comió con desgana de un plato variado, preparado por Lupe.
—Pues, ha sido usted oportuno; esta noche no salgo.
—¿A qué hora te largas?
—Dentro de cinco minutos.
—Y, ¿vas a tu casa?
—Sí.
—Te llevo en el coche.
—Esta noche, no. De verdad. Viene a buscarme una prima mía. Y, además, le he prometido a mi madre que volvería pronto. Otro día. ¿Cuándo quedamos?
Gregorio fingió no haber oído la pregunta.
—Oye, Lupe, ¿cómo se llama?
—¿Quién?
—El que te espera.
—Ay, que no, que te juro que me espera mi prima. ¿Quedamos para mañana? Mañana es domingo.
—Ya vendré por aquí.
—Sin avisar, claro. Luego, no te enfades, si no puedo.
—Yo no me enfado. Lupe.
Lupe le miró, extraviada, unos instantes.
—Bueno, pues mejor para usted —dijo en un tono alto.
Después de haberse quitado el uniforme, atravesó el local correteando sobre sus altos tacones, envarada en su falda ceñida. Gregorio abonó la cuenta, terminó el cigarrillo y salió a la calle.
Las aceras se llenaron con los que salían de los cines. En la terraza de un bar encontró una mesa libre. Ni la multitud, ni los ruidos o los violentos anuncios luminosos le disipaban aquel sopor aplastante.
Las mujeres pasaban con sus vestidos de verano. Más tarde, cesaron los autobuses. Gregorio pidió un segundo gin-fizz. Las prostitutas interrumpían su lentísimo caminar y bajaban a la calzada, cuando las llamaban desde algún automóvil. Gregorio decidió pasear, hasta que el cansancio le rindiese.
Se detuvo en dos o tres escaparates, presenció un conato de riña y sonrió de sus propias miradas hambrientas. Regresó en el automóvil a la Gran Vía y, en el primer trozo, donde los transeúntes eran menos numerosos, aparcó.
El bochorno, aceitoso y coloreado, pesaba sobre la calle. Sudaba, con los ojos muy abiertos.
La muchacha, exageradamente maquillada, con un tirante sweater rojo y una corta falda blanca, se aproximó. Gregorio abrió la portezuela y fumaron un cigarrillo juntos. A los pocos minutos, la chica le narraba su vida. Gregorio renunció y se despidió de ella.
Tardó en encontrar los conmutadores de la luz y, después, abrió los balcones. En el frigorífico, tal como Neca le había indicado, había unas bebidas no del todo calientes. Se instaló en el salón, desnudo de medio cuerpo, y colocó un disco elegido al azar.
Se secó con un pañuelo las axilas y el pecho. Bebió un largo trago. El swing lento, rotundo, era la música adecuada a su insomnio y a su malestar. La casa desprendía el aroma de Neca. Un aroma, en cierto extraño ahogo, semejante al de aquella habitación de casa de Julia, en la que había permanecido unos minutos y en la que probablemente nunca más volvería a entrar. Al final de los pasillos, entre los baúles, inverosímilmente sólo una semana antes, Julia —la pobre Julia, como se decía en los últimos días— y él se habían estrechado, uno contra otro.
En el rectángulo del balcón oscilaba la penumbra. El rítmico jadeo del contrabajo guiaba los alaridos del clarinete. Gregorio se levantó de un salto y encendió una lámpara.