19

Neca, nada más sentarse Isabel, se interesó por su empleo del tiempo aquella tarde. En la terraza de la cafetería, a la luz plana de los tubos fluorescentes, Isabel tenía una brillante serenidad.

—Te encuentro guapísima —Neca cruzó las piernas—. Bueno, dime qué es lo que has hecho hoy.

—Dormir en casa de Jovita, hasta hace un rato.

—Jovita se acercará por aquí, ¿no?

—Supongo. ¿Han telefoneado ellos?

—Sí. Julia continúa bien.

—¿Ha sido Jacinto, quien te lo ha dicho?

—Parecía contento. Mañana, a primera hora, volverá. Y ya se verá si vamos alguna de nosotras.

—Es ridículo que estén allí solos.

Neca rió en silencio. Un airecillo breve movió los colgantes de los toldos.

—¿Cómo se las arreglarán?

—Te lo puedes imaginar —dijo Isabel—. Amontonarán la vajilla sucia en la cocina y empujarán las colillas debajo de los muebles.

—No creo que mañana sea difícil convencer a Jacinto. En el fondo, prefiere que estemos alguna allí.

—Y Leopoldo y Pedro —afirmó Isabel.

—Seguro que es Gregorio quien se opone.

—Él nunca ha querido gente a su alrededor. Porque no necesita a nadie, quizá. Estuvo una hora sujetando a Julia y sin avisarme. De pronto, sin saber por qué, me desperté. Pero él no me avisó. Y esta mañana, si no es por él, nos vamos con Julia. Hay algo que me da miedo —Isabel hizo una pausa—. La morfina.

—¿Te parece peligroso?

Isabel se recostó en el sillón metálico y entrelazó las manos.

—No sé —dijo—. Pero mientras la mantenga a base de morfina, durmiéndola cada vez que sienta dolores, será imposible saber si a Julia le sucede algo grave. Además, me temo que aumenta las dosis.

—Mujer, él no es un… —Neca rió de sí misma—. Sí, él es un chiquillo. Pero con mucha personalidad. Uno de estos raros de la nueva generación.

—Explícamelo a mí. Estamos juntos día y noche, desde hace una semana, y he empezado a decirle tonterías. Tu marido me ha presagiado mil veces una gran pasión por un adolescente.

Neca reía con fuerza. Isabel aplastó el cigarrillo contra el plato y miró a Neca. En los cabellos rubios de Neca, en sus brazos desnudos, en su boca algo grande cabrilleaban unos reflejos.

—Eres genial, Isa. Y él, coqueteando con Jovita.

—Después de la comida, Jovita y yo estuvimos hablando.

—Oye, antes de que se me olvide; esta noche te vienes a casa.

—En casa de Jovita estamos solas con su abuela. Y la pobre señora no se entera de nada.

—La niña está con sus padres. Tú te vienes y, si mañana nos deja ir Jacinto, ya salimos juntas. ¿Tienes el coche en el garaje?

—No. Si me encuentro con alguien de la familia, espero inventarme una buena en el momento. Estoy cansada, harta, de tanta mentira, de ignorar dónde voy a dormir o a comer, de ocultarme. Si ésos mañana se oponen…

Mientras el camarero servía, Isabel y Neca callaron. Más tarde estuvieron distraídas con el paso de la gente, que transitaba por el espacio de acera libre de mesas. Detrás de las plantas en los tiestos de madera, tenían la calzada. Isabel bebió más de medio vaso de un solo trago y, en pocos segundos, se sintió libre de su malhumorada apatía. Los roces de las ruedas sobre el pavimento se unificaban en un deslizante chirrido.

—¿Qué me decías de Jovita? —recordó Neca.

—Ah, sí. Estuvimos charlando después de comer. De nada importante, quizá. Pero en un tono que no es habitual en ella. Como solemne. Hacía rarísimo en Jovita.

—En cierto modo, Gregorio y ella se parecen. Isabel, ¿tú no sabías nada de lo de Julia y Pedro?

—Nada. Absolutamente nada. Tú, ¿sí?

