18

El rostro de Isabel brillaba de sudor y los restos del maquillaje desfiguraban sus facciones. Balbució unas explicaciones a las preguntas de Leopoldo.

En la habitación de Julia olía el aire estancado. La criada sujetaba a Julia, que, gimiendo, bandeaba el cuerpo. Bajo las sábanas retorcidas, aparecía el colchón. Los gemidos de Julia crecieron y la muchacha aumentó sus lamentaciones y sus asustadas palabras de consuelo. Gregorio preparó un analgésico y obligó a Julia a beberlo. La criada, que no había percibido su entrada, suspiró al verle. Julia crispaba los labios y la frente.

—Prepare agua caliente —ordenó Gregorio.

—Avise al médico, señorito. Está muy mal.

—Naturalmente que no lo está. Usted traiga el agua y unas toallas.

Julia abandonó su última contención delante de Gregorio. Hubo que luchar con ella, sujetándola, apaciguando sus gritos. Le abrazó la nuca y Gregorio sintió la fuerza de sus dedos resbaladizos.

En el suelo estaba el pijama blanco de raso. Ahora Julia llevaba un camisón azul, de franela. Su aliento maloliente le llegaba en bocanadas. Le limpió el sudor y la saliva y aquello serenó los nervios de Julia. Tendida, mientras Gregorio estiraba las sábanas, apagaba la lámpara del techo y dejaba encendida la de la mesilla de noche, Julia continuó quejándose. La muchacha avisó su presencia y Gregorio salió al pasillo con ella. Descubrió que la chica vestía una bata.

—No se asuste. Ahora vendrá el médico.

—La señorita Isabel no…

—Sí, ya lo sé. No quería avisarle, para no intranquilizarla aún más. No es nada. Nervios, un ataque de nervios, usted ya comprende —ella asintió—. Acuéstese. Si la necesitamos, cuando llegue el médico, ya la avisaremos. Es mejor que esté descansada.

—Llámeme, señorito, no deje de llamarme.

—Pues claro que sí, mujer.

Julia deliraba, con los ojos cerrados. Gregorio verificó su pulso y el calor de su cuerpo. Se arrodilló junto a la cama.

—Julia. Soy yo; Gregorio.

La mano de Julia se cerró en la suya.

—Me duele a morir, Gregorio.

—Ya lo sé. Pero no es nada.

—Señorito.

La criada se alejó unos metros de la puerta del dormitorio.

—¿Qué sucede?

—Ha tenido una hemorragia.

—Bien, bien, ya dirá el médico. Usted vuelva a la cama.

Desde el umbral, vigiló el soterrado dolor de Julia. Junto al ventanal, Isabel escuchaba ansiosamente la discusión de Leopoldo y de Pedro, que acababa de llegar. Ambos callaron y Gregorio les miró.

—Ya lo previno Emilia.

—¡¿Lo oyes?! —gritó Pedro—. No es nada. Quería avisar a Darío.

—¡No seas animal, ni me atribuyas animaladas!

—Por lo menos, lo estabas insinuando.

—¡¡No!!

—Gregorio —llamó Isabel.

Pedro gesticulaba su furor, a la vez que Leopoldo golpeaba un puño contra la palma abierta de la otra mano. Gregorio dejó su brazo sobre los hombros de Isabel y sonrió.

—Le duele mucho. Muchísimo. Pero es natural. Se mueve constantemente y con ello perjudica la herida. Además, la fiebre la altera. Voy a ponerle una inyección de morfina.

Julia, más calmada, acabó por descansar con la morfina. Los tres volvieron con Isabel.

—De todas formas —la voz de Pedro había perdido ya su agudizada tonalidad— estoy de acuerdo con éste en que es preciso determinar algo.

Leopoldo sirvió unos vasos de whiskey.

—Isa.

Isabel no comprendía. Gregorio repitió:

—Vamos, Isa; es un momento y luego descansas.

—No estoy cansada.

—Apago la luz —anunció Gregorio—. No conviene que os vean desde fuera.

—Sí, sí —dijo Pedro.

Antes de entrar en el dormitorio, Isabel le detuvo.

—Gregorio, creí que se moría. Y yo, sin saber qué hacer. ¿Crees que no tiene importancia? No mientras. ¿Cómo puedes saber que no le sucede nada grave?

—Porque es lo más lógico. No miento. Pero no hay tiempo para las suposiciones. Aguanta los nervios.

—Pero si un médico…

—Calla. Y no olvides a la criada. Hasta la misma Julia se contiene delante de ella.

—Sí.

—Ha preparado unas toallas y agua caliente. Lamento que tengas de hacerlo tú, pero ha de ser una mujer.

—No me importa.

Julia no opuso resistencia a que la variasen de postura. Gregorio había cerrado la puerta y el balcón y un acre olor se adensaba entre las paredes. Extendieron unas toallas bajo el cuerpo de Julia. Llenó una jofaina de agua caliente y se la entregó a Isabel.

