21

Después de la comida, Neca, Jovita y Meyes se dedicaron a la limpieza de las habitaciones. Leopoldo, tendido en uno de los divanes «morris», dormía en el porche y Jacinto, a su lado, leía atentamente los diarios. Gregorio deambuló de un lado para otro. Zumbaba el aspirador. Gregorio sintió secas las mandíbulas y un sopor fatigoso.

—Tengo algo de jaqueca —dijo.

Jacinto elevó su mirada por la rampa del periódico desplegado y la fijó, distraída, en Gregorio.

—Túmbate un rato —volvió a la letra impresa—. Si es que ésas te dejan libre algún cuarto.

—No sé —murmuró Gregorio.

La luz se agolpaba y, aun en la sombra, dejaba una calurosa huella. A Jacinto le escurrían gotas de sudor por la nuca. Gregorio cruzó los brazos y apoyó un hombro en la pared de piedra. Con las manos sobre el pecho, Leopoldo tenía un sueño reconcentrado. Los ruidos del interior de la casa destacaban el silencio absoluto de la tarde.

—Meyes —llamó la voz de Neca.

Con una perezosa lentitud separó el hombro de la pared y permaneció embotado, la verde extensión del bosque en la montaña picoteándole de reflejos las pupilas. Dio unos pasos por el porche y, sin premeditación, entró en el living. Jovita, con unos pantalones ajustados hasta media pierna, fregaba el suelo. Gregorio anduvo por entre los muebles descolocados y se detuvo junto a la chimenea.

La escalera, que comunicaba con el piso superior, doblaba en un rellano sobre el living; la baranda era de una madera oscura y encerada. Meyes salió de una de las puertas y comenzó a subir. Meyes llevaba unas sábanas dobladas.

—¿Y Neca? —dijo Gregorio.

—Está arriba. ¿Qué quieres?

—No, nada.

Gregorio siguió a Meyes. El pasillo formaba numerosos recodos. Las puertas de los dormitorios y de los dos cuartos de baño estaban pintadas en un color crema, casi blanco. El ruido del aspirador era allí más fuerte. Gregorio entró en la habitación de Julia.

—¿Cómo va eso?

—Duerme —contestó Pedro.

En la penumbra, le distinguió en una butaca cerca de la cama. Un aire caliente y oloroso se comprimía en la habitación.

—Si quieres, me quedo yo un rato.

—Gracias. Parece que todo va mejor.

—Sí.

A través de la puerta abierta y de la ventana vio a un cuadrado del valle, cargado de sol, el pueblo y las praderas y una sábana que ondeó sobre la cama; los brazos alisaron la tela blanca y Meyes apareció en el campo visual de Gregorio.

—Estarás cansada, cuando terminéis con todo este jaleo.

—¿Es que quieres ayudarnos? —Meyes movía las sábanas con unos tajantes movimientos—. Luego podemos dar un paseo, ¿no? Al anochecer, que hará menos calor.

—De acuerdo —Gregorio fue a seguir por el pasillo, pero añadió—: ¿Cuándo te lo dijeron?

Meyes se irguió, con un resto de sonrisa en los labios contraídos. Antes de hablar, colocó un mechón desmandado de su pelo.

—Cuando veníamos hacia aquí.

Ella permaneció con la funda de la almohada en las manos. Gregorio parpadeó.

—¿Estás asustada? —Meyes denegó con la cabeza—. Mejor. No te asustes.

—No acabo de comprender que no existiese otra solución.

—No la había. Esto era repugnante, pero también lo menos perjudicial que se podía hacer. Oye, tú no te asustes.

—Descuida. Comprendo que no te haya gustado verme llegar. Pero puedes estar tranquilo —su voz se agrió— que nadie sabrá nada por mí.

—Claro, Meyes. En cuanto anochezca, daremos nuestro paseo.

Había sonreído y, por ello, su pregunta sorprendió más a Gregorio.

—¿Podrá tener hijos después de esto?

—No lo sé —dijo Gregorio.

En el living —que ocupaba más de la mitad de la planta del edificio— Jovita sacaba vasos del aparador. Gregorio le acarició el cuello y ella rió.

—Este sigue durmiendo.

—Sí —dijo Jacinto, que contemplaba la montaña.

El diario estaba caído en el suelo. A Leopoldo le sobrevolaban unas moscas.

—Voy a dar una vuelta por ahí.

—Espera —dijo Jacinto, poniéndose en pie.