—No, tampoco. Pero… Este último invierno, una tarde que estuvimos en casa de Julia… No te acordarás, claro —Isabel denegó con una sonrisa interesada—. Fui a arreglarme al tocador de la madre de Julia. Hay una puerta de cristales esmerilados. Di la luz enseguida, te lo aseguro, pero les vi, a través de los cristales, abrazados. Al oírme, se separaron.

—¿Abrazados?

—Sí. Eso no era lo extraño. Ellos siempre han estado besuqueándose por los rincones. Pero esa tarde me parecieron muy distintos. Desde entonces tuve una sospecha. Desde luego, lo que no comprendo bien es la actitud de Julia.

—No te entiendo.

—Que Julia haya accedido —Neca empujó con un movimiento del cuerpo el sillón, hasta chocar el de Isabel—. El escándalo hubiese sido mayúsculo, si se descubre que ella va a tener una criatura. Aunque Julia no es tonta, desde luego, todas sabemos cómo son los hombres. Yo no me hubiera fiado. Ahora Pedro la deja sin chico y sin boda, y ¿qué? Ella no puede hacer nada.

Isabel meditó unos instantes.

—Ella tiene bien agarrado a Pedro. Con la misma Julia lo hemos comentado; es uno de esos hombres a los que no les resulta difícil encontrar la mujer de su vida. Y, una vez que la encuentran, no pueden prescindir de ella. Julia le vuelve loco.

—La pobre Julia no se merece una jugada de esa clase. Se le ha entregado y ahora, fíjate, todo lo que está pasando. Ojalá no se le ocurra hacerle una cerdada así.

—Ocurrírsele es posible que se le ocurra, pero no la llevará adelante. Y si no se le ocurre a él, ya se encargarán de sugerírsela Leopoldo o Gregorio. Leopoldo lo haría. No creo que haya mujer capaz de retener a Leopoldo.

—Lo principal es —Neca se alisó la falda— que no suceda una catástrofe. ¿Qué haríamos Isa?

—Dios no lo quiera. Llevo dándole vueltas a eso, desde ayer por la mañana. Quizá desde antes. Desde el momento, en que Leopoldo me lo dijo. Y no lo sé.

—Julia es fuerte.

—Sí.

—¿Crees que Jacinto tiene miedo?

—Neca —le cogió una mano—, tu marido también tiene miedo. Pero, cuando esta madrugada Pedro y Leopoldo llegaron con tu marido, me alegré. Era como un juego de niños, que se estuviese poniendo muy peligroso. Y, de repente, aparece una persona mayor. Me dio seguridad, que Jacinto lo supiese.

Las mesas de la terraza se desocupaban. Isabel bebió lentamente y dejó el vaso vacío junto al plato de los cigarrillos retorcidos, con los cercos de carmín en sus extremos. La brisa chasqueó otra vez la lona de los toldos. Más arriba de la frondosidad penumbrosa de las acacias, el cielo estaba blanquecino, sin nubes y sin estrellas.

—Jacinto es también como un niño —dijo Neca, pensativa; luego, movió los hombros y cambió de postura—. Pedro y Leopoldo llegaron por la noche. No oí a Jacinto salir del dormitorio. Cuando a las ocho me los encontré fumando y bebiendo, me dio el presentimiento de que algo malo había ocurrido. Durante el desayuno, me lo fueron contando. Me hubiera gustado ver a Julia. ¿Cómo estaba?

—Esta mañana, guapísima. Llevaba la blusa amarilla nueva y una falda azul preciosa. Pero, por la noche, con el dolor sin dejarla un segundo… Tuve que lavarla. Y continuamente temiendo a la criada. Gracias a que Gregorio estaba allí. Casi no habla. Está tranquilo, dispuesto a hacer algo en todo momento, y, al tiempo, como vigilando a los demás. Es una maravilla de muchacho.

A Jovita le venían siguiendo dos tipos bien vestidos. Cuando se sentó, ellos apoyaron las manos en unas sillas y, gesticulando sin tregua, estuvieron con sus proposiciones, sus gracias rebuscadas y su contumacia, hasta que, desanimados, decidieron marcharse. Jovita rió, complacida.

—Me vienen dando la lata desde Alcalá.