—Procura no derramar agua en la cama.

—Si tuviera una esponja…

—Espera.

Cuando trajo la esponja, vislumbró las piernas desnudas de Julia y el camisón arrollado sobre el vientre.

Puso orden en la habitación, siempre cuidando de no enfrentar la cama. A los suspiros silbantes y a la respiración sofocada de Isabel se unían intermitentemente algunos somnolientos quejidos de Julia. El pijama, de un tacto resbaladizo, tenía manchas de sangre. Buscó en el lavadero el cesto de la ropa sucia. Andaba a tientas, guiándose por la luminosidad de las ventanas. Desde el vestíbulo, atisbó las brasas de los cigarrillos de Leopoldo y Pedro, y oyó el murmulleo continuo de su conversación. Isabel no había terminado.

—En la mesita de noche hay algodón —rogó.

Gregorio, en el tiempo de un aliento contenido, contempló la herida que le mostraba Isabel. Julia abrió los ojos.

—Duerme —musitó Gregorio.

Vació la palangana tres veces y calentó más agua. Encerrado en el lavabo, quemó la esponja, que ardió en chisporroteos, con un hedor y un humo insoportables. Arrojó los restos y las cenizas por el evacuatorio. Se lavó las manos y, cuando se secaba, Isabel giró, infructuosamente, el picaporte.

Gregorio abrió el balcón del dormitorio. La noche negriazul, la soledad de la calle, las cargadas ramas de las acacias, los indescifrables ruidos le produjeron una paz momentánea y, súbitamente, la carga de la fatiga y la tensión de la última hora. Oyó entrar a Isabel y le pidió un vaso de whiskey. Isabel se sentó a su lado y bebieron, casi abrazados.

—¿Tiemblas?

—He vomitado.

—¿Ahora?

—Sí. El whiskey me estaba cayendo mal. No debí cenar.

—Cálmate.

El sudor fluía otra vez por las mejillas, desde el nacimiento del cabello. Un sopor tenaz le alejaba penosamente de la realidad. Isabel se separó de él y, al cabo de unos minutos, le entregó el termómetro. Gregorio guareció la llama del mechero, haciendo cuenco con una mano. La temperatura de Julia era de 37° y 8 décimas.

—Tardará en cicatrizar. Pero es raro.

—¿Qué?

—Tiene una herida casi externa.

—¿No es normal?

—Lo ignoro. Quizá se la haya causado por torpeza.

Isabel, sentada en el suelo, descansó la cabeza en el sillón donde él forcejeaba contra el sueño. El rostro de Isabel era una pequeña mancha sin contornos, blanquísima.

—¿A qué hora hay que ponerle otra vez la Aqucilina?[2] —preguntó Isabel.

—A las ocho.

Después de un silencio, dijo:

—Pienso que habría sido preferible el escándalo. ¿Qué podría haber pasado?

—Sus familias, el dinero, la gente…

—Ya, pero…

—No.

Isabel se reclinó en sus piernas y él le acarició las sienes. Luego, Pedro e Isabel se acercaban a la cama. Venció aquella frondosa torpeza y murmuró:

—No la despiertes, Pedro.

El calor, con el transcurso de la noche, se toleraba mejor. Crecían el silencio y una expectante calma, que Gregorio percibía en sus sobresaltadas tomas de conciencia. Pedro encendió un cigarrillo. De repente, despertó y vio a Isabel.

—¿Qué ha sido eso?

Julia dormía. Fuera, la oscuridad estaba lisa.

—Me ha parecido la puerta de la calle.

Gregorio apagó la luz de la sala, que Isabel acababa de encender, y se unió a ésta en el balcón. Leopoldo y Pedro aparecieron en la acera y Gregorio les llamó. Pedro levantó la cabeza. El sereno dobló la esquina, golpeando el zócalo de la fachada con el chuzo.

—Ya telefonearé —dijo Leopoldo y agitó una mano.

El sereno les saludó. Después, dejaron de verles.

—¿Qué se les habrá ocurrido? —dijo Isabel.

Siguió a Gregorio al interior de la habitación y, más sorprendida que disgustada, contuvo la repentina cólera de él.

—No son tontos.

—Pero ¿por qué se van así, sin avisarnos?

Isabel no supo responder. Regresaron junto a Julia.

—Está tranquila. Vamos a tomar un trago.

Cerró el ventanal.

—Cometerán cualquier estupidez. Están descentrados. Sobre todo, Leopoldo. Les oí que andaban conspirando, pero no hice caso.

—Una de sus genialidades —trató de pacificar Isabel.

—Si cada uno empieza a actuar por su cuenta… —se interrumpió—. Más valdría que estuvieses en tu casa, Isa.