Caminaron en silencio por la carretera forestal. Derivaron por una senda y a los pocos metros apareció frente a ellos el sanatorio antituberculoso.

—¿Estás preocupado? —preguntó Jacinto.

Dejaron de andar al tiempo.

—No. Creo que no, en todo caso.

—No habrá complicaciones.

El camino ondulaba, antes de oblicuarse hacia la cima de la colina. En el bosque rebrillaban unos cristales del sanatorio. Gregorio encendió un cigarrillo.

—Temo que haya que ponerle más morfina.

—¿Por qué?

—No entiendo una palabra, pero me está pareciendo demasiada. Además, que con eso no sacamos nada en limpio.

Llegaron a un riachuelo, que bajaba burbujeante y espumoso sobre lisas piedras, cubiertas de un moho ocre y resbaladizo. Se sentaron bajo un abeto. Olía el agua y los aromas del monte eran más precisos. Al borde del riachuelo, la luz se empequeñecía en una acogedora frescura, como si estuviesen en un subterráneo. Gregorio lanzó, en parábola, la punta de su cigarrillo al agua despeñada.

—A mí no me inquieta el estado de Julia, porque a cada hora que pasa la encuentro mejor. Mañana estará bien. Lo que me preocupa es la posibilidad de que se descubra. Hoy habrá venido más gente a los chalets, pero no tenemos lo que se dice una amistad. Por lo tanto, no es fácil que se acerque nadie por casa. Pero no hay que descuidarse.

—No, no hay que descuidarse. A veces, parece como si se nos olvidase lo de Julia.

—A todo se habitúa uno —dijo Jacinto.

Gregorio descortezaba concienzudamente unas ramitas, que amontonaba entre sus pies. Sopesó en la palma de la mano los blancos palitos, húmedos, y volvió a dejarlos en el suelo. Se adormecía. Jacinto contemplaba el riachuelo con los ojos entrecerrados.

—Ayer por la mañana, ¿a qué te referías, cuando dijiste que aquí tendríamos más medios que en Madrid?

Jacinto reaccionó con viveza; tenso el cuerpo, giró su rostro hacia Gregorio. Aun así mantuvo un largo silencio. Gregorio persistió en el descortezamiento de las ramas.

—Se podría decir que había sufrido un ataque al corazón.

Gregorio suspiró, aliviado. Volvía a hacerse comprensible que ellos dos se encontrasen sentados junto al agua, dejando secarse el sudor de sus cuerpos y en lucha con el sopor de la siesta. Le tendió el paquete de cigarrillos y sonrió.

—Le harían la autopsia.

—¿Quién iba a sospechar? El médico del pueblo certificaría ataque al corazón —dudó unos instantes—. Todo sería natural.

—Bueno, pero supongamos que no fuese así. Enjuicia el asunto como si lo acabásemos de leer en una novela policíaca o ayer mismo lo hubiésemos visto en el cine.

—Espera. ¿Es que crees…? No me gusta hablar de esto.

—Piensa que lo has leído en una novela. Tú y yo debemos tenerlo hablado, por si le sucede algo. Estamos improvisando desde el principio y yo, así, no quiero continuar. Sólo tú y yo podemos planearlo.

—¿Por qué tú y yo? ¿Imaginas, que yo no tengo miedo?

—Sí, imagino que sí. Que, a veces, no sabrás si tienes miedo y otras, lo sentirás de una manera rabiosa. Pero no se trata de valentía. Vamos a pensar qué haríamos, si Julia se nos quedase muerta en un momento cualquiera.

—¿Por una hemorragia o por el corazón?

—Por lo que sea. Haz un esfuerzo —esperó unos segundos—. Julia se ha muerto y, antes de avisar a su familia, es preciso modificar los hechos. ¿Cómo? —el ruido del agua crecía en las pansas—. Quemando el cuerpo. Nadie puede averiguar si a una mujer se la ha intervenido, cuando únicamente quedan de ella unos restos carbonizados.

—Oye, Gregorio…

—A Julia le gusta conducir. Julia conduce mal. Coge el coche y el coche se le desmanda en una curva y se estrella. El automóvil, naturalmente, arde. Cuando nosotros llegamos, la están destruyendo las llamas. Si antes acude alguien mejor. ¿Objeciones?

—Ninguna. Pero me niego a hablar de ello. A Julia no le sucederá nada grave.

—Ahora se trata de suponer que, en un momento cualquiera, muere. Primero es necesario hallar un lugar adecuado. Empujar el coche, con el cadáver dentro…

—Cállate. Cállate. Resulta morboso tratar así el problema. Además, quedan los otros; alguno diría algo o haría algo, por lo que se descubriese. Deja de imaginar tonterías de mal gusto.