—Pues ya has podido coger un taxi. Son cerca de las diez y media. ¿Dónde has estado? —preguntó Neca.

—En el cine.

—¿En el cine? ¿Tú sola?

—Sí, claro. No, no voy a tomar nada —dijo Jovita al camarero.

—Muy bien, señorita. ¿Recojo el servicio?

—Sí —dijo Isabel.

—Ya veo que los señoritos no vienen esta noche.

—No —Neca le entregó un billete—. Ponga las consumiciones en la cuenta de mi marido.

—Sí, señora. Muchas gracias.

—¿Vamos? —propuso Isabel.

—A ti te van a ver —dijo Jovita—, Neca, ¿no te parece que no debía haber salido? Estabas durmiendo y no quise despertarte. Te llamé por teléfono —se dirigía a Neca de nuevo— y no estabas. Por eso me fui al cine. El cine es algo fenomenal para cuando tienes una preocupación. Te metes en él, te sientas y, a los diez minutos, lo has olvidado todo —Isabel abrió las portezuelas del automóvil—. Mejor las tres delante, ¿no? ¿Hay noticias de Julia?

Isabel conducía rápidamente por las calles casi desiertas. En pocos minutos, frenó ante el portal de Neca. Le ahogaba ya una desesperada sed, cuando Neca le propuso quedarse.

—De ninguna manera —protestó Jovita—. En mi casa es menos comprometido.

—Pero si yo estoy completamente sola.

—Pues, vente a dormir con nosotras.

Isabel intervino:

—La verdad es que no tengo ganas de encerrarme. Me doy una vuelta por ahí y, luego, me voy a casa de una o de otra. A cara o cruz. Me dejáis el llavín debajo del felpudo y asunto acabado. ¿De acuerdo?

—Isa, no bebas mucho —dijo Neca.

Neca regresó desde el portal e Isabel volvió a asegurar el freno de mano.

—¿Recordáis —Neca se apoyó en la ventanilla— que se quedó en llamar a Meyes para este fin de semana?

—Meyes es de confianza —dijo Jovita.

—Pero Gregorio…

—Bueno, ¿qué hago? ¿No me dais alguna idea?

—¿Tienes que llamarla esta noche?

—Puedo esperar a mañana al mediodía.

—Pues espera. Tu marido dirá. Lo más probable es que ni Meyes ni nosotras salgamos de Madrid mañana.

—¡Lo veremos! —gritó Jovita—. Me cojo el tren y me planto con Julia, que ni me mueven ésos.

—La fuerza de la juventud —bromeó Neca—. Yo me voy a la cama. No olvidaré el llavín, Isabel.

Puso el automóvil en marcha. Jovita afirmó que nadie sería capaz de llevarla a casa a aquellas horas. A aquellas horas los bares estaban vacíos. Isabel obligó a Jovita a comer unos sandwiches.

—Y, ¿tú?

—No tengo apetito.

—Comeré, pero si me dejas beber un «cuba-libre». Lo pasaremos en grande —Jovita palmoteo—. Una noche nuestra. Sin esos pesados, que siempre terminan llevándote a bailar, para dedicarse ellos a ver fulanas. Estarán solos y aburridos. Me alegro —encadenó precipitadamente—. Esta noche no podemos hacer nada por la pobre Julia.

—¡Claro que no! Esta noche nuestra obligación es olvidar —Isabel chocó su vaso con el de Jovita—. Ahora, eso sí, a las doce, en casa.

Una violenta alegría las puso locuaces y se sintieron felices durante un largo tiempo. Al salir de una cafetería, Jovita se tendió en el asiento posterior.

—Vamos a dar una vuelta por esas carreteras y te despejas. Echamos gasolina en Puerta de Hierro y, si somos valientes, nos acercamos a verles.

—Despiértame, si me duermo —murmuró Jovita.