—Si nos cogen, nos cogen a todos. Alguien lo contaría por completo y nadie se libraba. Ya es tarde; en casa creen que estoy con Neca y Jacinto.

—También lo cree Adela —estiró los brazos en cruz—. Bien. Éste es nuestro domicilio por ahora.

—Y sin saber hasta cuándo —sonrió.

—¿Te trajiste el cepillo de dientes, Isabel?

—Y un pijama. Espero que me los dejen en la cárcel. Oh, Dios, lo principal es que Julia no sufra.

Gregorio rió y se sentó frente a ella. La palidez la aviejaba, así como sus hombros curvados hacia delante, angostándole el pecho.

—Eres valiente.

—No se necesita valor para esto.

—¿No?

—Creo —parpadeó— que es más necesario cuando una ha de estarse quieta, esperando.

—Esperando, ¿qué?

—Nada.

—Cada día sé menos de ti.

—Llega a ser ahogante que toda la vida se reduzca a un matrimonio frustrado. Pero yo misma he hecho girar mi vida alrededor de eso. Cuando estás enamorada, ya sabes, todo lo relacionas con tu amor.

—¿Y aún estás enamorada?

—¡No! Sin duda ninguna. Continúo relacionándolo todo, simplemente, como si estuviese enamorada —enmudeció durante unos segundos—. Hubo una época en que yo deseaba que él hubiera hecho conmigo lo que Pedro con Julia.

—¿Quisiste tener un hijo con él, para no perderle?

—Ya le había perdido. Es más, le había rechazado para siempre. Me encontraba ya colmada de asco, desesperanza y hastío. Nadie en el mundo, ni nada, podrían no sólo hacernos convivir más de media hora seguida, sino darnos la suficiente capacidad para mirarnos sin odio, miedo, desprecio y humillación. Pero añoraba la imposible tontería de que él hubiese hecho conmigo, él precisamente, no otro, lo que Pedro y Julia han hecho. Un sentimiento semejante al que lleva a los niños a patear los charcos o a los hombres a suicidarse.

El whiskey la había exaltado. Gregorio le quitó el vaso y cogió sus manos.

—No hables de ello. Tengo yo la culpa por mi boba curiosidad. No te tortures por encontrar explicación a ciertas cosas.

—Pero alguna tendrán.

—Quizá. Pero no debe buscarse. Un día cualquiera encontrarás un hombre…

—No me dejó ni esa posibilidad. Me asquean los hombres.

—Encontrarás a un hombre que no te asquee. Lo pasado será una pesadilla o una farsa —le sostuvo la mirada—. Ahora voy a abrir el ventanal, a apagarte la luz, a llevarme la botella, y tú te tumbas en el diván y duermes.

Su rendido aspecto minimizaba sus movimientos, sus miradas inconstantes, sus descontrolados anhelos.

—Oye —dijo desde la penumbra—, acércate.

—Dime.

—¿Crees que algún día me acostaré con un hombre?

—Con un hombre que no se lo merezca —bromeó Gregorio.

—Pero me estoy haciendo vieja —carraspeó una raspante y breve risa—. Si tú quisieras, me librabas de la virginidad.

Gregorio oprimió su rostro, el índice y el pulgar en cada mejilla, y sintió los labios secos y gruesos de Isabel rozar su mano.

—Te obligaría a que te casases conmigo —y, en un tono imperioso, añadió—: Descansa.

Ni la normalizada respiración de Julia, ni la paz y el silencio de la noche le libraban de aquella destructora inquietud. El timbre del teléfono le asustó.

—¿Quién es?

—¿Cómo está Julia?

Julia le llamó en aquel momento. El temor de que todos aquellos súbitos ruidos despertasen a la criada o, en el mejor de los casos, a Isabel, enfureció a Gregorio.

—¿Qué estáis haciendo?

—¿Sigue durmiendo Julia?

La voz de Pedro, cansada, monótona, resultaba exasperante. Julia repitió su llamada en un tono más alto.

—Se encuentra bien —concedió Gregorio—. Duerme. Pero ¿vais a volver?

—Sí, hombre sí.

—Suelta de una vez lo que…

Leopoldo gritaba o reía.

—Ya te explicaremos. No la dejes, Gregorio, no la dejes sola.

Julia, sentada en la cama, se negó a tenderse. Antes de colocarle el termómetro, Gregorio temió un considerable aumento de la fiebre.

—No me duele nada.

—Pero puede dolerte, si no te estás quieta.

—Dame agua. ¿Qué hora es?

El termómetro marcaba 38° y 9 décimas. Gregorio acercó la butaca a la cama.

—Procura dormir.

—¿Y los demás?

—Están por ahí.

—Tú no duermes. La mujer me advirtió que a la madrugada sería lo peor. ¿Falta mucho?

—No, no falta mucho. Pero no tengas miedo.

