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Por la dirección que traía, podía ser el automóvil de Jacinto. La mano derecha de Gregorio siguió todavía unos segundos extendida sobre las cejas. Al terminar la bajada de la loma, comenzaba la subida de la carretera forestal, blanca y sinuosa. Gregorio encendió un cigarrillo y se recostó en la tumbona extensible. El automóvil se desvió de la carretera principal.

El día anterior, con Julia acostada en el asiento posterior, habían tardado cerca de una media hora en recorrer la carretera forestal. Había frenado instintivamente en la entrada. Después continuó, mientras Pedro y Leopoldo sujetaban la puerta de madera verde, hasta la curva del camino de grava, frente al porche. Jacinto y él habían descendido a la vez y ya estaban ayudando a Julia, cuando Pedro y Leopoldo llegaron corriendo por el sendero. Julia, con su blusa amarilla y su falda azul, aparentaba una perfecta salud, pero, al llenársele el rostro de la luz de la mañana, los cuatro se asombraron de su palidez.

Gregorio dejó de ver el supuesto automóvil de Jacinto. A su izquierda, por uno de los ventanales abiertos, le llegó el ruido de la radio que Pedro (o Leopoldo) sintonizaba. Gregorio resbaló el cuerpo en la tumbona y un rayo de sol alcanzó sus pies desnudos.

Al comienzo del viaje había conducido Jacinto y Julia se había mantenido sentada. Marchaban a poca velocidad y, de vez en vez, Leopoldo asomaba la cabeza por la ventanilla del automóvil de Pedro, que rodaba delante de ellos, y él les tranquilizaba con un gesto. Luego, Julia decidió tenderse en el asiento y Gregorio sustituyó a Jacinto en el volante. El peor trozo fue la subida de la forestal. Cuando Julia, algo temblona por la fiebre, pisó la grava y enfrentó el porche, los cuatro se asustaron de su palidez. Pedro había abrazado a Julia y, al entrar en el chalet, la besó en una sien.

Los ruidos de la radio cesaron e irrumpió la voz familiar de un locutor. Allí, a la sombra de los árboles, veía casi toda la finca, rodeada por una valla de madera pintada de verde, a uno y otro lado de la puerta y durante ocho o diez metros, y por una cerca de piedras en el resto de su perímetro. Los caminos del parque finalizaban todos en la casa, excepto el que llevaba a la piscina. La piscina estaba enteramente construida, pero a falta de instalar la conducción de agua. Las losas de piedra berroqueña, igual que la de las fachadas, con hierba en las junturas, y los cuadros de césped resaltaban al sol. El locutor informaba del resultado de las elecciones presidenciales en Colombia. Gregorio giró la cabeza hacia la casa. Las ventanas de aquella fachada estaban abiertas, a la sombra. Julia continuaría durmiendo en el piso de arriba. La voz tremoló unas cifras.

Habían sido Leopoldo y Pedro los más inquietos por el estado de las carreteras. Gregorio condujo despacio y eludiendo al máximo las maniobras. Había mantenido la segunda toda la carretera forestal. Antes de entrar en la casa, había paseado por el parque, descubriendo la topografía de la finca. Encerró los dos coches en el garaje, situado en un semisótano, al que se accedía por el patio trasero. Cuando atravesó el porche y pisó el umbral del pequeño vestíbulo, vio a Julia sentada en uno de los butacones, las manos sobre la falda azul, los pies, calzados con sus zapatos sin tacón, muy juntos, y la palidez ahondándole las facciones. Entre él y Pedro la sujetaron para subir por la escalera, que partía del mismo living al otro piso. Pedro la ayudó a acostarse en el dormitorio, que acababa de preparar Jacinto y él bajó de nuevo al living, se sentó en el butacón de donde Julia se había levantado y cogió la botella de coca-cola, que Leopoldo le tendía. En aquel momento le llamó el grito de Pedro y, unos minutos después, inyectaba a Julia la morfina.

En el trozo visible de carretera apareció el automóvil. Corrió entre las manchas de los jardines, de los tejados de pizarra y los muros de piedra y desapareció en el pinar. La montaña, frente al cerro en que se escalonaban los hotelitos, estaba cubierta por el bosque. Más allá zigzagueaban las últimas cimas, como clavadas en el azul del cielo. Gregorio acechó la salida de la confluencia de los caminos. Si se trataba de Jacinto, el automóvil habría de aparecer por allí. En el cruce, oculto desde el chalet por los árboles, se dividía la carretera forestal; a la izquierda, penetraba en la montaña hacia el sanatorio antituberculoso, en una dirección y, en la contraria, descendía hasta el pueblo; a la derecha, subía a los hotelitos. Una intrincada estructuración de senderos relacionaba las edificaciones entre sí, a partir de media ladera del cerro. Gregorio detuvo su mirada en la achatada torre de la capilla. Luego, volvió a atisbar la salida del cruce. La voz relataba las conclusiones de la conferencia de países árabes.

Toda la tarde del día anterior Julia había dormido. Al anochecer, vomitó. La fiebre le había desaparecido. Ellos se instalaron en el dormitorio contiguo al de Julia y jugaron al poker hasta las once. Se encontraban fatigados. Pedro tendió un colchón en el suelo, junto a la cama de Julia.