Isabel paladeó su soledad. La marcha del coche armonizaba con su bienestar. Por la amplia pista iluminada, aceleró. La noche era un túnel de luz, de viento, de entrañables sonidos. Bajo sus manos, el volante dirigía las mil direcciones del mundo. Al Norte, a cien kilómetros por hora, encontraría estrellas en un cielo de verano, prieto, musical. El alcohol, suave y enternecedor, acariciaba el cerebro y besaba el otro lado de la piel. A la derecha, podría buscar el sol, ya su izquierda, siempre en dirección Oeste, terminaría por llegar a un bosque de pinos o a un gran río, sombreado y transparente. Las luces de la estación de servicio alejaron sus ensueños.

Ya con el depósito lleno, se desvió por una carretera local. Aparcó el automóvil fuera de la calzada. La oscuridad, las presentidas formas de los árboles cercanos y los aromas le atraían. Se sentó en la tierra, con el mentón sobre las rodillas abrazadas. A unos metros, lucían las lucecitas rojas de los pilotos. Dejó de sudar. El aire era fresco y limpiaba la garganta y los bronquios, al beberlo.

Perezosamente llegó hasta el automóvil. Jovita continuaba durmiendo. La llevaría a su casa, tomaría otro trago e iría a acostarse al piso de Neca. Puso el motor en marcha y emprendió el regreso.

Al llegar a las primeras calles, aminoró la velocidad. Sin un propósito expreso, se encontró frente a la barra del bar donde Leopoldo y ella habían estado el último domingo. Buscó la llave y, cuando sacaron su botella, se acomodó en una mesa. La verde y roja penumbra sostenía el humo y las huellas de las voces. Bebía de una manera decidida, premiosa, dispuesta a no dejarse atrapar por el insomnio.

Fragmentos de actitudes, gestos, recuerdos de olores, perspectivas irreales, dominaban a Isabel. Oprimió el vaso y cerró los ojos. Entonces, la saludó el muchacho.

Isabel, que no recordaba su nombre, reconoció el recortado bigotito del muchacho. Era simpático, conocía a todo el mundo y conversaba bien. De repente, el muchacho mencionó a Leopoldo y ella calló bruscamente. Un súbito terror le hizo dudar de si había hablado sin control, como Leopoldo en su borrachera. Acumuló clarividencia, ahuecó la voz, estrechó la mano del muchacho, impuso lentitud a sus movimientos y salió a la calle, con una fingida indiferencia.

Entre los automóviles aparcados en ambas aceras no se encontraba el suyo. Durante los primeros minutos, le divirtió imaginar a Jovita dormida en el asiento posterior, en una calle cualquiera que no podía recordar.

Las luces de los faroles se confundían. Experimentó una acongojante desolación. Caminaba apresuradamente y deteniéndose con frecuencia. Su voluntad le obedecía de una forma ineficaz. El tiempo perdió su medida y sintió los primeros vahídos.

Apoyada en una fachada, las manos caídas sobre el bajo vientre, trataba de descifrar unos signos grabados en una pequeña compuerta de cemento, empotrada en la acera: C.Y.II.

—Estoy borracha —silabeó.

Ya no recordaba la calle donde había dejado el coche solamente, sino que, además, no conocía aquélla en que se encontraba. Extraviada, la hipnotizaban aquellas letras estúpidas, chapuceras, de un exasperante aire familiar y un sentido arcano. C.Y.II C.Y.II. Con un pequeño esfuerzo, las descifraría C.Y.II. Volvió a la puerta del bar y, cuando se dirigía en dirección contraria a la que hasta entonces había llevado, encontró el automóvil. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas.

Nerviosamente condujo hasta casa de Jovita; la despertó y se dejó caer sobre el volante.

—Pero ¿qué hora es? —se asombró Jovita.

Atravesaba estructuras de luz y sombra, carentes de sonido. Vio la lámpara aplastada contra el techo. Jovita la desnudaba.

—Un día me moriré. Me reventarán las venas o el estómago…

—Calla, Isa, calla.

—… se me subirá hasta los pulmones y acabaré estallando.

Jovita la obligó a beber algo ácido y burbujeante, con sabor a limón, que detuvo sus náuseas. Respirando anhelante, oía moverse a Jovita. Jovita le recomendaba silencio y calma. La luz parpadeó en sus ojos y los contornos vacilaron.

—Julia —murmuró Isabel.