—Me quema. No es dolor; es como si me fuesen dando golpecitos con un hierro ardiente.

—No hables.

—Un poco más de agua —después de beber, sonrió—. Todo sale bien, ¿verdad? Si mi familia llega a estar aquí… Isabel es magnífica. ¿Hace mucho calor?

—Sí, mucho.

—¿Qué hora es?

—Escucha, Julia, no te muevas. Es fatal que andes moviéndote, sin parar un momento. Tienes que guardar un reposo absoluto.

—Eso dicen siempre los médicos. Pero la mujer me aconsejó que anduviese por la habitación, si el dolor era muy fuerte.

—¿Es cierto que dijo eso? —en los ojos de Julia ondulaba una alucinada distracción.

—¿Queda mucho para que amanezca?

Persistía en el balcón el muro débilmente coloreado de la noche. Los intestinos de Julia produjeron una despeñada sucesión de ruidos.

—¿Te molesta el estómago? —Julia no entendió la pregunta—. No retires la sábana.

—La vieja buscaba una propina. Olía a repollo cocido en la escalera; me dio una náusea. Luego, me reproché haberle regalado tanto dinero. La escalera era de madera, con los escalones desgastados; había también una mesa camilla en un rincón, para dejar sitio a la cama de hierros blancos. Me aterrorizó aquella náusea y le entregué los billetes. Si hubiese recordado que tú esperabas… Una tarde, Pedro y yo fuimos a una casa donde tenían una camilla igual. Me hacía gracia pensar que recordaba la otra mesa.

Julia movía las piernas a un ritmo creciente, como pedaleando. Al acabar de cerrar el balcón Gregorio, se revolcaba ya en el borde de la cama. Bajó el conmutador de la luz y el dormitorio, súbitamente iluminado, adquirió unos mezquinos límites, en el centro de los cuales Julia gemía sin pausa.

Gregorio dobló la dosis de analgésico. Totalmente transfigurada, salivosa, pálida, tensaba los miembros en ángulos violentísimos. Gregorio preparó la jeringuilla, que quedó sobre la mesa. Inclinado sobre la cama, apoyándose en ella, impedía a Julia arrojarse al suelo. Llegó a estar casi tumbado, con calambres en los brazos y en las rodillas. Había renunciado ya a las palabras. Sobre las sábanas, según comprobaba a cada segundo con una desesperada ansiedad, no aparecían manchas de sangre.

Gregorio oyó pasos apresurados. El sudor convertía sus manos en dos resbaladizas tenazas, a punto de quebrarse. Isabel cerró la puerta y vino en su ayuda.

Julia, debilitada, sacudía menos su cuerpo. Cuando Isabel pudo sujetarla por sí misma, Gregorio terminó de preparar la inyección. Al fin, Julia se inmovilizó, doblada, con las rodillas a la altura del pecho, y Gregorio hundió la aguja en la carne abundante y floja del brazo.

—¿Qué haces? —preguntó Julia.

—Nada, nada. Sosiégate, pequeña. Esto ya ha pasado.

—Ahora le duele más —dijo Gregorio.

—Me desperté asustada. ¿Hace mucho que le empezó?

—Alrededor de una hora.

Los quejidos de Julia fueron espaciándose; se convirtieron en un murmullo y se destrenzaron los dedos de sus manos. Isabel arregló la cama. Por el balcón penetró un hálito de aire de agradable olor. Gregorio aplastaba el rostro contra el tabique del pasillo.

—Nos volveremos locos, si esto sigue así.

—Llamaron ellos, ¿sabes?

Gregorio trató de sonreír y manoteó.

—¿Qué te sucede?

Otra vez, se hallaba en la penumbra. Isabel le colocó el cigarrillo entre los labios y Gregorio aspiró con alivio el sabor de la nicotina. La tela del diván tenía un tacto refrescante. Alguien habló en la calle. Era noche cerrada y, sin embargo, sólo poseía un pequeño tiempo para su dilatado sueño.

El sol calentaba sus párpados. Las sillas habían sido movidas. Gregorio sacó las manos de debajo de la mejilla y se estiró. En el vestíbulo, Leopoldo descansó una maleta frente a la consola.

—¿Ya te has despertado? —Jacinto se acercaba hacia él—. Creí que tendríamos que zarandearte.

Gregorio se apoyó sobre un codo. Jacinto, que continuaba avanzando, dejó de ocultar a su vista el vano de la puerta. Detrás de Julia, Isabel hablaba con la criada y Leopoldo asía nuevamente la maleta. Julia, con una mano en la jamba de la puerta, vestida con una blusa amarilla y una falda azul, le sonrió. No llevaba medias y calzaba unos zapatos planos, que agrandaban sus pies.

—Vamos, hombre, vamos —Jacinto le enmarañó los cabellos.

Entonces, se sintió despertar.