Jacinto partió hacia Madrid temprano y Pedro y Leopoldo habían bajado al pueblo en busca de leche, fruta y pan. Las conservas y las botellas que compraron en el viaje estaban a punto de terminarse. Cuando regresaron, y ayudados por Gregorio, prepararon la comida. Ahora, Leopoldo (o Pedro) acaba de conectar la radio y Gregorio supuso que Julia debía de haber despertado.

El locutor dijo que los príncipes de Mónaco, tan felices en su afortunado matrimonio, proyectaban pasar una temporada en Estados Unidos, antigua patria, como ya se sabía, de la encantadora princesa Grace. Gregorio continuó con la mirada fija en la carretera. La tumbona crujió. De un momento a otro, tendría que aparecer, si se trataba del automóvil de Jacinto.

—¡¿Os molesta la radio?!

La voz de Julia sonó transparente, como fuera de la casa:

—No, no, al contrario, Leopoldo.

El automóvil salió de los árboles. Gregorio retuvo la respiración, se sentó con los pies cruzados sobre la lona y se alisó el pelo con ambas manos. En cinco o seis minutos estaría allí. El sol puso un diminuto rebrillo en la carrocería. Gregorio cerró los ojos.

La criada había bajado la maleta y Julia se disponía ya a salir, cuando él y Jacinto comenzaron a discutir. Gregorio adivinó que Leopoldo y Pedro habían pasado la noche en casa de Jacinto. Éste, que le había enmarañado los cabellos, cuando él aún estaba sentado en el diván donde había dormido, se lo confirmó.

—¿Habéis decidido llevarla a la Sierra? —preguntó.

—Sí.

Gregorio había atravesado la habitación para cerrar la puerta.

—El viaje la mata —había dicho y Jacinto dejó de sonreír.

—Son sesenta y cinco kilómetros y por buenas carreteras. Yendo despacio, no hay peligro. Además, Julia se encuentra bien.

—Aun suponiendo que no haya peligro, me parece un riesgo tonto.

Jacinto se había acercado, hasta casi tocarle.

—No lo es. Ella está en condiciones de hacer el viaje. Lo hemos estado discutiendo muchas horas. Escucha —y disminuyó el tono de voz.

Gregorio perseguía con la mirada la marcha del automóvil. Alternándose, dos voces lanzaban las últimas noticias. Desde el segundo piso y por la fachada principal, se distinguiría mejor aquel trozo de la carretera. Leopoldo apareció unos instantes en la esquina del porche, que circundaba dos lados del edificio. Cerró los ojos de nuevo y calculó en tres minutos el tiempo que tardaría en llegar Jacinto.

Jacinto, a unos centímetros de su cuerpo, había bajado el tono de la voz.

—Escucha —y añadió—: La criada, por mucho cuidado que se tenga, lo descubriría. Además, poniéndonos en lo peor, imagina que a Julia le sucede algo grave.

—¿Algo grave?

—Sí.

—¿Que muera, quieres decir?

—Hombre… En Madrid nos sería más difícil tomar medidas y, en cambio, en la Sierra tendremos más libertad de acción, más medios.

—Comprendo —y había añadido, sin malignidad, aunque sabía ya la respuesta—. Pero, sin ponernos en lo peor, ¿no habéis comprendido que la dejamos sin médico?

—¿Qué médico? ¿La que se lo ha hecho? A ésa en tres cuartos de hora la tenemos en la Sierra. Y, si ni siquiera puede esperarse tres cuartos de hora, se avisa al médico del pueblo. Puede resultarnos tan molesto como Darío, pero más no; y en Madrid, en un caso así, de urgente necesidad, sólo podríamos recurrir a Darío.

Gregorio había dicho precipitadamente:

—Está bien pensado. Lo comprendo. Quería más que nada asegurarme que estaba bien pensado. No existe más riesgo que el viaje.

—Y Julia está inmejorablemente.

—No. Es una locura mover a una mujer en su situación —Jacinto había rehuido su mirada—. Pero será lo mejor para todos. Incluida ella.

—Pues, anda.

—Espera que me chapuce un poco. ¿Qué coche llevamos?

—El de Pedro y el mío.

Pedro, mientras él se lavaba, había entrado en el cuarto de baño.

—¿Qué te parece el plan?

—Bien.

—Más que nada por la criada —había dicho Pedro—. De seguir aquí, esta tarde lo sabe ya la portera y mañana el barrio entero.

En las Canarias, Baleares y Península el tiempo había sido bueno; se pronosticaba continuidad del buen tiempo, con algunas acumulaciones de nubes en las cordilleras. Gregorio bajó los pies de la tumbona. La voz leía el aviso especial para navegantes. Gregorio entró en la zona sin sombra. El aire estaba cálido y denso y el sol parecía ascender. Gregorio dobló la esquina. El ruido del motor se hizo perceptible. Gregorio continuó avanzando. En la casa también habían oído. La despedida ritual fue gritada e, inmediatamente, comenzaron los himnos. Vio a Pedro dirigirse a la verja de madera y se detuvo.

—¿Es Jacinto? —preguntó Julia desde su dormitorio.

Leopoldo estaba en el porche. El automóvil rodaba sobre el paseo y Leopoldo bajó los escalones.

—Menos mal —dijo Leopoldo, pasando junto a él— que tenemos ya quien friegue los platos.

Percibió en las ventanillas los brazos de ellas. Jacinto, al otro lado del parabrisas, le sonrió. Los neumáticos chirriaron sobre la grava.

—¿Quién es? —repitió la voz de Julia.