—Los otros no debían haber venido. Nadie debía saber nada.

Gregorio dejó caer el cuerpo hacia atrás y apoyó la cabeza en sus manos entrelazadas. Después, cerró los ojos. Un insecto tijereteó el aire. Jacinto continuaría en pie, contemplándole. La brusquedad reciente y su actual desolación no le apesadumbraban, sino que transmitían una extraña serenidad. A la sombra fresca, se podía descansar hasta de uno mismo.

Oyó a Jacinto alejarse y cambió de postura, sin abrir los ojos. Los aromas de la tierra se agudizaron. Cuando terminase aquel largo verano caluroso, comenzarían las clases en la Universidad. Posiblemente a ninguno le agradaría recordar los presentes temores o quizá, fuese difícil recordarlos. Gregorio tuvo un escalofrío.

Los rumores, las resonancias, los crujidos marcaban el paso del tiempo. La tarde avanzaba dentro de la tiniebla coloreada de sus párpados y él ajustaba detalles, objetaba, resolvía inconvenientes, intentaba un completo dominio de las posibilidades.

Fingió dormir, cuando oyó que Jacinto chapoteaba en el riachuelo. La sombra era muy profunda y, al restregar los ojos con los nudillos de sus dedos, descubrió que, efectivamente, había dormitado.

—Estuve dando una vuelta por ahí —dijo Jacinto—. Desde la época de los grandes negocios, me ha quedado la costumbre de considerar cualquier majadería que se me proponga. Por si acaso. Existen dos o tres barrancos que servirían para escenario de tu novela policíaca. ¿Por qué no la titulas Incendio en la noche?

Gregorio sacudió sus pantalones.

—Sería por el día. A pleno sol.

—¿Por el día? —repentinamente serio, añadió—: Hay que hacer lo posible y lo imposible por que la muchacha se reponga.

Anduvieron con lentitud: conforme se alejaban del riachuelo, conseguían que sus palabras se aligerasen en paulatinas escapadas al humor.

Isabel acababa de llegar de Madrid. Leopoldo continuaba tendido en el diván «morris», pero ya despierto.

—Me levanté casi al mediodía y, para mayor quebranto de mis nervios —Gregorio y Jacinto se sentaron en los escalones del porche— tuve que almorzar con la abuela de Jovita. La pobre señora es de plomo.

—Como será Jovita —Leopoldo sonrió satisfecho— a los treinta y tantos años de haber superado la menopausia.

—¿Qué habláis de mí? —gritó Jovita desde el interior.

Meyes sirvió bebidas, unas galletas y unos trozos de fiambres, que tomaron en el mismo porche. Leopoldo, presidiendo el círculo desde el diván «morris», pontificaba a costa de Jovita, con la suave acritud que le había dejado su bienhechora siesta. Las risas llegaban hasta el dormitorio de Julia, quien, de vez en cuando, gritaba preguntando la causa del alborozo.

Atardecía aún, cuando Julia comenzó a gemir. El grupo se disolvió y esperaron en silencio. Neca e Isabel subieron al dormitorio de Julia y, más tarde, Jacinto. En el living, Meyes estaba muy pálida. El último sol triangulaba un extremo del parque. Jacinto, desde la escalera, se dirigió a Gregorio:

—No deja de dolerle. Y cada vez más.

—Con la morfina nos engañamos a nosotros mismos. —Meyes pareció sonreír—. Dile a Pedro que prepare uno de los automóviles. Voy a traer a esa mujer aquí inmediatamente.

Después de haber inyectado a Julia, Gregorio cambió de ropas. Los quejidos de Julia crecían. Alguien conectó la radio en el porche. El automóvil de Isabel estaba en el sendero de grava, cuando Gregorio bajó, anudándose la corbata. Neca abrió la portezuela.

—No corras —le advirtió Jacinto—. Sin nervios. Bueno, a ti no hay que decírtelo.

Gregorio sonrió. Curiosa manera de tranquilizarse estaba usando Jacinto.

—¿Voy contigo? —propuso Jovita.

—¿A estorbar? —dijo Leopoldo.

—No os preocupéis, si tardo.

Le sonrieron. Isabel corrió unos pasos junto al automóvil. Al comenzar la pendiente de la carretera forestal, encendió los faros. En la luz incierta de aquella hora, las paralelas luminosas irrealizaban los límites del crepúsculo.